Rosebud, Montana, 1887
John
Norris trató de contener las lágrimas. Los hombres duros como él no lloraban, o
por lo menos no en público, aunque acabara de enterrar a su mujer y a su hijo.
Por ello permaneció
simplemente ahí parado, dejando que los dolientes le ofrecieran en voz baja
palabras de consuelo y apoyo. Sabía que nada de eso podría confortarle, pero se
mantuvo firme mientras oía una tras otra las condolencias y soportaba las
palmaditas en la espalda de los más osados.
Por suerte, Rosebud
era un pueblo pequeño y no tardaría mucho en recibir el pésame de todos. Por
eso, aunque lo que más deseaba era quedarse a solas, tuvo que afrontar erguido
que todo ese ritual sin sentido acabara.
Pero lo peor no era
tener que escuchar las respetuosas fórmulas de despedida, sino la insistencia
de cada uno de los presentes en que sus muertes se debían a un accidente, cosa
que él sabía que no era verdad.
Habían muerto por su
culpa, pues si no los hubiera dejado solos, nunca se habría producido el desastre.
Él estaba convencido de ello, y por mucho que insistieran, jamás podrían
persuadirle de lo contrario.
Cuando por fin se
quedó solo ante la tumba de las únicas personas que había amado en su vida, se
dio cuenta de que la soledad iba a ser mucho más angustiosa de lo que había
imaginado.
Había amado a Eliza
desde el momento en que la conoció, y no sabía cómo podría seguir adelante sin
ella.
Eliza había llegado a
Rosebud para visitar a una prima de su madre y no tardó en ganarse el corazón
de todos. Tenía los cabellos del color del trigo, unos ojos tan azules como las
más cristalinas aguas y una cara en forma de corazón que endulzaba su
apariencia.
Pero lo que más le cautivaba
de ella era su sonrisa constante y su espíritu extrovertido.
A pesar de los cinco
maravillosos años desde su casamiento, John aún no conseguía entender por qué
una muchacha como ella se había fijado en él.
Un vaquero rudo e
introvertido, que quedó prendado de ella con la misma rapidez con que un rayo
cae sobre la tierra.
Eliza le había dado luz
y sentido a su vida, y un hijo maravilloso al que adoraba. Will.
Su hijo… Simplemente
no podía pensar en que nunca más volvería a ver a su pequeño Will.
¿Qué mal habría hecho
un niño de cuatro años para merecer la muerte? Por mucho que se lo preguntaba,
no encontraba respuesta, como tampoco encontraba consuelo cada vez que le
decían que estaba en un lugar mejor.
Will era la viva
imagen de su madre. Rubio, de ojos azules y tan alegre y risueño como Eliza.
Los dos habían
constituido su mundo durante los cinco años que permanecieron juntos, y ahora
tendría que aprender a vivir sin ellos.
Algo que se le
antojaba insoportable.
Miró a sus tumbas por
última vez, mientras las nubes negras cubrían el cielo. Si los hubiera
acompañado a ir de compras al pueblo, en lugar de negarse por tener mucho
trabajo, tal vez…
Sabía que el recuerdo
de aquel día permanecería con él el resto de su vida, como también la culpa por
no haber estado con ellos.
Quizá habría podido
controlar el carro cuando el caballo se asustó y corrió desbocado. Tal vez
podría haberlo calmado o podría haber cogido a su hijo entre sus brazos y así
haberlo salvado.
Pero eso nunca lo
sabría, y tampoco qué fue exactamente lo que asustó al caballo. Un animal dócil,
que se conocía el camino y que nunca había dado muestras de ser asustadizo.
Pero ya nada de eso
importaba. Los había descubierto cuando, extrañado por su tardanza, fue a su
encuentro.
Jamás olvidaría la
visión de sus cuerpos ensangrentados tirados en el suelo, inertes y silenciosos.
Por mucho que en un principio se resistió a creerlo, estaban muertos y solo
pudo recoger sus cadáveres del camino y recordarles cada día venidero, mientras
se preguntaba cómo habría sido todo de diferente si aún siguieran a su lado.
Se colocó el sombrero
despacio sobre su cabeza y se giró para marcharse. Ya no podía hacer nada por
ellos, como nadie podría hacer nada por él.
Se marcharía a su
rancho a seguir con su vida, aunque le faltase un buen pedazo de su corazón.
Este se quedaría enterrado junto a su esposa y su hijo, y con el recuerdo de
unos días felices que nunca más volverían.
Colorado, 1889
Bajo
el tibio sol de primavera, Molly cerró los ojos por unos segundos.
Solo quería descansar
unos minutos bajo las ramas del gran árbol que había tras su casa. Era su lugar
favorito del jardín, pues no solo le ofrecía la comodidad de la sombra, sino
una privacidad que ella adoraba.
Suspiró somnolienta y
se dijo que solo permanecería ahí un instante más, pero la pesadez de su cuerpo
negaba su voluntad.
Se sentía cansada al
apenas haber dormido esa noche, y el calor de la mañana hacía que se sintiera
más decaída de lo normal. Su falta de sueño no se debía al insomnio o a una
pesadilla que la hubiera mantenido despierta, como en otras muchas ocasiones, sino
a que se había levantado antes del amanecer para tenerlo todo listo.
