PÁGINAS

miércoles, 8 de julio de 2020

FRAGMENTO: Aterrizaje forzoso





Capítulo 1




Brantley Adams salió de su Ford Bronco de 1986 cargado con lo que iba a ser su contribución a la fiesta, una caja de su cerveza embotellada favorita. Comprobó que las ventanillas de su viejo SUV estaban subidas para contrarrestar el sofocante calor de Virginia Beach, lo cerró y se dirigió hacia la casa de ladrillo blanco y estilo ranchero donde vivía su comandante.
El teniente comandante Max MacDougal —los chicos del equipo lo llamaban Mad[1] Max cuando este no los oía—dirigía la unidad de tareas de Brant. No comandaba todo el Equipo 12 de los SEAL, pero tenía mucha influencia y disfrutaba haciéndose notar. Celebrar en su hogar cada una de las fiestas nacionales, como la de hoy, era una de las estrategias que utilizaba para ejercer su poder. Brant se sentía forzado a asistir, cuando habría preferido estar disfrutando de su día libre.
Mientras se acercaba a la pared encalada, tuvo que admitir que Max era dueño de una hermosa propiedad, de aproximadamente un acre de tamaño y situada en el lago Rudee. Parecía humilde en comparación con las elaboradas construcciones colindantes. La piscina en el patio trasero era una de las mejores, así como el muelle privado y el dique seco para el barco de Max. Un garaje para tres coches albergaba su Tahoe y su kit car. A Max le encantaban sus juguetes. También tenía la esposa más bella y agradable del planeta Tierra, y era una buena amiga de Brant. Por desgracia, tal y como él lo veía, el comandante la trataba como una posesión más para realzar su ego.
Al atravesar los adoquines sobre el exuberante césped, la posibilidad de hacer novillos ralentizó sus pasos. Estas funciones sociales no eran obligatorias, pero si quería estar a buenas con Max —a nadie le gustaría lo contrario —no tenía más remedio que dejarse caer por allí. No es que necesitara besarle el trasero al comandante, ya que no tenía ningún deseo de ser ascendido a jefe superior —demasiada responsabilidad —le bastaba con ser el oficial al mando.
«Entonces, ¿por qué estoy aquí?», se preguntó a sí mismo. La respuesta le vino de inmediato: Quería ver a Rebecca, la esposa de Max.
Como siempre, tendría que tener cuidado de no pasar mucho tiempo a solas con ella. Puso los ojos en blanco con fastidio. Max miraba a Rebecca con recelo, sin ningún motivo. Rebecca era tan genuina como el pastel de manzana, y Brant no tenía la intención de hacer movimiento alguno con la esposa de su comandante. ¿Quién podría ser tan estúpido? Solo quería pasar un rato con ella, y punto final. ¿Era pedir demasiado? Sacudió la cabeza y ascendió la escalinata delantera, adornada con macetas de geranios, indicativos del toque femenino de Rebecca.
No se molestó en llamar. Todo el mundo sabía que no era necesario. Una vez dentro del vestíbulo, pudo ver a través de la gran sala y las ventanas traseras a la multitud reunida alrededor de la piscina en forma de concha. La casa parecía desierta, con la excepción de la mujer de cabello oscuro a la que él esperaba encontrar, Rebecca. Cuando ella entró en el comedor por las puertas francesas, la expresión de Brant se suavizó al instante.
Él atravesó el salón y el comedor formal, sin dejar de mirar a los invitados del exterior. Al llegar a la parte trasera de la cocina, se apoyó en la abertura para ver cómo ella cortaba más apio para el plato vegetariano.
¿Qué era lo que Rebecca MacDougal había hecho para que él sonriera por dentro? No se sentía atraído por ella sexualmente, o no mucho, de todos modos. No era su tipo, no era una de esas rubias con grandes pechos. Rebecca proyectaba feminidad, pero no la irradiaba como lo hacían algunas mujeres. Ella representaba todo lo que era honesto, sincero y con clase.
Le gustaba la forma en que su cabello castaño brillante —hoy atrapado en una cola de caballo—acariciaba sus hombros cuando se movía. La longitud de su cuello, la delicada hendidura en su barbilla y la pequeña porción de su nariz creaban un perfil que nunca se cansaba de contemplar.
—Hola —dijo, dándole una pista de su presencia.
Para su asombro, ella saltó como un gato. Se giró hacia él con las manos en alto y estuvo a punto de cortarse en la mejilla con el cuchillo.
—Cuidado, hermana.
—Bronco —dijo ella con alivio bajando las manos—. Dios, me has asustado.
