Capítulo 1
Lincoln
—Lincoln, hombre, justo la persona que quería ver
—exclamó Drew.
—Eso espero, ya que este es mi despacho —bromeé.
—Solo quería recordarte la entrevista del lunes.
—¿Qué? —pregunté.
—La entrevista para escoger el nuevo director general.
El negocio hotelero… ¿te suena? —me preguntó.
—Ah, sí, claro. Por supuesto —dije.
—¿Vas a venir?
—¿Por qué no has empezado por ahí? No, estoy
demasiado ocupado con unos futuros clientes. Aunque recuérdame que contrate una
nueva secretaria. Algunos papeles presentan errores y creo que ha sido culpa de
ella.
—De acuerdo. Pero, deberías venir y opinar sobre a
quién le entregas la gestión de la empresa hotelera.
—Confío en ti, por eso te encargarás tú de la
entrevista. Siempre me has apoyado y no creo que me vayas a fallar ahora —dije
yo.
—Está bien. Vale, te haré saber cómo va todo.
—Perfecto. Esperaré tu llamada —contesté.
—No, no lo harás. Te olvidarás todo el fin de
semana hasta que te llame el lunes por la tarde. Pero, no importa. Sé que me
quieres de todas formas.
—Arg, eso ha sonado como la típica frase de una esposa
—bromeé de nuevo.
—Me sorprende que sepas cómo hablan, playboy —exclamó Drew.
—Qué gracioso.
—Lincoln, ¿por qué no sales de este despacho y haces
algo más que trabajar? Búscate una tía para pasar el rato o charla con alguien.
Tómate una copa en el bar de ese complejo cultural en el que vives.
—No es un centro cultural. Solo es un sitio que atiende,
de forma maravillosa, las ocupadas vidas de los multimillonarios —contesté
ufano.
—De cualquier manera, sal un poco de esta oficina.
Drew me apagó la luz, sabiendo muy bien que
tendría que levantarme y cruzar la habitación para volver a encenderla. Archivé
mis papeles para otro día, guardándolos en el cajón antes de coger mis cosas.
No era adicto al trabajo, aunque prefería la compañía física de las mujeres a
sus conversaciones banales. Hablaban mucho y querían demasiado de ti,
especialmente dinero, cuando descubrían que lo tenías.
Sin embargo, se abrían de piernas a cambio de una
comida decente y un buen polvo, así que podías salirte con la tuya sin tener
que llamarlas después y sin que te costase una fortuna.
Volví a casa y vi a George ante la puerta del
edificio. El viejo señor Worthington era el portero que saludaba a todos los
vecinos por nuestro nombre cada vez que entrábamos y salíamos. Llevaba
trabajando allí desde antes de que yo naciera, y se le identificaba con
facilidad por el pelo negro azabache que se veía por la parte inferior del
sombrero rojo del uniforme.
Y por su risa. Si le oías reír, sabías que era él
al instante.
—Buenas tardes, señor Collins. No esperaba verlo
tan temprano —me saludó.
—¿Es temprano? Hubiera jurado que era la hora a la
que la mayoría de la gente sale del trabajo —dije.
—La mayoría sí, pero no usted, señor —afirmó—. Si
sigue trabajando tanto, terminará en el hospital; y lo que es peor, sin nadie a
quien llamar.
—Lo tendré en cuenta, George. Gracias.
—Aunque si busca entretenerse un poco, una hermosa
joven ha entrado hace un rato. Está sentada en la barra, tiene el cabello de un
rojo intenso y los ojos tan azules como el mar.
—Veo que le gusta, ¿eh? —le dije, guiñando el ojo.
—Imaginé que a usted también podría hacerlo. Nunca
la he visto por aquí, así que quién sabe qué tipo de diversión estará buscando.
—Entiendo, George. Gracias otra vez.
Entré en el interior del edificio y giré a la
derecha. Allí teníamos un bar y un restaurante. El Avalon estaba abierto a muy
poca gente ajena al complejo y, como George era muy bueno para librarnos de las
mujeres que aparecían por allí para intentar pescar a un millonario, cuando nos
recomendaba a alguien, siempre acudíamos a echar un vistazo.
Al menos, yo lo hice.
Aquella mujer se hallaba sentada de espaldas a la
entrada. Su pelo, en efecto, era de un intenso tono rojizo y descendía por su
espalda. Pese a su curvilíneo cuerpo, no era mi tipo, aunque tampoco era
demasiado estricto con esas cosas, así que decidí acercarme y tomar el asiento
junto a ella.