No importaba que hoy
fuera domingo y por lo tanto se considerara un día de descanso. Para Molly,
todos los días de la semana eran iguales, pues cada uno de ellos estaba repleto
de tareas que debía realizar.
Hoy por ejemplo, su
madrastra se había empeñado en que hiciera un asado, seguido de una tarta de
merengue. La favorita de su hija Fanny. Una muchacha egocéntrica que se pasaba
el día bordando y tumbada al fresco junto a su madre, mientras Molly se ocupaba
de todas las labores.
Molly sabía que tras
la muerte de su padre, hacía ya cinco años, se había quedado sin nadie en el
mundo que la cuidara. No tenía familia que quisieran hacerse cargo de ella, ni
un lugar al que ir que no fuera la casa donde había nacido y que siempre creyó
que sería suya.
Pero todo eso cambió
cuando su padre se casó con la viuda Harrys y la trajo a la casa.
Desde el primer
instante, Maybelle nunca fue una madre para Molly, como tampoco fue una hermana
para ella su hija Fanny. Siempre la consideraron como una intrusa en su propia casa,
cuando habían sido ellas las que habían llegado sin nada más que sus maletas.
Por supuesto, su
padre nunca se enteró del desagrado de Maybelle por su nueva hija, pues aquella
tomaba buena precaución de que él no lo notara. Fue sobre todo tras la muerte
del hombre, cuando Maybelle dejó de andarse con tapujos y convirtió a Molly en
la criada.
Según Maybelle, Molly
tenía que ganarse su sustento con su trabajo si no quería verse en la calle, y
por eso debía ocuparse de la limpieza de la casa, el mantenimiento de la ropa,
la cocina y hacer la compra para abastecer la despensa. Así como atender a los
caprichos de las dos mujeres.
Si bien el trabajo
era duro, peor eran las humillaciones. Algo que cada vez se le hacía más
difícil.
Elevando su vista al
cielo, Molly deseó que su padre aún siguiera con ella, pues desde su muerte
cada día había sido un verdadero infierno.
Solo los domingos
mientras ellas iban a la iglesia, Molly tenía unos minutos para sentarse bajo
el árbol, pero temía que cuando su orondo y maleducado vecino la descubriera, solo
le quedaría permanecer encerrada en su cuarto.
Un vecino mucho mayor
que ella, y que no había dejado de atosigarla desde la muerte de su padre. Sin
lugar a dudas, él sabía que ahora no tenía a nadie que la protegiera, y no
perdía la oportunidad de arrinconarla siempre que tenía ocasión.
A su madrastra y a
Fanny esta actitud las hacía reír, alegando que una mujer como Molly no se
merecía nada mejor que ser la puta del apestoso vecino. Y así, mientras pasaban
los días, Molly trató de mantenerse apartada de la vista de ese hombre y salir
no menos posible a la calle.
Si por lo menos
alguien del pueblo se preocupara por ella y le diera trabajo… Pero lo había
intentado todo y nadie quería enemistarse con Maybelle. Sola y sin dinero, no tenía
más remedio que asentir a todas sus demandas, aunque por dentro ardiera de
rabia.
De pronto, escuchó el
sonido de la calesa acercándose y supo que Maybelle y Fanny regresaban de la
iglesia. Su tiempo de descanso había terminado.
Antes de que la
vieran, se levantó de un salto y fue a su encuentro.
—¿Tienes todo
preparado? En cuanto nos refresquemos queremos comer —le dijo en tono seco
Maybelle nada más verla aparecer por la esquina de la casa.
—Sí, señora —le
respondió Molly, como Maybelle había insistido que la llamara, y sin que esta pareciera
escucharla.
Como era costumbre,
Molly caminó tras ellas con la cabeza gacha, pues a su madrastra no le gustaba
que la alzara en su presencia. Decía que era una muestra de orgullo, y que este
se quitaba a base de palos.
La espalda de Molly
era testigo de ello.
Cuando llegaron a la casa, ambas mujeres le
dieron sus sombreros y chales para que Molly los guardara.
Estaba tan cansada de
esa vida…
La mente de Molly
voló hacia dos semanas atrás, cuando encontró una copia de la revista The Marriage Times en la tienda general.
Por suerte, había
conseguido esconderla antes de que nadie se diera cuenta y, desde entonces, la
releía cada noche antes de acostarse.
Había encontrado el
anuncio de un ranchero de Montana que buscaba una esposa joven, honrada y trabajadora.
En el anuncio no había nada que lo diferenciara de otros muchos, y sin embargo,
algo la impulsó a leerlo y a desear tener el coraje suficiente como para
contestarlo.
Se miró en el espejo
de la entrada y comprobó que a sus veintitrés años no estaba tan mal. No tenía
la belleza de su hermanastra Fanny, pero su pelo castaño claro y ondulado, así
como sus grandes ojos verdes, era algo que la hacía sobresalir entre las demás
muchachas. Incluso había visto cómo Fanny la observaba mientras se peinaba su
larga melena, y en su mirada era evidente la envidia.
¿Pero sería lo
suficientemente atractiva para gustarle a ese ranchero?
