Katrina
Donovan
Nunca pensé que cuatro
palabritas pudieran tener tanto impacto en mi vida. Si me hubieras dicho ayer,
o incluso esta mañana, que los planes que había trazado tan cuidadosamente para
mi futuro desaparecerían al girar una tarjeta, habría dicho que estabas loco. Por
otra parte, yo era la hija de Tommy Donovan, y Tommy Donovan posiblemente tuvo
la peor suerte de cualquier jugador al este del Mississippi.
Vivíamos en un pequeño apartamento, encima de un
bar de mala muerte, desde que mi madre murió de cáncer hacía diez años y él
apostó todo lo que teníamos. Recuerdo que un día llegué de la escuela y
encontré un camión de mudanzas alquilado, frente a nuestra bonita casa de los
suburbios. Mi padre cargó nuestras pertenencias en la parte trasera a un ritmo
acelerado, como si tuviéramos que irnos lo más rápido posible porque algo
maligno se dirigiera hacia nosotros.
Me quedé allí, con mi pequeño uniforme escolar y
los libros aferrados a mi pecho, preguntándome qué pasaba. Me dijo que me
subiera al camión y me quedara callada. Hasta el día de hoy, no sé qué pasó
exactamente o por qué tuvimos que irnos tan rápido, aparte de que había perdido
nuestra casa y la mayoría de nuestras posesiones jugando a las cartas. Pensé
que ya habían terminado sus días de juego porque no teníamos nada más que
perder. Supongo que me equivoqué.
—Me van a matar —dijo mi padre en voz baja, como
si estuviera hablando consigo mismo, o con alguien que no fuera yo.
Miré hacia arriba, desde el otro lado de la mesa
de naipes plegable que habíamos encajado en un rincón de nuestra cocina, y
fruncí el ceño. Por un momento, pensé que había imaginado su voz porque estaba sumida
en mis propios pensamientos. Ya casi no hablábamos, ni siquiera el domingo, el
único día que nos sentábamos a comer juntos. A mi madre le encantaban las cenas
familiares de los domingos y no permitía que nada interfiriera en ellas,
incluso los malos hábitos o adicciones de mi padre.
—No pido mucho, Tommy
Ray Donovan —solía decir ella, aunque no podía recordar el sonido de su voz.
Era irlandesa y tenía un encantador acento que esperaba heredar algún día—. No
tienes que ir a la iglesia, pero al menos puedes sentarte una hora y comer con
tu familia.
Nunca
entendí su entonación irlandesa. Mi voz es ronca y mi lengua afilada como la de
todos los demás en el vecindario. Además, la cena de los domingos ya no era tan
importante como antes. Supongo que ahora solo hacemos lo justo para honrar su
memoria. Muchos domingos, mi padre se va antes de que yo me levante de la cama
y no vuelve hasta la hora de abrir el bar para el almuerzo del lunes.
Nunca hemos estado muy unidos. Yo era una niña de
mamá y él prefería la compañía de sus compañeros de juego a su familia. Ahora,
simplemente compartíamos un espacio vital, no un hogar. Rara vez hablábamos,
porque ninguno de los dos tenía mucho que decir al otro. Era como si todo
estuviera dicho y no hubiera necesidad de decir nada más. Estábamos esperando
que pudiera entrar en una buena universidad para perseguir mis propios sueños y
dejar atrás mi antigua vida.
A veces, me preguntaba si volvería a ver a mi
padre después de que me fuera a la universidad; si sobreviviría sin mí o si,
simplemente, bebería hasta morir sin que yo estuviera cerca para cuidarlo. Ni
siquiera sé si me importaría, en el caso de que eso sucediera.
Lo observé por un momento sin decir una palabra. Tenía
la cabeza gacha y parecía murmurar para sí mismo, mientras recogía la comida de
su plato con un tenedor. No había comido ni un bocado del pastel de carne que
había hecho, ni el puré de patatas instantáneo que había cubierto con
mantequilla y sal.
Nunca ganaría un premio de cocina, pero nos
permitimos el lujo de la carne una vez a la semana. Normalmente, devoraba lo que
le ponía delante, como un hombre hambriento. Luego pedía más antes de que
pudiera darle un bocado. Sabía que algo tenía que estar muy mal si se dedicaba
a pinchar el pastel de carne con el tenedor en vez de metérselo en la boca.
—¿Le ocurre algo al pastel? —Había probado un
trozo y estaba muy bueno, o tan bueno como podía estar mi versión de pastel de
carne. No me gustaba mucho la carne, lo que me venía bien ya que rara vez
podíamos comerla. No me malinterpretes, no éramos pobres ni pasábamos hambre, pero
andábamos siempre escasos de dinero, a pesar de que el bar era un buen negocio
la mayoría de las noches. Sabía que mi padre se embolsaba mucho del dinero que
venía de la caja y eso estaba bien. Era su negocio, su vida y tenía pensado
salir de allí pronto, con o sin su ayuda.
—¿Necesitas kétchup? —Le entregué la botella.
—No —dijo en voz baja.
—Entonces, ¿qué te pasa?
—¿Has oído lo que he dicho? —Sonó, irritado.
—Supongo que no. —Dejé el tenedor a un lado. Respiré
hondo y lo sostuve mientras ponía las manos en mi regazo y formaba dos puños
apretados.
Tenía la sensación de que ese día era igual que el
que llegué a casa y lo vi cargando el camión de la mudanza. Algo malo se nos
venía encima otra vez. Lo sabía. Me preparé para lo peor.
—Me van a matar —susurró. Dejó el tenedor y
presionó las palmas de las manos contra la mesa, una a cada lado del plato,
como si tratara de evitar que la mesa flotara en el aire. Miró hacia arriba con
lágrimas en los ojos—. Me van a matar. Y no puedo evitarlo.
Sacudí la cabeza para asegurarme de que había
escuchado bien. Recorrí su cara un segundo con la mirada y tuve la sensación de
estar mirando a un extraño. No me había dado cuenta de lo viejo y castigado que
estaba. Solo tenía cincuenta y siete años, pero parecía estar más cerca de los
cien. Su rostro, que antes era agradable, era regordete y rojo por la bebida.
