1884,
Spring City, Colorado
C |
harlotte oyó las
ruedas del carruaje y los cascos de los caballos desde su escritorio, y un ceño
fruncido alteró sus serenos rasgos.
—¡Diablos! —exclamó. No esperaba a nadie. Además, aparte
de Sarah Cuthins, la esposa del doctor, Charlotte y sus otros vecinos no eran,
bueno, lo bastante atentos como para prodigarse en visitas inesperadas. Y ella sabía,
a juzgar por el sonido, que no era la calesa de Sarah la que se aproximaba por
el camino de tierra.
De todos modos, aunque intentara mirar por la
ventana, los libros apilados junto al cristal le impedirían ver de quién se
trataba. De hecho, estos eran el rasgo dominante en el estudio: libros sobre
historia, lenguas modernas y antiguas, arquitectura clásica, matemáticas,
incluso oceanografía, entomología y geología.
Charlotte se encontraba sentada frente a su gran
escritorio, que una vez fue el de su padre, rodeada de muchos de esos
volúmenes, periódicos y un montón de papeles. Un descolorido globo terráqueo reposaba
en una esquina en precario equilibrio, y una lámpara en la otra.
Levantó los dedos del teclado de la máquina de
escribir. El invento en sí tenía más de una década. Sin embargo, su máquina —la
única compra extravagante que había efectuado ese año—, todavía estaba como
nueva. Cualquier cosa que la apartara de su uso, le resultaba una gran
molestia.
Se puso en pie y se pasó un mechón de pelo detrás
de la oreja con aire distraído, pero después cambió de idea y se recogió la
melena en un moño sobre la nuca. No era perfecto, pero era mejor que ir a abrir
la puerta con el cabello suelto hasta la cintura.
El coche se había detenido frente a su entrada, así
que no tenía otra opción que salir a saludar a sus pasajeros. Señor, ella
esperaba que nadie quisiera café. De hecho, esperaba que nadie quisiera nada,
ya que la cocina se encontraba tan escasa de comida como ella de hospitalidad y
tiempo para interrupciones.
Charlotte caminó a través de la gastada alfombra
amarilla y azul y pasó sobre el pequeño agujero del suelo del vestíbulo. Tomó
nota del desorden formado por sus zapatos, abrigo, paraguas y varias chucherías,
y se encogió de hombros con una ligera incomodidad.
Cuando un golpe seco resonó con demasiada fuerza desde
el otro lado de la puerta, Charlotte se congeló. Luego respiró hondo.
—Ya voy. —Esperaba no parecer tan irritada como se
sentía. ¡Nadie respetaba hoy en día el valor de la paciencia!
Abrió la puerta de un tirón y casi la cerró al
instante por la sorpresa.
—¡Oh, Dios! —exclamó dando un paso atrás.
Ante ella había un hombre alto, de pelo oscuro y
con los ojos azules más llamativos que había visto jamás. Llevaba un elegante traje
oscuro de raya diplomática. ¡Aquí, en medio de la nada!
Sin embargo, lo que causó a Charlotte un extremo
desconcierto no fue solo la impoluta apariencia del recién llegado, sino sus
acompañantes: Una niña con dos perfectas trenzas rubias, sujeta a la mano del
hombre, y que la miraba con fijeza, y un niño pequeño, cuyo cabello tenía un
notable parecido al de Charlotte, brillante con todos los colores del otoño, y
que se aferraba con fuerza al hombre por debajo de su rodilla, arrugándole el
costoso traje.
—Tengo entendido que esta es la casa de los
Sanborn.
Su voz, profunda y agradable, le devolvió a
Charlotte su atención. Ella miró hacia arriba aturdida, y parpadeó a causa de
la luz del sol de primavera. Tal vez la aparición de aquel hombre guapo y los
niños podría desaparecer en el acto si ella así lo deseara.
—Soy Charlotte Sanborn —dijo, a la vez que le extendía
su mano derecha.
Él la miró con gesto desconcertado.
—¿El escritor?
Charlotte se contagió de su expresión, y un
temblor ascendió por su columna vertebral.
—¿Cómo diablos...? —comenzó a decir. Nadie fuera
de Spring City sabía que ella era
Charles Sanborn, el aclamado escritor, y dudaba que incluso allí mismo lo
supiesen todos o que les importase.
—Disculpe —añadió el hombre—. Sabía que era una
mujer, pero pensé que sería mayor. Es decir, estoy encantado de conocerla. —Una
sonrisa genuina cruzó sus rasgos por primera vez cuando le estrechó la mano con
firmeza.
Charlotte sintió un choque de calor y fuerza, y se
dio cuenta de que hacía mucho que no tocaba la piel de otra persona.
—Es un honor y un placer —continuó él—. He leído
su trabajo.
Su voz era tan cálida como su mano, y ella se
sonrojó.
Charlotte estaba acostumbrada a los elogios al
haber sido aclamada por los editores con los que había estado en contacto en
los últimos años como una voz de su tiempo. Tuvo éxito a su manera, sin celebraciones
y en el silencio impuesto por su seudónimo.
Sin embargo, el saber que este desconocido se
había sentado con su trabajo en sus manos, la hizo sentirse extrañamente
expuesta.
—Gracias —dijo ella y se detuvo. Los dos se
quedaron a la espera de que el otro hablase. Los chicos también, pero con un menor
autocontrol. El niño volvió a tirar del pantalón al que se agarraba.
—¿Vamos a entrar? —le preguntó este al hombre,
quien le respondió con una sonrisa que despertó el sentimiento de Charlotte.
—Oh, discúlpeme —murmuró ella, pensando aún en la
genuina sonrisa del hombre—. ¿Dónde están mis modales?
La niña se quedó mirando como si se preguntara lo
mismo, y Charlotte se hizo a un lado con rapidez para que entraran en su casa. De
pronto sintió una oleada de realidad, como si hubiera salido repentinamente de
su propia vida. Hacía un momento, no habría podido imaginar a un hombre y dos
niños parados en su entrada.
—Siento irrumpir en su casa, señorita Sanborn —dijo
él, mientras captaba el desorden y el mal estado de la estancia con una ojeada—,
pero después de llegar a Spring City, descubrí, por supuesto, que aún no había
ningún sistema telefónico.
«Deben ser del este», pensó ella.
—Creo que pasará un tiempo antes de que podamos
disfrutar en Colorado de los beneficios del invento del señor Bell —argumentó
Charlotte, esperando de nuevo a que él se explicara.
—Confío en no haberle causado ningún inconveniente
—dijo el hombre—. A pesar de algunos percances durante el viaje, intentamos
acudir lo más cerca posible de la hora señalada. —La declaración provocó la
risa de los dos niños, por lo que Charlotte supuso que habían sido el motivo de
alguno de esos percances.
—¿La hora señalada, señor? —le preguntó con el
ceño fruncido.
—Los trenes se retrasaron en la línea Topeka-Santa
Fe. Un coche cama Pullman había volcado.
Charlotte asintió con la cabeza, sin encontrar
nada más que decir, ya que toda la conversación hasta el momento no tenía sentido
para ella y, por lo general, se enorgullecía de su rápida comprensión.
Después de una larga pausa, el hombre adoptó una
expresión preocupada.
—Señorita Sanborn, los niños están cansados. Nos
detuvimos brevemente en Spring City para obtener indicaciones, y estoy seguro
de que se beneficiarían de una corta siesta mientras hablamos de su situación.
Entonces, quizá deberían cenar.
—¿Cenar? —repitió Charlotte. La situación no
estaba mejorando. ¿Por qué esta familia vendría a su casa y exigiría un lugar
para dormir y comer?
Se presionó las sienes con sus manos. Después de
trabajar durante días para cumplir con el plazo de entrega de su editor, se
encontraba agotada. Charlotte estaba segura de que esa era la razón por la que
nada de esto le quedaba claro.
—Señorita Sanborn, ¿va todo bien? —El alto y guapo
desconocido parecía un poco agitado. Sus cejas oscuras formaban un extraño
patrón de líneas rectas al juntarse sobre el puente de su nariz.
—Todo va de perlas —afirmó Charlotte—. Excepto que
debo confesar que no tengo la menor idea de quién es usted.
—¿Cómo es posible? —preguntó el extraño—. Yo mismo
envié la carta.
—¿La carta? —Al menos, esta no parecía ser una
visita al azar de unos lunáticos en busca de comida. Quizá pronto llegaría al
fondo de todo y podría volver a su trabajo.
—Sí —dijo el hombre—. ¿Me está diciendo que no ha
recibido el aviso de las oficinas de Malloy y Asociados, enviado hace un mes y
medio?
—¿Malloy? —El nombre le sonaba familiar, pero no
recordaba de qué.
—He estado muy ocupada, señor…
—Malloy. Reed Malloy. —El visitante dijo su nombre
lentamente, como si le hablara a un niño, pero su voz registraba un tono de
clara molestia.
—No tiene por qué ponerse de morros, señor. No me
di cuenta de que usted se refería a… —Charlotte se calló, decidida a ignorar su
tono—. Déjeme echar un vistazo en mi estudio. Es posible que algo se me haya
pasado por alto. Los editores me reenvían mucho correo de mis lectores. No
siempre tengo la oportunidad de revisarlo de inmediato —agregó con una disculpa.
Charlotte le dio la espalda y entró en su estudio,
pasando de puntillas sobre el antiestético agujero. Dios sabía que a menudo
dejaba que los papeles y sobres se amontonasen en una pila. Era un hábito
desafortunado, y ahora tenía que dejar que él pensara que la había puesto en un
compromiso.
Oyó que la seguían hasta su escritorio y allí
comenzó a ordenar los papeles en el borde del mismo. Cuando estos se deslizaron
al suelo, se inclinó para recoger otro montón que ya se había caído de una
pequeña mesa ovalada de Pembroke, con sus alas siempre hacia arriba para
acomodar más papeles y libros extraviados.
—Es asombroso que su trabajo, que parece provenir
de una mente tan ordenada, pueda ser creado aquí, en medio de este caos
—observó el hombre detrás de ella.
Charlotte se giró para mirarlo. Parecía
genuinamente disgustado, y ella se sintió como una colegiala traviesa delante
del profesor. Los ojos de zafiro del señor Malloy se clavaron en los suyos por
un segundo, y sintió la misma sacudida que cuando él le tocó la mano.