El sonido de pasos en
lo alto de la escalera la hizo regresar a la realidad y se dirigió a la cocina
antes de que la pillaran sin hacer nada.
Una vez allí, sacó el
asado del horno y comenzó a poner la mesa en el salón para su madrastra y
Fanny. Sobra decir que nunca podía compartir la mesa con ellas, y estaba
agradecida por ello. Es más, estaba convencida que le sería imposible tragar un
bocado en su compañía.
En cambio, las servía
como si fuera un lacayo y, solo después de haber recogido todo, Molly podía
comer su pequeña ración.
Pero ahora no quería
pensar en cómo la hacía sentir eso, y se limitó a preparar la mesa de la forma
más elegante.
—¿No dijiste que
tenías todo listo? —La voz autoritaria de su madrastra la sobresaltó, ya que no
esperaba que esta entrase en la cocina. Un lugar que Maybelle detestaba y que,
por ello, era una de las estancias favoritas de Molly.
—Y lo está.
—No me respondas,
jovencita. Recuerda el sitio que ocupas en esta casa.
A Molly le habría
gustado decirle que su lugar era el mismo que ocupaba su hija, pues ella
también era de la familia, pero prefirió callarse, pues sabía que solo
conseguiría una paliza.
La experiencia así lo
aseguraba, y la inteligencia que por suerte tenía, la hizo callar a tiempo y
salir del salón con la mirada hacia el suelo, justo como a Maybelle le gustaba.
Sin más, esta salió
de la cocina, y cuando Molly llevó el asado al comedor, su madrastra ya ocupaba
la cabecera de la mesa, al lado de Fanny.
—Mamá, ¿te has dado
cuenta de lo sucia que está Molly? —comentó Fanny con la misma naturalidad como
si hablara del tiempo—. ¿No creerá que podremos comer con ese olor?
—Tienes razón, hija.
Es muy desagradable —le respondió la mujer con una expresión fría en su cara—. Molly,
acaba de servirnos y márchate.
—Regresa a la pocilga
donde te has estado revolcando —añadió Fanny.
Molly se irguió ante
el insulto y deseó poder meter la cabeza de la muchacha en el plato del puré de
patatas. En su lugar, terminó de servir y se retiró como se lo habían ordenado,
sobre todo, para no caer en la tentación de hacer algo de lo que luego se
arrepentiría.
Se husmeó por encima
y, si bien era cierto que estaba sudorosa, algo lógico después de haber estado
cerca del horno, su olor no podría considerarse desagradable. Su ropa estaba
limpia, al igual que sus cabellos y su cuerpo, y nada indicaba que la
afirmación de Fanny estuviese justificada. Aunque, conociéndola, seguro que
solo lo había dicho para humillarla.
Comenzó a sentir cómo
se humedecían sus ojos, pero se negó a que pudieran verla llorar. Hacía tiempo
que se había prometido que no derramaría una lágrima delante de ellas y estaba
dispuesta a conseguirlo. En vez de eso, atravesó el pasillo y subió a su
pequeña habitación.
Una vez a solas, dejó
escapar todo el dolor y las lágrimas, que pronto comenzaron a bañar su rostro.
Mientras pensaba en
lo que acababa de suceder, Molly supo que no podía quedarse en aquel lugar por
más tiempo. Tenía que salir de allí. ¿Cómo se suponía que iba a vivir el resto
de su vida de esta manera?
Trepó con torpeza a su
cama y buscó la revista bajo el colchón de paja.
Las páginas se
abrieron para revelar un par de anuncios que le llamaron la atención.
Uno de ellos pertenecía
a un acomodado granjero que vivía en Texas. Tenía dos hijos pequeños que habían
quedado huérfanos al nacer. Los pequeños necesitaban una madre y el granjero
una esposa.
El anuncio del tejano
era corto y directo. Si bien a Molly le gustaba la idea de ser su esposa, había
algo en ese mensaje que no le atraía. Al menos, no tanto como el segundo.
Se trataba de un
ranchero de Montana llamado John Norris. Vivía en Rosebud y se había quedado
viudo hacía cuatro años.
Buscaba una mujer
trabajadora que compartiera su vida. Le daría un techo, la cuidaría y solo el
cielo sabría hasta dónde podrían llegar juntos.
No es que esa oferta
tuviera algo especial que la diferenciase de las demás, pero, sin saber por
qué, le interesó de una forma especial.
Quizá fuese porque el
señor Norris era un viudo que sabía lo que era el sufrimiento y, cansado de
ello, buscaba una esposa que le sacara de su pesar.
De todos modos, su
vida en Montana junto a ese ranchero no podía ser peor que la que tenía ahora
en Colorado.
No sabía si le
gustaría su aspecto, pero por mucho que Fanny y su madrastra se empeñaran en
decirle lo fea y desastrosa que era, ella sabía que podría conseguir con el
tiempo el cariño de un hombre.
Rápidamente, secó sus
lágrimas y sofocó su sollozo. Si no podía quedarse allí para siempre, al menos
podría intentar empezar de nuevo y seguir adelante en un lugar distinto.
Sin duda, cualquier
cambio sería para mejor.
Decidida, Molly sacó
una pluma estilográfica y comenzó a escribir.