Pequeñas venas azules trazaban un mapa en sus
abultadas ojeras y a través de su engrosada nariz. Su piel estaba cenicienta,
como la de un hombre que no había visto el sol en mucho tiempo. Había engordado
y estaba perdiendo el pelo. Y tenía grandes lágrimas en los ojos. Eso fue lo
que me pilló desprevenida, dándome a entender que algo andaba mal. Nunca había
visto a mi padre llorar. Ni siquiera cuando enterraban a mi madre.
—¿Quién va a matarte? —Forcé una pequeña sonrisa de
incredulidad. Mi padre no era bromista, pero no creía que hablara en serio,
aunque su expresión indicaba que lo era.—. Jesús, papá, ¿qué has hecho?
Respiró hondo y se estremeció. Cuando sacó las
palmas de las manos de la mesa, dejaron un perfecto perfil de sudor en la
superficie. Las frotó y evitó mirarme a los ojos.
—Tengo deudas. —Se limpió la nariz en el dorso de
la mano—. Tengo deudas con alguna gente.
—¿Qué clase de deudas? —Ya imaginaba la respuesta,
pero quería que confesara en voz alta. Crucé los dedos sobre mi regazo para que
no me temblaran las manos—. Papá, ¿qué deudas y qué gente?
Levantó la vista por un segundo y luego,
rápidamente, miró la placa que aún estaba frente a él. Parecía que estaba
rezando mientras decía en voz baja.
—Deudas de juego. Y quiénes son las personas no
importa, solo que quieren su dinero para fin de mes o me matarán.
Tomé aire con lentitud y lo dejé salir igual de
despacio. Era triste, pero no me sorprendía lo que acababa de escuchar.
Sinceramente, me sorprendía que no hubiera pasado antes.
—¿Cuánto debes, papá? —Hice la pregunta con calma,
aunque por dentro estaba destrozada—. ¿Papá? Mírame y dime cuánto debes.
Levantó los ojos lentamente y dejó escapar un
largo suspiro. Se limpió los mocos con la mano otra vez y se frotó un nudillo
de la otra mano bajo los ojos.
—Setenta y cinco mil dólares.
—¡Jesucristo, papá! ¿Cómo puedes perder setenta y
cinco mil dólares jugando a las cartas? —Ladré sin querer y se estremeció ante
el tono de mi voz, como un cachorro regañado por su dueño.
Alcé los puños y los coloqué en la mesa, como si
estuviera lista para golpear al aire o a su nariz.
—Lo perdí jugando a las cartas. También, apostando
a los caballos.
No pude evitar que se me abriera la boca e incliné
la cabeza, como si me pesara una tonelada.
—¿Caballos? Papá, ¿qué coño sabes tú de caballos?
—No uses ese lenguaje en esta casa. —Frunció el
ceño—. Tu madre no lo aprobaría.
—¡Mi madre tampoco aprobaría que perdieras setenta
y cinco mil dólares! —Grité. De repente me puse furiosa con él y no pude evitar
golpear la mesa con los puños—. Oh, Dios mío, papá, ¿en qué coño estabas
pensando?
—Supongo que no pensaba. —Cruzó los brazos sobre
su pecho y se inclinó hacia atrás, como si creyera que fuera a darle un
puñetazo y que debía ponerse fuera del alcance de los brazos—. Me quedé descubierto
en la partida. Llevaba buena racha y doble. Luego gané de nuevo y luego otra, y
otra… —Me miró, suplicando comprensión con sus ojos—. —Te juro, Katrina, que
era como si no pudiera ocurrir algo malo. Como si Dios finalmente me
recompensara después de tantos años perdiendo.
—No creo que esa sea la forma de trabajar de Dios,
papá —le dije, resoplando—. De lo contrario habría máquinas tragaperras en la
iglesia. Entonces, ¿qué pasó?
Se encogió de hombros y miró hacia otro lado.
—Entonces, doblé de nuevo y, bueno, el caballo no
ganó.
—Oh Dios mío —dije otra vez, cubriéndome los ojos
con los dedos y sacudiendo la cabeza—. Esa gente a la que le debes el dinero,
¿quiénes son?
—Gente que no conoces y que no necesitas conocer —aseveró
con fuerza, como si me advirtiera que me mantuviera alejada—. Pero me matarán
si no reciben su dinero. No tengo ninguna duda.
Extendí las manos para señalar que necesitaba
recuperar el aliento y procesar lo que me había dicho. Me levanté de la mesa,
fui a la cafetera del mostrador y llené dos tazas de diferente tamaño. Había
comprado de postre un pastel con nueces, pero no iba a cortarlo. No era lógico
que acabara de decirle a su hija que iban a asesinarlo unos matones y luego pidiera
un trozo de tarta. En mi casa no.
No me molesté en poner nada en el café. Ambos lo
bebiamos negro para ahorrar dinero. Puse una taza delante de él y me senté con
la mía. Podía sentir mi corazón acelerado mientras la sostenía contra los
labios y soplaba para enfriarlo. El vapor ascendió ante mis ojos.
—Lo siento, Katrina. —Apenas escuché su voz ronca.
Tomó la taza entre sus manos y la miró fijamente, como
si pensara que contenía la solución a su problema—. He sido un pésimo padre
para ti y ahora, bueno, no sé qué hacer.
Me miró con lágrimas en los ojos y rápidamente
apartó la mirada. Si esperaba que me compadeciera de él o que defendiera sus
habilidades paternales o que solo buscara cumplidos, no tenía suerte. Había
sido un pésimo padre y nunca le diría lo contrario. Culpaba a su dolor de su
adicción a la bebida y al juego de su incesante deseo de que nuestra vida fuera
mejor.