—¿Disfrutando de una maravillosa noche? —le pregunté.
Volvió hacia mí sus ojos azules y sonrió. Luego,
giró su cuerpo y cuando su pecho se hizo visible, me sentí salivar. Vaya. Era
absolutamente deliciosa, y el manjar que ofrecía esta mujer era uno que estaba
más que dispuesto a probar.
—No necesariamente, hasta ahora —murmuró.
—Es una lástima, sobre todo para una mujer tan
hermosa como tú.
—Bueno, como decía mi madre, la vida no siempre es
justa, hasta que decides hacer algo al respecto.
Su voz tenía un ligero acento sureño que despertó
aún más mi interés. Con aquella dulzura y sus hermosos ojos azules, enseguida
supe que me daría un festín con ella antes de que terminara la noche.
—Estoy completamente de acuerdo con tu madre. ¿Te gustaría
tomar una copa conmigo arriba? —pregunté.
—Hmm, depende. ¿Te comportarás como un caballero? —inquirió
coqueta.
—Desde luego que no —dije sonriendo.
Enlazó su mano en la mía y la llevé hasta el
ascensor. Subimos a mi piso, el 59, donde mi apartamento tenía una de las
vistas más hermosas de la ciudad. Cuando el sol se ponía, mi sala quedaba
inundada por un colorido atardecer.
El bonito vestido verde que llevaba puesto quedaría
genial sobre el suelo de madera de caoba de mi casa.
El ascensor privado se abrió directamente en mi
sala de estar, y le puse la mano en la espalda para animarla a entrar. La
pelirroja no perdió tiempo en darse la vuelta y agarrarse al cuello de mi
abrigo porque, de repente, me besó.
Cuando terminamos de quitarnos la ropa, nos
quedamos de pie. Sus deliciosos pechos presionaban contra los cristales de las
ventanas de la sala mientras ella contemplaba la ciudad, y mi polla, enfundada
con un condón, rozó su entrada antes de que me empujara en su interior.
Me acerqué y agarré sus maravillosos pechos
mientras la empujaba por detrás. Su exquisito trasero rebotó contra mi pelvis
mientras nuestros sonidos rebotaron en las paredes de mi suite.
Le saqué la polla y la di la vuelta antes de
cogerla en brazos. Sus ojos se abrieron de par en par, obviamente no estaba
acostumbrada a que un hombre pudiera izarla, y la inmovilicé contra el cristal.
Sus pezones se fruncieron por el frío de la superficie justo cuando deslicé mi
polla de nuevo en ella, y acerqué mi pecho a sus hermosas tetas antes de
capturar sus labios en un beso.
—Oh, sí, nena. Mierda. Oh, Dios. Sí, nena. Sí. Sí.
Así.
Capturé sus labios con los míos mientras me
enterraba en ella, tragándome sus gemidos mientras mi polla se movía contra sus
paredes. Me derramé en el condón mientras sus piernas se enganchaban a mi
alrededor, aferrándome a ella.
De pronto, se corrió y me pareció muy hermosa. Apoyó
la cabeza en la ventana y la inmovilicé contra el cristal, jadeando en su
cuello mientras sus brazos me rodeaban.
Luego, la aparté de la ventana y la llevé al sofá.
Me senté con ella en mi regazo mientras notaba
cómo se me cerraban los ojos. Mi cuerpo se disponía lentamente a dormir aferrado
a este bonito cojín con forma de mujer. Sabía que ella se levantaría y se iría.
Las jóvenes como ella siempre lo hacían. Chicas guapas que solo buscaban un
polvo para, luego, decirle a sus amigas que el fin de semana se habían acostado
con un tío rico.
Lo que no esperaba, y aún así, debería haberlo
hecho, es que cogiera un par de candelabros de oro blanco de un estante cercano
a la puerta.
La observé por el reflejo de la ventana mientras
se ponía el vestido y vi cómo me miró para comprobar si estaba dormido. Yo
seguía encorvado en el sofá con el condón deslizándose por mi polla, y ella supuso
que sí lo estaba.
Su comportamiento no fue muy educado.
Drew tenía buenas intenciones cuando me decía que
quería que encontrara a la mujer que me hiciera perder la cabeza, como su
esposa hizo con él.
Lo que mi amigo no entendía era que su mujer era
una rareza. Una joya.