John
miró el ganado que pastaba tranquilo por la llanura y se movió inquieto en su
caballo.
Una vez más, habían
faltado reses en el recuento y, tras buscarlas, las encontraron muertas sin
motivo aparente.
Tanto el veterinario
como él sospechaban que habían sido envenenadas, pero no había plantas
venenosas en sus tierras y no había manera que estas se hubiesen intoxicado de
forma accidental, ¿pero qué otra explicación cabía?
Aunque a veces se
producían accidentes, algo normal en un rancho ganadero, nada indicaba que fuesen
provocados.
Por no mencionar que
John no tenía ningún enemigo. O por lo menos, ninguno que él supiera.
Recordó que hacía
años, cuando Eliza y su hijo aún vivían, también comenzaron a suceder pequeños incidentes
sin sentido, pero estos solo duraron unos meses.
De pronto, la melancolía
se volvió a apoderar de él, como le ocurría cada vez que recordaba a su esposa
y a Will. Habían transcurrido cuatro años desde sus muertes, pero él seguía
sintiendo el mismo dolor que cuando los había encontrado muertos.
Desde ese día ya nada
era igual. Antes le encantaba trabajar en el rancho. Para él, no había nada
mejor que sentarse encima de su caballo mirando sus tierras y su ganado.
Y entonces, todo cambió.
Ahora ni siquiera
estaba seguro que el rancho valía la pena. Su vida había dado un vuelco hacía
solo dos años. Toda la esperanza que había tenido para el futuro, desapareció
de repente. La risa, el amor y la luz se habían ido.
Había tratado de
seguir adelante, aunque no lograba encontrar un motivo.
Un profundo suspiro
escapó de sus labios antes de que se pasara la mano por el pelo, que le llegaba
hasta los hombros. Había tenido la intención de cortárselo meses atrás, pero no
lo había hecho.
Cansado de su apatía,
espoleó su caballo y cabalgó de vuelta al rancho. De nada servía permanecer ahí
parado observando pastar al ganado. No encontraba consuelo en ello, sin
embargo, después de recordar a su esposa y a Will, lo que de verdad le apetecía
era tomar un trago. Con ese deseo en mente, azuzó su montura y regresó a la
casa.
Una vez allí, se
dirigió a los peones y les dio el resto del día libre. Después fue a ver a su
capataz. Un buen hombre que llevaba más de nueve años trabajando con él.
—Frank —le llamó John
cuando lo vio junto a los caballos—. Les he dicho a los hombres que pueden
dejarlo por hoy.
Frank simplemente
asintió, algo normal en él, pues era conocido por no usar más de tres palabras
seguidas.
—Si todo está bien
por aquí… —dijo John—, voy a ir un rato a Rosebud a tomar algo.
Ante el silencio del
capataz, John se tensó. Sabía que tanto a este como a su buen amigo Scott
Sanders no les gustaba que él bebiera, pero ya era mayor para que se lo
impidieran.
De hecho, lo único
que habían conseguido con sus caras largas era que dejara de beber por las
noches a solas, y ahora lo hacía únicamente en el pueblo y cuando lo
necesitaba.
—¿Quieres acompañarme
a tomar un whisky? —le preguntó con la esperanza de que dejara de mirarle como
si acabara de cometer un asesinato.
—Estoy agotado
—respondió Frank.
Fue lo único que dijo
antes de volverse y dar por terminada la conversación.
Si bien era cierto que
John daría su vida por él, también era cierto que a veces le exasperaba tanto
que deseaba golpearlo hasta dejarlo inconsciente. Como lo deseaba ahora.
Frank era el típico vaquero
solitario y callado, pero con un corazón tan grande, que cuidaba de todos los
que estaban bajo su mando. Eso incluía a John, aunque este fuera el jefe.
Y aunque a John le
gustaba esa forma de ser de Frank, y le agradecía su preocupación cuando lo
veía decaído, en otras ocasiones deseaba que le diera más libertad para poder
regodearse en su pena.
Algo que por supuesto
no le permitía.
—Está bien. Entonces
te veré mañana. Y no te preocupes, solo serán unos tragos. —Esto último se lo
dijo para dejarle claro que no pensaba volver a esos días negros en los que el
alcohol era su única compañía.
Como respuesta, solo
consiguió un gruñido que Frank le dedicó por encima de su hombro.
—Maldito entrometido —soltó
John entre dientes, pues sabía que ahora más de un trago le haría sentirse
culpable.
Pero estaba decidido
a ir al pueblo, por lo que se despidió de los pocos peones con los que se
encontró a su paso y se dirigió al granero para enganchar un caballo a un
carro.
Otra de las tonterías
de Frank y su buen amigo Scott, pues no le dejaron en paz hasta que les
prometió que nunca iría al pueblo a caballo para beber.
Y todo por un pequeño
accidente al regresar borracho al rancho una noche. Algo asustó al caballo,
tiró a John al suelo y este estuvo a punto de romperse la
cabeza.
—Como si en el carro
estuviera a salvo —masculló, pues era más que evidente que también podría
matarse en el carro.
John
se enderezó en su asiento mientras sujetaba las riendas. Podía ver la
ciudad delante de él y eso le animaba un poco.