Ella fue la primera en apartar la mirada, ignoró
su comentario y continuó hurgando en los periódicos. Luego se dirigió a una
pila de Scientific American mezclada con la Revista Literaria de Yale.
Charlotte quería contarle cómo se organizaba, que
tenía comida en la despensa, madera lista para el fuego y ni una pizca de polvo
en ningún sitio. Quería hacerlo, pero sería una mentira descarada. Siempre
había sido así, caótica, en el mejor de los casos. Su mente, sin embargo, era
aguda y ordenada y con ella había escrito obras que eran concisas, fáciles de
entender, y un paso por delante de sus colegas.
—Algunos tienen tiempo para hacer las tareas
domésticas —comentó ella en tono casual—, mientras que otros ponemos nuestra
mente en cosas más importantes, como... ¡ajá!
—¿Rescató
algo, señorita Sanborn?
Charlotte se puso de pie y se enfrentó a ellos,
agitando con aire triunfal el sobre de color crema con el logotipo de Malloy y
Asociados resaltado en letras azules en una esquina.
—Aquí está. —Recordó haberlo recibido, incluso
haber advertido la identidad del remitente, pero había dejado el sobre encima
de su escritorio para leerlo después de la cena, y luego...
Ella miró con remordimiento al extraño de pelo
oscuro con sus ojos parpadeantes. El sello ni siquiera estaba roto.
—Tal vez debería abrirlo y ver por qué estamos
aquí —sugirió él, con los brazos cruzados sobre su amplio pecho—. Aunque tal
vez podría hacerlo en algún lugar donde todos podamos sentarnos. Los niños se
están cansando.
—Por supuesto. —Regina, la madre de Charlotte, se habría
horrorizado por su falta de modales, a pesar de que, por el bien de su padre, se
había vuelto tolerante con la falta de convenciones sociales del oeste. Sin
embargo, había tratado de inculcar a su estudiosa hija un sentido de la
educación y la elegancia más fina.
Charlotte estaba fallando en todos los aspectos, y
sabía en su corazón que por eso acogía con agrado su propio aislamiento.
—Por favor, vengan por aquí. —Pasó entre el niño y
la niña, los cuales todavía la miraban como si fuera una exposición de premios
en la feria, y se dirigió por el pasillo hacia el salón.
Abrió la puerta con decisión y se detuvo en el
umbral. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que había usado este cuarto? Estaba
oscuro y mohoso, y francamente, olía como una manta de caballo.
—Disculpe el estado de la sala. No suelo venir
aquí a menudo. Déjeme airearla un poco, pero entre y busque un asiento.
En la oscuridad, apenas podía distinguir los
muebles, todos reliquias de sus padres. Se acercó a las ventanas, corrió las
pesadas cortinas y abrió las persianas. El aire fresco de la primavera inundó
la estancia, trayendo consigo el aroma de las flores púrpura de adelfilla que
crecían alrededor de la casa.
Por desgracia, cuando llegó a la tercera ventana y
abrió las cortinas, vio los cristales agrietados y la tabla clavada en los
marcos desde el exterior. Cerró rápidamente la cortina, con la esperanza de que
el elegante hombre no se hubiera dado cuenta.
Charlotte se volvió hacia sus invitados, quienes
se aproximaban con cautela. Por su gesto, era innegable que el señor Malloy
había visto el pobre trabajo de reparación. El niño se sentó justo al lado del
hombre en el sofá de respaldo alto frente a la chimenea de piedra tosca, con un
salvafuegos desgastado y un viejo rifle colgado encima. La niña había cogido
una de las sillas acolchadas y apolilladas, hechas con esfuerzo y mérito por la
madre de Charlotte.
Consciente de que el polvo seguía flotando en el
aire, notó la mueca de desaprobación de Reed Malloy. Mortificada en su interior
y con el estómago tenso por la peculiaridad de la escena, se acomodó en el
único asiento que quedaba, una pequeña silla de color malva con trozos de crin
de caballo que sobresalían por donde no debían.
Sacó la carta de la cintura de su falda y comenzó
a leerla. Al cabo de unos segundos, se quedó paralizada.
—Supongo que ha llegado a la parte en la que... —dijo
el señor Malloy.
—¡Diablos! —Charlotte saltó de su asiento—. ¿Ann
me ha dejado a los niños? ¿Acaso está loca? ¿No entiende que...?
—Ha fallecido, señorita Sanborn.
Charlotte se sentó de nuevo lentamente, con la
mirada fija en los pequeños, que no parecían entender que los adultos estaban
hablando de su madre, Ann Connors. Volvió a mirar a Reed Malloy, que la
observaba con una expresión grave y las cejas unidas en una línea recta y
feroz.
—Sí, lo sabía —afirmó ella—. Y lo siento. Mi tía
Alicia, la abuela de los niños, me escribió para darme la noticia de la
tragedia.
Charlotte no se molestó en agregar que era la
única vez que había sabido de su tía desde que sus propios padres habían muerto
casi una década antes.
—Debe comprender, señor Malloy, que nunca conocí a
mi prima y que solo intercambiamos algunas cartas durante estos años. Decir que
no éramos íntimas, sería un epíteto suave. Mis padres se mudaron aquí desde Boston
antes de que yo naciera —concluyó, recordando lo que decía la carta de su tía—.
Fue un choque entre el carruaje de mi prima y un coche de caballos, según
recuerdo. Sé que es doblemente duro, ya que su padre murió hace dos años...
—Tres —corrigió Reed Malloy, con su brillante y
decidida mirada.
—Tres. —Charlotte asintió con la cabeza—. A la luz
de esto, quisiera preguntarle, ¿por qué he de ser yo la tutora de los niños?
¿Por qué no lo es su abuela?
El señor Malloy extendió un brazo a lo largo del
respaldo del sofá, miró a los huérfanos, y luego clavó su vista en ella.
—Para empezar, la tía de usted tiene casi setenta
años. No creo que su prima pensara que Alicia Randall fuese la madre ideal.
¡Setenta! Charlotte no sabía que la hermana mayor
de su madre era tan anciana.
—En segundo lugar —continuó—, mientras que usted
quizá no haya pensado mucho en la rama de su familia afincada en el este, resulta
obvio que su prima sí lo hizo. Ann Connors leyó todo su trabajo. De hecho, fue
ella quien me introdujo por primera vez en su trabajo literario. Era una de sus
mayores admiradoras.
Charlotte sintió como si le hubieran dado un golpe
en el estómago, y se le hizo un nudo en la garganta al pensar que su prima la
conocía tan bien, y que ella ni siquiera había sentido demasiado dolor por su
muerte... hasta ahora.
Sin embargo, Charlotte tenía su vida organizada, y
le gustaba tal y como estaba. No tenía amigos íntimos, solo conocidos con los
que mantenía correspondencia. Varios editores se comunicaban con ella para
asignarle un artículo o presionarla para que cumpliera con un plazo. Y tenía un
hermano menor, Thaddeus, que aparecía de vez en cuando y al que extrañaba
después de cada visita.
La suya no era una vida apropiada para los niños,
y ella no era la mujer apropiada para criarlos. ¿Cómo pudo su prima imaginar
algo tan absurdo?
—Es imposible, señor Malloy. Lamento profundamente
que usted y los niños se hayan molestado en viajar hasta aquí. Y me disculpo
por no haber abierto antes su carta. No reconocí el sello y asumí que era una
carta de un lector, la cual pensé en leer después.
Charlotte se levantó y se preguntó si había una
manera de parecer menos dura, pero no se le ocurrió ninguna.
—Sin embargo, estoy segura de que usted puede ver por
sí mismo que no hay nada que yo pueda hacer —dijo, a la vez que se encogía de
hombros.
Reed Malloy no respondió y se limitó a
escudriñarla con sus ojos azules. Luego se puso de pie también, llenando la
habitación con su estatura.
Charlotte contuvo el aliento un instante mientras
él parecía reflexionar. Ella esperaba que él le gritara, agarrara a los niños y
saliera de su casa.
—Soy yo quien lo siente, señorita Sanborn, pero no
hay otra alternativa —dijo él al fin, con un perfecto autocontrol.
Charlotte se dispuso a protestar, pero él continuó
antes de que ella pudiera decir una sola palabra.
—Tiene mucho espacio, lo cual era mi principal
preocupación para una mujer que vive sola, aunque la casa necesite algunos
arreglos. En cuanto a sus objeciones, no ha hecho ninguna válida ni puede hacer
ninguna, según lo veo yo.
—En serio, señor Malloy…
—Señorita Sanborn, sus jóvenes primos no serán una
carga financiera para usted, ya que se han provisto fondos para su educación.
Todo lo que necesita ofrecerles es refugio, bondad humana básica, y un ejemplo
moral e intelectual, el cual creo que usted es capaz de otorgar, si he leído
sus obras correctamente. ¿No puede darles eso?
¡Claro que sí! Esa no era la cuestión, sino que
nadie le había preguntado y, de haber sido así, ella habría respondido con un
categórico «no». Nunca había tenido el deseo de ser madre, y ahora tampoco lo
tenía, ni siquiera con estos dos dulces mocosos sentados en su salón. Y se negaba
a ser intimidada por sus tácticas.
—Señor Malloy, no se trata de mi carácter ni de mi
casa.
Él inclinó ligeramente la cabeza al reconocer la maniobra
de Charlotte para escapar de la trampa.
—El verdadero motivo —agregó esta—, tiene más que
ver con mi disposición, del todo negativa. Llevo una vida solitaria. —Hizo un
gesto con su mano para abarcar la casa y el terreno que la rodeaba.
Su padre había erigido su hogar a quince minutos a
pie de las afueras de la ciudad, no muy lejos de un campamento minero en las
colinas, pero lo bastante alejado del bullicio de Spring City como para que los
carruajes no pasaran ante sus ventanas a cada minuto, ni siquiera cada día.
En los últimos años, la ciudad no había cambiado
mucho, y la paz de su casa solo era turbada cuando los mineros cruzaban
discutiendo sobre las huelgas de oro, o cuando los viajeros confundían la zona
con una de las termas curativas. Las atracciones de Spring City se reducían a
un único teatro, tanto para la ópera como para las representaciones de obras, y
amenazaba con cerrar en cualquier momento.