Y esta pelirroja sin nombre no era la elegida para
mí.
Capítulo 2
Amelia
Me puse la falda de tubo y luego saqué la chaqueta
del armario. Por fin, había llegado el día que tanto esperaba desde hacía años.
Me iban a entrevistar para el cargo de directora general de una importante cadena
hotelera, y sabía que era perfecta para el puesto. Si conseguía el empleo, todo
habría valido la pena.
Me calcé mis zapatos negros de la suerte, me peiné
ante el espejo una última vez y me di un beso.
Este era el trabajo con el que soñaba y no pensaba
arruinarlo por nada del mundo.
Me subí a un taxi y le di la dirección al
conductor, pero mucho antes de que llegáramos ya distinguí el edificio a lo
lejos. Cuando me dejó en la entrada, de repente me alegré de haber llegado con
quince minutos de antelación porque aquel sitio era gigantesco. Debía tener al
menos cuarenta plantas, y sus inmensos ventanales de color negro deslumbraban
por sus cuatro lados. El edificio ocupaba fácilmente la mitad de la manzana en
la que se encontraba, y no se parecía a nada que hubiera visto en mi vida.
Conocía hospitales que cabrían enteros dentro de
semejante edificio.
Sentí ese revelador temblor en mi mano y la agarré
fuerte antes de empezar a subir los escalones de acceso. No era el momento de
ponerse nerviosa, ya había pasado lo más difícil. Había impresionado a alguien tanto
como para que me concedieran esa entrevista. Ahora, solo era cuestión de mostrarles,
exactamente, de lo que era capaz.
Subí al piso 29, como me habían indicado, y me
acerqué a la mesa de una secretaria. Ella me dirigió una sonrisa perfecta y me
preguntó para qué estaba allí pero, en el mismo instante en que mencioné mi
nombre, se emocionó.
—Oh, Dios mío. Adelante, tome asiento. Avisaré de
que está aquí —me dijo.
Me senté en un banco del vestíbulo y no pude
evitar mover la pierna. Incluso las oficinas eran amplias en aquel lugar, con
techos de bóveda alta, enormes puertas dobles en todos los despachos y muebles tremendos
que amenazaban con tragarte entera.
O peor aún, que te quedaras dormida.
Antes de que mi nerviosismo fuera a más, apareció un
hombre en la puerta. Era alto y permanecía de pie, apoyándose con el hombro en el
marco, aunque su rostro reflejaba cordialidad.
—¿Señorita Wilson? —preguntó.
—Sí, señor —dije.
—Soy Drew Lyons y voy a llevar a cabo su
entrevista.
—Encantado de conocerle, señor Lyons. Fue usted
con quien hablé por teléfono, ¿no?
—Sí, en efecto. ¿Cómo está? —preguntó.
—Bien, gracias —le aseguré.
—¿Nerviosa?
—Oh, bueno… un poco. La clave es controlar los nervios
y hacer lo que uno sabe, a pesar de ellos —dije.
—Estoy de acuerdo con usted, señorita Wilson —dijo,
sonriendo.
Atravesamos otras puertas dobles hasta acceder a
un despacho de lo más señorial, donde me invitó a sentarme en un sofá. Me situé
en un rincón antes de cruzar las piernas, y él se sentó a mi lado luciendo todavía
esa sonrisa tonta en la cara.
—¿Qué le hace pensar que puede hacer este trabajo?
—Dejando a un lado mis estudios y mi experiencia
laboral, el hecho es que esto es lo que me gusta —dije.
—¿Construir hoteles es lo que le gusta?
—No, disfruto vendiendo una vida mejor.
Construirlos es tarea de los contratistas. Yo convenzo a la gente de que el
hotel es lo que necesitan para que su vida resulte más fácil y su experiencia
en la ciudad más valiosa.
—Así que, ha trabajado en hoteles antes —comentó.
—¿Todo esto es para hacerse una idea de cómo ha
sido mi vida, señor Lyons?
—Me limito solo a hacerle las preguntas, señorita
Wilson —dijo, sonriendo.
—Si usted las hace, yo estaré encantada de
responderlas.
—¿Ha trabajado antes en hoteles? —quiso saber.
—¿Ha leído usted mi currículum?
—Eres todo un tiburón, ¿eh? —bromeó, tuteándome.