Recordó que debía
comprar suministros en Rosebud, pero no tenía ganas de pasar la próxima hora en
la tienda de Carson. Por el contrario, deseaba llegar cuanto antes al pueblo
para poder tomar un trago.
Lo necesitaba con
desesperación, de la misma forma que necesitaba respirar.
Por suerte, no tardó
mucho en llegar a su destino y, deseoso de sentir el calor del whisky por su
garganta, dejó bien amarrado tanto al carro como al caballo.
—Miren a quién ha
traído el viento.
Al echar un vistazo a
sus espaldas, John vio cómo se acercaba sonriente su buen amigo Scott Sanders.
Con la poca energía que le quedaba, le ofreció un amago de sonrisa.
Le gustaba hablar con
Scott, pero hoy no estaba siendo un buen día y lo que menos quería era otra
regañina por desear beber.
—¿Cómo estás, Scott?
—Mejor que tú, desde
luego.
Se conocían desde que
eran niños e iban juntos a la escuela de la señorita Perkins. Parecía que
había pasado toda una vida desde entonces.
John recordó cómo solían
ir juntos a todas partes y que siempre se metían en líos. Juntos se emborracharon
por primera vez y juntos se enamoraron de la misma chica, cuando aún eran unos
críos.
Scott consiguió a la
chica, una morena encantadora y muy guapa a la que todos llamaban Sally y que
acabó convirtiéndose en su esposa.
Ambos eran tan
parecidos físicamente en aquellos años, que quien no los conociese los habría
tomado por hermanos.
Sin embargo, la vida
los había cambiado, y ahora era mucho más fácil distinguirlos.
Scott era un poco más
corpulento que John, pero unos centímetros más bajo. Su cabello era también
negro, aunque el de este era liso, no rizado como el de John.
Otra diferencia era
que Scott era el dueño del banco, por lo que siempre iba vestido con ropa
limpia y bien afeitado. Por el contrario, al ser John un ranchero, rara vez no
iba cubierto de polvo. Por no mencionar que su tez era más oscura y sus manos
más ásperas.
Que Scott fuera el banquero
de Rosebud nunca marcó una diferencia entre ellos. De hecho, Scott fue una de
las pocas personas que permaneció a su lado tras el trágico accidente, dándole
su apoyo y soportando su mal genio y sus arrebatos de pena y desesperación.
John sabía que Scott
era un excelente amigo y que le debía mucho.
—¿Un mal día? —le
preguntó este. Lo conocía demasiado bien y sabía que algo le preocupaba.
—Han aparecido otras
vacas muertas.
—¿Otras? Esto empieza
a no gustarme.
—Lo sé —respondió
John—. Las primeras podrían ser un accidente, pero estas…
Ambos permanecieron
en silencio mientras asimilaban lo que podía significar este nuevo
descubrimiento.
—¿Cuántas van ya?
—La primera vez
fueron cuatro vacas, y ahora tres. No son muchas para el tamaño del rancho,
pero…
—Ya. —No hizo falta
que le contara más. A nadie se le morían siete vacas en pocas semanas sin una causa
aparente—. Deberías ir a ver al sheriff.
—Lo haré. Por el
momento he dado orden a los muchachos de que estén atentos.
Dando la charla por
terminada, John comenzó a caminar hacia la taberna. Para su consternación,
Scott lo acompañó en silencio, lo que puso nervioso a John, pues esperaba que
en cualquier momento le echara la bronca por tomar un trago.
Cuando vio que
entraba con él a la taberna, quiso maldecir, pero Scott ya estaba entrando por
la puerta. Se vio obligado a seguirlo y a colocarse a su lado en la barra.
John respiró hondo
mientras miraba a su alrededor. La taberna comenzaba a tener gente, pero por el
momento el ambiente estaba tranquilo.
—Bueno. Ahora
cuéntame qué tal te va —le pidió Scott cuando ambos tuvieron un vaso de whisky
en sus manos.
—Ya te lo he contado
todo.
Tomando un sorbo, su
amigo se encogió de hombros antes de contestar.
—No me refiero al
rancho, sino a ti.
Por un instante, John
se quedó en silencio, pues no le gustaba hablar de él con nadie. Ni siquiera
con su mejor amigo.
—Qué quieres que te
cuente. ¿Qué cada día procuro levantarme y seguir adelante, pero que cada vez
me cuesta más?
La sinceridad en las
palabras de John no solo sorprendió a Scott, sino al propio John.
—Tal vez deberías
considerar un cambio en tu vida —le comentó en voz baja Scott.
—La verdad es que en
más de una ocasión he pensado en dejarlo todo y marcharme de aquí.
Los ojos de asombro
de su amigo dejaron muy claro a John que aquel no se esperaba esa respuesta.
De pronto, John se
sintió vulnerable al haberle contado algo tan secreto e íntimo. Sabía que a Scott,
a Frank y a mucha gente del pueblo no le gustaría esa idea, pues le tenían
afecto y su partida la considerarían una huida sin sentido. Pero era él el que
tenía que permanecer cada día en la misma casa donde había visto nacer a su
hijo y donde había pasado los mejores momentos de su vida junto a Eliza.