Todo era una mierda y ambos lo sabíamos. Era un
borracho degenerado y un jugador crónico, antes de conocer a mi madre y lo
retomó después de que muriera. Ella lo mantuvo estable durante el matrimonio,
pero después de algún tiempo, ambas nos cansamos de intentar llevarlo por el
camino recto y lo dejó correr libre.
Podía echarle la culpa a la muerte de ella y
justificar sus defectos, pero los dos sabíamos la verdad, aunque nunca lo
dijéramos con palabras. No obstante, era mi padre y la única familia que me
quedaba. Incluso con sus defectos, y eran muchos, sabía que me quería a su
manera y que no me pondría en peligro de forma intencionada; lo que ocurría
podía afectarnos a ambos de forma trágica.
Si estas personas eran tan despiadadas como decía
y lo mataban, después vendrían a por mí. O al menos me obligarían a cederles la
propiedad del bar, el único activo que le quedaba a la pobre familia Donovan.
Lo odié en ese momento, pero era todo lo que me
quedaba, el último vínculo con mi madre, la única persona que me amaba completa
e incondicionalmente. Ella decía que amarme era tan fácil y natural como
respirar el aire de la primavera. No mentiré, después de que el cáncer se la
llevara, lloré muchas veces hasta quedarme dormida; a menudo, deseando que
hubiera sido mi padre el que hubiera muerto en lugar de ella. Pero ella decía
que la vida no se construía sobre deseos.
Lo mejor que podía hacer para honrar a mi madre
era fijar mi propio rumbo y seguirlo. Por eso me presenté para estudiar en el
instituto tecnológico de Massachusetts. Quería ser investigadora en cáncer,
pero no tenía ni idea de cómo cubriría la costosa matrícula, aunque me
aceptaran en el programa a la madura edad de veintiún años.
Solicitaría subvenciones y préstamos para
complementar los diez mil dólares que había conseguido ahorrar trabajando como
lavaplatos, cocinera de frituras y ayudante de camarera en el bar desde que
tenía catorce años. Siete años de trabajo duro y eso era todo lo que tenía para
demostrarlo. Diez mil dólares no pagarían ni un cuarto de la matrícula del MIT,
pero era un comienzo... Luego me di cuenta que el dinero que había ahorrado
para mi futuro, tendría que utilizarlo para salvar la vida de mi padre. Joder.
Finalmente, rompí el silencio haciendo la pregunta
obvia.
—¿Cómo vas a pagarles?
Dejó que sus hombros subieran y bajaran.
—No lo sé.
—¿Vale algo el bar? ¿Puedes conseguir una hipoteca?
—Sabía que el local no valía mucho. El destartalado edificio que albergaba el
bar y asador Tommy era de la familia desde hacía muchos años. Lo construyó su abuelo,
Tomas Donovan, luego pasó a su padre, Thomas, y finalmente a él.
Era todo lo que teníamos y no era mucho. El bar
ocupaba todo el piso de abajo y vivíamos en el diminuto apartamento de sesenta
y cuatro metros cuadrados de arriba. Yo tenía mi propio dormitorio y él dormía en
el sofá. Había una mezcla de sala de estar y cocina y un baño. Eso era todo. Y
cada día esperaba que el edificio se derrumbara.
—El local ya está hipotecado hasta la médula —explicó,
mirando alrededor de la habitación y sacudiendo la cabeza—. La cuenta del
negocio está baja y el crédito al máximo. Operamos semana a semana y todos nuestros
ahorros se han ido. No tenemos nada para vender que valga ni cerca de lo que
debo.
Levantó la vista, pero cuando nuestros ojos se
encontraron, rápidamente miró hacia otro lado. Sentí un escalofrío en mi
columna vertebral.
—Cuando dices que nuestros ahorros se han ido...
¿Qué significa eso? —me atrevía a preguntar.
La respuesta llegó cuando no me miró a los ojos. Miró
fijamente la taza de café, que estaba demasiado fría para beber y volví a
preguntarle:
—Papá, ¿qué significa eso?
—Significa que ya he perdido nuestros ahorros —repitió,
demasiado tranquilo para que yo lo oyera—. Ya no están. Hasta el último centavo.
—Cuando dices nuestros ahorros, ¿te refieres a mis
ahorros? ¿Mi dinero para la universidad? —No tenía que responder. Sabía la
verdad por la mirada de culpabilidad que humedecía su cara como un fino sudor. —Cerré
las manos en dos puños y me clavé las uñas en palmas. Mi respiración se hizo
pesada hasta que sentí que mis pulmones iban a explotar. Apreté los dientes y sentí
que las lágrimas me ardían en los ojos—. Papá, mi dinero para la universidad...
—Se ha ido, Katrina —susurró. Empezó a llorar de nuevo—. Cada centavo. Todo se ha ido.
Nicky
D'Angelo
—Odio los malditos
domingos —espetó mi primo Tony mientras terminaba el vaso de tequila que la
camarera acababa de poner delante de él.
Ordenó otra ronda con rapidez, aunque los tres vasos
frente a mí estaban intactos. Agarró la botella de cerveza que llevaba a los
labios después del tequila, la apuró y la dejó sobre la mesa.
—¿Por qué odias tanto los domingos? —Le pregunté,
deslizando hacia él uno de mis chupitos. Solo llevábamos media hora allí y ya
podía decir que iba a ser una larga tarde, probablemente seguida de una larga
noche, si Tony no encontraba una chica —o chicas— para ocupar su tiempo. Tony recogió
el trago y lo engulló de golpe.
Suspiró y se golpeó los labios.
—Porque las únicas zorras que hay aquí el domingo,
son las putas de segunda fila —gruñó, haciendo un gesto con la mano en el aire,
ante el surtido de bailarinas desnudas y camareras en topless que se paseaban por el club.
Todas hacían lo posible por absorber hasta el
último dólar de los clientes, como los vampiros chupan la sangre de sus
víctimas. Las chicas nos miraban de vez en cuando, pero sabían que no debían
acercarse a la zona VIP sin ser invitadas. Tony podía ser un auténtico capullo
cuando estaba de humor, así que, como buenos perros que están en el patio,
sabían que solo debían venir al porche cuando su amo llamara. Y Tony se
consideraba a sí mismo como su amo, sin duda.