—Simplemente no disfruto perdiendo el tiempo. Esa
es la razón por la que solicité el puesto. Mientras estudiaba, trabajé en un
hotel cerca del campus. Estaba al tanto de muchas cosas sobre mis compañeros de
universidad que prefería no permitirme, pero también descubrí muchas que
necesitaban cambiarse. Cosas que se hicieron que no tenían sentido, y otras que
podrían mejorarse.
—¿Cómo qué? —preguntó.
—Contráteme y lo sabrá —dije, sonriendo.
—Si pudiera cambiar algo de los hoteles de todo el
mundo, ¿qué sería? —se interesó.
—La forma en la que se alecciona a los gerentes. Les
enseñan a seguir las reglas, no a servir al cliente. Y hay diferencia —dije.
—Si pudiera añadir algo nuevo a cada uno de esos hoteles,
¿qué sería? —preguntó.
—Unas putas toallas, señor Lyons —exclamé.
Se rio con mi afirmación y me sentí aliviada.
Dirigió su mirada hacia los enormes ventanales, después al techo de su despacho
y casi pude oír girar los engranajes de su mente. No iba a enfrentarme a esta
entrevista fingiendo ser alguien que no soy, pero cuanto más tiempo permanecía
allí sentada, debatiendo con él, más me preguntaba si no me habría pasado.
—Me gusta usted, señorita Wilson —dijo—. Me gusta
mucho. Sin embargo, debo informarla de que aunque Lincoln Collins es el dueño
de la cadena, no le verá mucho. Trabajará directamente conmigo en todos los
proyectos, y todo lo que necesite saber le será transmitido a través de mí.
—¿Hay alguna razón por la que necesito saber eso?
—Depende. ¿Quiere el trabajo? —me preguntó.
—No estaría aquí si no lo quisiera.
—Bien. Porque se lo estoy dando —me respondió.
Me quedé pasmada y traté de digerir lo que acababa
de decirme. La entrevista no había durado más de quince minutos, solo la había
llevado a cabo un hombre y, de repente, así, sin más, ¿era la directora general
de una cadena de hoteles de lujo?
—Estamos inmersos en un proceso de expansión,
señorita Wilson, y necesitamos ayuda. Yo me encargo de la gestión del negocio
hotelero y del conglomerado bancario de inversión del señor Collins, por lo que
no puedo estar siempre aquí para supervisarlo todo. Ahí es donde usted entra en
juego.
—Necesitaré todas sus notas, números y cualquier
otra información pertinente al proceso de expansión que hayan concretado hasta
ahora —le comenté.
—Oh, eso no es problema. Todo está en esta
oficina.
—¿Solo tengo que venir a su despacho cuando lo
necesite? —inquirí.
—¿Quién dijo que esta era mi oficina? —me preguntó,
sonriente—. ¿Acepta el puesto?
—¿Cuándo empiezo, señor Lyons?
—¿Qué tal el viernes?
—Estupendo, así dispondré de tiempo para disfrutar
con la idea de que tengo un nuevo empleo.
—Espero con interés trabajar estrechamente con
usted, señorita. Wilson.
—Igualmente, señor Lyons.
Le estreché la mano antes de que me acompañara al
ascensor, y mantuve la compostura hasta que el ascensor rugió a la vida.
Entonces, alcé los puños mientras chillaba y aplaudía de emoción. Había
conseguido el empleo de mis sueños y, de paso, saldaría parte de las deudas que
había contraído durante mi época estudiantil.
Y a lo largo de mi vida.
El ascensor me dejó en la planta principal y salí
con la cabeza alta al vestíbulo. Ninguna de las personas que había allí sabía
quién era yo, pero tenía el presentimiento de que el viernes todos lo sabrían.
Iba a dirigir una de las expansiones hoteleras más mediáticas que hubieran
visto. Este trabajo me prepararía para lo que quisiera hacer en el futuro.
Paré un taxi y me subí a él antes de volver a saltar
de emoción. Había quedado para almorzar en mi local favorito, así que le di al
taxista la dirección antes de que nos alejáramos de aquel oscuro edificio.
Este podría parecer una torre negra y oscura en
pleno centro de la ciudad, pero para mí se había convertido en un cegador faro
de esperanza.
La lucha que había llevado a cabo hasta ese
momento había valido la pena, y no iba a desperdiciarla.
Capítulo 3
Lincoln
—¿Cómo van las ganancias trimestrales, Lincoln?
—Hemos subido un 1,2% respecto a la misma fecha
del año pasado, y un 4,2% respecto al último trimestre —dije.