—Lo siento. —Él se acercó y ella rompió el contacto visual casi de inmediato. Organizar una de estas grandes fiestas no debía de ser fácil. La piel de su cara, por lo general suave y resplandeciente, parecía tensa sobre su frente y alrededor de su boca—. ¿Cómo estás?
—Bien —respondió ella con una sonrisa que remarcó sus hoyuelos—. La nevera está atrás, por si quieres guardarlas —añadió, refiriéndose a las cervezas que Brant llevaba en la caja. Después, le dio la espalda y continuó cortando apio.
Él no se movió. Había algo extraño en la forma en que ella lo había saludado. No le había preguntado cómo le iba, y ella siempre se interesaba por saber cómo le iba la vida. Se produjo un silencio incómodo, hasta que Rebecca lo rompió.
—¿Dónde está tu acompañante?
—No he podido traer a nadie —contestó Brant. La verdad es que estaba saliendo con dos mujeres a la vez, ambas fanáticas de los SEAL. La probabilidad de que una se enterase de que la otra había asistido a la fiesta, hacía que no valiese la pena arriesgarse a un drama inevitable. Además, había venido a ver a Rebecca, algo que ninguno de sus compañeros entendería.
—Oh, por favor —se mofó ella. La hoja de su cuchillo golpeaba la tabla de cortar a intervalos regulares.
—Muy bien. Me has pillado. No sabía cuál traer. —Brant levantó la cerveza sobre el mostrador para poder apoyar la cadera contra ella y ver cómo trabajaba—. De hecho, estoy cansado de hacer malabares con mujeres. Creo que voy a probar el celibato por un tiempo —dijo inspirado.
Ella resopló ante lo que percibió como una falsedad.
—Claro que sí.
—¿No me crees? —Su falta de fe lo hirió—. ¿Acaso piensas que no podría sobrellevar la soltería?
—Tal vez un día, pero apuesto a que no serías capaz de aguantar una semana.
—¿De verdad? —Ahora quería demostrarle que estaba equivocada.
Ella dejó su cuchillo sobre la mesa, giró la cabeza y lo contempló. Sus ojos se pasearon por su pecho y luego volvieron a su cara, causando una inesperada emoción en él. Él se quedó mudo, quizá la culpa era del amplio escote de su vestido estampado, por mucho que tratase de no mirarlo. Respetaba demasiado a Rebecca para pensar en ella como algo más que una amiga.
—Inténtalo —sugirió esta, con un duro gesto que él no entendió—. Veamos cuánto tiempo duras.
«Vaya, algo la ha irritado», pensó Brant. Ahora sabía que una tormenta se avecinaba tras su agradable fachada.
—¿Qué tiene que ver aquí mi vida sexual? —le preguntó él.
Rebecca se quedó quieta, parpadeó y desvió su mirada.
—Nada. —Su dulce boca se convirtió en una especie de sonrisa—. Lo siento. No es asunto mío—.  Ella empezó a dar media vuelta, pero él la agarró por el codo y la hizo retroceder.
—Espera. —No la había tocado desde aquella Nochebuena, hacía casi tres años, cuando el comandante le presentó a su nueva novia. La piel de su antebrazo era lisa y suave. Controló el impulso de acariciarla con su pulgar—. Algo te molesta, Becca. ¿Quieres hablar de ello?
—Estoy bien —dijo ella con voz contenida.
Cuando las mujeres decían eso, significaba lo contrario. Un peso de preocupación cayó en la boca del estómago de Brant. Estudió su mirada, en un intento de leer su mente.
—Sabes que puedes contarme cualquier cosa —murmuró.
Habían hablado de multitud de temas en los últimos tres años, a través de conversaciones tan estimulantes que él no quería que terminaran. Pero estas nunca habían sido demasiado íntimas, por razones obvias.
Sus pestañas, largas y curvas, se inclinaron hacia abajo, mientras ella miraba la bronceada mano aún sobre su antebrazo, aunque no hizo ningún movimiento para apartarse.
Una ráfaga de aire y el repentino sonido de las voces le advirtieron que los invitados estaban entrando en la casa. Con una reticencia que no le importó cuestionar, la liberó, cogió la caja de cerveza y le dio la espalda. No había dado dos pasos cuando se encontró con el marido de Rebecca, seguido por el jefe maestre Kuzinsky, quien inspiraba el mismo miedo que Max, pero también respeto.
Los ojos grises del comandante brillaron al advertir una mirada suspicaz entre Brant y su esposa.
«¿En serio?», pensó este. ¿El hombre era tan posesivo que no le gustaba verla a solas con su oficial? ¿O era la reputación de Brant con las mujeres lo que le molestaba?