Bebió otro de mis chupitos y gimió en el vaso.
—No sé por qué las mejores chicas tienen que librar
el domingo. Seguro que no están todas en la maldita iglesia. Me voy a quejar a
la dirección.
—¿No eres la dirección?
Sonrió.
—Lo que sea.
Sonreí y bebí mi cerveza. Cuando estaba cerca de
Tony, sonreía mucho, dependiendo de su humor. Era muy divertido estar con él,
al menos hasta que se emborrachaba y buscaba pelea con algún pobre imbécil que
lo había mirado mal o que le quitaba la atención a alguna chica a la que le
había echado el ojo.
Por supuesto, Tony nunca peleaba personalmente,
nunca lo hacía, ni siquiera cuando éramos niños. Para eso estaba Jimmy Fist. Jimmy
se sentaba junto a Tony y miraba la habitación con ojos brillantes, como si
Tony fuera el presidente y él un agente del Servicio Secreto que tomara esteroides.
Jimmy era ciento treinta kilos de músculo duro y doscientos
gramos de cerebro. Era un pitbull enfadado que llevaba trajes ajustados Armani
y camisetas negras con una gran cruz de oro colgando de una gruesa cadena de
oro alrededor de su cuello. La mayoría de la gente pensaba que la cruz
significaba que era religioso. Estaban equivocados. La cruz estaba hueca y la
parte superior atornillada. Era donde Jimmy guardaba la droga de mi primo cuando
estaban en la ciudad.
La única vez que Jimmy Fist entró en una iglesia
fue para robar el dinero de la colecta cuando éramos niños o para golpear a un
sacerdote cuando éramos adolescentes, ya que Tony pensaba que el tipo parecía
un pedófilo. Probablemente no lo era, pero eso no le importaba a Jimmy. Solo
hizo lo que Tony le ordenó que hiciera.
—Esa chica es un cinco sobre diez —dijo Tony,
poniendo los ojos en una de las bailarinas desnudas. Iba con un viejo borracho
con traje a una habitación privada, para un baile erótico y cualquier otro
favor que pudiera comprar. Golpeó el aire con el dedo como si estuviera
picoteando una máquina de escribir. —Esa es un siete, esa es un seis, esa ni
siquiera está en la maldita escala. Cristo, Nicky, no me la follaría ni con tu
polla.
—Eso es bueno, porque mi polla no está disponible
para que la uses —repliqué.
—Tu polla es demasiado pequeña para que la use —dijo
Tony riéndose y golpeando a Jimmy con el codo.
El hombre gruñó sin sonreír y me miró de reojo. Jimmy
y yo no éramos amigos. Nunca lo habíamos sido, nunca lo seríamos. Yo pensaba
que era un maldito matón y él pensaba que yo era un imbécil condescendiente. Probablemente
ambos teníamos razón en gran medida.
Tony seguía quejándose de la falta de un coño de
grado A, como él lo llamaba, trabajando en el club aquella tarde. Se
consideraba a sí mismo como un experto en coños de clubes de caballeros y en
coños en general. Dios sabía que había tenido más de su parte, pagada y gratis.
Era un tipo guapo, ni muy alto, ni muy delgado, con el aspecto italiano y
sombrío de la familia D'Angelo, con pelo negro carbón, moreno de piel y ojos
marrones, tan profundos que podían cortarte como un láser.
Mucha gente pensaba que éramos hermanos en vez de
primos, aunque yo era un año mayor y unos centímetros más alto. También tenía
unos veinte kilos de músculo más, gracias a mis días de juego de rugby en la universidad
y a los entrenamientos diarios que hacía con el entrenador personal que venía a
mi oficina todas las tardes. El único levantamiento pesado que Tony hacía era
arrastrar su trasero fuera de la cama todas las mañanas. Y a veces tenía que
llamar a Jimmy para que le ayudara.
Escuché a Tony valorar a más chicas mientras bebía
mi cerveza y miraba a la que bailaba desnuda en el escenario principal, en el
centro de la sala. Se frotaba contra el poste plateado de la stripper con alguna canción de George Michael,
como si se la estuviera follando el hombre invisible.
Era una pelirroja de larga melena, grandes tetas y
un culo al que se le podía poner una copa. Tenía el vello púbico rasurado, así
que no sabía si la alfombra hacía juego con las cortinas. Su clítoris estaba
perforado con un anillo de plata. Me preguntaba qué se sentiría al tener una
varilla de metal en el capuchón del clítoris, cuando me sorprendió mirándolo.
Me miró como en un sueño y sonrió. Tenía un hueco entre
los dientes delanteros y metió la lengua a través de él. Rápidamente miré hacia
otro lado. Tony tenía razón. El domingo era para la segunda clase, como mucho.
—Puede que las mejores chicas descansen el domingo
porque trabajan hasta muy tarde el sábado por la noche, bailando en el regazo
de gilipollas como tú —dije pensativo, como si estuviera haciendo una hipótesis
sobre uno de los grandes misterios de la vida—. El domingo, te quedas con las
sobras, aunque algunas de ellas todavía están bastante calientes.
—Sí, si te gusta un espacio entre sus dientes
delanteros por el que puedas meter la polla —se mofó, asintiendo a la bailarina
que seguía mirando hacia mí. Se sentó y sacudió la cabeza—. Voy a tener una
pequeña charla con Mavis —decidió, refiriéndose a la antigua stripper gerente que manejaba los
horarios de las bailarinas—. Si va a sacar el coño de segunda clase el domingo
por la tarde, debería al menos descontar los putos bailes eróticos. O ponerlos
en una escala móvil. Cuanto más caliente es la perra, más dinero cuesta.
Solté una carcajada y puse los ojos en blanco.