—Es un avance bastante interesante. Has mantenido
un aumento constante del 0,8% a lo largo de los años, variando de un trimestre
a otro. ¿Está preparando alguna OPA hostil?
Algunos de los inversores se rieron, pero yo me
senté a ver cómo se ponían nerviosos. Había una razón para que invirtieran en
mi banco, y era porque les hacía ganar dinero. Me reunía con ellos cada
trimestre y les enviaba un boletín informativo dos veces al año, uno para
terminar el año y otro para comenzarlo. Sin embargo, no venían solo por el
dinero.
Venían por mí.
Mis prácticas eran criticadas por muchos, y aunque
podían elogiarme en Wall Street, el público no quería tener nada que ver
conmigo. Parte de la banca de inversión versa sobre el asesoramiento
financiero. Un tanto por ciento de interés por aquí, una cuota mensual por allá…
No parece mucho, pero si provees al cliente de un servicio de primera y un importante
beneficio, puedes ganar cientos de miles de dólares por cliente y década.
Sin embargo, la banca financiera también requiere ser
un tiburón sin escrúpulos. El sector inmobiliario siempre estaba ahí, y mi
compañía había tomado la decisión de comprar préstamos de bajo interés, cuyos
dueños no cumplían con los pagos. Los bancos no podían permitirse el lujo de
mantenerlos, pero yo sí. Podía asumir la pérdida, aumentar el porcentaje de
interés para fomentar sus pagos mensuales, y si estos no pagaban, simplemente
ejecutaba la hipoteca. Luego me dedicaba a vender sus activos, vendía sus
propiedades y reinvertía ese dinero en la cartera de mi empresa para seguir
creciendo.
Así fue como pude invertir en el negocio de los
hoteles de lujo, y es exactamente por eso que este grupo de inversores estaban
sentados frente a mí.
Porque yo estaba dispuesto a soportar la presión
que ellos no deseaban aguantar.
—No, señor Groves, no estoy planeando una OPA
hostil. Simplemente estoy experimentando un rendimiento mediocre con respecto a
mi nueva cadena hotelera. Está todo en la carpeta que no ha abierto —le dije.
—Mediocre, ¿eh? ¿Esperas que mejore? —preguntó.
—Dije mediocre. Lo que quiero decir es que no es suficiente.
Estamos inmersos en plena expansión. Una vez que esta se complete, calculo un
beneficio del 7,2% para ustedes, un 10% para mi compañía y un aumento constante
del 2,2% en los próximos veinte trimestres —expliqué.
Los vi estudiando las cifras y estaban
impresionados. La banca de inversión no era solo jugar con los números. Era
saber dónde poner el dinero y cómo asignar los activos.
No tenía cuatro mil millones de dólares metidos en
el banco. Los tenía esparcidos por toda mi cartera.
En el banco solo tenía quinientos millones.
—¿Tienes algún consejo que darnos, Lincoln? —preguntó
el señor Groves.
—De hecho, sí —dije—. Si quieren que sus clientes
sigan llevándoles su dinero, tienen que proporcionarles dos cosas: grandes
beneficios si se quedan, y fuertes penalizaciones si sacan su dinero y se van a
otra parte.
Les sonreí irónico y me devolvieron el favor antes
de que la reunión llegara a su fin. Había recogido mi maletín y me dirigía a mi
oficina cuando me sonó el móvil. Saqué el teléfono de la chaqueta y contesté
justo al entrar en el despacho.
—La he contratado —exclamó Drew.
—¿A quién? —pregunté.
—A la stripper
para la fiesta —bromeó.
—A qué hora es, me aseguraré de ir —dije
sonriendo, sabiendo muy bien que no era de ayuda.
—He contratado a la nueva directora general para
el proyecto de expansión del hotel, idiota.
—Ah, ¿ya? —pregunté.
—Sabía que te olvidarías. Es igual. Se llama Amelia
Wilson, es algo atrevida, aunque también inteligente como un látigo. Nos vendrá
muy bien.
—Son buenas noticias. Me alegro de que hayas
encontrado a alguien —dije, mientras me encogía de hombros.
—No te importaría ni aunque fuera una rata
voladora, ¿verdad? —quiso saber.
—Eso no es cierto. Una rata voladora, desde luego,
me llamaría la atención —dije, sonriendo.
—Te caerá bien. Tenéis el mismo sentido del humor —me
aseguró.