—Llegas tarde —gruñó Max, alzándose dos pulgadas por encima de los seis pies de Brant. Casi igual de ancho que de alto, y con su mata de pelo castaño ceniza y el bigote de morsa, le recordó un ciclón extratropical, cargado de bravuconería y destrucción potencial.
Sería mejor no decirle que se suponía que su asistencia era voluntaria.
Detrás del comandante, Rusty Kuzinsky, de menor estatura, pero que era considerado el SEAL más grande de la historia por el número de tiroteos al que había sobrevivido, dio un sutil tirón de su cabeza color castaño para indicarle a Brant que debería salir y unirse a los demás. Brant se excusó, esquivó a los dos hombres y se lanzó a la humedad de una tarde de verano.
El olor a costillas asadas, cloro y citronela lo golpeó junto con el aire caliente mientras se dirigía hacia la nevera. Colocó su ofrenda de cerveza en la gigantesca bañera de hielo, abrió una botella y miró a su alrededor mientras tomaba su primer trago. Su buen amigo Bullfrog flotaba en la piscina sobre una silla inflable. Brant levantó el brazo para brindar, y Bullfrog le respondió con su vaso de plástico rojo. Al otro lado de la piscina, el teniente Sam Sasseville, al que llamaban Sam a secas, y su bonita esposa, Maddy, se sentaban a la sombra de la glorieta con su recién nacido, dormido en su capazo. Brant vio un lugar vacío junto a ellos y cruzó a través de la reunión, pasando a varios miembros más de su unidad a lo largo del camino.
Haiku, el especialista en comunicaciones nipo-americano, que a menudo hablaba en abstractos acertijos, charlaba con una hermosa joven la cual reflejaba una expresión de desconcierto en su cara.
Brant se rio por lo bajo e hizo una nota mental para darle a Haiku un pequeño consejo: «Si quieres impresionar a una chica con un tamaño de sujetador más grande que su coeficiente intelectual, es mejor que hables claro, y mejor con cumplidos de una sola palabra».
Corey Cooper, líder del pelotón Charlie, gesticulaba con muchos aspavientos, de pie al borde de la piscina, mientras contaba una historia a un puñado de oyentes. Su audiencia incluía a Hack, su nuevo experto en tecnología, Carl Wolfe, que sabía más sobre la desactivación de explosivos que ningún otro hombre vivo, Halliday, un exconductor de NASCAR, y Bamm-Bamm, su lingüista, que podía hablar siete idiomas sin tener aún veintiún años de edad.
Brant no empujó intencionadamente a Corey Cooper a la piscina, solo lo rozó, y el subteniente, que todavía no había demostrado ser el digno sustituto de su predecesor, retirado por una lesión, perdió el equilibrio y cayó al agua de espaldas, salpicando a todos los que lo habían estado escuchando.
—¡Bronco! —lo regañó Maddy, a la vez que sacudía su melena dorada.
Brant no se molestó en defender su inocencia. La esposa de Sam no le creería de todos modos, ya que lo consideraba el chico malo del Pelotón Echo. Su apodo, Bronco, no se refería al hecho de que condujera un viejo utilitario con ese nombre, sino a su experiencia previa a la Marina como jinete de rodeo[2]. Y era cierto que había estado en la arena una o dos veces.
Tiempo atrás, se había volcado en las competiciones en su estado natal de Montana. Pero luego dejó de intentar seguir los pasos de su famoso padre y trabajó duro para unirse a las filas de los SEALs de la Marina de los Estados Unidos. Ahora pateaba al enemigo en medio de la noche y lo mataba de miedo, literalmente. Pese a los rigores de la incómoda vida en el pelotón, se había divertido más en los últimos ocho años de lo que jamás habría imaginado.
Sam agarró la mano que Brant le ofreció.
—Ya te echaba de menos, hermano —le dijo, con una cadencia en su voz que traicionaba su herencia cubana.
Brant se sentó en la silla que estaba a su lado y, por hábito, barrió con la mirada el escenario en busca de peligros invisibles. Por supuesto, no había ninguno, a menos que considerase la posibilidad de que Corey Cooper, borracho, pareciera estar ahogándose en la parte poco profunda al otro extremo de la piscina. Al examinarlo más de cerca, constató que solo estaba mostrando su impresionante capacidad pulmonar. Cooper mantenía el récord del equipo en contener la respiración bajo el agua, con tal de ganar la aprobación de sus compañeros de equipo.
Brant miró a Sam con alivio. El líder de su pelotón era un hombre al que podía admirar.