—¿Cuándo fue la última vez que pagaste por un
baile erótico, hijo de puta? ¿O por un trago, para el caso? —Supervisé durante
un tiempo la contabilidad del club y manejé los libros públicos así que sabía
quién pagaba y quién no. Por supuesto, el club era propiedad del padre de Tony,
mi tío Gino D'Angelo. Ni Tony ni yo habíamos pagado por nada en todos los años
que llevábamos yendo allí: bebidas, coños o cualquier otra cosa. Le recordé ese
hecho y añadí—: No puedes quejarte cuando la mierda es gratis.
—Por supuesto que puedo. —Mostró una sonrisa de
satisfacción y alcanzó mi último trago—. Solo porque sea gratis no significa
que tenga que ser de baja calidad. Si pienso que es una mierda, los clientes
pensarán que es una mierda. Y un coño de mierda es malo para el negocio. Te
graduaste en una gran universidad, ya sabes de lo que estoy hablando. Es simple
economía.
—Debo haber salido el día que cubrieron el coño de
mierda y su efecto en la economía.
—Maldito universitario —resopló, sacudiendo la
cabeza—. Ni siquiera pasé por delante de una universidad y soy más listo que tú.
—Golpeó a Jimmy con el codo—. ¿No es cierto, Jimmy?
—Así es —gruñó el hombre. Me miró y arrugó la
nariz como si yo apestara—. Maldito universitario.
Casi le dije que se fuera a la mierda, pero decidí
dejarlo pasar. No tenía miedo de Jimmy, al contrario, le pateé el culo cuando
estábamos en el instituto y podría hacerlo de nuevo. Era todo músculo y fuerte
como un puto buey, pero en una pelea justa se movía con la velocidad y la
gracia de un perezoso. Un buen puñetazo en la nariz o en la mandíbula y sus
rodillas se doblaban como palillos de dientes.
No quería pasar el domingo por la tarde sacando
sus dientes de mis nudillos.
Tony sonrió, esperando mi respuesta. Cuando se
hizo evidente que no iba a entrar en el asunto con Jimmy, bajó el vaso y se
limpió los labios en el dorso de la mano, justo cuando la camarera llegó con
una bandeja llena de chupitos y cervezas.
Mi primo empezó a hablarle a la chica que, a
diferencia de las bailarinas, iba en topless,
pero llevaba una tanga transparente que no escondía el contorno de su oscuro
pubis bien recortado.
El departamento de salud exigió a las camareras —todas
las que servían bebidas y alimentos— que cubrieran sus vaginas con fines
sanitarios, por lo que Tony había comprado los tangas transparentes, dándole a
entender al inspector de sanidad que le chupara la polla. A Tony le encantaba
salir del armario.
La camarera era una morena guapa, con tetas
pequeñas y una gran sonrisa, llamada Bethany algo. Trabajó en el Club de
caballeros Gino durante unos meses y pasó muchas veces por la cama de Tony y el
asiento trasero de su coche. Él decía que no era mala, para ser un coño de
reserva, y que podía chupar el metal del enganche de un remolque, que era en lo
único que parecía pensar mi primo.
Recogí mi cerveza y me senté en la cabina mientras
observaba el gran salón. Me oí suspirar, pero no estaba seguro de si era por
aburrimiento o por asco. Eran apenas las dos de la tarde de un maldito domingo
y aquel lugar ya se estaba llenando de hombres dispuestos a gastar todo su
sueldo, o a maximizar sus tarjetas de crédito, en las dos cosas que hacían
girar el mundo: alcohol y mujeres.
Miré hacia otro lado cuando Tony llevó a la
camarera a su regazo y empezó a acariciarle las tetas, mientras ella le metía
la lengua en la garganta.
Un pensamiento siguió corriendo por mi mente.
Yo era Nicky D'Angelo, el típico hombre italiano
alto, moreno y guapo, con una mente de negocios inigualable y una polla que
haría que la mayoría de los hombres tuvieran envidia y la mayoría de las
mujeres salivaran.
Poseía un máster en finanzas de Wharton. vivía en
un ático de lujo en el centro y tenía mi propia limusina con chofer. Era el
fundador y director general de una exitosa compañía de servicios financieros
que me había hecho multimillonario antes de los treinta años. Fui votado dos
veces como uno de los solteros más codiciados de la ciudad y he salido con más
mujeres preciosas de las que puedo recordar.
Era joven, rico y tenía el mundo a mis pies.
Entonces, ¿qué coño hacía allí?
Una palabra: familia.
Mi nombre completo es Nicholas Ramone D'Angel,
pero me llaman Nicky desde el día en que nací. En una gran familia italiana
como la mía, todo el mundo tiene un apodo. Solo escuchas tu nombre completo
cuando tu madre está enfadada y te grita.
El nombre completo de Tony es Anthony Luigi
D'Angelo; Tony para abreviar. El verdadero nombre de Jimmy Fist es James Orson
White. No es italiano, pero tiene un apodo de todos modos, como el de la
mascota de la familia.
Jimmy es un irlandés cuyo padre trabajaba para
nuestro abuelo como guardaespaldas y ejecutor. Jimmy creció con nosotros y Tony
le puso el apodo de Jimmy Puños porque usaba sus puños más que su cerebro. Aún
hoy en día le queda bien.
Soy el único hijo de Ricardo y Marina D'Angelo. Nieto
de Luigi D'Angelo y uno de los herederos de la fortuna de la familia D'Angelo. La
cosa es que no quiero tener nada que ver con el negocio familiar ni su dinero. A
diferencia de Tony y el resto de mis primos de mierda, prefiero abrirme camino
en el mundo, no porque no quiera riqueza, sino porque no quiero pasar el resto
de mi vida en la cárcel.
La familia D'Angelo está involucrada en muchos
negocios, algunos legítimos, la mayoría no. Siempre he sabido lo que mi familia
hacía por dinero y aunque no me he implicado en nada de eso, he disfrutado del
botín.
