Capítulo 1
Brantley Adams salió
de su Ford Bronco de 1986 cargado con lo que iba a ser su contribución a la
fiesta, una caja de su cerveza embotellada favorita. Comprobó que las ventanillas
de su viejo SUV estaban subidas para contrarrestar el sofocante calor de
Virginia Beach, lo cerró y se dirigió hacia la casa de
ladrillo blanco y estilo ranchero donde vivía su comandante.
El teniente comandante Max MacDougal —los chicos
del equipo lo llamaban Mad[1] Max
cuando este no los oía—dirigía la unidad de tareas de Brant. No comandaba todo
el Equipo 12 de los SEAL, pero tenía mucha influencia y disfrutaba haciéndose
notar. Celebrar en su hogar cada una de las fiestas nacionales, como la de hoy,
era una de las estrategias que utilizaba para ejercer su poder. Brant se sentía
forzado a asistir, cuando habría preferido estar disfrutando de su día libre.
Mientras se acercaba a la pared encalada, tuvo que
admitir que Max era dueño de una hermosa propiedad, de aproximadamente un acre
de tamaño y situada en el lago Rudee. Parecía humilde en comparación con las
elaboradas construcciones colindantes. La piscina en el patio trasero era una
de las mejores, así como el muelle privado y el dique seco para el barco de
Max. Un garaje para tres coches albergaba su Tahoe y su kit car. A Max le encantaban sus juguetes. También tenía la esposa
más bella y agradable del planeta Tierra, y era una buena amiga de Brant. Por
desgracia, tal y como él lo veía, el comandante la trataba como una posesión
más para realzar su ego.
Al atravesar los adoquines sobre el exuberante
césped, la posibilidad de hacer novillos ralentizó sus pasos. Estas funciones
sociales no eran obligatorias, pero si quería estar a buenas con Max —a nadie
le gustaría lo contrario —no tenía más remedio que dejarse caer por allí. No es
que necesitara besarle el trasero al comandante, ya que no tenía ningún deseo
de ser ascendido a jefe superior —demasiada responsabilidad —le bastaba con ser
el oficial al mando.
«Entonces, ¿por qué estoy aquí?», se preguntó a sí
mismo. La respuesta le vino de inmediato: Quería ver a Rebecca, la esposa de
Max.
Como siempre, tendría que tener cuidado de no
pasar mucho tiempo a solas con ella. Puso los ojos en blanco con fastidio. Max
miraba a Rebecca con recelo, sin ningún motivo. Rebecca era tan genuina como el
pastel de manzana, y Brant no tenía la intención de hacer movimiento alguno con
la esposa de su comandante. ¿Quién podría ser tan estúpido? Solo quería pasar un
rato con ella, y punto final. ¿Era pedir demasiado? Sacudió la cabeza y
ascendió la escalinata delantera, adornada con macetas de geranios, indicativos
del toque femenino de Rebecca.
No se molestó en llamar. Todo el mundo sabía que no
era necesario. Una vez dentro del vestíbulo, pudo ver a través de la gran sala
y las ventanas traseras a la multitud reunida alrededor de la piscina en forma
de concha. La casa parecía desierta, con la excepción de la mujer de cabello
oscuro a la que él esperaba encontrar, Rebecca. Cuando ella entró en el comedor
por las puertas francesas, la expresión de Brant se suavizó al instante.
Él atravesó el salón y el comedor formal, sin
dejar de mirar a los invitados del exterior. Al llegar a la parte trasera de la
cocina, se apoyó en la abertura para ver cómo ella cortaba más apio para el
plato vegetariano.
¿Qué era lo que Rebecca MacDougal había hecho para
que él sonriera por dentro? No se sentía atraído por ella sexualmente, o no
mucho, de todos modos. No era su tipo, no era una de esas rubias con grandes
pechos. Rebecca proyectaba feminidad, pero no la irradiaba como lo hacían
algunas mujeres. Ella representaba todo lo que era honesto, sincero y con
clase.
Le gustaba la forma en que su cabello castaño
brillante —hoy atrapado en una cola de caballo—acariciaba sus hombros cuando se
movía. La longitud de su cuello, la delicada hendidura en su barbilla y la
pequeña porción de su nariz creaban un perfil que nunca se cansaba de contemplar.
—Hola —dijo, dándole una pista de su presencia.
Para su asombro, ella saltó como un gato. Se giró
hacia él con las manos en alto y estuvo a punto de cortarse en la mejilla con
el cuchillo.
—Cuidado, hermana.
—Bronco —dijo ella con alivio bajando las manos—. Dios,
me has asustado.
—Lo siento. —Él se acercó y ella rompió el
contacto visual casi de inmediato. Organizar una de estas grandes fiestas no debía
de ser fácil. La piel de su cara, por lo general suave y resplandeciente,
parecía tensa sobre su frente y alrededor de su boca—. ¿Cómo estás?
—Bien —respondió ella con una sonrisa que remarcó
sus hoyuelos—. La nevera está atrás, por si quieres guardarlas —añadió,
refiriéndose a las cervezas que Brant llevaba en la caja. Después, le dio la
espalda y continuó cortando apio.
Él no se movió. Había algo extraño en la forma en
que ella lo había saludado. No le había preguntado cómo le iba, y ella siempre
se interesaba por saber cómo le iba la vida. Se produjo un silencio incómodo, hasta
que Rebecca lo rompió.
—¿Dónde está tu acompañante?
—No he podido traer a nadie —contestó Brant. La
verdad es que estaba saliendo con dos mujeres a la vez, ambas fanáticas de los
SEAL. La probabilidad de que una se enterase de que la otra había asistido a la
fiesta, hacía que no valiese la pena arriesgarse a un drama inevitable. Además,
había venido a ver a Rebecca, algo que ninguno de sus compañeros entendería.
—Oh, por favor —se mofó ella. La hoja de su
cuchillo golpeaba la tabla de cortar a intervalos regulares.
—Muy bien. Me has pillado. No sabía cuál traer. —Brant
levantó la cerveza sobre el mostrador para poder apoyar la cadera contra ella y
ver cómo trabajaba—. De hecho, estoy cansado de hacer malabares con mujeres.
Creo que voy a probar el celibato por un tiempo —dijo inspirado.
Ella resopló ante lo que percibió como una
falsedad.
—Claro que sí.
—¿No me crees? —Su falta de fe lo hirió—. ¿Acaso
piensas que no podría sobrellevar la soltería?
—Tal vez un día, pero apuesto a que no serías
capaz de aguantar una semana.
—¿De verdad? —Ahora quería demostrarle que estaba
equivocada.
Ella dejó su cuchillo sobre la mesa, giró la
cabeza y lo contempló. Sus ojos se pasearon por su pecho y luego volvieron a su
cara, causando una inesperada emoción en él. Él se quedó mudo, quizá la culpa
era del amplio escote de su vestido estampado, por mucho que tratase de no
mirarlo. Respetaba demasiado a Rebecca para pensar en ella como algo más que
una amiga.
—Inténtalo —sugirió esta, con un duro gesto que él
no entendió—. Veamos cuánto tiempo duras.
«Vaya, algo la ha irritado», pensó Brant. Ahora sabía
que una tormenta se avecinaba tras su agradable fachada.
—¿Qué tiene que ver aquí mi vida sexual? —le
preguntó él.
Rebecca se quedó quieta, parpadeó y desvió su
mirada.
—Nada. —Su dulce boca se convirtió en una especie
de sonrisa—. Lo siento. No es asunto mío—. Ella empezó a dar media vuelta, pero él la agarró
por el codo y la hizo retroceder.