—¡No voy a liarme con mi nueva ejecutiva, Drew!
—Nadie ha sugerido que te acuestes con una
empleada, tío —exclamó—. Solo trato de explicarte algunas de vuestras
similitudes para que podamos trabajar todos juntos.
—Estoy seguro de que has hecho lo mejor para la
empresa. Siempre lo haces. No obstante, estoy a punto de marcharme de la
oficina por hoy, así que mándame un correo electrónico y cuéntame todo lo que
quieras.
—La reunión de inversores ha ido bien, ¿eh? —curioseó.
—Groves estuvo presente.
—Ah, ese es un hueso duro de roer.
—Hablaremos más tarde —dije.
Me dirigí de nuevo al Avalon con mi abrigo sobre
los hombros y el maletín en la mano. Los archivos importantes, como los
informes trimestrales y anuales que contenían información sensible, los
guardaba en mi oficina. Tenía un armario que no estaba a la vista, y un
gabinete a prueba de incendios, cerrado con llave, en el que metía todas esas
cosas. Odiaba salir a la calle con documentos como esos en el maletín y sentir
cómo me quemaban la mano con cada paso que daba.
Pero, mientras atravesaba la puerta principal y
saludaba a George con un asentimiento, vi una figura rodeada de gente, entrando
en el ascensor.
Fruncí el ceño mientras intentaba averiguar quién
era, aunque no tuve oportunidad de verle la cara. Solo distinguí que llevaba
pantalones azules, por lo que supuse que se trataría de un hombre. No conseguí
nada más.
—Oye, ¿George? —pregunté.
—¿Sí, señor Collins?
—¿Quién era ese?
—Creo que el multimillonario que vive en el ático —dijo.
—¿Quieres decir que no sabes quién acaba de entrar?
—pregunté asombrado.
Era de lo más extraño. George conocía a todos los
vecinos por su nombre, aunque nos llamaba por nuestro apellido por cuestiones
de formalidad. De hecho, se enorgullecía de ello como portero del Avalon.
—No, no es eso, señor. No creo que nadie sepa
quién es —dijo George.
—Entonces ¿es un hombre?
—¿Sinceramente? He oído decir que se trata de una
mujer.
—Pero la persona que acaba de entrar en el
ascensor vestía pantalones azul marino —dije.
—Siempre va rodeada de un montón de gente. Les veo
salir y traerle la cena antes de que los eche. Harán su paseo de la vergüenza
por la mañana antes de que yo llegue.
—Escuché cierto rumor… aunque no creí que nadie
viviera en el ático —dije.
—¿Qué ha oído, señor Collins?
—Que arriba se celebraban fiestas todos los años. Reuniones
en las que circulaba libremente el alcohol y que había reservados para la
práctica de todo tipo de actividades sexuales. La verdad es que imaginé que el ático
se alquilaba como salón de fiestas. ¿Realmente crees que es posible que alguien
viva en él?
—Lo único que sé con certeza, señor, es que, según
la lista de inquilinos, todas las plantas del edificio están ocupadas, incluida
la del ático.
—¿Por qué tanto secretismo? ¿Por qué un multimillonario
viviría con tanta privacidad? —pregunté.
—Tal vez el dueño tiene algo que esconder —comentó
George.
—O algo que perder.
—Todo lo que sé es que nadie puede subir sin un
permiso estricto del inquilino, y una llave que se inserta en una ranura
especial del ascensor.
—Hmm, suena de lo más elegante —añadí.
—Lo dice el multimillonario que tiene su propia
piscina en su piso —exclamó, sonriendo.
—Y hablando de eso, me voy a ir a nadar un rato —le
comenté.
—Que pase una buena tarde, señor Collins.
Pero cuando entré en el ascensor para subir a mi apartamento,
no pude evitar tocar la ranura dorada que hay en la parte inferior de todos los
botones de cada planta.
¿Por qué alguien con tanto dinero necesitaría
tanta privacidad en su vida?
Capítulo 4
Amelia
Entré en el edificio para comenzar mi primer día
de trabajo y fui inmediatamente recibida por el encargado de recepción. Sonreí
y asentí con la cabeza, complacida de ver que tenía razón al adivinar el tipo
de ambiente en el que estaba entrando, y me dirigí al piso 29. Las puertas del
ascensor se abrieron y, de pronto, me encontré nada menos que con el propio
señor Lyons; ambos nos saludamos antes de empezar a caminar por el pasillo.