El dinero de la familia me llevó a Yale y luego a
la universidad de negocios de Wharton, donde obtuve mi título en finanzas y me
gradué con honores. Inicié mi compañía, Phoenix Capital, con dinero de la
familia y mis primeros clientes fueron mi madre y mi padre, luego mis tíos y
primos. Administro sus carteras de inversión y sus cuentas de jubilación. Hago
dinero con su dinero.
Ya lo sé. Soy un maldito hipócrita, pero sigo
diciéndome que una vez que mi compañía esté establecida con clientes no
familiares, entregaré la administración del dinero de mi familia a otra persona.
Hasta entonces, trabajaré lo mejor posible y fingiré que no sé de dónde viene
el dinero. Y ahí está el problema, porque no puedo ignorar el hecho de que gran
parte de la riqueza de mi familia procede del dolor y el sufrimiento de otros.
La fortuna de los D'Angelo se cimentó con drogas,
prostitución, prestamos, apuestas, chantaje, lavado de dinero, extorsión y
otros actos más violentos en los que intento no pensar. Como la mayoría de los
imperios criminales, está construida sobre un castillo de naipes que podría
derrumbarse en cualquier momento.
Un buen soplón de la cárcel, o una conversación al
azar recogida en una escucha telefónica, podría llevar a los federales a la
puerta de mi abuelo.
Siempre me he negado a tomar parte en nada criminal.
El dinero que he manejado para la familia se ha gestionado de forma tan
legítima, que nunca ha habido lavado de dinero. Cada centavo ha sido revisado por
mi abogado antes de aceptar la transferencia. Siento que tengo una deuda con la
familia por traerme aquí y mi manera de pagarla es nutrir sus fortunas.
La familia también era la razón por la que estaba
sentado en un bar, a las dos de la tarde de un domingo, rodeado de hombres
borrachos y cachondos y mujeres desnudas. Tony era mi primo, mi mejor amigo, y
lo quería como a un hermano.
Me pidió que saliera a almorzar y terminamos aquí,
como la mayoría de los domingos. Y como la mayoría de las conclusiones a las
que llego sobre mi familia, esta también era una mierda. Disfruté de la
compañía de Tony, pero también disfruté de la atención de las chicas, aunque no
participé tanto como él.
He tenido mi ración de bailes eróticos e incluso
me he follado a algunas de las chicas de la trastienda, pero siempre regreso a
casa solo. A Tony, sin embargo, le gusta llevar a todas a su casa para poder
tener todas las chicas que quiera a la vez. Y como un buen primo, siempre me
invita a ir.
Hemos tenido muchas pandillas en nuestros días de
juventud. Tony era como un paseo de carnaval en la cama. Le gustaba tener una
chica montada en su polla, una chica montada en su cara y una chica montada en
cada mano. Tengo que admitir que resultaba impresionante de ver.
La verdad es que con la edad me estoy cansando de
tanto jugueteo. Me encantaría conocer a una buena chica y sentar cabeza, pero la
experiencia me dice que las mujeres están más interesadas en lo que puedes
hacer por ellas que en tener una relación seria. Estoy rodeado de strippers, prostitutas y caza fortunas que
harán lo que les diga en el dormitorio, pero esperan una propina a cambio de
abrirse de piernas.
«Me encantaría ese anillo, Nicky».
«Oh, mira ese descapotable».
«Vaya, Nicky, ¿no estaría genial con ese abrigo de
visón?».
He intentado salir con modelos, actrices, gente de
la alta sociedad y chicas ricas malcriadas, pero son aún peores porque no
necesitan tu dinero. Actúan como si tuvieras que estar honrado de poder
follártelas. Lo juro, me acosté con una chica que reconocerías de la televisión
y ella se quedó allí, tirada, mientras me la tiraba. Fue como meter mi polla en
un cadáver. Literalmente me dio escalofríos.
Estaba listo para algo diferente.
Necesitaba una mujer de verdad, una con cerebro y
cuerpo.
Una con ambiciones y pasiones que rivalizaran con
las mías.
No estaría mal que tuviera grandes tetas y un buen
culo.
Katrina
Dejé a mi padre,
sentado a la mesa y compadeciéndose de sí mismo, y bajé a abrir el bar para los
clientes del domingo por la noche. Tal vez debería haberle dado un gran abrazo
y decirle que lo amaba. O asegurarle que, de alguna manera, lo resolveríamos
juntos, que todo iba a ir bien porque eso era lo que hacían las familias;
ponerse de acuerdo y llegar a una solución, cuando alguno había hecho algo tan
estúpido que podría hacer que los mataran a todos. O podría haberle dicho que
lo echaría de menos cuando se fuera. Tal vez debería haber hecho todo eso, pero
no lo hice. No pude. Al menos, no todavía.
Mala suerte, papá, recibes lo que mereces. Gracias
por robar mis ahorros y arruinar mi vida. Eres el peor padre de la historia...
capullo egoísta.
El domingo, abrimos a las cuatro para dar tiempo a
los feligreses a hacer su penitencia matutina con Dios y almorzar con sus
familias, antes de ir a beber con sus amigos y gastar su dinero en cerveza y
alitas.
Odiaba el bar. Siempre lo he odiado y siempre lo
haré mientras mi vida esté atada a él. Odiaba que fuera un refugio para hombres
como mi padre, que preferían la compañía de sus compañeros de bebida y póquer a
sus esposas e hijos; hombres que robaban dinero de la hucha de sus hijos para
apostar sin remordimientos.
Odiaba el bar, pero era todo lo que teníamos y la
única manera de que mi padre se ganara la vida. Había trabajado allí con mi
abuelo desde que era un niño, apenas terminó la escuela secundaria, y nunca
había estado en ningún otro lugar. Siempre había carecido de ambición y
talento. Trabajar en el bar era todo lo que conocía. Era quien era.
Si mi abuelo no hubiera muerto y no le hubiera
pasado la escritura y las deudas, probablemente estaría vendiendo coches usados
de mierda en Jersey o empujando carritos a la gente delante del Wal-Mart. Por
supuesto, se bebió gran parte del almacén y siempre tenía la mano en la caja,
pero sin él, estaríamos sin hogar hace mucho tiempo.