—Había decidido no venir —admitió. Por su propia voluntad, sus ojos se dirigieron hacia la puerta corrediza de cristal de la cocina. Allí vio a su comandante, con la misma expresión dura que tenía en el trabajo cuando daba órdenes, solo que ahora estaba hablando con Rebeca.
—Preguntó por ti —murmuró Sam, siguiendo su mirada.
—¿Qué te dijo ella? —le preguntó Brant, intrigado.
Este se encogió de hombros.
—Quería saber si ibas o no a presentarte.
En ese momento, Rebecca salió con una bandeja de verduras en las manos y una débil sonrisa, que no logró marcar los hoyuelos de sus mejillas. Brant volvió a preocuparse y se preguntó qué podría ir mal. Vio cómo ella servía la comida y recogía los platos de papel desechados, y se dio cuenta de que no se estaba mezclando con los invitados como siempre.
—Amigo, será mejor que dejes de mirarla —advirtió Sam por la comisura de su boca.
Brant le hizo caso y descubrió que Max le dirigió una mirada glacial mientras se reincorporaba a la fiesta. De pronto, este se giró con una sonrisa falsa hacia un grupo de oficiales de igual y mayor rango que el suyo. En lo que respectaba al trato con los altos mandos, nadie podía eclipsar al comandante.
Brant vació su cerveza de un trago y se levantó.
—Creo que será mejor que rescate a Cooper —le dijo a Sam. Se quitó la camiseta y las chanclas y se quedó en traje de baño, el cual llevaba en lugar de los shorts.
Dio tres largos pasos y se deslizó en la piscina, dejando que el agua fría y clara lo envolviese. Vació sus pulmones de aire para que su masa corporal sin un gramo de grasa lo llevara hasta el fondo. Allí, contempló el mundo desde una perspectiva diferente.
El sillón rojo de Bullfrog flotaba en silencio sobre su cabeza, junto con sus largos y estrechos pies, con los que remaba tranquilamente. Sus extremidades, además de la longitud de su cuerpo atlético, lo convertían en un nadador rápido e incansable; de ahí el apodo de Bullfrog[3], ya que su nombre de pila era Jeremías, el anfibio protagonista de la famosa canción.
Un trío de mujeres estaba sentado en los escalones, con sus muslos y pantorrillas bien formados y visibles para el placer de Brant. A su lado, también en el fondo de la piscina, Corey Cooper se volvió hacia él con recelo. La sonrisa que Brant le dedicó lo empujó a salir a la superficie en busca de aire.
Brant esperó a que el teniente rellenara sus pulmones antes de sacudirle los pies. Y entonces comenzó la pelea.
La silueta larguirucha de Cooper le daba una leve ventaja y consiguió dar rápidas bocanadas en cada impulso hacia el exterior. Brant no disponía de esa facilidad y tampoco podía aguantar la respiración durante cinco minutos como él, pero lo que le faltaba en longitud y capacidad pulmonar, lo compensaba con agilidad, reflejos afilados y ocho años de experiencia frente a los tres del teniente. Enseguida, animado por los aplausos de sus compañeros de equipo, le demostró a Cooper que no podría batir al líder del pelotón Charlie.
Jadeando por el esfuerzo que le supuso derrotar al hombre más joven, Brant le dio un tirón del pelo a Cooper con buen humor. Por el rabillo del ojo, vio que Rebecca le sonreía con ironía, y sintió el deseo de devolverle el gesto como vencedor. Todos los ojos estaban clavados en él, por lo que decidió que sería imprudente hacerlo y le sonrió a Sam en su lugar.
Solo cuando salió del agua, se permitió volverse hacia Rebecca, quien le miraba el torso con atención. Ella apartó la vista de inmediato, pero ya era demasiado tarde. Había visto ese halo aturdido y hambriento en las caras de otras mujeres. La gratificación que reflejaba era tan satisfactoria como inapropiada.
El agua goteaba de su cabello y se deslizaba por su espalda. «¡No!», se dijo a sí mismo con severidad, con la voz del abuelo que había ayudado a su madre soltera a criarlo. «Esa mujer está fuera de tu alcance».
Y no porque estuviera casada, él había tenido relaciones con muchas de ellas. Ni siquiera porque fuese la esposa de su oficial al mando y porque coquetear con ella equivalía a suicidarse. Sino porque le gustaba mucho. La respetaba. El código que había establecido desde la edad en que se volvió sexualmente activo era inviolable. Nunca tuvo sexo con una mujer que le gustara de verdad. Así, nunca cometería el mismo error que su padre.