—No hay otros niños cerca, aunque la ciudad
dispone de una escuela —añadió pensativa, y luego se mordió la lengua antes de
continuar—. Señor Malloy, no soy una persona sin corazón. Es solo que deseo lo
mejor para los pequeños.
Ella los miró. Habían comprendido que los adultos
estaban discutiendo sobre dónde iban a vivir, y su instinto les dijo que allí
no eran queridos. «Sin duda, estarán aliviados», pensó Charlotte. Se pusieron
de pie y se agarraron una vez más a Reed Malloy, quien acarició con aire
distraído la cabeza del niño.
—Honestamente —se apresuró a decir Charlotte, sintiéndose
tan desalmada como había negado ser—, no sería beneficioso para ellos vivir en
un entorno aislado, con una aburrida y sedentaria escritora que no tiene ni
idea de cómo criarlos. ¿Es que no lo entiende?
—Al menos, estamos de acuerdo en que ambos
queremos lo mejor para los niños —declaró él, como si no hubiera escuchado nada
más de lo que ella había dicho. Bajó su vista hacia los huérfanos, y Charlotte
pudo ver que le importaban de verdad. Luego, su mirada se posó en ella de nuevo—.
Respecto a si es usted o no la persona idónea, tenía mis dudas, por eso no
seguí ciegamente los últimos deseos de Ann Connors, sino que los acompañé yo
mismo hasta aquí. —Pensó un momento—. Sí, si a ambos nos preocupa lo mismo, la
respuesta parece obvia, ¿no está de acuerdo?
Charlotte comenzó a asentir con la cabeza incluso
antes de hablar.
—¿Y cuál sería esa respuesta?
—Pues quedarme aquí con usted y los niños, por
supuesto, para evaluar la situación. Si encuentro que usted no es adecuada para
educarlos, después de todo, entonces telegrafiaré a su abuela y veremos si se
pueden hacer otros arreglos.
El señor Malloy pareció satisfecho por su decisión
y se dirigió hacia la puerta, llevando a los niños consigo.
—Vamos, pequeños, arriba, a vuestro dormitorio. La
tía Charlotte os mostrará el camino. ¿No es cierto? —Él la miró con un gesto
desafiante y la retó a contradecir sus palabras.
Charlotte aún se tambaleaba por su actitud
prepotente, por la forma en que parecía tratarla, como si ella estuviera en una
audición para conseguir un papel en el escenario. ¡Aquello era inaceptable! Por
no mencionar el liberal tratamiento de «tía» y la sugerencia totalmente
impropia de permanecer bajo el mismo techo que ella.
A pesar de todo eso, después de mirar otra vez las
caras de los niños, ella asintió de nuevo. Pasó por delante de ellos y caminó
hacia las escaleras. Estaba segura de que había dicho que no, y con bastante
firmeza, además. Sin embargo, de alguna manera, parecía que los tres iban a quedarse
en su casa.
—Mientras tanto —agregó Reed Malloy—, iré a la
ciudad y enviaré un telegrama a mi oficina para informar de que me retrasaré
por un tiempo indefinido. ¿Necesita que traiga algo para la cena, señorita
Sanborn?
—Oh, sí —dijo Charlotte agradecida, olvidando por
un momento que, si no fuera por él, no necesitaría preparar la cena para nadie
más que para sí misma. Él era la fuente de toda esta confusión, pero ella solo
pensaba en los armarios y estantes vacíos de su despensa. ¡Incluso el sótano
estaba desierto!
—Sí, traiga lo que usted y los niños prefieran,
señor Malloy.
Él inclinó la cabeza con rapidez y abandonó el vestíbulo. Aquel hombre infernal parecía estar bastante satisfecho consigo mismo. Para su repentino horror, Charlotte se dio cuenta de que la había dejado sola con los niños y ni siquiera sabía sus nombres.
-B |
ueno, aquí estamos
—dijo Charlotte, con una ligera sonrisa—. Lo primero es lo primero. —Se volvió
hacia el chico, que parecía unos años más pequeño que su hermana.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, pensando lo terrible
que era no saber los nombres de sus familiares.
Por su gesto malhumorado, el niño pareció estar de
acuerdo. Después, se puso rojo como la remolacha y comenzó a llorar, enganchado
a la manga de su hermana.
—Él es Thomas, señora —dijo la niña de inmediato—.
No le gustan los extraños. ¿De verdad es nuestra tía? ¿Por qué está sola? ¿Es
una solterona?
—Oh, querida —murmuró Charlotte. Tal vez los niños
eran tan difíciles como ella siempre había sospechado. Se había rendido con su
hermano, Thaddeus, al que dejó correr libre después de la muerte de sus padres.
A ella le había ocupado todo su tiempo mantener a la familia unida y la comida
en la mesa. Algunos decían que él había resultado ser un huevo podrido, aunque
nadie se atrevió a afirmarlo en su presencia.
Sin responder a ninguna de las preguntas de la
niña, Charlotte lo intentó de nuevo.
—¿Y tú? ¿Cuál es tu nombre? —Esperaba una
respuesta mejor que la que había recibido del joven Thomas.
—Soy Lillian Winifred Connors.
¿Era la imaginación de Charlotte, o había un tono
de superioridad en la voz de la chica?
—Bueno, señorita Lillian, en cuanto a sus
preguntas, sí, puede considerarme su tía. —Pensó que era mejor no entrar en el
tecnicismo de que en realidad eran primos segundos—. Estoy sola porque es lo
que he elegido, aunque creo que tienes razón al clasificarme como solterona.
Charlotte subió las escaleras de madera astillada
y sin balaustre, seguida por los niños.
—Cuidado con el quinto escalón —les dijo. Cuando
llegaron al rellano, ella abrió la segunda puerta de la izquierda—. Me temo que
ambos tendréis que compartir esta habitación, si el señor Malloy se va a quedar
también. No hay juguetes ni... —Charlotte se calló y dejó que los niños
inspeccionaran el cuarto iluminado por el sol.
Era bastante agradable, con una cama de cuatro
postes y un escritorio que había pertenecido a su abuela, el cual sus padres habían
traído del este. La mecedora de su madre presidía un rincón del dormitorio.
Charlotte vio una telaraña en el otro y se acercó para quitarla con la mano.
—Os traeré unas toallas limpias. Bastará con un
simple aseo con una esponja. El cuarto de baño es la puerta contigua, y el inodoro
está al lado. Subiré un poco de agua.
Los niños no dijeron una sola palaba, y Charlotte
pensó que quizá todo les resultaba muy diferente a lo que estaban
acostumbrados, pero no se podía esperar de ella que tuviese dispuesta una
guardería en su casa.
Al menos había un retrete interior, gracias a la insistencia
de su madre y al ingenio de su padre, quien se sirvió de un pequeño molino de
viento para instalarlo. Recordó el día en que ella y su hermano, todavía un
niño, vieron a su padre colocar el artilugio que bombeaba agua a una tubería en
el ático, donde la gravedad la enviaba al inodoro y al grifo de la cocina. Por
desgracia, el agua solo llegaba hasta allí, lo que significaba que ella tenía
que transportarla hasta el cuarto de baño.
Charlotte bajó a la bomba para sacar un cubo de
agua fresca y limpia. En el baño, depositó la mitad en una jarra azul del juego
de cámara y el resto en el lavabo que la acompañaba, sobre una mesa baja con
tapa de porcelana. Luego fue a su dormitorio y cogió dos toallas.
A su regreso, los niños parecían un poco más relajados,
ya no estaban juntos como ovejas acurrucadas. Thomas miraba por la ventana su
nuevo entorno, y Lillian abría los cajones, los cuales cerró con un golpe
cuando Charlotte entró en la habitación.
—Está bien, podéis echar un vistazo a los
alrededores —les dijo ella. Los dos se quedaron mirándola fijamente cuando
Charlotte puso las toallas en la cama—. ¿Por qué no os laváis y dormís un poco
hasta que vuelva el señor Malloy? Entonces cenaremos. ¿De acuerdo?
Charlotte no tenía idea de cómo hablarles y pensó,
camino de su estudio, que no lo había hecho demasiado bien. No le habían
respondido, y Thomas aparentaba que iba a estallar en lágrimas en cualquier
momento. ¡Por Dios! ¿Cómo podría hacer su trabajo y cumplir con el plazo en dos
días?
Si el señor Malloy tenía la intención de ver si
ella era apta para criar a los niños, le demostraría que era una completa
inepta. Él comprendería por sí mismo que ella no tenía tiempo para esto,
cogería a los niños, subiría a su carreta y luego al tren que se dirigía al
este.
Con este pensamiento, se sentó aliviada detrás del
escritorio de su padre. Todo esto terminaría pronto, si no de inmediato.
Treinta minutos más tarde, volvió a oír los cascos
de los caballos. Se había perdido en su trabajo y no había oído a los niños hacer
ningún sonido en la planta de arriba, por lo que supuso que habían optado por
dormir la siesta en lugar de lavarse.
Quizá debería comprobarlo antes de que Reed Malloy
entrara. Se levantó con un revoloteo nervioso en su estómago, pero volvió a
sentarse de nuevo. No, por supuesto que no iba a hacer eso. Lo dejaría subir. Después
de todo, ella no era del tipo maternal y no iba a empezar a serlo ahora.
Tras un breve golpe, el señor Malloy irrumpió en
el salón delantero como si ya viviera allí y fuera un miembro de la familia, en
lugar de un invitado no deseado. Charlotte se limitó a mirarlo desde su
escritorio a través de la puerta abierta del estudio.
—Espero que no le importe —dijo él, mirándola
antes de soltar en el vestíbulo unas grandes bolsas, las cuales ella supuso que
contenían grano—. No están tan sucias como parecen —añadió. Se pasó una mano
por el cabello oscuro y un mechón cayó con descuido sobre su frente—. Tengo
unas cuantas más en el carro.
Charlotte se puso en pie y se preguntó por qué la
visión de un hombre en su pasillo le provocaba esa ráfaga de sentimientos tan
extraños en su cerebro, en el estómago e incluso en las rodillas, que comenzaban
a tambalearse. Volvió a mirar las bolsas y advirtió que no estaban llenas de
pienso, sino de manzanas, pan recién horneado, huevos, un jamón curado y
algunas verduras variadas.