—Me refería a que si
habías pensado en socializar más y no estar tan solo —dijo Scott.
Podía oír los
susurros a través de la habitación, el chapoteo de las bebidas y el tintineo de
los vasos mientras pensaba.
¿Socializar más? No.
De hecho, lo que quería era todo lo contrario.
—En realidad, prefiero
pasar el resto de mis días solo —le respondió y después apuró el vaso de un
trago.
Scott parecía cada
vez más nervioso y eso intranquilizó a John. ¿A que venía esta conversación?
De repente, sintió el
deseo de volver a su rancho. Ya no quería tomar más tragos, solo refugiarse en
su casa y esconderse de la gente y lo que Scott estaba tramando.
—El caso es que…
bueno, no creo que sea bueno para ti que estés tan solo. Quizá si conocieras a
alguien…
John miró el rostro
de su amigo y frunció el ceño.
—¿A quién? —gruñó.
—Pues… a una mujer.
Al oírlo, John no
supo si reírse a carcajadas o sacudirle un buen puñetazo. ¿Pero en qué estaba
pensando? ¿Conocer a una mujer? ¿Se había vuelto loco o el loco era él por
escucharle?
—Has estado demasiado
tiempo solo y no creo que eso sea bueno, —soltó Scott antes de suspirar—. Por
eso creo que tal vez... bueno, tal vez podrías conocer a alguien más en tu vida
y quizá…
John se cruzó de
brazos y apretó los labios.
—¿Crees que es así de
fácil? ¿Que metiendo a otra mujer en mi vida todo el dolor y el pasado quedarán
olvidados?
—Bueno, por lo menos
sería un comienzo.
John se irguió al
darse cuenta de que su amigo hablaba completamente en serio.
—¡Estás loco si
piensas que voy a hacer algo semejante!
John se disponía a
marcharse malhumorado cuando Scott le puso la mano en el brazo para detenerlo.
No quería que se fuera en esas condiciones, y menos sin que hubiese escuchado
todo lo que tenía que decirle.
—Vamos, John, no pretendo
que te enamores de otra mujer y que te olvides de Eliza y de Will. —Solo la
mención de sus nombres, hizo que John se estremeciera—. Lo que te digo es que
tal vez la compañía de otra mujer haga tu vida más llevadera. Al fin y al cabo,
todavía eres joven y puedes tener unos buenos años de felicidad.
Ante el silencio de
John, Scott continuó hablando.
—Soy tu amigo, y no
puedo ver cómo echas a perder tu vida. Y por experiencia propia sé lo
beneficioso que puede resultar la compañía de una mujer para mitigar la
soledad.
—¿Esto es cosa de
Sally o tuya?
—En realidad, es cosa
de los dos.
John notó que las
lágrimas le picaban en los ojos, pues desde la muerte de Eliza y Will, nunca
había reflexionado sobre lo que los demás pudieran pensar o sentir.
Se había encerrado en
sí mismo para centrarse en su dolor, apartando con ello a buenos amigos como
Scott y Sally, la esposa de este.
—Sé que quieres lo
mejor para mí, pero hasta que no me sienta preparado…
—Bueno, el caso es
que he hecho algo que tal vez te enfade.
John se quedó rígido
y le miró fijamente temiéndose lo peor. ¿No le habría buscado una cita con
alguna mujer?
—¿Qué has hecho? —le
preguntó, aunque no estaba muy seguro de querer saber la respuesta.
Scott decidió que era
mejor no andarse con tapujos y contarle todo de golpe.
—Puse un anuncio en The Marriage Times pidiendo una esposa
en tu nombre.
—¿Hiciste qué? —La
voz de John sonó sin dificultad por toda la taberna, consiguiendo que todos se
giraran para mirarlos—. ¿Es que te has vuelto loco?
—La muchacha…
—¿La muchacha?
¿Alguien te ha contestado?
La furia era cada vez
más evidente, por lo que los hombres más cercanos a ellos se apartaron por si
los amigos acababan a puñetazos. Algo que John no descartaba.
—He estado
escribiendo a una mujer en tu nombre. Ella parece buena persona, y bueno…
he hecho arreglos para que venga aquí a conocerte y…
Aturdido y furioso, John
apenas podía comprender la absurda idea de su amigo.
No sabía qué pensar
ni qué decir.
—No puedo creer lo
que has hecho.
Scott se le acercó y
lo miró fijamente. Quería hacerle entender que había obrado así por su bien,
pues no le gustaba cómo se estaba autodestruyendo. Era su amigo, casi un hermano,
y no iba a quedarse de brazos cruzados mientras John se apartaba de la gente y
de la vida.
—No lo hubiera hecho
si no pensara que es lo mejor para ti. Has sufrido demasiado, John, no mereces
arruinar tu vida.
John quería protestar
y decirle que su vida era tal y como quería, pero ambos sabían que no era
cierto. Su vida era un caos destructivo que estaba punto de acabar con él.
De pronto, pensó cómo
habría actuado él si las tornas fueran diferentes y hubiera sido su amigo el
que estaba muriendo en vida.
Estaba seguro de que habría
hecho todo lo posible para ayudarlo, y posiblemente, habría pensado que la
compañía de otra mujer podría darle consuelo.