Otros tipos le habían dicho que esa regla era ridícula, pero para él tenía mucho sentido. Podía ser igual que su padre: carismático, atlético y divertido, pero con una gran diferencia. Nunca le rompería el corazón a una mujer como hizo su padre con su madre al hacerle creer en un futuro juntos.
El truco consistía en no pasar un minuto de tiempo con ninguna mujer que le atrajera; de esa manera nunca se le ocurriría ninguna idea que desembocara en angustia.
Su enfoque de las relaciones había funcionado de maravilla durante doce años, y no había motivo para cambiarlo. Pero ¿y si Rebecca tenía razón? ¿Y si el sexo se había convertido en una necesidad a la que no podía renunciar ni por una semana?
No, ya lo había hecho muchas veces, como cuando iba a una misión, donde el acceso a las mujeres era imposible. Aunque eso era diferente, ya que lo hacía de forma voluntaria.
Desconcertado por su potencial defecto de carácter, se puso en pie de un salto para buscar algo de comer.
Una hora más tarde, saciado con cerveza y salchichas, se sentó bajo las sombras del enrejado y cogió en brazos al bebé de Maddy y Sam para que la pareja pudiera disfrutar de un momento en la piscina. La pequeña Melinda llevaba un pequeño jersey de algodón rosa, y sus mejillas se habían engordado en las dos últimas semanas desde su nacimiento. Puede que pareciese una muñeca, con su pelo oscuro y sus largas pestañas, pero Brant pensó que la manera crítica en que lo inspeccionaba traicionaba la creciente inteligencia y el gusto discriminatorio de su madre.
Le hizo una carantoña al bebé para medir su reacción. Su intensa mirada se convirtió de pronto en un ceño fruncido de desagrado. Luego, se preguntó qué haría ella si él bizqueara y le sacara la lengua al mismo tiempo. La respuesta de Melinda no fue la que él esperaba, ya que se desahogó de forma repentina y poderosa en su pañal. Entonces, para consternación de Brant, ella soltó un gemido de incomodidad que se convirtió en un quejido lastimero.
Oh, mierda, literalmente.
Alarmado, trató de captar la atención de Maddy o Sam, pero estaban empapados en el extremo más alejado de la piscina, absortos por completo el uno en el otro. Alguien había encendido el estéreo, y la música eclipsaba el llanto del bebé, lo que normalmente habría llevado a Maddy a volar al rescate.
Bullfrog, que seguía flotando en el sillón, tomó nota de su apuro y levantó el vaso para hacer un brindis. Brant miró a su alrededor buscando un chupete o un biberón. De ningún modo iba a cambiarle el pañal. Estaba a punto de levantarse y llevar a Melinda con sus padres cuando una sombra cayó sobre él, proyectada por el sol que se hundía en el horizonte.
—¿Necesitas ayuda? —le preguntó Rebecca. La diversión brillaba en sus ojos.
—Uh, sí. Creo que se ha ensuciado.
Brant se levantó de la silla para entregarle el bebé, y sus nudillos rozaron por accidente la curva del pecho de Rebecca. La repentina aparición de sus pezones contra la fina tela de su vestido fue tan instantánea como inconfundible. Mantuvo la mirada fija en el bebé y fingió no darse cuenta, pero el delicado pulso que revoloteaba en el hueco entre sus delicadas clavículas y la visión de sus pezones erectos lo dejó sin habla.
«Maldita sea, Adams. ¿De verdad eres un bastardo salido?».
El bebé se quedó callado de inmediato, por supuesto. Rebecca trabajaba como enfermera en urgencias, y su dulce rostro era un reflejo de su naturaleza afectuosa.
—No te preocupes, te cambiaremos —canturreó, meciendo a Melinda con habilidad instintiva. Brant se preguntó por qué todavía no tenía hijos propios y no pudo evitar expresar en voz alta sus pensamientos.
Ella se puso seria.
—Simplemente no ha sucedido —contestó vagamente.
«Un golpe bajo, Adams».
—Lo siento... —Empezó a disculparse, pero ella le hizo una seña y se dio la vuelta para recoger la bolsa de pañales de Melinda.
—¿Seguro que Maddy quiere que hagas eso? —le preguntó Brant, mientras ella extendía un paño en un sillón y colocaba al bebé encima con la intención de cambiarle el pañal.
—Cuidé de Melinda el otro día. —Rebecca lo miró por encima de su hombro—. ¿Ves? A Maddy le parece bien.
Brant siguió su mirada y encontró a la nueva madre observándolos con una sonrisa agradecida.
Luego vio cómo Rebecca retiraba el pañal sucio, limpiaba el área con minuciosidad y le ponía al bebé un pañal nuevo.