¡Aquello era demasiado! Ni siquiera cuando tenía
que cuidar de su hermano Thaddeus había disfrutado de una comida semejante. De
haber tenido los medios económicos o culinarios, ella le habría preparado un
festín como este a diario.
Charlotte recibía en ocasiones platos cocinados
que le enviaba su vecina más cercana, Sarah Cuthins, la esposa del médico de
Spring City. Cuando la única hija de esta se trasladó al casarse hacía casi
diez años, la mujer puso toda su atención en la excéntrica y joven escritora. A
menudo, sin embargo, Charlotte iba a la ciudad a comer al mediodía.
Dios mío, quizá Reed Malloy esperaba que ella
relegase su trabajo y se dedicase a cocinar para ellos. Su hermano podría
haberle dicho que no fuera muy optimista en ese sentido. Las dotes de Charlotte
como cocinera eran muy básicas, y no las había practicado en los últimos cuatro
años, desde que Thaddeus se marchó.
Aun así, Charlotte decidió hacer un esfuerzo y
comenzó a llevar la comida al final del pasillo y de allí a la cocina, equipada
con algunas telarañas y una buena capa de polvo alrededor de unas pocas
conservas y sacos de harina de maíz y patatas. Ella solo acostumbraba calentar
agua para el baño, hacer café o té y cocer un huevo de vez en cuando.
Colocó las bolsas de comida en el centro de la
mesa de madera de arce, donde la cocinera de su madre había realizado sabrosas
creaciones antes de que Charlotte tuviera que despedirla tras la muerte de sus
padres. Localizó un trapo y comenzó a limpiar la superficie. En ese momento, la
cabeza oscura de Reed Malloy se asomó por la puerta.
—Son bastantes provisiones —le dijo ella—. Creo
que bastarán para toda su estancia.
—Probablemente no, señorita Sanborn —le respondió,
acarreando dos bolsas más—. Pero es un comienzo.
Charlotte le clavó su mirada. Aquella sensación la
invadió de nuevo, la extrañeza de no estar sola y de que hubiera un hombre en
su casa, un hombre muy atractivo. Ella vio cómo sus ojos azules y profundos tomaban
nota del estado de desuso de la cocina.
—Tengo que decirle, señor Malloy, que encuentro
esto extremadamente... excesivo.
Él levantó sus cejas oscuras, desconcertado.
—Incómodo, quiero decir —agregó Charlotte soltando
el trapo—. El hecho de que se aloje aquí es poco ortodoxo, por no decir más,
y...
—Si usted hubiera recibido a los niños con los
brazos abiertos —la interrumpió—, tomaría el primer tren que saliera mañana de
aquí. —Sus pupilas volvieron a tomar el aspecto del acero, como si pensara algo
desagradable sobre ella.
Charlotte tragó saliva.
—Ya se lo dije, eso está fuera de discusión.
El señor Malloy juntó sus manos, desestimando el
tema.
—Bueno, entonces, si puede limpiar un poco y
llenar una tetera y otra olla con agua, traeré un poco de leña de… —Sus cejas
se alzaron una vez más.
Ella se quedó sin habla unos segundos, atrapada
por la forma en que él estaba invadiendo su cocina, sin mencionar su vida.
—La pila de madera está a la izquierda. Se la
mostraré —añadió, sin poder evitar el tono demasiado dulce de su voz.
Charlotte empezaba a cuestionarse por qué no había
vendido la pequeña casa y se había mudado a unas habitaciones en la ciudad. Él
no habría podido dejarle dos niños si ella hubiera vivido encima de un
restaurante o de una tienda. Hizo una nota mental para estudiar tal posibilidad
después de que Reed Malloy se marchase con su carga.
—Por allí. —Hizo un gesto con la tetera hacia la
madera apilada bajo una pequeña inclinación, y luego procedió a cebar la bomba
con un vigoroso movimiento de arriba abajo. Por suerte, al primo de Sarah no le
importaba partir la madera a cambio de un pequeño salario, y uno de los viejos
amigos de su padre mantenía la bomba en funcionamiento.
Una vez más en la cocina, Reed encendió los
fogones y Charlotte comenzó a limpiar la mesa y los mostradores por primera vez
en mucho tiempo. Vació las bolsas sobre la mesa, ahora impoluta, y comenzó a
organizar pilas de comida. De repente, levantó la vista y encontró los ojos
azules de Reed sobre ella.
—La cena deberá estar preparada lo antes posible —dijo
él con sequedad.
Charlotte asintió con la cabeza.
—Entonces, señor Malloy, hágalo usted mismo —dijo
cruzándose de brazos—. Por favor, ya que parece considerar que mi casa es la suya
y la de los niños, puede incluir también la cocina. Además, lo único que sé
hacer es pudin indio, y dudo que haya usted comprado melaza. Ahora, si me
disculpa, tengo trabajo.
Él la miró desconcertado. Sin esperar una
respuesta, Charlotte se dirigió con rapidez hacia el pasillo, con la cara
sonrojada y los oídos alerta, a la espera del sonido de sus pasos detrás de
ella. Los oyó al cabo de un momento, pero estos pasaron delante de la puerta de
su estudio y luego subieron las escaleras.
Hubo un breve silencio, hasta que la voz de Reed
Malloy resonó en alto.
—Señorita Sanborn, ¿quiere subir un momento?
Ella suspiró. Él se estaba excediendo. «¿Qué pasa
ahora?», pensó mientras arrastraba los pies por los peldaños.
—¿Sí? —Charlotte se detuvo junto a la puerta del
dormitorio que había pertenecido a sus padres. Los niños aún estaban vestidos y
sentados tranquilamente en la cama, con una expresión, si eso era posible, todavía
más triste que antes.
Thomas abrió la boca y soltó un bostezo, y Lillian
reprimió otro con su pequeña y blanca mano sobre los labios. Había círculos azulados
bajo sus ojos y una ligera palidez en su piel.
Charlotte frunció el ceño.
—El plan era que se asearan y que después echaran
una siesta. ¿Están enfermos? —preguntó dirigiéndose a Reed.
Él la observó como si fuera la persona más
estúpida que jamás hubiera conocido.
—¿No se le ha ocurrido pensar que necesitan ayuda
con la ropa y el agua caliente antes de irse a la cama? Señorita Sanborn,
incluso usted tendría que ser capaz de ver que son niños pequeños a los que hay
que tratar con algo de bondad y consideración, si no amor y cuidado maternal —concluyó
con tono áspero.
Charlotte apretó los labios.
—Haré todo lo posible para ayudarlos y cuidarlos…
durante el tiempo que estén todos aquí —precisó—. ¿Qué quiere que haga?
Ella evitó mirar a los niños, ya que estaba segura
de que la estarían observando como si fuera un monstruo de uno de sus cuentos
de hadas. Su hermano había sido como una marta o una ardilla, siempre sucio,
pero capaz de asearse él mismo. Simplemente, Charlotte no había imaginado que
los niños querrían un baño caliente en lugar de lavarse solo las manos y la
cara.
Con su pequeña oferta de ayuda, sin embargo, la
tensión disminuyó, y Charlotte pronto estuvo trabajando codo con codo con el
abogado de los pequeños. Thomas y Lillian parecían tener más capas de ropa de
las que ella y Thaddeus nunca tuvieron, y pudo ver por qué necesitaban ayuda
para desvestirse.
Mientras tanto, el señor Malloy calentó agua en la
planta de abajo y, en un momento, transformó su aspecto de bostoniano bien
vestido al de una simple lavandera, con la camisa arremangada y listo para
bañar al niño.
Aunque jamás se le podría considerar simple u
ordinario, no con su llamativo perfil. Y luego estaban esos músculos bien
definidos, que saltaban a la vista mientras él luchaba contra Thomas agarrándolo
con su fuerte brazo mientras lo frotaba con el otro. Charlotte se sentó en la
alfombra del baño con Lillian mientras Reed enjabonaba a Thomas.
Había mucha espuma suelta volando por el cuarto de
baño, algunos resbalones en la bañera de patas, e incluso algunas risas.
Charlotte notó la dulzura de Reed que brillaba a través de su firmeza, al mismo
tiempo que trataba de evitar que todo el asunto se disolviera en un caos.
Cuando Thomas salió de la bañera, Reed lo recogió
y abandonó el cuarto. Charlotte se olvidó de su preocupación por el plazo de
entrega antes de ayudar a la chica con su aseo. Cuando terminaron, puso a
Lillian en la cama junto a Thomas, ya dormido, y siguió a Reed al pasillo
después de cerrar la puerta.
—Nada les sentará mejor que esa siesta —dijo Reed
sin darse la vuelta.
Charlotte miró su espalda ancha y musculosa. Por
desgracia, parecía otra vez irritado, y ella soltó un suspiro. Estar con gente
era totalmente agotador.
Cuando él se giró, su rostro no mostraba la
ternura que le había dedicado a los niños. En cambio, la frialdad había vuelto
a su aguda mirada, a pesar de haberla ayudado hacía unos minutos.
—La dejaré trabajar, señorita Sanborn, y me
ocuparé de la cena.
Ella dudó.
—¿En realidad sabe cómo hacer eso?
Él levantó las cejas, sorprendido, pero suavizó su
tono.
—¿Qué? ¿Cocinar?
—Bueno, sí. La mayoría de los hombres... es decir,
no creo que conozca a ninguno por aquí que pueda hacerlo por sí mismo. Excepto
tal vez unas alubias y huevos cocidos. Aunque es cierto que mi círculo de
conocidos masculinos no es muy grande. Aun así... —Charlotte cerró la boca para
detener el balbuceo.
Él le dirigió una larga mirada.
—Le aseguro, señorita Sanborn, que sé cocinar. No
un gran número de platos, pero sí un repertorio limitado que aprendí gracias a
la insistencia de mi madre, dos tías y tres hermanas que estaban decididas a
iluminarme, cuando yo habría preferido pasar todo el día jugando al aire libre.
¿Vamos abajo? —preguntó con amabilidad.
Ella movió la cabeza con gesto afirmativo, y se
sintió tonta por haberlo interrogado. En cuanto a su «limitado repertorio», no
tenía duda de que era más amplio y mejor que el suyo. Al final de la escalera,
él pasó por su lado camino de la cocina sin invitarla o pedirle ayuda.