—Espera. —No la había tocado desde aquella
Nochebuena, hacía casi tres años, cuando el comandante le presentó a su nueva
novia. La piel de su antebrazo era lisa y suave. Controló el impulso de
acariciarla con su pulgar—. Algo te molesta, Becca. ¿Quieres hablar de ello?
—Estoy bien —dijo ella con voz contenida.
Cuando las mujeres decían eso, significaba lo
contrario. Un peso de preocupación cayó en la boca del estómago de Brant. Estudió
su mirada, en un intento de leer su mente.
—Sabes que puedes contarme cualquier cosa —murmuró.
Habían hablado de multitud de temas en los últimos
tres años, a través de conversaciones tan estimulantes que él no quería que
terminaran. Pero estas nunca habían sido demasiado íntimas, por razones obvias.
Sus pestañas, largas y curvas, se inclinaron hacia
abajo, mientras ella miraba la bronceada mano aún sobre su antebrazo, aunque no
hizo ningún movimiento para apartarse.
Una ráfaga de aire y el repentino sonido de las
voces le advirtieron que los invitados estaban entrando en la casa. Con una
reticencia que no le importó cuestionar, la liberó, cogió la caja de cerveza y
le dio la espalda. No había dado dos pasos cuando se encontró con el marido de
Rebecca, seguido por el jefe maestre Kuzinsky, quien inspiraba el mismo miedo que
Max, pero también respeto.
Los ojos grises del comandante brillaron al
advertir una mirada suspicaz entre Brant y su esposa.
«¿En serio?», pensó este. ¿El hombre era tan posesivo
que no le gustaba verla a solas con su oficial? ¿O era la reputación de Brant
con las mujeres lo que le molestaba?
—Llegas tarde —gruñó Max, alzándose dos pulgadas por
encima de los seis pies de Brant. Casi igual de ancho que de alto, y con su mata
de pelo castaño ceniza y el bigote de morsa, le recordó un ciclón
extratropical, cargado de bravuconería y destrucción potencial.
Sería mejor no decirle que se suponía que su
asistencia era voluntaria.
Detrás del comandante, Rusty Kuzinsky, de menor
estatura, pero que era considerado el SEAL más grande de la historia por el
número de tiroteos al que había sobrevivido, dio un sutil tirón de su cabeza
color castaño para indicarle a Brant que debería salir y unirse a los demás.
Brant se excusó, esquivó a los dos hombres y se lanzó a la humedad de una tarde
de verano.
El olor a costillas asadas, cloro y citronela lo
golpeó junto con el aire caliente mientras se dirigía hacia la nevera. Colocó su
ofrenda de cerveza en la gigantesca bañera de hielo, abrió una botella y miró a
su alrededor mientras tomaba su primer trago. Su buen amigo Bullfrog flotaba en
la piscina sobre una silla inflable. Brant levantó el brazo para brindar, y
Bullfrog le respondió con su vaso de plástico rojo. Al otro lado de la piscina,
el teniente Sam Sasseville, al que llamaban Sam a secas, y su bonita esposa,
Maddy, se sentaban a la sombra de la glorieta con su recién nacido, dormido en
su capazo. Brant vio un lugar vacío junto a ellos y cruzó a través de la
reunión, pasando a varios miembros más de su unidad a lo largo del camino.
Haiku, el especialista en comunicaciones nipo-americano,
que a menudo hablaba en abstractos acertijos, charlaba con una hermosa joven la
cual reflejaba una expresión de desconcierto en su cara.
Brant se rio por lo bajo e hizo una nota mental para
darle a Haiku un pequeño consejo: «Si quieres impresionar a una chica con un
tamaño de sujetador más grande que su coeficiente intelectual, es mejor que
hables claro, y mejor con cumplidos de una sola palabra».
Corey Cooper, líder del pelotón Charlie,
gesticulaba con muchos aspavientos, de pie al borde de la piscina, mientras
contaba una historia a un puñado de oyentes. Su audiencia incluía a Hack, su
nuevo experto en tecnología, Carl Wolfe, que sabía más sobre la desactivación
de explosivos que ningún otro hombre vivo, Halliday, un exconductor de NASCAR,
y Bamm-Bamm, su lingüista, que podía hablar siete idiomas sin tener aún
veintiún años de edad.
Brant no empujó intencionadamente a Corey Cooper a
la piscina, solo lo rozó, y el subteniente, que todavía no había demostrado ser
el digno sustituto de su predecesor, retirado por una lesión, perdió el
equilibrio y cayó al agua de espaldas, salpicando a todos los que lo habían
estado escuchando.
—¡Bronco! —lo regañó Maddy, a la vez que sacudía
su melena dorada.
Brant no se molestó en defender su inocencia. La
esposa de Sam no le creería de todos modos, ya que lo consideraba el chico malo
del Pelotón Echo. Su apodo, Bronco, no se refería al hecho de que condujera un
viejo utilitario con ese nombre, sino a su experiencia previa a la Marina como jinete
de rodeo[2]. Y era
cierto que había estado en la arena una o dos veces.
Tiempo atrás, se había volcado en las
competiciones en su estado natal de Montana. Pero luego dejó de intentar seguir
los pasos de su famoso padre y trabajó duro para unirse a las filas de los
SEALs de la Marina de los Estados Unidos. Ahora pateaba al enemigo en medio de
la noche y lo mataba de miedo, literalmente. Pese a los rigores de la incómoda
vida en el pelotón, se había divertido más en los últimos ocho años de lo que
jamás habría imaginado.
Sam agarró la mano que Brant le ofreció.
—Ya te echaba de menos, hermano —le dijo, con una
cadencia en su voz que traicionaba su herencia cubana.
Brant se sentó en la silla que estaba a su lado y,
por hábito, barrió con la mirada el escenario en busca de peligros invisibles.
Por supuesto, no había ninguno, a menos que considerase la posibilidad de que
Corey Cooper, borracho, pareciera estar ahogándose en la parte poco profunda al
otro extremo de la piscina. Al examinarlo más de cerca, constató que solo
estaba mostrando su impresionante capacidad pulmonar. Cooper mantenía el récord
del equipo en contener la respiración bajo el agua, con tal de ganar la
aprobación de sus compañeros de equipo.
Brant miró a Sam con alivio. El líder de su
pelotón era un hombre al que podía admirar.
—Había decidido no venir —admitió. Por su propia
voluntad, sus ojos se dirigieron hacia la puerta corrediza de cristal de la
cocina. Allí vio a su comandante, con la misma expresión dura que tenía en el
trabajo cuando daba órdenes, solo que ahora estaba hablando con Rebeca.
—Preguntó por ti —murmuró Sam, siguiendo su
mirada.
—¿Qué te dijo ella? —le preguntó Brant, intrigado.
Este se encogió de hombros.
—Quería saber si ibas o no a presentarte.
En ese momento, Rebecca salió con una bandeja de
verduras en las manos y una débil sonrisa, que no logró marcar los hoyuelos de
sus mejillas. Brant volvió a preocuparse y se preguntó qué podría ir mal. Vio
cómo ella servía la comida y recogía los platos de papel desechados, y se dio
cuenta de que no se estaba mezclando con los invitados como siempre.
—Amigo, será mejor que dejes de mirarla —advirtió
Sam por la comisura de su boca.
Brant le hizo caso y descubrió que Max le dirigió
una mirada glacial mientras se reincorporaba a la fiesta. De pronto, este se
giró con una sonrisa falsa hacia un grupo de oficiales de igual y mayor rango que
el suyo. En lo que respectaba al trato con los altos mandos, nadie podía
eclipsar al comandante.