El sol del atardecer hacía brillar su cabello oscuro. Una ligera capa de sudor humedecía su frente y la suave piel de sus pechos, visible a través del amplio escote. La conocía demasiado bien como para saber que no podía esperar a tener hijos propios. Qué madre tan increíble sería también. Tal vez era Max quien no estaba listo.
—Ya está —declaró, guardando la bolsa de pañales y levantando al bebé en sus brazos. Al ver la mirada de Brant, ella le dirigió una sonrisa arrepentida—. No ha sido difícil, ¿verdad?
Brant le respondió con una pregunta.
—¿Quieres decirme qué te pasa?
Su gesto apacible se borró en el acto. Atrapó su labio inferior entre los dientes y miró a Max antes de volverse hacia él con el ceño fruncido.
—Tienes que prometerme que no se lo dirás a nadie —murmuró.
Brant percibió su nerviosismo.
—Por supuesto.
Rebecca jugueteó con el babero del bebé.
—Anoche vi algo que se suponía que no debía ver.
Su confesión fue tan silenciosa que tuvo que inclinarse hacia adelante para captar cada palabra que ella pronunció en voz baja.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué viste exactamente?
—Max estaba usando el ordenador de casa porque su portátil está en la tienda. Él se marchó un instante y ahí fue cuando lo vi.
Brant miró a través del amplio patio. Bullfrog seguía sentado en su sillón flotante. Más allá, en uno de los extremos de una mesa al aire libre, Max charlaba animadamente con Joe Montgomery, el comandante del cuartel general del Equipo 12.
—¿Qué viste? —preguntó. Imaginó que Rebecca debió de haber sorprendido a Max hablando con una mujer.
—Una cuenta de inversión a nombre de Max con más de cincuenta mil dólares.
Él alzó las cejas.
—Eso es mucho dinero.
—Así es. Y no sé nada de ninguna compañía de inversiones.
—¿Quieres decir que te lo ha ocultado?
Ella asintió lentamente.
—No solo eso. Nuestras deudas han desaparecido. Max tiene tendencia a comprar cosas que no podemos pagar, como el bote y el kit car. Sacó una línea de crédito sobre el valor acumulado de la casa para pagarlos y nuestros gastos mensuales fueron enormes. Llegué a creer que íbamos a perder nuestro hogar por una ejecución hipotecaria. De repente, la línea de capital está pagada y tiene dinero de sobra.
Su confesión despertó el interés de Brant.
—¿Sabe que viste la cuenta?
—Sí, me pilló mirándola. —Su voz era sombría. Brant pensó que Max podía ser bastante aterrador—. Dijo que el dinero pertenecía a la unidad de tareas —añadió ella tomando aire.
—¿Qué? —preguntó él, incrédulo—. Eso es imposible. Nuestros gastos pasan por el Grupo de Guerra Especial Naval. ¿Cuál era el nombre de la firma de inversiones?
—Emile Victor DuPonte —le respondió, desgarrada por la confesión.
Brant no tuvo que decir lo que ella debía de estar pensando. Si Max le ocultaba una suma tan grande, ¿qué más ocultaba?
—Lo siento mucho, Becca. —Desearía poder darle el abrazo que sabía que necesitaba.
—Por favor, no se lo digas a nadie —le pidió, levantando la vista del bebé, y con los ojos llenos de preocupación.
—Lo juro, no lo haré —le prometió él.
Rebecca asintió, miró por encima de su hombro y vio que Maddy y Sam habían salido de la piscina y caminaban hacia ellos.
—Recuerda, lo has prometido —insistió.
Ella ya debería saber que podía confiar en él.
—Ni una palabra —juró una vez más.


Capítulo 2




Después de aparcar en su garaje de tres coches, Rebecca salió del vehículo y desactivó con rapidez el sistema de seguridad de la casa. La ausencia del Tahoe negro de Max sugería que él seguía trabajando, pero no era tan ingenua para caer en el engaño. Sabía que se encontraba en casa, vigilándola en secreto. Rebecca se movió con sigilo a través del lavadero en dirección a la cocina, tratando de localizar cualquier sonido.
Juegos mentales. Max solía emplearlos con sus SEALs para tenerlos en un puño, y ahora se los infligía a su esposa. Era un bastardo demasiado enfermo. Ella deseó haber sabido antes de casarse que él iba a tratarla como a uno de sus subordinados en menos de un año.