El problema era que
no estaba seguro de soportar la presencia de otra mujer en la casa de Eliza.
—Comprendo que
quisieras ayudarme, pero no quiero a nadie en mi vida. Y menos a otra mujer.
Sin más por decir salió
furioso del salón. Necesitaba aire fresco. Sentía su cuerpo temblar de
furia y le habría gustado golpear algo con todas sus fuerzas, pero él nunca había
sido un hombre violento y sabía que dar golpes no solucionaría nada.
Decidido a regresar
al rancho y no salir en semanas, se dirigió hacia su carro, cuando tras él
escuchó la voz de Scott.
—Ya es tarde para que
salgas huyendo. Ella ha aceptado y estará aquí en dos días.
—No me importa.
—Se llama Molly Baker
y es de Colorado. Necesitará un hogar cuando llegue —dijo Scott.
—Pues llévala a tu
casa junto a tu esposa —le respondió John por encima de su hombro, sin
preocuparse si Sally había ayudado a Scott o todo era idea de su amigo. Aunque,
conociéndolo, estaba convencido que todo había sido orquestado por él.
—No lo entiendes. No
tendrá a nadie. ¿Qué va a ser de ella si la rechazas?
John gruñó, decidido
a no sentirse culpable. Dedicándole una dura mirada a su amigo, le dijo muy serio:
—No pienso casarme de
nuevo.
Scott jadeó al
escucharle mientras John se subía al carro, dispuesto a marcharse. Después,
este sacudió las riendas y comenzó a alejarse mientras Scott continuaba pidiéndole
que lo pensara.
Pero no había nada
que pensar. No necesitaba una esposa ni una criada ni una cocinera, ni a nadie.
Y mucho menos a una desconocida entrometida que le hiciera la vida más
complicada.
Decidió que no
volvería a Rosebud en meses, hasta que su amigo volviera a tener sentido común
y el problema de la mujer estuviera solucionado.
Además, no era culpa
suya si esa tal Molly Baker se quedaba tirada en medio de Montana. Al fin y al
cabo, él no la había invitado a venir.
Por
fin había llegado el momento de dejar atrás su actual vida.
Un par de días antes
había recibido la carta del señor Norris, donde la aceptaba y le pedía que
fuera su esposa.
Si bien era cierto
que todo le pareció muy precipitado, también era verdad que cada vez soportaba
menos su permanencia junto a su madrastra y Fanny.
Cada día que pasaba
se volvían más crueles, y mucho se temía que si no se marchaba pronto, acabaría
en la cárcel o en un manicomio.
Queriendo dejar atrás
todo eso, volvió a leer la carta del señor Norris, que tanto la había
impresionado por su sinceridad y por su petición de matrimonio tan súbita.
«Rosebud, Montana.
Querida señorita
Baker, es mi deseo que se encuentre bien al recibo de esta carta.
Me ha encantado
recibir su carta de presentación respondiendo a mi anuncio en The Marriage
Times.
Mi anuncio decía todo
lo que hay que decir. Estoy buscando una esposa, cuanto antes mejor, y me gustó
la carta que me envió.
Es mi deseo saber si
querrá venir a Rosebud para contraer matrimonio conmigo a su llegada.
Si, por alguna razón,
piensa que no consideraría ser mi esposa, por favor, tenga la amabilidad de
escribirme y hacérmelo saber para no malgastar mi tiempo y energía.
Con todo, hay un
exitoso rancho esperando sus toques femeninos en la casa y el jardín. Tendrá
toda la ayuda que necesite, pues es mi intención velar por usted.
Espero que esta carta
no sea en vano y que pronto reciba una respuesta favorable de su parte.
Sinceramente,
John
Norris».
No había tardado
mucho en contestarle asegurándole que estaría encantada de ser su esposa, y
ahora, sentada en su cuarto con sus pertenencias ya empacadas en secreto, se
preguntaba si había sido demasiado impulsiva.
Era extraño que el
señor Norris tuviera tanta prisa por casarse con una desconocida, pero si lo pensaba
seriamente, eso era lo que más le había ayudado a decidirse a contestar su
anuncio.
Al fin y al cabo,
ella necesitaba alejarse de allí cuanto antes, y ese hombre le ofrecía un hogar
y su protección. ¿Qué podría salir mal?
Era posible que el
señor Norris tuviera una razón para casarse tan rápido, pero eso ya lo averiguaría
cuando llegara.
Decidida, comprobó
que tenía todo preparado y miró dentro de su bolso, donde guardaba sus pocos
ahorros y el billete de tren que venía adjunto a la carta.
Su corazón se aceleró
cuando cogió sus enseres y bajó a la sala. Podía escuchar las voces de Maybelle
y Fanny cotilleando sobre cualquier rumor que hubieran escuchado y cómo se
reían al ridiculizarlo.
Algún día, ambas
mujeres tendrían su merecido por ser tan mezquinas, pero ella ya no estaría ahí
para verlo.
Suspirando, se irguió
todo lo que pudo para darse ánimos, y se paró frente a ellas en la entrada de
la sala. No estaba segura de cómo recibirían la noticia, por lo que había
decidido decírselo lo más cerca posible de la puerta de salida.