No hacíamos frituras el domingo porque el
cocinero, un anciano negro llamado Willis Jones que llevaba en el bar el mismo
tiempo que mi padre, insistió en tomarse libre el día del Señor. Pero logramos
un buen negocio de cervezas y chupitos entre los paganos que venían como un
reloj.
Nuestra clientela era leal, tenía que reconocerlo;
Sobre todo, ancianos del vecindario y algunas mujeres mayores repugnantes que
no dudaban en sacarles un par de cervezas. Eran los bebedores empedernidos, los
borrachos de carrera, los que habían mantenido el lugar en marcha tantos años.
El bar Tommy era un antro de mala muerte, un
agujero de mierda, no uno de esos lujosos restaurantes de la zona alta, donde
se mezclan bebidas de recetas y fórmulas secretas y que cuestan veinte dólares cada
una. No hacíamos cócteles ni combinados lujosos. Si querías algo más que
cerveza y chupitos de licor, no tenías suerte. Y pedir algo afrutado haría que
te miraran raro.
Llevaba varias horas detrás de la barra, tirando
de los grifos, cuando mi padre finalmente bajó. Apareció en la puerta de la
cocina y se quedó de pie, con las manos en los bolsillos y los hombros caídos,
como si el peso del mundo se le viniera encima.
Eché un vistazo al reloj de neón encima de la
barra. Eran casi las siete. Pensé que había estado arriba bebiendo toda la
tarde, pero cuando se unió a mí detrás de la barra sus ojos estaban claros y no
tropezaba con su lengua.
—Yo me encargo —dijo en voz baja—. ¿Por qué no te
tomas un descanso?
No dije ni una palabra. Solo levanté las manos y
pasé junto a él para salir de detrás de la barra. Cogí una bandeja redonda y
empecé a caminar por la barra recogiendo envases de las mesas y los
compartimentos. Varias personas me saludaron y yo les devolví el saludo, pero
mi mente estaba a un millón de kilómetros de distancia. Deseaba que mi cuerpo
pudiera unirse a ella.
—Hola, Gatita Kat. —Me di la vuelta para ver a Bethany,
mi mejor amiga. Caminaba hacia mí con los brazos extendidos y una gran sonrisa.
Saludó a mi padre que asintió con la cabeza, luego me abrazó y se deslizó hacia
el compartimento que estaba limpiando—. Tomaré una Coca-Cola, camarera —dijo de
forma juguetona—. Y sírvete una para ti de mi parte.
Dios la bendiga. Bethany siempre ha sido muy
alegre y optimista, aunque su vida familiar no era mejor que la mía. Trabajaba
como camarera en topless en un club
de striptease del centro, donde los
hombres la manoseaban y pellizcaban como si fuera un melón de supermercado.
Me había contado historias horribles, de haber
estado a punto de ser violada en el baño del club y tener que rechazar a los
hombres con una bandeja de bebidas. Al mismo tiempo, se jactaba del dinero que
ganaba trabajando allí de espaldas y de rodillas.
También era la puta favorita de uno de los dueños.
Según me dijo, la inundaba con regalos y billetes de cien dólares. No sabía si
sería así, exactamente, pero era evidente que tenía su propio apartamento, un
coche y dinero; de forma que solo dependía de ella misma, así que las ganancias
no eran tan malas.
El constante vértigo de la vida de Bethany era
contagioso y me alegré tanto de verla que casi lloré. Siempre tenía una sonrisa
en la cara y los ojos brillantes. Decía que la vida era lo que una hacía de
ella. Podía ser genial o una mierda, pero todo dependía de una misma. Me
hubiera gustado creer en esa mierda, especialmente hoy, pero mi vida no era
nada de lo que quería que fuera. Tal vez porque no era realmente mi vida. Al
menos, no lo era todavía.
Llevé la bandeja de envases vacíos al bar y volví
con dos vasos llenos de hielo y Coca-Cola aguada. Puse los refrescos en la mesa
y me senté frente a ella en el compartimento. La vi agarrar una pajita de la
mesa, arrancó el papel y lo pegó en su vaso; luego condujo la pajita hasta sus
labios, que estaban pintados de un rojo intenso.
Tomé un sorbo de mi bebida y la miré. Trabajaba en
el turno de tarde en el club de Gino y era obvio que venía directamente de
allí. Llevaba unos vaqueros tan ajustados que parecían pintados y una camisa de
estilo zíngara que dejaba un hombro al descubierto, mostrando que no llevaba
sujetador. Sus gruesos pezones atravesaban la tela, aunque parecía que era la
única que no se daba cuenta.
Cuando Bethany entró en el bar, todas las cabezas
se giraron y todas las bocas se abrieron. Los viejos la deseaban y las mujeres
entradas en años la odiaban a muerte. A Bethany le encantaba la atención, buena
y mala.
Había brillo en la parte superior de su pecho y su
lápiz labial estaba embadurnado, como si su boca hubiera estado recientemente
ocupada, haciendo algo más que chupar una pajita de Coca-Cola. Podía oler el
humo y el sexo debajo de su pesado perfume.
—¿Acabas de salir del trabajo? Le mostré mi mejor
sonrisa.
—Sí —dijo con un movimiento de cabeza. Agitó la
paja alrededor del vaso y suspiró con fuerza—. Ha sido una tarde muy lenta, así
que las propinas también han resultado una mierda, pero Tony estaba allí y eso
siempre es divertido.
Puse los ojos en blanco al mencionar su nombre. Tony
era uno de los dueños del club, con el que Bethany se acostaba en ocasiones, y
con —se acostaba— me refería a que ella se lo follaba en la parte de atrás de
su coche o en la parte de atrás del club o en cualquier otro sitio donde se le
pusiera dura la polla. También le hacía mamadas bajo la mesa que había dentro
del club cuando estaba lleno de gente.