Brant vació su cerveza de un trago y se levantó.
—Creo que será mejor que rescate a Cooper —le dijo
a Sam. Se quitó la camiseta y las chanclas y se quedó en traje de baño, el cual
llevaba en lugar de los shorts.
Dio tres largos pasos y se deslizó en la piscina, dejando
que el agua fría y clara lo envolviese. Vació sus pulmones de aire para que su
masa corporal sin un gramo de grasa lo llevara hasta el fondo. Allí, contempló
el mundo desde una perspectiva diferente.
El sillón rojo de Bullfrog flotaba en silencio
sobre su cabeza, junto con sus largos y estrechos pies, con los que remaba
tranquilamente. Sus extremidades, además de la longitud de su cuerpo atlético,
lo convertían en un nadador rápido e incansable; de ahí el apodo de Bullfrog[3], ya que
su nombre de pila era Jeremías, el anfibio protagonista de la famosa canción.
Un trío de mujeres estaba sentado en los
escalones, con sus muslos y pantorrillas bien formados y visibles para el
placer de Brant. A su lado, también en el fondo de la piscina, Corey Cooper se
volvió hacia él con recelo. La sonrisa que Brant le dedicó lo empujó a salir a
la superficie en busca de aire.
Brant esperó a que el teniente rellenara sus pulmones
antes de sacudirle los pies. Y entonces comenzó la pelea.
La silueta larguirucha de Cooper le daba una leve
ventaja y consiguió dar rápidas bocanadas en cada impulso hacia el exterior.
Brant no disponía de esa facilidad y tampoco podía aguantar la respiración
durante cinco minutos como él, pero lo que le faltaba en longitud y capacidad
pulmonar, lo compensaba con agilidad, reflejos afilados y ocho años de
experiencia frente a los tres del teniente. Enseguida, animado por los aplausos
de sus compañeros de equipo, le demostró a Cooper que no podría batir al líder
del pelotón Charlie.
Jadeando por el esfuerzo que le supuso derrotar al
hombre más joven, Brant le dio un tirón del pelo a Cooper con buen humor. Por
el rabillo del ojo, vio que Rebecca le sonreía con ironía, y sintió el deseo de
devolverle el gesto como vencedor. Todos los ojos estaban clavados en él, por
lo que decidió que sería imprudente hacerlo y le sonrió a Sam en su lugar.
Solo cuando salió del agua, se permitió volverse
hacia Rebecca, quien le miraba el torso con atención. Ella apartó la vista de
inmediato, pero ya era demasiado tarde. Había visto ese halo aturdido y
hambriento en las caras de otras mujeres. La gratificación que reflejaba era
tan satisfactoria como inapropiada.
El agua goteaba de su cabello y se deslizaba por
su espalda. «¡No!», se dijo a sí mismo con severidad, con la voz del abuelo que
había ayudado a su madre soltera a criarlo. «Esa mujer está fuera de tu alcance».
Y no porque estuviera casada, él había tenido
relaciones con muchas de ellas. Ni siquiera porque fuese la esposa de su
oficial al mando y porque coquetear con ella equivalía a suicidarse. Sino porque
le gustaba mucho. La respetaba. El código que había establecido desde la edad
en que se volvió sexualmente activo era inviolable. Nunca tuvo sexo con una
mujer que le gustara de verdad. Así, nunca cometería el mismo error que su
padre.
Otros tipos le habían dicho que esa regla era
ridícula, pero para él tenía mucho sentido. Podía ser igual que su padre:
carismático, atlético y divertido, pero con una gran diferencia. Nunca le
rompería el corazón a una mujer como hizo su padre con su madre al hacerle creer
en un futuro juntos.
El truco consistía en no pasar un minuto de tiempo
con ninguna mujer que le atrajera; de esa manera nunca se le ocurriría ninguna
idea que desembocara en angustia.
Su enfoque de las relaciones había funcionado de
maravilla durante doce años, y no había motivo para cambiarlo. Pero ¿y si
Rebecca tenía razón? ¿Y si el sexo se había convertido en una necesidad a la
que no podía renunciar ni por una semana?
No, ya lo había hecho muchas veces, como cuando
iba a una misión, donde el acceso a las mujeres era imposible. Aunque eso era
diferente, ya que lo hacía de forma voluntaria.
Desconcertado por su potencial defecto de
carácter, se puso en pie de un salto para buscar algo de comer.
Una hora más tarde, saciado con cerveza y
salchichas, se sentó bajo las sombras del enrejado y cogió en brazos al bebé de
Maddy y Sam para que la pareja pudiera disfrutar de un momento en la piscina.
La pequeña Melinda llevaba un pequeño jersey de algodón rosa, y sus mejillas se
habían engordado en las dos últimas semanas desde su nacimiento. Puede que pareciese
una muñeca, con su pelo oscuro y sus largas pestañas, pero Brant pensó que la
manera crítica en que lo inspeccionaba traicionaba la creciente inteligencia y
el gusto discriminatorio de su madre.
Le hizo una carantoña al bebé para medir su
reacción. Su intensa mirada se convirtió de pronto en un ceño fruncido de desagrado.
Luego, se preguntó qué haría ella si él bizqueara y le sacara la lengua al
mismo tiempo. La respuesta de Melinda no fue la que él esperaba, ya que se
desahogó de forma repentina y poderosa en su pañal. Entonces, para consternación
de Brant, ella soltó un gemido de incomodidad que se convirtió en un quejido
lastimero.
Oh, mierda, literalmente.
Alarmado, trató de captar la atención de Maddy o
Sam, pero estaban empapados en el extremo más alejado de la piscina, absortos por
completo el uno en el otro. Alguien había encendido el estéreo, y la música eclipsaba
el llanto del bebé, lo que normalmente habría llevado a Maddy a volar al
rescate.
Bullfrog, que seguía flotando en el sillón, tomó
nota de su apuro y levantó el vaso para hacer un brindis. Brant miró a su
alrededor buscando un chupete o un biberón. De ningún modo iba a cambiarle el
pañal. Estaba a punto de levantarse y llevar a Melinda con sus padres cuando
una sombra cayó sobre él, proyectada por el sol que se hundía en el horizonte.
—¿Necesitas ayuda? —le preguntó Rebecca. La
diversión brillaba en sus ojos.
—Uh, sí. Creo que se ha ensuciado.
Brant se levantó de la silla para entregarle el
bebé, y sus nudillos rozaron por accidente la curva del pecho de Rebecca. La
repentina aparición de sus pezones contra la fina tela de su vestido fue tan
instantánea como inconfundible. Mantuvo la mirada fija en el bebé y fingió no
darse cuenta, pero el delicado pulso que revoloteaba en el hueco entre sus
delicadas clavículas y la visión de sus pezones erectos lo dejó sin habla.
«Maldita sea, Adams. ¿De verdad eres un bastardo salido?».
El bebé se quedó callado de inmediato, por
supuesto. Rebecca trabajaba como enfermera en urgencias, y su dulce rostro era
un reflejo de su naturaleza afectuosa.
—No te preocupes, te cambiaremos —canturreó, meciendo
a Melinda con habilidad instintiva. Brant se preguntó por qué todavía no tenía
hijos propios y no pudo evitar expresar en voz alta sus pensamientos.
Ella se puso seria.
—Simplemente no ha sucedido —contestó vagamente.
«Un golpe bajo, Adams».