Por muy bueno que fuera Max a la hora de comandar a sus hombres, era pésimo para inspirar ternura dentro del matrimonio. El simple hecho de salir a comprar al supermercado se había convertido en una prueba, en la cual fracasaba si olvidaba un artículo, por insignificante que fuera. Un error al emparejar sus calcetines daba lugar a duras charlas sobre la importancia de prestar atención a los detalles.
Si ella fuera un SEAL novato que se entrena para la guerra, podría apreciar los intentos de Max por convertirla en el soldado perfecto. Pero ella era una mujer, no uno de sus hombres, y nunca sería la esposa perfecta que él exigía, por mucho que se esforzase. Dios sabía que lo había intentado. Pero cuanto más trataba de complacerlo, más faltas le encontraba él. Se había dado cuenta, poco a poco al principio, luego con más frecuencia y con más amargura, de que nunca sería capaz de satisfacerlo. Jamás estaría a la altura del ideal que él tenía en la cabeza. Últimamente, había comenzado a castigarla por sus fracasos: ya no había clases de yoga después del trabajo ni viajes a Hawai para ver a su madre, y la obligaba a lavar y encerar el coche si olvidaba llenar el depósito de gasolina al volver a casa.
Ella había comprado libros de autoayuda, incluso los leyó en voz alta para que él los escuchase, pero no sirvió de nada. Le dejó muy claro que él no era quien tenía un problema. Rebecca empezó a visitar a un consejero religiosamente. Y había rezado. Pensó que, con paciencia, podría enseñarle a Max a ser un marido cariñoso y tierno. Pero después de dos años, había llegado la hora de admitir que su comandante no iba a cambiar. Abandonarlo se había convertido en la única opción. Era eso o vivir una vida de soledad marcada por el miedo al fracaso y sus castigos peculiares.
Cuando ella se tropezó con una inflada cuenta bancaria secreta a nombre de Max, pensó que era su oportunidad. Si tan solo pudiera verla de nuevo, podría tomar una foto y probar que él le estaba ocultando dinero. Así tendría un motivo para el divorcio, o eso esperaba. De todas formas, ¿de dónde había salido ese capital?
Esta era la primera noche en toda la semana en que ella había llegado a casa antes que él. Dejó sus zapatos de enfermera junto a la secadora y pasó de puntillas por la cocina en calcetines. Con la alarma apagada, las cámaras de detección de movimiento no podrían grabarla mientras caminaba a través de la gran sala. Estaban ahí para disuadir a los ladrones, pero Rebecca estaba convencida de que Max las usaba para controlarla, por ejemplo, si ella se atrevía a dormir la siesta después del trabajo en lugar de empezar a preparar su cena.
Aparte de sus propias pisadas sigilosas y el tic-tac del reloj en el salón, todo parecía en calma y asumió que se encontraba sola, al menos, lo estaría por un breve espacio de tiempo. Rebecca soltó el aire que retenía en sus pulmones.
Entró en el despacho de Max y se sentó en la silla de cuero frente al escritorio. El latido de su corazón ahogó el zumbido del ordenador mientras esperaba que la CPU se iniciara y que la red se conectara a Internet. El portátil de Max estaba infectado con un virus y lo había llevado a reparar, por lo que se había visto obligado a usar el ordenador de casa. Si no fuera por esa circunstancia, ella nunca habría sabido de la existencia de ese dinero.
Abrió su propio perfil de Facebook para tener una coartada por si él aparecía de repente, y accedió al historial del navegador, con la esperanza de encontrar un enlace directo a su cuenta.
Había dos obstáculos para dejar a Max. El primero era la política anticuada de Virginia respecto a que ella tenía que alegar una razón, ya fuera adulterio, comportamiento abusivo, abandono o que él hubiese sido condenado por un delito. Aunque los juegos mentales de Max eran ligeramente vejatorios, sería su palabra contra la de él, y puede que un juez no los considerase como tales. Por lo que ella sabía, no la estaba engañando. No la había abandonado. Solo quedaba la posibilidad de que infringiese la ley y que ella pudiera demostrarlo.
El segundo obstáculo era que, si lo dejaba y cambiaba de domicilio para evitar más represalias, él podría acusarla de abandono, lo que probablemente resultaría en la pérdida de la mitad de sus bienes matrimoniales, además de cualquier derecho a una manutención compensatoria.
En otras palabras, ella estaba inmersa en su infierno particular mientras no sorprendiese a Max en una aventura extraconyugal o en un delito.
En una ocasión, se había atrevido a expresar su descontento con la esperanza de que él se conformara en aceptar un divorcio sin más, y lo único que recibió de su parte fue una amenaza. En concreto, que iba a lamentar el día en que volviera a mencionar el divorcio.