Charlotte se encogió de hombros. Bueno, era lo que
ella quería. Volvió a su estudio, cerró la puerta y se obligó a concentrarse. A
pesar de las distracciones, el artículo sobre las recientes reuniones políticas
de los granjeros iba bien. Se sumergió en él y se olvidó de todo lo demás, hasta
que el reloj de pie del vestíbulo anunció que habían pasado casi dos horas.
De pronto, escuchó la voz de Reed Malloy.
—La cena está preparada, dormilones, el último en
llegar lavará los platos.
Charlotte oyó sus pasos al otro lado de la puerta,
pero él se detuvo solo un momento antes de continuar hacia la cocina. Segundos
después, el estruendo de una manada de bisontes bajó a toda velocidad la
escalera.
Así que no iba a ser invitada a este banquete en
su propia casa. Y los olores que venían de la cocina hacían que su estómago se
estremeciera de hambre. Su última y verdadera comida había tenido lugar el
mediodía del día anterior en la ciudad, en el comedor del Hotel Fuller. Esta
mañana solo había tomado una galleta de la lata. Miró el recipiente, que estaba
sobre su escritorio, pero se encontraba vacía, como ella.
Charlotte podía esconderse en su estudio y morir
de hambre o salir y unirse a ellos. Después de todo, era su cocina. La
alternativa era ir a la ciudad, pero eso les parecería ridículo a sus
visitantes.
Dejó suelto el mechón de pelo que siempre se le
escapaba del recogido, y se puso de pie. Por el amor de Dios, odiaba ser
humilde.
No se molestó en ir a la cocina. Charlotte podía
oírlos en el comedor, su comedor. No es que le importara, ya que no lo usaba.
De hecho, le traía recuerdos del pasado, de manteles de encaje blanco y
porcelana fina.
Recordó cómo su madre la obligaba a ella y a su
hermano a comportarse lo mejor posible mientras su padre se sentaba con la
nariz metida en un libro y, para disgusto de su madre, ni siquiera se daba
cuenta cuando Thaddeus tiraba los guisantes en la alfombra.
Charlotte abrió la puerta en silencio, tratando de
deshacerse de esos viejos pensamientos. Su mirada asimiló todo con rapidez:
Reed Malloy en un extremo de la mesa, el de su madre, aún en mangas de camisa,
y los niños a ambos lados, vestidos por sí mismos de manera informal.
Él les estaba sirviendo puré de patatas del tazón
de porcelana de su abuela decorado con flores rosas, el cual se veía
absurdamente femenino y frágil en sus grandes manos. Thomas hablaba animado de
los animales que había visto desde la ventanilla del tren durante el viaje.
Un segundo después, Reed alzó la vista hacia ella.
Thomas se calló y su hermana se giró para ver qué podía haber causado la
interrupción. Charlotte se sintió como una intrusa. Se habría dado la vuelta para
salir huyendo, pero Reed se levantó y le sonrió.
—¿Nos acompaña, señorita Sanborn? —Hizo un gesto a
la silla que estaba frente a él, como si la invitara a su mesa.
—Sí, gracias, si está seguro de que hay suficiente.
Era dolorosamente consciente de que no había
ayudado a cocinar aquella comida ni la había pagado.
—Por supuesto. Se lo habría pedido antes, pero no
quería perturbar su trabajo. —Su amabilidad sonó genuina en los oídos de
Charlotte—. Por favor, siéntese. ¿Quiere un poco de jamón y succotash[1]?
Charlotte se sirvió un plato del guiso y también
un vaso frío de cerveza de jengibre de la jarra que había en la mesa. Las
habilidades culinarias de Reed eran muy superiores a las suyas.
—Esto está delicioso —le dijo Charlotte con
sinceridad.
Él se congeló con el tenedor a medio camino de su
boca.
—Gracias.
Cuando ella le sonrió complacida, él se encogió de
hombros.
—Es una sencilla receta de Nueva Inglaterra —declaró,
y Charlotte se preguntó qué sería para él un plato elegante.
—Gracias a Dios que no es una cabeza de ternero —dijo
ella después de una pausa. Reed se echó a reír, mientras Charlotte se
ruborizaba por su propia franqueza. Algunos podrían llamarla blasfema por
criticar la especialidad local.
Thomas olvidó cerrar la boca mientras masticaba y
soltó un fuerte «uhg».
En cuanto a la compañía, Charlotte estaba
gratamente sorprendida. Los niños se comportaban bien y eran participativos
después de superar su timidez inicial. Thomas incluso se ofreció a hablarle de
su habitación en Boston.
—Oh, estás aburriendo a la tía Charlotte —lo
interrumpió Lillian. La niña se había acostumbrado a llamarla así en algún
momento entre el reparto del puré de patatas y del pan. Charlotte lo encontró inesperado,
pero no del todo desagradable, y consideró, mientras masticaba, que estos niños
eran en realidad su familia.
—Tonterías, Lily. ¿Puedo llamarte Lily? —La niña
asintió con la cabeza—. Deja que tu hermano me cuente todo. Estoy segura de que
tenía una casa encantadora en Boston.
—Oh, sí, tía Charlie —dijo Thomas, probando el
sonido de su nombre—. Mucho más grande y bonita que esta.
Lily jadeó, horrorizada como cualquier niña de
ocho años lo estaría ante los modales de su hermano menor, pero Charlotte solo
se rio, ya que nunca había tenido delirios de grandeza con respecto a la
hacienda de sus padres. Además, sintió una extraña calidez en su pecho cuando
Thomas, sin saberlo, usó el apodo por el que su hermano solía llamarla: Charlie.
Al captar la mirada de Reed Malloy, ella recibió
un guiño amistoso de su parte. Charlotte notó el rubor en su cara y se alegró
de que Reed se excusara para ir a buscar el postre de bayas frescas y nata.
En realidad, no podía recordar cuándo había
disfrutado más de una comida, pero no creyó prudente decírselo a sus invitados,
o podrían decidir que eso bastaba para quedarse de forma permanente.
Una vez terminada la cena, Charlotte ayudó a recoger
todos los platos sucios y a llevar las sobras a la cocina. Luego empezó a
caminar por el pasillo a su estudio.
—Disculpe, señorita Sanborn —dijo Reed Malloy,
saliendo de la cocina después de ella—. Está el asunto de los platos.
Charlotte abrió la boca para protestar, pero entonces
Thomas también salió.
—El último en llegar a la mesa —dijo el niño,
señalándola.
Charlotte miró
a Reed y a Thomas. No podía negarse delante del niño y,
por la ligera sonrisa de Reed, se dio cuenta de que él lo sabía.
Reed se encogió de hombros.
—Es lo justo —dijo él, pero su mirada decía que
estaba disfrutando de su consternación.
Enseguida, Charlotte se encontró fregando los
platos y las ollas con los codos inmersos en espuma de jabón. Se había olvidado
de cuántos preparativos se requería para preparar una comida.
—¿Quiere que termine yo? —se ofreció Reed, pero
Charlotte pensó que lo dijo sin mucho entusiasmo. Ella debía hacer algo por
haber disfrutado de la deliciosa comida, y así se lo hizo saber a él. El señor
Malloy le sonrió, y Charlotte decidió que era muy eficiente en hacerle subir el
calor por sus mejillas.
Ella sacudió la cabeza y se volvió hacia el agua
jabonosa mientras oía cómo él se sentaba a la mesa de la cocina. Todas sus
terminaciones nerviosas parecían ser conscientes de su presencia detrás de ella.
—¿Dónde están los niños? —le preguntó en medio del
silencio.
—En su salón, leyendo —respondió él, sirviéndose
una taza
de café recién hecho—. He encendido la chimenea.
—¿Leyendo? —repitió Charlotte, algo sorprendida, y
continuó fregando, pensativa.
—Sí, señorita Sanborn, ellos leen. Al menos Lily,
y Thomas la sigue. Aunque aún no están listos para abordar sus artículos.
—Hablando de eso —dijo ella, de repente apurada—.
Será mejor que me ponga a ello, o mi editor tendrá algo muy desagradable que
decirme al final de la semana. —Enjuagó el último plato y lo dejó en el
mostrador con el resto antes de coger una toalla.
—Deme, yo los secaré —dijo Reed. Le quitó la
toalla de su mano con suavidad y rozó sus dedos un breve segundo.
Ella lo miró a la cara, sorprendida por la energía
de este hombre, que no solo brillaba en la profundidad de sus ojos azules, sino
que además hacía saltar chispas en las yemas de los dedos al tocarla. Charlotte
se alejó con rapidez.
—Sírvase un poco de café —sugirió Reed, recogiendo
el primer plato—, y hábleme de su trabajo antes de que se vaya.
Reed apoyó sus caderas en el mostrador y comenzó a
frotar el plato con el pequeño paño blanco. Era la primera vez, que Charlotte recordase,
que en lugar de sentirse segura de su capacidad y orgullosa de hablar de su
trabajo, se sentía incómoda. Todo lo que sabía era que no quería parecer tonta
frente a este hombre, el cual era obvio que estaba interesado y a la espera de
oírla.
Charlotte apartó la vista, cogió una taza y vertió
en ella el líquido humeante.
—Mmm…,
achicoria —dijo mientras el aroma del café llegaba a su nariz. Él asintió—. Bueno,
la historia tal como la conozco es que las pequeñas reuniones de los
agricultores son cada vez más grandes y más políticas. ¿Está usted al tanto de Grange,
señor Malloy?
—He oído hablar de eso, los Patrones de la
Agricultura, pero no son muy activos en el corazón de Boston.
—No, supongo que no, pero podrían empezar a hacer
sentir su impacto en su bella ciudad. Parece que están ganando poder en la
regulación de las tarifas de los ferrocarriles, y opino que ya era hora.
Después de todo, en el este, necesitamos sus cosechas, y los granjeros
necesitan llevárnoslas. Y el ferrocarril necesita sobrevivir, pero con tarifas
justas, no abusando de los granjeros.
Charlotte siguió sacando a relucir hechos y cifras
hasta que Reed terminó de secar la vajilla. Tuvo el detalle de parecer
impresionado, y Charlotte se dio cuenta de que ella seguía de pie junto a la
puerta.
—Espero que no piense que es una grosería si
cierro la puerta del estudio otra vez —declaró—. Le dejaré ahora para ir a ver
a Lily y Thomas —añadió.
