PÁGINAS

miércoles, 27 de enero de 2016

RELATO CORTO: In Vino Veritas de Mara Oliver

Tras una copiosa cena, el Condestable Diego de Velasco indicó a sus invitados que pasasen a la biblioteca para degustar un vino especiado.
—Qué pintura tan curiosa, ¿es quizá un antepasado? —preguntó uno de los cinco nobles y señaló el retrato sobre la chimenea, un retablo de más de doscientos años.
Don Diego negó con la cabeza y la misma sonrisa enigmática de la pintura.
—Siempre han existido similitudes asombrosas —explicó—. El propio Emperador Augusto César encontró a su doble en un joven recién llegado a Roma y le preguntó si su madre había visitado la ciudad, “queriendo dar a entender que por ventura sería hijo de su padre; pero el mancebo, entendiendo la malicia, respondió con otra diciendo: mi madre nunca vino a Roma; pero mi padre estuvo muchas veces”.[1]
Todos rieron de buena gana y hubo otra ronda de vino.
—La infidelidad provoca las risas más maliciosas —sentenció Don Diego, levantó su vaso y añadió—: ¡Por los cornudos!
—¡Por los cornudos! —contestaron todos.
—Acabáis de brindar por Satanás —les increpó el condestable—, pues no hay cornudo mayor que el macho Cabrón.
Los invitados se santiguaron y escupieron al suelo. Don Diego simuló que bebía, siguió riéndose y continuó:
—Recuerdo una historia graciosa… Un campesino descubrió que su esposa era una bruja y la perdonó a cambio de acudir juntos al aquelarre. Se embadurnaron de ungüentos mágicos y aparecieron en una bacanal de sexo y manjares. La mujer le pidió que no pronunciase palabras santas, pero la comida estaba sosa y el campesino suspiró al ver un salero: “Bendito sea Dios, ya vino la sal”. Al momento, se vio solo y desnudo. Arrepentido, “hizo relación a los Inquisidores de todo lo que había visto, y a su mujer y a otras muchas que descubrieron prendieron y castigaron como lo merecían”[2].
—El cornudo se arrepentiría, pero cató del brasero del infierno —convino un noble—. Y eso es porque los cuernos son como los dientes: al salir duelen y luego ayudan a comer.
Embriagados, los invitados confesaron mil adulterios y resultó que todos habían compartido el lecho y el último aliento de Mencía, una cortesana que murió en la hoguera.
Al llegar la medianoche, Don Diego pronunció unas palabras ininteligibles y arrojó su copa a la chimenea. El brebaje salió del fuego y dibujó un pentagrama oscuro a sus pies. Los cinco invitados empezaron a exudar por los poros aquel vino que contenía las cenizas de Mencía y toda su sangre formó una columna en el centro del pentagrama. De allí nació una mujer desnuda, con una voz poderosa:
“Tiranos, ¿por cuál razón, siendo las mujeres, una de las dos partes del género humano, habéis hecho vosotros solos las leyes contra ellas, sin su consentimiento y a vuestro albedrío? Vosotros nos priváis de los estudios, por envidia de que os excederemos (…). El adulterio en nosotras es delito de muerte, y en vosotros entretenimiento de vida (…). Hoy es día en que se ha de enmendar esto.[3]
El condestable recibió a Mencía con un beso apasionado, la izó en brazos y dejaron los cadáveres atrás, camino del dormitorio.
—Vuelves a rescatarme del infierno, mi amor —suspiró la cortesana.
—Te equivocas —le reprendió Don Diego—, el infierno es vivir mi inmortalidad sin ti.



[1] Jardín de flores curiosas, A. Torquemada.
[2] Íbidem.
[3] La Hora de todos y la Fortuna con seso, F. Quevedo.

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