—Lo siento... —Empezó a disculparse, pero ella le
hizo una seña y se dio la vuelta para recoger la bolsa de pañales de Melinda.
—¿Seguro que Maddy quiere que hagas eso? —le preguntó
Brant, mientras ella extendía un paño en un sillón y colocaba al bebé encima
con la intención de cambiarle el pañal.
—Cuidé de Melinda el otro día. —Rebecca lo miró
por encima de su hombro—. ¿Ves? A Maddy le parece bien.
Brant siguió su mirada y encontró a la nueva madre
observándolos con una sonrisa agradecida.
Luego vio cómo Rebecca retiraba el pañal sucio,
limpiaba el área con minuciosidad y le ponía al bebé un pañal nuevo.
El sol del atardecer hacía brillar su cabello
oscuro. Una ligera capa de sudor humedecía su frente y la suave piel de sus
pechos, visible a través del amplio escote. La conocía demasiado bien como para
saber que no podía esperar a tener hijos propios. Qué madre tan increíble sería
también. Tal vez era Max quien no estaba listo.
—Ya está —declaró, guardando la bolsa de pañales y
levantando al bebé en sus brazos. Al ver la mirada de Brant, ella le dirigió
una sonrisa arrepentida—. No ha sido difícil, ¿verdad?
Brant le respondió con una pregunta.
—¿Quieres decirme qué te pasa?
Su gesto apacible se borró en el acto. Atrapó su
labio inferior entre los dientes y miró a Max antes de volverse hacia él con el
ceño fruncido.
—Tienes que prometerme que no se lo dirás a nadie —murmuró.
Brant percibió su nerviosismo.
—Por supuesto.
Rebecca jugueteó con el babero del bebé.
—Anoche vi algo que se suponía que no debía ver.
Su confesión fue tan silenciosa que tuvo que
inclinarse hacia adelante para captar cada palabra que ella pronunció en voz
baja.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué viste exactamente?
—Max estaba usando el ordenador de casa porque su
portátil está en la tienda. Él se marchó un instante y ahí fue cuando lo vi.
Brant miró a través del amplio patio. Bullfrog seguía
sentado en su sillón flotante. Más allá, en uno de los extremos de una mesa al
aire libre, Max charlaba animadamente con Joe Montgomery, el comandante del
cuartel general del Equipo 12.
—¿Qué viste? —preguntó. Imaginó que Rebecca debió
de haber sorprendido a Max hablando con una mujer.
—Una cuenta de inversión a nombre de Max con más
de cincuenta mil dólares.
Él alzó las cejas.
—Eso es mucho dinero.
—Así es. Y no sé nada de ninguna compañía de
inversiones.
—¿Quieres decir que te lo ha ocultado?
Ella asintió lentamente.
—No solo eso. Nuestras deudas han desaparecido. Max
tiene tendencia a comprar cosas que no podemos pagar, como el bote y el kit
car. Sacó una línea de crédito sobre el valor acumulado de la casa para
pagarlos y nuestros gastos mensuales fueron enormes. Llegué a creer que íbamos
a perder nuestro hogar por una ejecución hipotecaria. De repente, la línea de
capital está pagada y tiene dinero de sobra.
Su confesión despertó el interés de Brant.
—¿Sabe que viste la cuenta?
—Sí, me pilló mirándola. —Su voz era sombría. Brant
pensó que Max podía ser bastante aterrador—. Dijo que el dinero pertenecía a la
unidad de tareas —añadió ella tomando aire.
—¿Qué? —preguntó él, incrédulo—. Eso es imposible.
Nuestros gastos pasan por el Grupo de Guerra Especial Naval. ¿Cuál era el nombre
de la firma de inversiones?
—Emile Victor DuPonte —le respondió, desgarrada
por la confesión.
Brant no tuvo que decir lo que ella debía de estar
pensando. Si Max le ocultaba una suma tan grande, ¿qué más ocultaba?
—Lo siento mucho, Becca. —Desearía poder darle el
abrazo que sabía que necesitaba.
—Por favor, no se lo digas a nadie —le pidió, levantando
la vista del bebé, y con los ojos llenos de preocupación.
—Lo juro, no lo haré —le prometió él.
Rebecca asintió, miró por encima de su hombro y
vio que Maddy y Sam habían salido de la piscina y caminaban hacia ellos.
—Recuerda, lo has prometido —insistió.
Ella ya debería saber que podía confiar en él.
—Ni una palabra —juró una vez más.
Capítulo
2
Después de aparcar en
su garaje de tres coches, Rebecca salió del vehículo y desactivó con rapidez el
sistema de seguridad de la casa. La ausencia del Tahoe negro de Max sugería que
él seguía trabajando, pero no era tan ingenua para caer en el engaño. Sabía que
se encontraba en casa, vigilándola en secreto. Rebecca se movió con sigilo a
través del lavadero en dirección a la cocina, tratando de localizar cualquier
sonido.
Juegos mentales. Max solía emplearlos con sus
SEALs para tenerlos en un puño, y ahora se los infligía a su esposa. Era un
bastardo demasiado enfermo. Ella deseó haber sabido antes de casarse que él iba
a tratarla como a uno de sus subordinados en menos de un año.
Por muy bueno que fuera Max a la hora de comandar
a sus hombres, era pésimo para inspirar ternura dentro del matrimonio. El
simple hecho de salir a comprar al supermercado se había convertido en una
prueba, en la cual fracasaba si olvidaba un artículo, por insignificante que
fuera. Un error al emparejar sus calcetines daba lugar a duras charlas sobre la
importancia de prestar atención a los detalles.
Si ella fuera un SEAL novato que se entrena para
la guerra, podría apreciar los intentos de Max por convertirla en el soldado
perfecto. Pero ella era una mujer, no uno de sus hombres, y nunca sería la esposa
perfecta que él exigía, por mucho que se esforzase. Dios sabía que lo había
intentado. Pero cuanto más trataba de complacerlo, más faltas le encontraba él.
Se había dado cuenta, poco a poco al principio, luego con más frecuencia y con
más amargura, de que nunca sería capaz de satisfacerlo. Jamás estaría a la
altura del ideal que él tenía en la cabeza. Últimamente, había comenzado a castigarla
por sus fracasos: ya no había clases de yoga después del trabajo ni viajes a
Hawai para ver a su madre, y la obligaba a lavar y encerar el coche si olvidaba
llenar el depósito de gasolina al volver a casa.
Ella había comprado libros de autoayuda, incluso
los leyó en voz alta para que él los escuchase, pero no sirvió de nada. Le dejó
muy claro que él no era quien tenía un problema. Rebecca empezó a visitar a un
consejero religiosamente. Y había rezado. Pensó que, con paciencia, podría
enseñarle a Max a ser un marido cariñoso y tierno. Pero después de dos años, había
llegado la hora de admitir que su comandante no iba a cambiar. Abandonarlo se
había convertido en la única opción. Era eso o vivir una vida de soledad
marcada por el miedo al fracaso y sus castigos peculiares.
Cuando ella se tropezó con una inflada cuenta
bancaria secreta a nombre de Max, pensó que era su oportunidad. Si tan solo
pudiera verla de nuevo, podría tomar una foto y probar que él le estaba
ocultando dinero. Así tendría un motivo para el divorcio, o eso esperaba. De todas
formas, ¿de dónde había salido ese capital?