—¿Cómo va el primer día? —me preguntó.
—Aún no he llegado a mi oficina, señor Lyons.
—Bueno, me temo que no tendrá tiempo para eso. El
señor Collins ha convocado a primera hora una reunión de la junta directiva para
presentarla a todos. Es un individuo directo que disfruta quitándose de encima
las formalidades para que no interfieran constantemente con el trabajo.
—Buena idea —exclamé—. Y supongo que estoy a punto
de entrar en una sala llena de hombres...
—No, señorita Wilson. En una sala llena de
tiburones.
—Menos mal que no estoy sangrando por ningún sitio
—dije, sonriendo.
Giramos en la esquina y nos encontramos cara a
cara con una enorme sala de conferencias. Las ventanas dejaban entrar la luz de
la mañana y pude ver a los asistentes sentados en sus sillas de cuero. Todos
llevaban el mismo tipo de trajes, en tonos negro y azul marino, colores
apagados para intentar afirmar su dominio.
Ya había estado antes en juntas como aquella. Mi
experiencia me permitía saber cómo funcionaba la mentalidad de los ejecutivos
financieros, por lo que sabía a lo que me enfrentaba y me sentía preparada para
ello.
—Respire hondo antes de pasar, señorita Wilson.
—No se preocupe. He traído el tanque de oxígeno —bromeé.
El señor Lyons me abrió la puerta y los miembros
de la junta me examinaron de arriba abajo, mientras mis tacones resonaban en el
suelo. Nos dirigimos a la parte delantera de la estancia mientras una silla
vacía presidía la mesa, y miré con curiosidad al señor Lyons antes de que se
aclarara la garganta.
—Caballeros, les presento a Amelia Wilson, la nueva
directora general de la cadena hotelera.
—Buenos días, caballeros —dije.
Sus rostros pasaron del agotamiento rancio al de
depredadores salivando ante una presa. Las dagas que disparaban por los ojos me
dejaban claro que muchos de ellos se habían presentado para el puesto, y
estaban enfadados porque se lo habían dado a alguien ajeno a la empresa.
Y, encima, con tetas. Probablemente también les
enfurecía que fuera mujer.
—Amelia, por su preparación y experiencia laboral,
lleva años estudiando el sector y sabe cómo manejarse en hostelería. Es
consciente de que la experiencia del cliente es tan importante como vender esa
experiencia en sí, y tiene algunas ideas maravillosas sobre cómo expandir el
negocio y hacer de esta cadena de hoteles la mejor experiencia de lujo que un
cliente pueda encontrar —afirmó.
—Por favor, basta, me está haciendo sonrojar —comenté.
—No hace falta mucho para halagarte, ¿verdad? —dijo
un hombre.
—Ese parece ser el lema de su actual cadena de
hoteles, ¿no es así? —pregunté.
La habitación enmudeció y el señor Lyons
retrocedió, permitiéndome tomar la palabra mientras los asistentes me lanzaban
sus gélidas miradas.
—En este momento, la cadena de hoteles que ustedes
dirigen no es muy diferente de las otras que ya existen. Venden una experiencia
lujosa, sí, pero proporcionan escasos suministros y prácticamente ningún capricho,
y luego se quejan cuando sus números no son los deseados. Pues bien, yo estoy
aquí para cambiar eso.
—Necesitarás algo más que cambiar la decoración
para expandir la cadena —comentó otro.
—Exacto, porque en realidad no creo que haya nada
malo en ella. Sin embargo, hay un problema con ofrecer servicio de habitaciones
y no tener un chef con personal suficiente, presumir de lujo y no proporcionar
el presupuesto para poner ni siquiera un jacuzzi,
y dar a los clientes toallas que rascan la piel por ahorrarse unos dólares —dije.
Y, de nuevo, la sala quedó en silencio.
—Cuando la gente viaja, no quiere sentirse como en
casa. Desea estar en un lugar que sea mejor que su propio hogar. Cuando un
cliente se hospeda en uno de nuestros establecimientos, nuestro objetivo debe
ser hacer que se quede, no que eche de menos su casa. Si extrañan su hogar, lo
estamos haciendo mal.
Podía ver al señor Lyons sonriendo por el rabillo
del ojo y, una a una, las miradas de los ejecutivos pasaron de ser heladas a
curiosas.
