Tras una copiosa cena, el Condestable Diego de
Velasco indicó a sus invitados que pasasen a la biblioteca para degustar un
vino especiado.
—Qué pintura tan curiosa, ¿es quizá un antepasado?
—preguntó uno de los cinco nobles y señaló el retrato sobre la chimenea, un
retablo de más de doscientos años.
—Siempre han existido similitudes asombrosas —explicó—.
El propio Emperador Augusto César encontró a su doble en un joven recién
llegado a Roma y le preguntó si su madre había visitado la ciudad, “queriendo dar a entender que por ventura
sería hijo de su padre; pero el mancebo, entendiendo la malicia, respondió con
otra diciendo: mi madre nunca vino a Roma; pero mi padre estuvo muchas veces”.[1]
Todos rieron de buena gana y hubo otra ronda de
vino.
—La infidelidad provoca las risas más maliciosas —sentenció
Don Diego, levantó su vaso y añadió—: ¡Por los cornudos!
—¡Por los cornudos! —contestaron todos.
—Acabáis de brindar por Satanás —les increpó el
condestable—, pues no hay cornudo mayor que el macho Cabrón.
Los invitados se santiguaron y escupieron al suelo.
Don Diego simuló que bebía, siguió riéndose y continuó:
—Recuerdo una historia graciosa… Un campesino descubrió
que su esposa era una bruja y la perdonó a cambio de acudir juntos al aquelarre.
Se embadurnaron de ungüentos mágicos y aparecieron en una bacanal de sexo y manjares.
La mujer le pidió que no pronunciase palabras santas, pero la comida estaba
sosa y el campesino suspiró al ver un salero: “Bendito sea Dios, ya vino la sal”. Al momento, se vio solo y
desnudo. Arrepentido, “hizo relación a
los Inquisidores de todo lo que había visto, y a su mujer y a otras muchas que
descubrieron prendieron y castigaron como lo merecían”[2].
—El cornudo se arrepentiría, pero cató del brasero
del infierno —convino un noble—. Y eso es porque los cuernos son como los
dientes: al salir duelen y luego ayudan a comer.
Embriagados, los invitados confesaron mil
adulterios y resultó que todos habían compartido el lecho y el último aliento
de Mencía, una cortesana que murió en la hoguera.
Al llegar la medianoche, Don Diego pronunció unas
palabras ininteligibles y arrojó su copa a la chimenea. El brebaje salió del
fuego y dibujó un pentagrama oscuro a sus pies. Los cinco invitados empezaron a
exudar por los poros aquel vino que contenía las cenizas de Mencía y toda su sangre
formó una columna en el centro del pentagrama. De allí nació una mujer desnuda,
con una voz poderosa:
—“Tiranos,
¿por cuál razón, siendo las mujeres, una de las dos partes del género humano,
habéis hecho vosotros solos las leyes contra ellas, sin su consentimiento y a
vuestro albedrío? Vosotros nos priváis de los estudios, por envidia de que os
excederemos (…). El adulterio en nosotras es delito de muerte, y en vosotros
entretenimiento de vida (…). Hoy es día en que se ha de enmendar esto.”[3]
El condestable recibió a Mencía con un beso
apasionado, la izó en brazos y dejaron los cadáveres atrás, camino del
dormitorio.
—Vuelves a rescatarme del infierno, mi amor —suspiró
la cortesana.
—Te equivocas —le reprendió Don Diego—, el
infierno es vivir mi inmortalidad sin ti.
oscuro y atrayente, me ha gustado! :)
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