Esta era la primera noche en toda la semana en que
ella había llegado a casa antes que él. Dejó sus zapatos de enfermera junto a
la secadora y pasó de puntillas por la cocina en calcetines. Con la alarma
apagada, las cámaras de detección de movimiento no podrían grabarla mientras
caminaba a través de la gran sala. Estaban ahí para disuadir a los ladrones,
pero Rebecca estaba convencida de que Max las usaba para controlarla, por
ejemplo, si ella se atrevía a dormir la siesta después del trabajo en lugar de
empezar a preparar su cena.
Aparte de sus propias pisadas sigilosas y el
tic-tac del reloj en el salón, todo parecía en calma y asumió que se encontraba
sola, al menos, lo estaría por un breve espacio de tiempo. Rebecca soltó el
aire que retenía en sus pulmones.
Entró en el despacho de Max y se sentó en la silla
de cuero frente al escritorio. El latido de su corazón ahogó el zumbido del
ordenador mientras esperaba que la CPU se iniciara y que la red se conectara a
Internet. El portátil de Max estaba infectado con un virus y lo había llevado a
reparar, por lo que se había visto obligado a usar el ordenador de casa. Si no
fuera por esa circunstancia, ella nunca habría sabido de la existencia de ese dinero.
Abrió su propio perfil de Facebook para tener una
coartada por si él aparecía de repente, y accedió al historial del navegador,
con la esperanza de encontrar un enlace directo a su cuenta.
Había dos obstáculos para dejar a Max. El primero
era la política anticuada de Virginia respecto a que ella tenía que alegar una razón,
ya fuera adulterio, comportamiento abusivo, abandono o que él hubiese sido
condenado por un delito. Aunque los juegos mentales de Max eran ligeramente vejatorios,
sería su palabra contra la de él, y puede que un juez no los considerase como
tales. Por lo que ella sabía, no la estaba engañando. No la había abandonado. Solo
quedaba la posibilidad de que infringiese la ley y que ella pudiera demostrarlo.
El segundo obstáculo era que, si lo dejaba y cambiaba
de domicilio para evitar más represalias, él podría acusarla de abandono, lo
que probablemente resultaría en la pérdida de la mitad de sus bienes
matrimoniales, además de cualquier derecho a una manutención compensatoria.
En otras palabras, ella estaba inmersa en su
infierno particular mientras no sorprendiese a Max en una aventura extraconyugal
o en un delito.
En una ocasión, se había atrevido a expresar su
descontento con la esperanza de que él se conformara en aceptar un divorcio sin
más, y lo único que recibió de su parte fue una amenaza. En concreto, que iba a
lamentar el día en que volviera a mencionar el divorcio.
Su vaga, pero grave amenaza, la hizo imaginar mil
opciones y, en todas, sabía que él le haría daño de alguna manera si ella se atrevía
a contradecir sus deseos. Algo que había descubierto sobre Max era que nadie se
salía con la suya después de desafiarlo.
Al inclinarse hacia el monitor, comprobó que la
página con el número de cuenta que había visto la noche anterior había sido
borrada. ¡Max había eliminado las páginas del historial del navegador! Y eso solo
podía significar que tenía algo serio que esconder. Decepcionada, se recostó en
la pesada silla.
Quizá Max tenía otros secretos, aparte de los de su
trabajo. Rebecca cerró el navegador, se levantó y salió del despacho.
La curiosidad la llevó hasta la suite principal,
la última de cuatro dormitorios situada en un pasillo en forma de L. Ligera y
aireada, la habitación era para ella un santuario después de las largas jornadas
en el servicio de urgencias. La había decorado con hermosos tonos marrones y verdes
azulados en deferencia a su marido, quien se limitó a criticar que las cortinas
eran demasiado transparentes.
Se acercó a la cómoda de Max y observó la
elaborada caja de teca tallada que él había traído de su excursión a Malasia.
Rebosante de tarjetas de visita, bolígrafos y monedas sueltas, ella dudaba que albergase
algún misterio, ya que Max se cuidaba mucho de dejar aparcado su trabajo en el
edificio de operaciones especiales de la base. Rebecca revisó el contenido, pero
no encontró nada sospechoso.
Pensativa, entró en su baño de color beige y burdeos.
Mientras se lavaba las manos, su mirada se posó en el frasco de píldoras de
Viagra de Max, escondido detrás de varios botes de vitaminas. Lo examinó y le
sorprendió ver que solo quedaba un puñado de las treinta dosis que contenía el
envase.
Las paredes de la habitación se cernieron sobre
ella y se le aceleró el pulso. No habían tenido tantas relaciones sexuales
durante el último año. ¿Se le habrían caído las píldoras al inodoro sin querer?
¿O es que Max se estaba acostando con otras mujeres?
Curiosamente, la idea de que él le fuese infiel le
inspiró menos consternación que el hecho de que la falta de esas píldoras no representaba
una prueba de adulterio. Tendría que contratar a un detective, y este debía
coger a Max in fraganti.
Puso la botella en su sitio y salió del baño.
La fotografía enmarcada de ambos el día de su boda
la atrajo de nuevo hacia la cómoda. Max, vestido con su uniforme blanco en el
que lucía sus bandas y medallas, aparecía formidable al lado de su esposa mucho
más joven. Doce años mayor que ella, Rebecca pensó en ese instante que quizá había
buscado en él una figura paterna, alguien con una excelente ética de trabajo y
un historial comprobado. Alguien que no dejaría a su familia ni eludiría sus
responsabilidades como hizo su padre.
Admitió que fue un error por su parte. Se había
casado con Max por las razones equivocadas, sin imaginar lo difícil que iba a
ser su matrimonio. Si tan solo pudiera respirar y sonreír, disfrutar de la vida
sin preocuparse constantemente por sus ridículas expectativas… y, lo que era
peor, por sus castigos degradantes al no ser capaz de cumplirlas.
¿Por qué no se iba y dejaba que la acusara de
abandono? ¿De verdad necesitaba la mitad de los bienes matrimoniales y la
manutención conyugal? No, pero había vaciado su propia cuenta de ahorros el año
anterior para hacer frente a la ejecución hipotecaria de la casa. Ella nunca
recuperaría ese dinero si se marchaba. Además, había que considerar la amenaza
de Max. «Lamentarás el día en que me vuelvas a mencionar el divorcio». ¿A qué
se refería exactamente? Rebecca se estremeció ante las imágenes que pasaron por
su mente.
«Estoy atrapada», pensó.
El recuerdo del rostro sonriente de Bronco hizo a
un lado las visiones aterradoras y le produjo un dolor inexplicable.
«No seas estúpida. No lo amas».
No, por supuesto que no. Ella solo quería ser como
él, despreocupada y sin problemas. Y, en días como este, no se le parecía en
absoluto.
Con sus talones hundidos
en la alfombra, Brant se resistió al intento de Bethany de tirar de él por el corto
pasillo hacia su dormitorio. Ya habían consumido la comida para llevar, la
película había terminado, y Bethany quería lo que había venido a buscar, un
buen polvo.
Normalmente, habría estado encantado de complacerla.
No tendría que hablar mucho más de lo que lo había hecho mientras veía la película.
Y llevar a las mujeres al orgasmo tantas veces como fuera posible, era un reto
que nunca se cansaba de perseguir. De hecho, había adquirido habilidades sin
precedentes en esa área, y Bethany estaba decidida a disfrutarlas, solo que él
no tenía ningunas ganas esta noche.
—¿Qué pasa contigo? —Ella empujó su labio inferior
hacia afuera en una mueca. El gesto le habría bastado para hacerlo ceder, pero ahora
le resultó bastante molesto. Ella dejó de tirar de él, se le echó encima y le
restregó por el torso sus enormes pechos.