—No los molestaremos más esta noche.
A Charlotte no le pareció que hubiera ninguna
condena en sus palabras.
—Bueno, entonces, señor Malloy, le deseo buenas
noches. Gracias por la buena comida y por el café —se despidió alzando la taza.
—Cuando quiera, señora escritora —lo oyó murmurar
al salir de la habitación. Debería estar molesta, pero en realidad, sintió un
poco de emoción al escuchar sus palabras. De alguien más, ella las catalogaría
de condescendientes, pero en boca de Reed Malloy sonaban como un genuino
tributo.
Mientras se acomodaba detrás de su escritorio,
Charlotte meditó sobre el hecho de que el calor que sentía no era solo por el
café. También provenía del sentimiento innato de paz y seguridad de tener otro
ser vivo, o tres, mejor dicho, en la casa.
Había echado de menos esa emoción cuando Thaddeus
se fue, pero luego la olvidó. Ahora, que la experimentaba de nuevo, la acogió
con agrado. Tal vez trataría de aprovechar al máximo esta inesperada visita de
Reed Malloy y sus dos protegidos.
Eso fue lo que pensó, hasta que se desató el
infierno alrededor de la una de la madrugada.
C |
harlotte saltó fuera
de la cama y se puso en pie antes de estar despierta por completo. Su corazón
latía incómodo y su mano temblaba mientras buscaba a tientas su lámpara de
cabecera. Entonces escuchó el grito de nuevo, seguido por otro de Lily.
Charlotte abrió la puerta de su habitación y salió
al pasillo, chocando con Reed Malloy. Al rebotar contra su duro pecho, casi
dejó caer la lámpara de aceite al suelo.
—¿Qué demonios está pasando? —preguntó, mientras escuchaban
la conmoción que venía de la habitación de los niños.
—Thomas tiene pesadillas —explicó Reed, a la vez
que abría la puerta del dormitorio de los huérfanos.
Charlotte levantó la lámpara y captó la escena por
encima del hombro de Reed. Lily estaba arrodillada en la cama, gritando a su
hermano pequeño, que se revolcaba sobre el edredón. Thomas lanzó un aullido.
Reed estuvo a su lado en un instante. Cogió al
niño por los brazos, lo sentó sobre el colchón y lo sacudió con suavidad. Al
poco tiempo, el niño estaba despierto, mirándolo asustado con los ojos como
platos. Entonces Lily abrazó a su hermano.
—¿Otra vez lo mismo? —preguntó la niña. Thomas
asintió, y los dos se acurrucaron juntos bajo la manta. Charlotte sintió un
pinchazo en el corazón. Perder a sus padres debía de ser para ellos mucho más
difícil de lo que había sido para ella. En su caso, Charlotte era seis años
mayor que Lily y no había sido llevada en tren a través de los Estados Unidos a
la casa de un extraño, solo para encontrarse con que no la querían allí. La
culpa la golpeó de inmediato.
Parecían estar bien en la superficie, pero por
supuesto, en el interior, debían de sentirse vulnerables y desconcertados. Y se
veían tan pequeños en medio de la cama de cuatro postes…
—¿Hay algo que pueda hacer por vosotros? —preguntó,
todavía sosteniendo la luz delante de ella como si fuera un faro. Thomas gritó,
sorprendido, y Lily se rio. Charlotte estaba asombrada por su resistencia—.
¿Tal vez un vaso de leche caliente?
—Creo que sería una buena idea —dijo Reed. Luego
giró para encender una cerilla y la acercó a la mecha de la lámpara de
cabecera. Un suave brillo ámbar llenó la habitación.
Después, siguió a Charlotte hasta el pasillo.
—Podría resfriarse por bajar las escaleras vestida
así —le dijo a Charlotte cuando llegaron a lo alto de las escaleras.
Ella se volvió hacia él, vio dónde caía su mirada
y miró hacia abajo.
—Oh —jadeó. Ella llevaba un camisón del más suave lino
blanco. Y con la luz delante de ella mientras se abría paso, él había podido
ver claramente la forma de su figura desde atrás. Ahora, sin duda, estaba haciendo
lo propio con la parte delantera. Charlotte se sonrojó, le puso la lámpara en
las manos y desapareció dentro de su habitación.
Por supuesto, el atuendo del señor Malloy, un pijama
de seda negra, era perfectamente respetable, incluso si este enfatizaba la
forma firme de sus músculos al moverse.
Al oírle bajar las escaleras, Charlotte se apoyó detrás
de la puerta y sintió un extraño hormigueo en su estómago... y más abajo. Se
preguntó si debía molestarse en acompañarlo. En unos segundos, buscó a tientas
en la oscuridad su bata y se la puso antes de dirigirse a la cocina.
Reed ya estaba encendiendo el fogón cuando ella
entró. Charlotte se dirigió a la fresquera y sacó una botella de leche de entre
el hielo y la paja.
—¿Hace mucho que Thomas tiene pesadillas? —preguntó,
midiendo dos tazas del espumoso líquido blanco en una olla. Cuando no hubo
respuesta, miró a Reed.
Él estudió su nueva indumentaria desde la cabeza
hasta los pies, que se asomaban por debajo del dobladillo. Charlotte movió los
dedos y la mirada de Reed Malloy volvió a fijarse en su cara.
—Lleva usted un banyan[2]
—comentó él, lo que a ella le pareció bastante grosero.
—Era de mi padre —murmuró Charlotte, alisando con sus
manos la escandalosa seda azul pavo de su vestido indio, como ella lo llamaba.
No había nada de sutil en las ricas ondas púrpura que se tejían en el damasco,
pero cuando la bata de su madre se desgastó, Charlotte optó, con toda
naturalidad, por hacer uso de la bata matutina de su padre. Hacía tiempo que
había olvidado que tal cosa podía ser considerada impropia.
Reed sacudió la cabeza bruscamente como para sacarla
de sus pensamientos, y luego respondió a su pregunta.
—Me enteré de las pesadillas de Thomas por primera
vez en el tren. Cuando cogimos un coche cama en Baltimore —continuó, mientras
le quitaba la cazuela y la ponía al fuego—. Lily me dijo que las tiene desde
que se mudaron a la casa de su abuela. Thomas apenas conocía a su padre, por lo
que su muerte no fue tan traumática. Ambos sienten mucho
la pérdida de su madre —añadió pasándose una mano por el cabello—. Creo que solo
necesitan tiempo y saber que están a salvo, no sentirse arrastrados de aquí
para allá.
La mirada aguda de Reed Malloy la hizo sonrojarse
de nuevo; no por timidez esta vez, sino por vergüenza. Este hombre esperaba que
ella fuera esa seguridad que los niños requerían, y ella los había
decepcionado. Charlotte señaló la cazuela, donde la leche comenzaba a
burbujear, y él se dio la vuelta.
—Cuanto antes los lleve a casa, señor Malloy,
mejor —declaró ella con un suspiro.
—¡A casa! —repitió él en un tono áspero—. No
parece que tengan ninguna en este momento. ¿Sabe? Ni siquiera dudé cuando Ann
me pidió que la pusiera a usted como su tutora en caso de que a ella le
ocurriera algo. En sus escritos, señorita Sanborn, parece mucho más compasiva
de lo que es en persona. Quizá se preocupa más por la situación de unos
granjeros desconocidos que por la de su propia familia.
Reed vertió la leche humeante en dos tazas, lanzó
una mirada mordaz a su ridículo traje y a su rostro encarnado, y luego pasó
junto a ella para dirigirse al pasillo.
Charlotte se sintió mortificada. ¡Ella era
compasiva! Solo que no era apta para... «¿Para qué?», se preguntó, apoyando las
palmas de las manos en la mesa de trabajo. ¿Para ser maternal? ¿Para ser una
esposa? ¿No era capaz de amar? ¿No podía simplemente tender la mano y ser como
los demás? ¿Es que no necesitaba a nadie? Pensó en sus padres, en Thaddeus —su
Teddy—, y en los años que pasó sola.
Se puso en pie. No, no necesitaba a nadie. Si así
fuera, habría sido aplastada hacía años y ahora sería una mujer triste y
solitaria. Y no lo era. No lo era en absoluto. Cansada, subió las escaleras y
se detuvo un instante para escuchar las voces de Reed y los niños. Él les
estaba contando un cuento. Un bulto se elevó en su garganta. A Teddy le
encantaba que ella le contase historias antes de dormir. Era algo que a
Charlotte siempre se le dio muy bien.
Dudó un momento antes de volver a su dormitorio.
No era bienvenida en la habitación de sus invitados, no mientras las palabras
de condena de Reed Malloy aún resonaban en su mente, no mientras la culpaba por
ser la causa de que Thomas todavía tuviese pesadillas. Y era una extraña
sensación sentirse apartada en su propia casa.
—Señor Malloy, esto
es intolerable. —Charlotte había esperado a que los niños salieran a explorar
su nuevo entorno después del desayuno, pero no pudo contener su lengua por más
tiempo—. ¡No puede aparecer sin avisar...!
—Sí la avisé. —Él fue hacia el aparador para
llenar su taza de café y se sentó junto a la mesa del comedor. Los restos de
huevos, tocino y patatas empezaban a secarse en los platos.
—De acuerdo —bufó Charlotte—. Usted me envió una
carta para informarme de la decisión de mi prima y de que iban a venir. Pero
creo que es una práctica extraña y poco ortodoxa que no me comunicara la
cuestión de la tutela cuando redactó el testamento.
Reed se encogió de hombros.
—Ann Connors me aseguró que se lo había
consultado, por eso mi carta pueda parecerle poco delicada. Supongo que ella estaba
preocupada de que rehusara. En cualquier caso, estos niños son sus parientes.
¿Cómo puede pensar en echarlos?
Sus profundos ojos azules se clavaron en los de
ella como si se hubiera sentido personalmente ofendido por su insensibilidad.
Charlotte apretó los puños debajo de la mesa en
señal de frustración. Este hombre era duro de mollera. Sabía que podría repetirle
hasta quedarse sin aire que ella no era un tutor adecuado, y él seguiría obstinado
en hacer cumplir los deseos de su prima. Incluso sus palabras, al tratar de
manipular su conciencia y sus simpatías, eran un agravio.