—No sería inteligente aumentar el número de
hoteles que la cadena quiere. He estudiado las cifras, analizado algunos de esos
establecimientos y reducido el número a los tres más lucrativos entre todos los
que ustedes ya habían escogido. El resto del dinero debería destinarse a la
mejora de los otros hoteles. No obtendrán grandes beneficios a menos que proporcionen
una experiencia de lujo, pero sus otros hoteles se quedarán en nada si no los
actualizan a los estándares de lujo que yo les exigiré.
—Pero teníamos presupuestados diez hoteles
diferentes —exclamó alguien.
—Y ahora, tienen tres. Estamos trabajando con el
mismo presupuesto, solo que asignando el dinero de manera diferente —dije.
—¿Cuáles son sus planes con respecto a la mejora
de los hoteles que tenemos actualmente? —preguntó uno de mis compañeros.
—Nos ajustaremos al mismo plazo, todo dentro del
año. Estoy investigando a los contratistas que ustedes emplearon para construir
los hoteles originalmente, y estudiaré bien las cifras antes de empezar. Lo que
me sorprende es que la cadena no haya recibido aún demandas relacionadas con publicidad
falsa. Hay cuatro hoteles que se jactan de tener servicio de habitaciones sin contar
con una cocina —dije.
—Y al mismo tiempo, ¿los otros tres hoteles se van
a construir...? —preguntó alguien.
—Sí, y serán internacionales. La mayor parte de
los ingresos de cualquier cadena hotelera proviene de los viajes
internacionales. Una cadena americana necesita equipar las habitaciones para
que sus clientes se sientan como en un lugar exótico, mientras que proporcionan
algunas de las comodidades que les recuerdan a su hogar. Los viajeros de
negocios de todo el país quieren olvidarse del trabajo tanto como sea posible,
pero los turistas que viajan por todo el mundo desean que se les recuerde algún
parecido con su hogar.
—Eso me suena a basura psicológica —intervino un
hombre bruscamente.
—Y por eso la cadena no está obteniendo los
beneficios que debería generar. Este negocio es 25% construcción, 25% desglose
psicológico y 50% servicio al cliente. Necesitamos todas las piezas para tener
éxito en este mundo, y yo voy a proporcionárselas —les aseguré.
—¿Tienes potestad para hacerlo? —preguntó alguien.
—Es la directora general —respondió un hombre, mientras
entraba por la puerta—. Puede hacer lo que quiera.
Aquel desconocido entró en la sala de reuniones
con la cabeza alta. Llevaba un traje gris, hecho a medida, con una camisa negra
de botones y, de repente, se sentó en la silla vacía que presidía la mesa.
Cuando me miró, supe enseguida quién era.
Oh... Joder.
—Señorita Wilson —dijo, asintiendo con la cabeza—.
Creo que aún no nos han presentado. ¿Sabe quién soy?
—Señorita Wilson, él es...
—Lincoln Collins —respondí—. Por supuesto que sé
quién acaba de sentarse delante de mí.
—Veo que ha amansado a las fieras —dijo—. ¿Le
importaría explicarme qué les ha contado que les tiene tan cautivados?
—Creo que ha sido una mezcla entre mi aspecto y el
hecho de que acabo de tirar todo su plan por la borda —comenté.
—El plan —dijo, asintiendo con la cabeza.
—Sí. Ese en el que íbamos a construir diez hoteles
diferentes en un año. Lo he reducido a tres en los lugares más lucrativos que
habíamos escogido, para que invirtamos el resto del presupuesto en los otros hoteles
que ya hemos establecido, para que podamos redefinir lo que nuestra cadena de
hoteles cree que significa «lujo».
—Suena bien —alabó—. ¿Algo más?
—Sí —dije.
«¿Por qué coño no me llamaste?»
Sus ojos se centraron en mí y enderecé la espalda.
Si no lo hacía, me arriesgaba a desmoronarme completamente, y no podía ser
presa de su mirada.
Otra vez no.
No después de todo lo que ya había soportado.
—¿Le importaría iluminarme? —preguntó.
—Las toallas de sus hoteles son una mierda —dije.
El señor Lyons reprimió la carcajada cuando una
sonrisa me afloró en los labios, y fue entonces cuando Lincoln se levantó de su
asiento y cogió el maletín.
—Creo que quiere decir que las toallas de nuestros hoteles son una mierda —puntualizó.
Y la forma en que pronunció la palabra «nuestros»
me hizo temblar un poco.
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