Sentir sus pezones endurecidos y suplicantes agitó
su libido. Pero luego recordó el desafío de Rebecca: «Apuesto a que no durarías
ni una semana», y su ardor disminuyó. Apartó las manos de Bethany de su nuca y
las mantuvo sujetas.
—Mañana tengo que madrugar.
—¿Y qué?
Levantarse temprano era el procedimiento operativo
estándar, y nunca había dejado que eso le apartara de un buen revolcón.
—Necesito dormir algo —insistió—. Lo siento.
Ella apretó la mandíbula, asombrada.
—¿Hablas en serio?
—Sí. —Le dirigió una mueca de disculpa y la
condujo hacia la puerta principal, luego sacó su bolso de la parte de atrás del
sofá y le colocó el asa en el hombro—. Te llamaré —prometió.
—Oh, ¿y debo estar agradecida por eso? —se burló
ella.
Su evidente angustia lo hizo sentir mal.
—Supongo que no. Lo siento. —Brant agarró el pomo
de la puerta, pero ella bloqueó su intento de girarlo.
—Estás esperando a alguien… —Los ojos de Bethany
brillaron suspicaces—. Es esa chica mestiza, Christiana, ¿no?
A pesar de sus esfuerzos por mantener oculta su
doble vida, sus parejas sexuales parecían haberla descubierto.
—No, Bethany —le aseguró—. No va a venir nadie. Solo
quiero estar solo, es la verdad.
—¡Mentiroso! —Ella lo golpeó con fuerza en la cara
con su bolso.
Maldición, eso había dolido, pero pensó que se lo
merecía, si no por sus acciones de esta noche, por todas las demás.
Al darse cuenta de lo que había hecho, la mujer lo
miró un instante, a la espera de su reacción, pero enseguida se giró hacia la
puerta y se escabulló afuera.
Brant sacó la cabeza y comprobó que huía hacia las
escaleras del pasillo que separaba su apartamento del resto.
—Cuidado con esos zapatos —gritó al verla bajar los
escalones con sus tacones de aguja.
—¡Que te jodan! —Ella giró su rostro, deformado
por la ira y el dolor.
Brant supo que era la última vez que vería a
Bethany, pero solo se sorprendió un poco al darse cuenta de que no había nada en
ella que echaría de menos. Aun así, se encogió de hombros por el daño que le había
causado, aunque solo fuera su decepción por no haber conseguido un rato de sexo.
Porque, si se trataba de que había puesto sus esperanzas en él por haberla
alentado de alguna manera, entonces él se sentiría mucho peor. Aunque había
tratado de no lastimar a ninguna mujer, al fin y al cabo, era igual que su padre.
—Ya no… —murmuró, pero no estaba seguro de lo que
quería decir con sus propias palabras. Todo lo que sabía era que cuando se veía
a sí mismo a través de los ojos de Rebecca, no podía imaginar por qué era amiga
suya. Cerró la puerta de su apartamento y se apoyó en ella.
Pensar en Rebecca lo llevó a preguntarse en qué
andaba Max al ocultarle a su esposa esa cantidad de dinero. ¿Quién o qué era
Emile Victor DuPonte?
Miró su teléfono móvil, que se estaba cargándose,
y barajó la idea de llamar a Rebecca para ver cómo estaba. Ella trabajaba doce
horas diarias en urgencias, una tarea que, en su opinión, requería nervios de
acero. A estas alturas de la noche, ella estaría en casa, pero también Max. Aunque
tuviera su número, si llamaba a la esposa de su comandante, sería destinado a
un equipo de la Costa Oeste en menos de una semana. Una idea estúpida.
Cogió su teléfono, con el deseo de hablar con
alguien. La persona que le vino a la mente fue Hack, el nuevo genio en
tecnología, y decidió que tal vez podría averiguar quién era Emile Victor
DuPonte. Brant ya había buscado el nombre en Google en vano. Accedió a su lista
de contactos, y localizó el de su reciente compañero de equipo.
Stuart Hack Rudolph respondió al primer tono.
—¿Jefe? —preguntó este.
—Sí, soy yo. —Brant se giró para inspeccionar el
caos de su sala de estar. Las cajas de comida para llevar aún llenaban la mesa
de café. Los cojines del sofá estaban todos al revés, y se dispuso a poner
orden mientras hablaba—. ¿Estás ocupado ahora mismo? Necesitaría que me
hicieras un favor personal. —Llevó las cajas y los utensilios de plástico a la
basura y los tiró.
—No, solo estaba jugando con un código, nada demasiado
importante. ¿Qué necesitas?
Costaba acostumbrarse al peculiar acento de Hack. Procedente
del noroeste de Vermont, cuando Brant lo oyó hablar el primer día que se
conocieron, no pudo evitar preguntarle: «¿Qué carajo dices, amigo?».
—Esto va a sonar extraño —le preparó Brant,
enderezando los cojines del sofá—, pero ¿puedes decirme algo sobre el nombre
Emile Victor DuPonte? Creo que es una compañía de inversiones, pero no puedo
encontrarla en Google. Quiero saber dónde está ubicada y en qué invierte. —Mencionar
que Max era el dueño de la cuenta estaba fuera de discusión.
—Claro, Bronco —dijo Hack, sin ninguna duda en su
voz—. Veré qué puedo hacer.
—Gracias. Te debo una caja de cervezas.
—Una botella de vino tinto —le corrigió Hack—. Penfolds
Bin 2 Shiraz. Te costará veintisiete dólares.
—No te vendas tan barato —protestó Brant.
Hack se rio y colgó.
Brant cogió el teléfono, abrió la puerta corrediza
de cristal y salió a su balcón. Desde su apartamento, situado a tres manzanas
de la playa y al sur del congestionado malecón, podía oler y oír el océano,
aunque no lo viera. Una urbanización de casas sobrevaluadas bloqueaba las vistas.
Con una pizca de envidia, pensó en la propiedad de Max junto al muelle. Él
nunca podría comprar algo así, no con el salario de un jefe. ¿Eso lo haría
menos hombre a los ojos de Rebecca?
Se dejó caer en una tumbona, pensativo. Desde que
pasaba la mayor parte de su tiempo libre retozando con sus amiguitas, se había
olvidado de cómo divertirse.
Podría invitar a Bullfrog. El contramaestre de
primera clase estaría leyendo uno de sus libros de filosofía acompañado por una
suave música de guitarra brasileña de fondo. Bullfrog no desperdiciaba su
tiempo con mujeres, sino que lo dedicaba a expandir sus conocimientos. Le sorprendía
que fueran amigos, ya que también eran polos opuestos.
Brant dudó al recordar su promesa a Rebeca de no
contarle a nadie su secreto. No le había revelado demasiado a Hack, ¿verdad? Y
hablar con Bullfrog era como hacerlo consigo mismo. Él jamás chismorreaba. Por
lo tanto, su secreto estaría a salvo y su promesa intacta, si no técnicamente,
al menos, en el sentido en que él la había hecho.
El tono de su teléfono le sugirió que había
llamado a Bullfrog sin darse cuenta, y el saludo distraído de su amigo se lo
confirmó.
—Oye, quiero hablar contigo —dijo Brant—. ¿Puedes
pasarte por aquí?
Por suerte, Bullfrog vivía en el mismo complejo de
apartamentos y en la misma planta, lo que le dejaba pocas excusas para no
cumplir.
—¿Estás solo? —le preguntó este con cautela.
Brant cometió una vez el error de invitarlo cuando
trajo a casa un par de gemelas, antes de descubrir que su amigo no tenía
aventuras de una noche.