—Los Randall no dudaron en alejarse cuando mi
madre se casó con mi padre —le dijo, pensando en la pena mezclada con orgullo de
Regina Randall Sanborn cuando esta fue apartada de su familia después de la
boda.
De hecho, en más de una oportunidad, su madre se
había referido a sí misma con un humor amargo como huérfana, todo porque contrajo
matrimonio por debajo de su posición social, según un código de clase
anticuado. Nadie del este envió tarjetas de felicitación por los nacimientos de
Charlotte y Thaddeus, ni ella los había invitado a formar parte de su mundo.
—¿Y así paga el insulto? ¿Rechazando a unos niños
pequeños? —Él levantó las cejas con una incredulidad exagerada antes de formar esa
exasperante línea recta de reproche.
—No sea ridículo —respondió Charlotte—. Solo lo
menciono para demostrarle que... que no es que no entienda la situación, pero
las circunstancias son diferentes. Mi madre era una adulta, se casó con el
hombre adecuado, al que amaba, y él correspondió a ese amor.
Quizá era una ligera tergiversación del extraño y
algo tempestuoso matrimonio de sus padres.
—Pero estos niños vienen a mi cuidado cuando no
estoy capacitada para ser madre —añadió ella—, ni estoy dispuesta a ajustar mi
vida por tal motivo en este momento.
—Pero usted crio a su hermano —apuntó Reed Malloy.
Sus ojos se dirigieron a los de él. ¿Cuánto sabía
este hombre de ella? Su expresión estaba cerrada ahora. No había condena, y
tampoco juicio.
—No tenía opción —le contestó Charlotte con la voz
seca. Alisó su servilleta entre los dedos y tragó saliva—. Éramos pobres, pero lo
hice lo mejor que pude en mis circunstancias. No me veré obligada a ello de
nuevo.
Una ola de melancolía la inundó y sintió que,
contra todo pronóstico, iba echarse a llorar. El resentimiento por la muerte de
sus padres, las dificultades que ella y su hermano habían soportado durante
tanto tiempo, la presión que Charlotte sufrió a una edad tan temprana, ya que
había luchado por mantenerlos vestidos y alimentados tanto a sí misma como a
Teddy, y luego él la dejó sola. Había sido más que difícil.
Al fin, tuvo un éxito moderado en lo único que le
importaba y que le exigía todo su tiempo y concentración, su escritura solo
para que otra muerte horrible hiciera que el ciclo comenzase una vez más. ¿Por
qué siempre le tocaba el extremo pequeño del embudo? ¿Por qué todo debía caer
sobre ella para recoger los pedazos? Pero luego estaba el verdadero dilema de
Thomas y Lily.
¡Quería desmayarse en ese mismo momento! En vez de
eso, Charlotte se puso de pie, sin mirar la cara de Reed, el cual ella sabía
que despreciaría lo que él consideraría un egoísmo total.
—Tengo recados que atender.
Charlotte debería haber vuelto a su trabajo, pero
no pudo. Olvidó su sombrero hasta que fue demasiado tarde para volver por él, y
se dirigió a Spring City a pie, a un ritmo lento para despejar su cabeza.
Caminó sin apenas fijarse por dónde iba, mientras resolvía qué ajustes habría
que hacer si los niños se quedaban, además de planear su futuro, cuando fueran
mayores de edad y se marcharan, probablemente para dirigirse al este. Sabía
cómo se sentiría entonces.
Teddy se había ido a los diecisiete años, y ella
había deambulado por la casa durante días preguntándose cómo iba a arreglárselas
con tanto tiempo en sus manos, sin nadie de quien ocuparse. Ya había empezado a
escribir, y empleó todo su tiempo en ese esfuerzo, sometiéndose al criterio de cualquiera
que leyera su trabajo.
En algún momento, el sentimiento de vacío
desapareció. Pero los pequeños querían que ella abriera su corazón de nuevo,
sin reservas. Ella lo sabía instintivamente.
Sin rumbo, Charlotte terminó en el cementerio, a
poca distancia de la ciudad. Soplaba una ligera brisa y podía oler el aroma del
cuidado césped y el frescor de las flores silvestres que bordeaban el área.
Abrió la puerta blanca de la valla que rodeaba las
parcelas de hierba, y se dirigió a las tumbas de sus padres, situadas una al
lado de la otra, juntos en la muerte, como lo habían estado en vida.
John
Sanborn, amante esposo y padre, y Regina Randall Sanborn, amante esposa y madre.
Se suponía que eso lo decía todo, pero no era así. No describía los tiempos
felices en su hogar, con un padre fascinante y una madre hermosa y distinguida,
una dama perteneciente a la más alta sociedad de Boston.
Charlotte sabía que Regina quería para ella y sus
hijos algo más que vivir en Spring City, pero amó tanto a su marido, que estuvo
dispuesta a hacer cualquier sacrificio.
Ocasionalmente, hubo momentos de tensión, sobre
todo, cuando su padre se frustraba cada vez más por su incapacidad de encontrar
algo que se pareciera a un golpe de fortuna, o cuando se recluía en su estudio
durante días enteros para leer o escribir, hasta que Regina lo sacaba casi a
rastras. Incluso entonces, él no soltaba el libro que tenía en sus manos.
Pero era un marido y padre cariñoso, intentaba
compartir lo que lo cautivaba de la única forma que sabía, leyéndoles y
contándoles historias. Cada vez que salía de su estudio, cuando podían
arrastrarlo, era una aventura.
Y Charlotte había crecido rápido, como confidente
de su madre, jugando a su propia versión de la sociedad en su pequeño salón, y
como compañera de su padre, en las ocasiones en que llevaba a su hija pequeña a
su despacho y le explicaba sus ideas. Esos habían sido tiempos relativamente
despreocupados.
En silencio, Charlotte tocó cada lápida y luego se
abrazó a sí misma antes de alejarse un poco para sentarse a la sombra de un
gran abeto. Alrededor de su cara, haciendo cosquillas en sus mejillas, sentía
los mechones de pelo que habían escapado del desordenado nudo.
Empezó a alisarlos, luego soltó el resto de su
largo cabello castaño y peinó con sus dedos las madejas de seda para
desenredarlas mientras pensaba.
Aquellos días terminaron demasiado pronto. Ella
tenía solo catorce años y Thaddeus nueve. Apenas habían tenido tiempo para
llorar, así que el shock fue muy grande.
El sonido de los cascos la sacó de sus morbosos
recuerdos. La sensación de hundimiento en su corazón coincidió con la curva
descendente de su boca cuando miró hacia arriba y vio que Reed Malloy se
acercaba. Con suerte, tal vez continuaría hacia el pueblo. Pero él miró y la
vio. Obviamente, la estaba buscando.
Charlotte permaneció en silencio mientras amarraba
el caballo, que ayer había tirado del carro que él había alquilado para traer a
los niños. Enseguida, Reed Malloy entró a zancadas en el cementerio.
—Señorita Sanborn, ¿se encuentra bien? —Se detuvo cerca,
observándola.
Su pregunta la sorprendió, y ella bajó la mirada. Charlotte
esperaba que él se quejara por haberse ido o que le gritara que los niños estaban
hambrientos o molestos. Esperaba cualquier cosa, menos que se preocupara por su
bienestar. Eso fue su perdición, ya que unas emociones que no podía identificar
la gobernaban.
—Me siento nostálgica esta mañana —le dijo al fin,
tragándose un nudo en la garganta. ¿Cómo podía explicarle sus preocupaciones,
los fantasmas del pasado, o que temía dejar entrar a los niños en su vida? Él
le había mencionado a sus propias tías, hermanas y a su madre cuando se refirió
a sus dotes culinarias. Su infancia parecía rica en amor, protección y cuidado.
La noche anterior, durante la cena, Reed le
explicó que su padre también había sido abogado, y que él había seguido, como
era natural, su respetada trayectoria. Oliver Malloy había fallecido hacía tres
años. Reed era devoto de su madre, Evelyn, y sus hermanas. ¿Cómo podría
entender él que ella se había encerrado en un mundo de seguridad, en el que no
necesitaba a nadie y nadie la necesitaba a ella?
Reed la sorprendió de nuevo al sentarse a no más
de un metro de distancia.
—Parece pensativa. Y un poco triste.
Charlotte se sonrojó por el tono suave de su voz,
similar al que usaba con los niños. Ella no había hablado con nadie de sus
sentimientos desde que sus padres murieron. Esto le resultaba extraño. Miró sus
tumbas, y él la imitó.
—¿Sus padres? —preguntó Reed.
Ella asintió con la cabeza, pero no dijo nada.
—Siento si nuestra llegada le ha removido en la
memoria su muerte. Sé que entiende por lo que Lily y Thomas están pasando. Mejor
de lo que yo podría hacerlo.
Sus ojos eran brillantes y azules, y ella sabía
que podían dedicarle la más gentil de las miradas tanto como la más mordaz.
Unos ojos tan inteligentes que reflejaban su razonamiento de que, si podía
comprender cómo se sentían los niños, ella más que nadie debería querer
acogerlos, a menos que fuera una mujer fría y sin corazón.
Sin embargo, su voz no sonó condenatoria. Charlotte
respiró hondo para responderle.
—Mis padres murieron de cólera cuando yo era joven.
—Demasiado joven, quizá —declaró él.
Ella se encogió de hombros.
—Tenía catorce años. Y todavía me parece como si
hubiera ocurrido ayer. Una epidemia de cólera arrasó Spring City con rapidez.
Mis padres estaban en la ciudad cuando se impuso la cuarentena. Ya habían sido
infectados por el agua del pozo que daba servicio al restaurante donde cenaron
esa noche. —Charlotte tomó aire para poder hablar de manera uniforme—. Era su
aniversario de bodas. El doctor Cuthins me envió un mensaje a mí y a todas las
granjas de los alrededores para que no nos acercáramos a la ciudad. Todavía se
pensaba que la enfermedad se transmitía por el aire. Se le llamó miasma, un vapor venenoso.
Charlotte sacudió la cabeza y miró hacia el
pueblo, como si pudiera ver a través de los años.
—El siguiente mensaje que llegó, tres días
después, decía que mis padres habían fallecido. Murieron con media hora de
diferencia. —Ella se detuvo, preguntándose por su propia efusión de palabras
sobre un tema que estaba enterrado en su interior.