Por un instante,
ninguna de las dos la vio, y Molly permaneció quieta con su maleta y su pequeña
bolsa de viaje. Cada una de ellas en una mano.
Aún no podía creerse
lo que estaba haciendo, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás, sobre
todo, cuando Maybelle giró la cabeza y la vio.
—¿Qué haces ahí
parada? Haz algo útil y tráenos algo de comer.
—Lo siento, señora,
pero no pienso obedecer sus órdenes nunca más.
—¿Qué has dicho? —La
voz de su madrastra sonó tan ronca por el enfado y la sorpresa que Molly se
asustó. Pero no iba a echarse atrás, tenía veintitrés años y ya era hora de que
se enfrentara a ellas.
—Me marcho. Voy a
empezar una nueva vida en Montana.
—¿Que te marchas? —Maybelle
se levantó de su asiento y se acercó a ella unos pasos—. No puedes irte sin mi
permiso, y por supuesto que no lo tienes.
—Usted no es nadie
para impedirme que me marche. Y no me importa si tengo su permiso o no. —Al
decirlo, Molly sintió que algo dentro de ella se liberaba. Se estaba enfrentando
por fin a su madrastra y, en vez de sentirse cada vez más asustada, se
encontraba más resuelta.
—¿Cómo te atreves a
hablarme así? Te he cuidado durante años, ¿y así es como me lo pagas?
Molly apretó con más
fuerza las asas de sus maletas y avanzó en su dirección. No iba a permitir que
esa mujer dijera esas mentiras.
—Usted jamás me ha
cuidado. En su lugar, me ha humillado y se ha aprovechado de mí como si fuera
una sirvienta.
—¿Acaso no lo eres?
¿O crees que puedes estar a nuestra altura? —Se burló Fanny, mirándola con
desaprobación.
—Lo que no soy es una
niña mimada que no sabe hacer otra cosa que criticar a todo el mundo.
—¡Mamá! —repuso Fanny
indignada, pero su madre la hizo callar alzando una mano.
—Si te vas de aquí,
acabarás tirada en la calle en menos de tres días. Me aseguraré de que nadie te
dé trabajo y de que tu reputación quede por los suelos —afirmó orgullosa,
creyendo que eso la asustaría y la detendría.
Pero Molly estaba muy
lejos de sentirse asustada, sino todo lo contrario, pues ahora se daba cuenta
de que había soportado demasiado y debería haberse ido tras la muerte de su
padre.
Ya no había nada en
esa casa y en esa ciudad que la atara, pues el recuerdo de sus padres no estaba
ahí, sino que lo llevaría por siempre en su corazón.
—Me marcho a un lugar
donde sus garras no podrán alcanzarme. Y puedo prometerle que no acabaré en la
calle ni regresaré jamás. —Lo dijo tan segura que Maybelle retrocedió un paso
al reconocer que no podría retenerla.
—No puedes hacer eso —gritó
Fanny, advirtiendo que si Molly se machaba, le tocaría a ella hacerlo todo—.
Tienes que impedírselo, mamá. Nos quedaremos sin criada.
Pero Molly ya había
terminado y, sin más, se giró y comenzó a caminar hacia la salida.
A sus espaldas podía
escuchar a Fanny gritándole que se detuviera y cómo Maybelle le aseguraba que
su vida sería un infierno. Pero Molly sentía que finalmente era libre.
Abrió la puerta,
cruzó el umbral y, tras dar unos pasos, se giró para ver por última vez la casa
que había sido su hogar desde niña, cuando sus padres aún vivían.
No sintió pesar por
dejarla, como había supuesto, sino alegría por el nuevo futuro que le esperaba.
Esa casa hacía tiempo
que había dejado de ser su hogar y no sentía pesar por dejarla atrás. Ya no
había nada allí que la uniera a ella ni a esas mujeres que la observaban
orgullosas en el quicio de la puerta.
—Volverás llorando y
suplicando —le aseguró Maybelle—. Eres fea, torpe y estúpida. Nadie te querrá
en esas condiciones. Solo sirves como criada y ni para eso.
Sus ojos ardieron
cuando las lágrimas comenzaron a aflorar a sus ojos. Evidentemente, nadie la
quería en ese lugar y solo le quedaba marcharse.
Maybelle nunca la
quiso y Fanny nunca se comportó como una hermanastra.
Se tragó el nudo que
tenía en la garganta y luego negó con la cabeza. Tal vez debería haberse
marchado sin decirles nada. Quizá así se hubiera ahorrado el dolor de saber que
no había nadie en el mundo que la quisiera.
Pero ya no importaba.
No iba a quedarse por más tiempo. No cuando le esperaba una vida nueva en
Montana. Y quién sabe, quizá el amor.
—Adiós —logró decir
con el tono más rígido que pudo pronunciar.
Molly comenzó a
caminar por la calle, alejándose de ese lugar con la cabeza en alto y la
esperanza en su pecho.
Se dirigió a la
estación de tren en busca de un futuro y ya nadie ni nada le impedirían seguir
hacia delante.
Pronto estaría
sentada en su asiento camino de Montana y, aunque estaba nerviosa, sabía que lo
peor ya había pasado.
Al fin era libre.
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