—Estaré solo si no vienes —señaló.
Brant oyó a Bullfrog suspirar, y se lo imaginó
cerrando un libro en edición de bolsillo. El hombre se negaba a comprar un lector
de libros electrónicos.
—Iré enseguida.
Horas más tarde, el
teléfono vibratorio de Brant lo despertó de un sueño profundo. Abrió un ojo y
miró la alarma, faltaban quince minutos para que esta sonase.
¿Era un aviso para entrar en acción? Las
condiciones eran propicias para que un huracán apareciera en el Atlántico y, si
se dirigía a Cuba, los SEAL iniciarían una misión que llevaban un año planeando.
Pero un huracán tardaba días en atravesar el océano, así que ese no podía ser el
motivo de la llamada.
Brant gimió. Él y Bullfrog se habían quedado despiertos
hasta altas horas de la madrugada, analizando todas las posibles razones por
las que Max tendría tanto dinero escondido. Sacó el teléfono del cargador y
miró el identificador de llamadas. En efecto, no se trataba de la operación.
—¿Sí? —Se sentó con la esperanza de limpiar las
telarañas de su cerebro.
—Creo que he encontrado lo que buscabas —dijo Hack
sin preámbulos.
Brant se frotó los ojos enrojecidos.
—Amigo, no quería que te pasaras toda la noche
trabajando en ello.
—No te preocupes, jefe. Me desperté diez minutos
antes y di con lo que necesitabas. Escucha esto: Emile Victor DuPonte es el
nombre de una compañía de inversiones suiza.
Mierda. ¿Max había abierto una cuenta en el
extranjero? Bueno, bueno… Los miembros de la comunidad de Operaciones
Especiales no debían hacer algo así.
—Pero eso no es todo —agregó Hack—. Parece que la
compañía ni siquiera es auténtica.
—¿Qué quieres decir?
—No está reconocida por la FINMA, la Autoridad de
Supervisión de los Mercados Financieros de Suiza, como una empresa de gestión
de activos legítima. Puede que esté metida en algo sucio.
Jesús. Los pensamientos de Brant corrieron en
varias direcciones a la vez. ¿Podría presentar ante el Servicio Naval de
Investigación Criminal lo que acababa de averiguar?
—Parece que te debo esa botella de vino —dijo.
—Por suerte para ti, está a la venta en el Oceana
NEX. Pendfolds Bin 2 Shiraz —le recordó Hack—. Solo te costará diecisiete
dólares, si te das prisa.
—Te compraré una botella esta noche —prometió
Brant. Demonios, sorprendería al friki y le compraría dos—. Gracias por la
investigación. Por favor, no menciones este tema a nadie.
—No hay problema. —La voz de Hack adquirió un tono
serio—. Oye, si me necesitas de nuevo, no dudes en llamarme, jefe.
Era estupendo contar con un experto en tecnología,
pero Brant esperaba no tener que aceptar su oferta. Lo que debería hacer es ir
directamente al NCIS y dejar que ellos investigaran los asuntos de Max. ¿Pero
qué pruebas tenía él, además de rumores?
Max no era estúpido. El NCIS no tenía ninguna
jurisdicción en el extranjero, excepto en las bases de la Marina, y ese podría
ser el motivo por el que el comandante había abierto una cuenta bancaria en
Suiza. Pero ¿por qué la necesitaba, si no fuera para algo ilegal?
Eso dejaba a Rebecca en una situación delicada. A Max
debía de preocuparle que ella le contara a alguien lo que había visto. Imaginó
cómo reaccionaría si supiera que ella ya se lo había dicho a Brant.
Visiones perturbadoras lo impulsaron fuera de la
cama. Camino de la ducha, pensó que tal vez había una explicación inocente para
todo esto, pero ¿y si no la hubiera? ¿Y si Max estaba involucrado en algo como
el tráfico de armas, por ejemplo? ¿Quién protegería a Rebecca de ser arrastrada
con él?
Sabía que su padre había muerto siendo ella una adolescente.
Su madre se había casado hacía poco con un oficial de la Guardia Costera, el
cual fue transferido enseguida a Hawaii. Rebecca era hija única. Tenía amigos
en el hospital donde trabajaba, pero ninguno de ellos conocía lo bastante al
verdadero Max como para sentir empatía con su situación.
«Ella me necesita», se dijo con orgullo mientras
se enjabonaba el pecho. Tal vez él no podía proporcionarle el tipo de vida que
su acaudalado esposo le daba, pero podía escucharla cuando ella lo requiriese y
también podía ofrecerle apoyo y protección, si llegaba el caso.
Rebecca rezó en voz
baja mientras el médico de urgencias apretaba los dientes y aplicaba por última
vez las almohadillas del desfibrilador al paciente que se encontraba tumbado en
la camilla.
—¡Vamos! —gritó el doctor Jack Edmonds. El sudor
se deslizó de su sien a su mandíbula, tensa por el esfuerzo. Tenía pocas
esperanzas de que una descarga más consiguiera devolverle la vida al paciente.
Dado su cuerpo demacrado y las marcas de agujas en el interior de sus brazos,
este hombre no estaba en condiciones de recuperarse de la sobredosis que había
detenido su corazón, a pesar de que no parecía tener más de treinta años.
Qué triste. Aquí, en urgencias, lo veía todo el
tiempo. Las drogas, desde el ácido hasta el crack y la heroína, habían
arruinado la vida de muchas personas.
—Se ha ido. —Los hombros del joven doctor se
encorvaron por la derrota mientras apagaba el monitor cardíaco—. Hora de la
muerte, las once y cincuenta y ocho.
Rebecca levantó la sábana de la camilla y la
colocó suavemente sobre el cuerpo medio desnudo del hombre. Su piel bronceada y
desgastada y su cabello decolorado por el sol sugerían que había pasado mucho
tiempo en los muelles en busca de comida sobrante, tal vez robando o mendigando
para conseguir su próxima dosis.
—¿Tenemos alguna identificación? —El doctor
Edmonds frunció el ceño al observar la muñequera con el nombre de John Doe[4] escrito
en ella y sin fecha de nacimiento.
—Los paramédicos dijeron que registraron sus
bolsillos y no encontraron ninguna —tartamudeó la ayudante de la enfermera.
Este era su segundo día en urgencias, y aún estaba bastante verde.
Rebecca cubrió la cara del hombre. Quizá tuviera
familia en algún lugar que quisiera saber lo que le había pasado.
—Maldito desperdicio —dijo el médico, colocando el
desfibrilador de nuevo en su sitio.
Los ojos de la ayudante se llenaron de lágrimas mientras
se alejaba para esterilizar los componentes del desfibrilador.
—Has hecho todo lo que has podido, Jack —aseguró
Rebecca al joven doctor—. Parece que ha estado tratando de escapar de este
mundo durante algún tiempo —agregó. Luego, cogió el brazo que colgaba de la
camilla y lo colocó bajo la sábana.
Jack Edmonds asintió con la cabeza.
—Llévalo a la morgue, ¿quieres? —pidió con voz
ronca—. Quizá sus huellas dactilares nos digan quién es.
—Sí, señor —contestó ella, llevando la pesada
camilla por el pasillo en busca del celador. Al descubrir que este se había
tomado un descanso, optó por llevar el cuerpo al depósito de cadáveres ella
misma. En circunstancias normales, se habría mantenido fuera de la morgue a
cualquier precio. Era una de las áreas del hospital que evitaba con firmeza.
Sin embargo, su deseo de que los seres queridos del fallecido pudieran
encontrarlo, la llevó a superar su aprensión y empujar la camilla hacia el
ascensor.