—Lo siento mucho. —Reed extendió el brazo y la
tocó, un solo roce momentáneo a lo largo de su mano, pero que la sacó de su
ensueño. Charlotte se concentró de nuevo en su cara—. Debió de haber sido
terrible para usted y su hermano. Recuerdo cuando la epidemia de cólera arrasó
Boston. Yo era muy joven, pero nadie que lo viviera podría olvidar aquel verano
del 54. Perdí una tía y un tío. Recuerdo todos los tratamientos que probaron:
primero el láudano, luego el acetato, la morfina, incluso los pimientos rojos.
Nada sirvió.
—No, nada —dijo Charlotte. Fue una pesadilla, pero
ya pasó. Excepto que la prematura muerte de Ann Connors estaba sacando a
relucir todo de nuevo.
La idea de convertirse en madre sustituta le
recordó una vez más las luchas, los tiempos difíciles y la inevitable soledad, que
había afrontado desarrollando una actitud autosuficiente y acorde a su manera
de pensar. Y no volvería a relegar la escritura. Era lo único que la mantenía
cuerda.
Lo miró directamente a los ojos.
—Entiendo las pesadillas de Thomas y las miradas
tranquilas y solemnes de Lily —le dijo, con una voz tan suave como la brisa que
le apartaba los cabellos de los hombros.
Reed levantó su mano, quizá para agarrar la de
ella o para tocar uno de esos mechones errantes. Charlotte no esperó a averiguarlo.
Se estremeció y se levantó en el acto. Le dio la espalda y caminó unos pocos
pasos hacia la tumba de sus padres.
—Sé que los niños necesitan un hogar seguro y un
corazón lleno de amor y generosidad para que esos mismos sentimientos crezcan
en sus propios corazones. —Charlotte se agarró las manos al darse cuenta de que
le temblaban, sin estar segura del motivo.
—¿Y no pueden encontrar eso aquí? —Reed se había
acercado por detrás en silencio y ella dio un respingo al oír su voz profunda a
centímetros de su oreja.
No confiaba en sí misma para hablar, ya que de
nuevo se sentía al borde del llanto. Una parte de ella le gritó que ahora era
su turno, que también merecía tener un hogar y recibir amor.
—Está equivocada, señorita Sanborn. Creo que tiene
un mundo de amor para dar. —Charlotte sintió sus manos sobre sus hombros, manos
capaces y fuertes que la hicieron girarse hacia él. Reed la miró a los ojos,
brillantes y verdes como esmeraldas, y sonrió—. Sé que es capaz de sentir ese
amor, aunque no se haya dado cuenta todavía.
El timbre de su voz sacudió su alma, y la chispa
azul de sus ojos pareció haber encendido un fuego en lo más profundo de ella mientras
él la rozaba y le hablaba de amor. Porque Charlotte sintió un calor que comenzó
en la boca de su estómago y luego se expandió por todo su ser.
En ese instante, supo que todos los años que había
vivido, orgullosa de su aislamiento autosuficiente, eran una farsa. Era una
cobarde, temerosa de amar por el dolor que le causaba. Miedo, de hecho, de este
mismo sentimiento que ahora la rodeaba.
«Que Dios me ayude», pensó. Amar y ser amada era
lo que más deseaba en el mundo, si podía vencer su miedo. Contuvo la
respiración y un remolino de reconocimiento y sensaciones invadió su mente y su
cuerpo por la cercanía de Reed Malloy.
Un ceño fruncido arrugó la suave piel de las cejas
oscuras del hombre. Él la miraba a los ojos y probablemente veía toda su alma
desnuda en sus verdes profundidades. El ceño se profundizó un momento y luego
él levantó su mano para sostener su mentón con suavidad.
Fue un toque atrevido, pero parecía tan
hipnotizado como ella, como si no fuera consciente de lo que estaba haciendo.
El impacto de las puntas de sus dedos en la piel de Charlotte la hizo jadear y
el hechizo se rompió. Ambos dieron un paso atrás.
—Deberíamos volver. Dejé a los niños solos para ir
a buscarla.
Su voz sonó ronca a sus oídos, y él ya se había
puesto en marcha. Ella tuvo que moverse con rapidez si quería alcanzarlo.
—Deberían estar bien —declaró Charlotte—. Nunca
pasa nada en Spring City —dijo, más bien a sí misma. Nada, excepto la emocionante
llegada de Reed Malloy—. Aun así —añadió—, hay ciertas criaturas que pueden ser
preocupantes si los niños están jugando fuera.
Llegaron junto al caballo de Reed.
—Caminaré hasta casa —dijo ella de inmediato.
—Tonterías —respondió Reed con voz firme—. El
caballo es muy fuerte. Estoy seguro de que puede soportar nuestro peso.
Charlotte empezó a protestar y miró a sus espaldas
por si alguien del pueblo la veía allí con un hombre extraño, pero, por suerte,
el camino estaba desierto.
Antes de que ella se diera cuenta, él se agachó
para formar un estribo con sus manos.
—Adelante, señorita Sanborn. Acérquese.
Ella lo miró con incertidumbre, pero hizo lo que
él le pidió y colocó un pie entre sus manos. Tuvo que apoyarse en sus hombros,
justo debajo de la nuca, mientras él la levantaba en alto. Él sintió una roca
sólida bajo su toque. Ella se agarró a la silla y balanceó su otra pierna,
aterrizando con suavidad sobre la gran yegua.
Cuando él se giró para desatar al caballo, Charlotte
se arregló las arrugas del vestido. Mientras lo hacía, vio que Reed miraba de
reojo su delgada pantorrilla, pero no dijo nada y él se limitó a entregarle las
riendas. Entonces, para su asombro, le agarró el tobillo y ella jadeó.
Reed sacó su pie del estribo y empujó la pierna de
Charlotte tan lejos como ella le permitió. Luego, metió el pie en el estribo
desocupado y se balanceó detrás de ella.
Ella respiró hondo. Aquella sensación de sus
muslos, musculosos y firmes, contra los de ella, era muy peculiar. Se sentó
derecha para no apoyarse sobre su amplio pecho, pero no pudo hacer nada para evitar
que su trasero se asentara íntimamente entre las piernas de él.
Las mejillas le ardían al pensar en su cuerpo tan
cercano. Entonces, de pronto, los brazos de Reed la rodearon y ella lanzó un
gemido involuntario. Se sintió una estúpida cuando él solo se movió para
arrebatarle las riendas y hacer que el caballo echara a andar.
—Yo... yo puedo ir andando sin ningún problema —le
dijo ella. Al volverse, el pelo le azotó en la cara—. Lo siento —murmuró,
tratando de agarrar las hebras voladoras mientras el caballo se ponía en marcha
a buen ritmo.
Él sonrió.
—Me gusta más su pelo suelto —declaró—. No sé qué
es más bonito, si el suyo, o las crines del caballo.
Charlotte reconoció que él se reía de su
incomodidad y miró con rapidez hacia delante, a la vez que se sujetaba con
fuerza el cabello con una mano. Él debía de pensar que estaba tan nerviosa y atolondrada
como una colegiala.
Ese pensamiento y la continua sensación de sus
piernas cálidas contra las de ella, no ayudó a calmar el calor de sus mejillas.
Se regañó a sí misma por sus emociones desbocadas. Después de todo, no era una
niña, sino una mujer de veinticuatro años.
«Lo bastante mayor como para haber tenido ya un
amante», se añadió a sí misma, «o para ser una mujer casada y con hijos». Y lo bastante
mayor como para montar a caballo con un hombre. Pero este hombre en particular
estaba haciendo estragos en sus sentidos.
—¿Esas son las «criaturas» que mencionó antes? —La
voz de Reed le sonó muy cercana.
—En ocasiones, algún coyote —respondió ella sin
girarse—. Y apenas alguna serpiente de cascabel. Solo hay que darles con una
pala. Y lobos, una vez al año. O menos aún, por la recompensa por su captura,
además de por sus pieles.
—Aun así, eso parece un número desmesurado de
amenazas —comentó él.
Charlotte se rio, pensando en cómo debía sonar
todo aquello a alguien que había vivido en la ciudad toda su vida.
—Thaddeus y yo siempre jugábamos fuera, y nunca
tuvimos ningún problema. Si te topas con un lobo, pateas fuerte y gritas, y
sale corriendo. Lo mismo con los coyotes.
A pesar de que eran unos pocos minutos a caballo,
Charlotte nunca había estado más feliz de ver su casa como cuando rodearon la
arboleda de pinos que crecían en el borde de la finca Sanborn. Estaba lista
para saltar del caballo, pero esperó paciente a que Reed lo frenara durante los
últimos metros. Ella tenía la idea de que él estaba disfrutando demasiado y divirtiéndose
a su costa.
Ella lo soportó regiamente, incluso esperó a que
la ayudara a desmontar después de que él lo hiciera. Charlotte logró bajar con
una economía de movimientos, ya que no quería darle otra panorámica de sus
medias de algodón.
Sin embargo, no pudo evitar el toque abrasador de
sus manos en su cintura, que se extendió a través de su blusa hasta su piel
cuando se deslizó de la silla de montar. ¡Demasiado cerca! Cuando la dejó, ella
retrocedió con rapidez y rebotó en el costado del caballo sudoroso. No se
perdió el brillo de una sonrisa en los ojos azules de Reed Malloy.
—Llevaré el caballo al establo —dijo él mirando su
cara sonrojada—. ¿Por qué no va a ver a los niños?
Encantada de escapar, ni siquiera discutió y se
apresuró a ir a buscar a Lily y Thomas. Resultó que jugaban felices en el
salón, con un robusto castillo que habían formado con sillas. Solo una vez
dentro y lejos de la presencia de Reed, Charlotte reconoció que la embriagadora
sensación de estar tan cerca de él era bastante agradable, aunque
desconcertante.
Con una vergonzosa audacia que la sorprendió, se
preguntó qué se sentiría al tener todo su cuerpo contra el suyo. Después, se
retiró arriba para tomar un refrescante baño de esponja, sin pensar en el
artículo inacabado que esperaba en su estudio.
[1] Guiso
compuesto de maíz y legumbres.
[2] Prenda
masculina del siglo XVIII, de origen oriental, que a menudo se usaba como bata
de mañana o de abrigo informal.
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