Me había contado todo tipo de cosas que hacían y
que yo nunca tendría las agallas de hacer. Por supuesto, algunas de ellas me
humedecían las bragas y me producían un cosquilleo en el clítoris; pero en la
escala del sexo, Bethany y yo estábamos a kilómetros de distancia. Yo seguía
sentada en la zona cero y ella empujaba la balanza cada vez más lejos en el
otro extremo.
No conocía personalmente a Tony, pero sonaba como
un completo idiota rico que la trataba como una mierda. Ella me contó que tenía
una polla enorme y que le encantaba el sexo duro. Le había puesto como apodo El
Martillo, por la forma en que le clavaba su monstruosa polla.
El verdadero atractivo para Bethany era que Tony
tenía bolsillos profundos y no le importaba compartir su dinero. Bethany regresaba
a menudo a casa con el bolso lleno de billetes de cien dólares, ropa nueva y
joyas que él le había comprado.
Para mí, ella se prostituía y se lo dije, pero se
limitó a sonreír, alegando que una chica hacía lo que tenía que hacer para
pagar las facturas. Después del día que había tenido, me pregunté si pronto
estaría en el mismo estado de ánimo.
—¿Qué te preocupa, Gatita Kat? —Frunció el ceño
con la paja entre los labios. Me había estado llamando Gatita Kat desde quinto
grado. Era la única que podía hacerlo.
—¿Qué? —Parpadeé—. No pasa nada. Háblame de tu
día.
—Oh, que le den a mi día —replicó, dejando la
bebida a un lado y limpiándose los labios en una servilleta que quedó manchada
de rojo sangre. Se acercó a la mesa para poner sus manos en mi brazo—. Vale,
corta el rollo, te conozco y puedo leer en ti como si fueras un libro abierto. ¿Qué
es lo que pasa?
Miré hacia la barra para comprobar si nos
observaba mi padre, pero estaba sirviendo bebidas para los clientes habituales.
Su expresión estaba en blanco, sin emociones. Al igual que yo, él se dedicaba a
moverse sin pensar lo que hacía. Incluso, lo vi echar un ojo hacia la puerta
varias veces.
Me pregunté si la gente a la que debía el dinero
vendría al bar a cobrar. Podrían entrar para intimidarlo, pero dudaba que le
hicieran algo delante de tanta gente. Las ratas y las cucarachas evitaban la
luz. Cuando vinieran a cobrar, sería en un callejón trasero donde no habría
testigos.
Llámame egoísta, pero no pude evitar preguntarme
si eso sería el final de todo. Una vez muerto, ¿esperarían que yo cubriera su
deuda? Gente como esa no pierde setenta y cinco mil dólares como si fuera una
pérdida de un negocio. Obtendrían su dinero de una forma u otra. Y yo era una
chica de veintiún años. Tal vez había visto demasiadas películas de Liam
Neeson, pero sabía que tenía activos que valían dinero para gente como esa. Ese
pensamiento me hizo temblar.
—Kat, ¿qué coño pasa? —preguntó, sacudiendo mi
brazo hasta que la miré—. Parece como si hubieras visto un maldito fantasma,
nena. ¿Qué ocurre?
—Van a matarlo, Bethany —confesé en voz baja,
mientras mis ojos volvían a mi padre, que me miraba a pesar de que sabía que no
podía oírme hablar.
Bethany me apretó el brazo.
—¿Quién va a matar a quién? Katrina, ¿quién va a
matar a quién? ¿De qué hablas?
—Van a matar a mi padre —susurré—. Y no puedo
hacer nada para detenerlos.
Bethany me agarró del
brazo mientras me seguía por la cocina y las escaleras hasta el apartamento. Nos
sentamos en la mesa de la cocina, donde mi mundo se había derrumbado horas
antes, y le conté toda la historia. Me tomó de la mano y me escuchó en
silencio.
—Jesús, Kat, ¿se ha gastado tu dinero de la
universidad? —Bethany hizo un gesto con las manos como si retorciera el cuello
de mi padre—. ¡Ese viejo cabrón! Ese viejo pedazo de mierda. ¿Qué mierda vas a
hacer?
—No lo sé. —Me limpié las lágrimas de los ojos con
los nudillos—. No me preocupa el dinero ahora mismo, quiero decir, estoy
cabreada, pero ¿y si cumplen sus amenazas? ¿Y si matan a mi padre?
Bethany se enfadó conmigo.
—¿Estás preocupada por ese gilipollas? Él se metió
en este lío, Kat. No es tu responsabilidad sacarlo. Solo tienes que salir de
aquí y dejar que se ocupe de su mierda. Haz una maleta, puedes quedarte
conmigo.
—Sigue siendo mi padre —le recordé, cómo si al
decirlo me diera cuenta de que no importaba lo que hubiera hecho a lo largo de
mi vida porque lo quería a mi manera.
Bethany se sentó con los brazos cruzados sobre el
pecho.
—Vale, bien. ¿Sabes a quién le debe el dinero?
Sacudí la cabeza.
—No. Dijo que no importaba.
—¿Y cuánto debe?
—Setenta y cinco mil dólares —repetí—. Podría ser
un millón de dólares porque no los tenemos y no hay forma de conseguirlos. Este
lugar está hipotecado hasta la médula. Se ha cargado mis ahorros. No tenemos
nada que vender ni nadie a quien pedírselo. Estamos jodidos, Bethany. No sé
cómo saldremos de esto.
—Podría haber una manera —dijo Bethany en voz
baja. La miré de reojo y vi que tenía una mirada cautelosa, como si supiera el
camino a seguir, pero también que estaría lleno de peligros.
—¿Cómo?
Apoyó los codos en la mesa y extendió las manos. Puse
las mías en las suyas y sus dedos se cerraron alrededor de ellas—. Voy a
hacerte una pregunta que puedes pensar que es totalmente irrelevante, pero
cuando escuches por qué te la hago, lo entenderás.
—Bien… —Parpadeé sin comprender.
Me miró y arqueó las cejas.
—Katrina, ¿todavía eres virgen?
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