Llegó al sótano segundos después y dejó el cuerpo
en manos de un joven y afable técnico llamado TJ, quien le dio su palabra de
que le haría saber si alguien venía a reclamarlo. Rebecca huyó de allí y se
preguntó cómo TJ lograba mantener una sonrisa en su cara mientras trabajaba en
un lugar tan morboso.
Aún pensaba en el destino del vagabundo cuando
salió del hospital al final de su jornada laboral. ¿Cómo podía una familia
separarse hasta el punto de que padres, hijos y hermanos cortaran todos los
lazos?
El incidente la llevó de vuelta a un día que preferiría
olvidar. Una mañana de primavera durante su último año de secundaria, su madre
había recibido una llamada telefónica que las dejó a ambas en estado de shock. Ella
cogió las manos de Rebecca y le explicó que un hombre llamado Harold Rivers
había muerto en un hospital de Minneapolis. Por su descripción, era posible que
se tratase del padre de Rebecca.
Frenó delante de una intersección y cerró los ojos
mientras esperaba que la luz se pusiera verde. Todavía podía sentir la fuerza
en los dedos de su madre mientras rezaban juntas para que el tal Harold Rivers
de Minneapolis no fuera su padre y para que él siguiera ahí fuera, en algún
lugar, buscándose a sí mismo, trabajando con sus demonios. Habían conducido
hasta Minneapolis para reconocer el cuerpo y, desgraciadamente, lo hicieron.
El automóvil de atrás tocó el claxon,
sorprendiendo a Rebecca con los ojos abiertos. Aceleró mientras se convencía de
que solo necesitaba volver a casa. No siempre era fácil librarse del trauma que
provocaba el trabajo en urgencias. En este caso, la muerte del vagabundo había
sacado a relucir recuerdos dolorosos, haciendo que los acontecimientos de hacía
una década doliesen tanto como si hubiesen ocurrido ayer. Sabía que se sentiría
mejor cuando llegara al final del muelle y dejara que el suave rumor de las
olas la calmara.
Pero, al llegar a casa, un BMW negro bloqueaba la
entrada a su garaje. ¿Quién podría ser? Ella pulsó el control remoto para abrir
el garaje y esperó. El Tahoe de Max ya estaba aparcado dentro. Enseguida pensó
en las píldoras de Viagra. ¿Y si hay una mujer dentro?
Pero entonces se dio cuenta de que él no sería tan
estúpido como para invitar a una mujer a su casa, no cuando su esposa regresaría
del trabajo en cualquier momento. Con un suspiro, apagó el motor de su coche,
con la intención de averiguar quién era su visitante.
Acababa de dejar el vehículo cuando se abrió la
puerta principal y un hombre moreno de pelo oscuro salió a toda prisa. A punto
de tropezar con una de sus macetas de geranio del porche, esbozó una sonrisa por
encima de su hombro y alisó las arrugas de su chaqueta. La puerta se cerró de
golpe tras él.
¡Max lo había echado de la casa!
Sorprendida e insegura de qué hacer, Rebecca se quedó
congelada junto a la puerta abierta del coche. El desconocido comenzó a
descender los escalones con paso vacilante cuando vio que ella lo estaba
observando. El hombre curvó los labios con afectación y caminó hacia ella.
—Buenas noches, señora —le dijo inclinando su
cabeza mientras se acercaba a la puerta parcialmente abierta.
—Hola. Me haré a un lado para que pueda salir —le
respondió Rebecca, metiendo el pie de nuevo en el coche.
—No hay prisa —dijo él, con un acento callejero
del norte de Nueva York. Sus ojos oscuros estudiaron su cara, y brillaron con
pensamientos privados—. Usted debe de ser la esposa de Max —añadió, extendiendo
hacia ella unos dedos gordos como salchichas.
Rebecca rechazó su mano.
—En efecto. ¿Y usted es…? —La curiosidad la
impulsó a preguntar, aunque su instinto le advertía que se distanciara de
inmediato.
—Puede llamarme Tony. —Dejó caer su mano con una
leve mueca de desprecio—. Nos volveremos a ver —anunció con un guiño.
Ella esperaba que no. Cerró la puerta del coche y
arrancó el motor para cortar la conversación.
En ese instante, Max salió de la casa como un toro
enfurecido y vio que su visitante aún seguía allí. El tal Tony corrió hacia su automóvil,
saltó al asiento del conductor y cerró la puerta con pestillo antes de que Max
pudiera abrirla.
Aterrorizada de que su marido rompiese la ventana del
conductor y golpeara al hombre hasta hacerlo pedazos, Rebecca se apartó del
camino para que el BMW pudiera dar marcha atrás. Este salió a toda velocidad
antes de detenerse, luego, aceleró y rodó a toda velocidad sobre el asfalto, no
sin antes dedicarle a Rebecca un saludo descarado.
Ella permaneció aturdida en el interior de su
Jetta, y se estremeció cuando Max dejó de fijar su incrédula mirada en el BMW para
posarla en su atenta expresión. Levantó un brazo y le hizo un gesto autoritario
para que guardase el coche en el garaje. Rebecca obedeció en silencio.
—¿Qué te ha dicho? —le preguntó Max de inmediato.
—No mucho. —El corazón de Rebecca latía descompasado.
Su intuición le dijo que el extraño visitante tenía algo que ver con el dinero
secreto de Max—. Solo que se llamaba Tony y que nos volveríamos a ver.
—¿Volverlo a ver? Y una mierda. —Una sombra planeó
sobre el rostro de Max—. Olvídate de él —ordenó. A continuación, metió la mano
en el coche y la sacó agarrándola de un brazo.
En este punto, él le habría preguntado cómo le
había ido en el trabajo, por mucho que no escuchase la respuesta de Rebecca.
Pero ella sabía que hoy no iba a hacerlo.
En su lugar, Max activó el sistema de seguridad
ubicado en el garaje, la arrastró hacia la casa y cerró la puerta. Después, se
quedó parado frente a Rebecca.
—No sé quién era ese hombre —declaró él al fin.
Obviamente, era mentira.
—Si lo vuelves a ver, quiero que me llames lo
antes posible —agregó.
«Por
supuesto, no a la policía», pensó Rebecca.
—¿Es peligroso? —preguntó esta.
—Podría serlo. Sabe que soy un SEAL y está en
contra de nuestras acciones militares en Oriente Medio.
—Así que es
un terrorista —dijo Rebecca, aunque no sabía de ninguno que llevase un nombre
italiano.
—Tal vez. Júrame que me lo dirás si vuelves a verlo.
—Vale —le
respondió ella, aunque solo fuese para disipar su ira.
—Lo digo en serio. —Max la agarró con fuerza del
codo y la zarandeó—. Si ves algo sospechoso, házmelo saber. ¿Lo has entendido?
Ella estaba viendo algo sospechoso en ese momento.
—Lo he entendido —Rebecca le dirigió una sonrisa
forzada y él la liberó. Mientras Max se dirigía hacia su despacho, ella se
frotó sus doloridos brazos y supo sin duda alguna que su felicidad había
terminado para siempre, si es que había existido alguna vez.
Pero entonces, una brillante esperanza brotó en la
profunda oscuridad de su corazón. Si Max era condenado por conducta criminal,
lo cual parecía muy probable, entonces tendría un motivo para divorciarse.
[1] En
alusión al personaje de la película Mad
Max. Témino peyorativo que significa «loco» o «rabioso».
[2] En
inglés, Bronc es una modalidad de
rodeo.
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