Su vaga, pero grave amenaza, la hizo imaginar mil opciones y, en todas, sabía que él le haría daño de alguna manera si ella se atrevía a contradecir sus deseos. Algo que había descubierto sobre Max era que nadie se salía con la suya después de desafiarlo.
Al inclinarse hacia el monitor, comprobó que la página con el número de cuenta que había visto la noche anterior había sido borrada. ¡Max había eliminado las páginas del historial del navegador! Y eso solo podía significar que tenía algo serio que esconder. Decepcionada, se recostó en la pesada silla.
Quizá Max tenía otros secretos, aparte de los de su trabajo. Rebecca cerró el navegador, se levantó y salió del despacho.
La curiosidad la llevó hasta la suite principal, la última de cuatro dormitorios situada en un pasillo en forma de L. Ligera y aireada, la habitación era para ella un santuario después de las largas jornadas en el servicio de urgencias. La había decorado con hermosos tonos marrones y verdes azulados en deferencia a su marido, quien se limitó a criticar que las cortinas eran demasiado transparentes.
Se acercó a la cómoda de Max y observó la elaborada caja de teca tallada que él había traído de su excursión a Malasia. Rebosante de tarjetas de visita, bolígrafos y monedas sueltas, ella dudaba que albergase algún misterio, ya que Max se cuidaba mucho de dejar aparcado su trabajo en el edificio de operaciones especiales de la base. Rebecca revisó el contenido, pero no encontró nada sospechoso.
Pensativa, entró en su baño de color beige y burdeos. Mientras se lavaba las manos, su mirada se posó en el frasco de píldoras de Viagra de Max, escondido detrás de varios botes de vitaminas. Lo examinó y le sorprendió ver que solo quedaba un puñado de las treinta dosis que contenía el envase.
Las paredes de la habitación se cernieron sobre ella y se le aceleró el pulso. No habían tenido tantas relaciones sexuales durante el último año. ¿Se le habrían caído las píldoras al inodoro sin querer? ¿O es que Max se estaba acostando con otras mujeres?
Curiosamente, la idea de que él le fuese infiel le inspiró menos consternación que el hecho de que la falta de esas píldoras no representaba una prueba de adulterio. Tendría que contratar a un detective, y este debía coger a Max in fraganti.
Puso la botella en su sitio y salió del baño.
La fotografía enmarcada de ambos el día de su boda la atrajo de nuevo hacia la cómoda. Max, vestido con su uniforme blanco en el que lucía sus bandas y medallas, aparecía formidable al lado de su esposa mucho más joven. Doce años mayor que ella, Rebecca pensó en ese instante que quizá había buscado en él una figura paterna, alguien con una excelente ética de trabajo y un historial comprobado. Alguien que no dejaría a su familia ni eludiría sus responsabilidades como hizo su padre.
Admitió que fue un error por su parte. Se había casado con Max por las razones equivocadas, sin imaginar lo difícil que iba a ser su matrimonio. Si tan solo pudiera respirar y sonreír, disfrutar de la vida sin preocuparse constantemente por sus ridículas expectativas… y, lo que era peor, por sus castigos degradantes al no ser capaz de cumplirlas.
¿Por qué no se iba y dejaba que la acusara de abandono? ¿De verdad necesitaba la mitad de los bienes matrimoniales y la manutención conyugal? No, pero había vaciado su propia cuenta de ahorros el año anterior para hacer frente a la ejecución hipotecaria de la casa. Ella nunca recuperaría ese dinero si se marchaba. Además, había que considerar la amenaza de Max. «Lamentarás el día en que me vuelvas a mencionar el divorcio». ¿A qué se refería exactamente? Rebecca se estremeció ante las imágenes que pasaron por su mente.
«Estoy atrapada», pensó.
El recuerdo del rostro sonriente de Bronco hizo a un lado las visiones aterradoras y le produjo un dolor inexplicable.
«No seas estúpida. No lo amas».
No, por supuesto que no. Ella solo quería ser como él, despreocupada y sin problemas. Y, en días como este, no se le parecía en absoluto.


Con sus talones hundidos en la alfombra, Brant se resistió al intento de Bethany de tirar de él por el corto pasillo hacia su dormitorio. Ya habían consumido la comida para llevar, la película había terminado, y Bethany quería lo que había venido a buscar, un buen polvo.
Normalmente, habría estado encantado de complacerla. No tendría que hablar mucho más de lo que lo había hecho mientras veía la película. Y llevar a las mujeres al orgasmo tantas veces como fuera posible, era un reto que nunca se cansaba de perseguir. De hecho, había adquirido habilidades sin precedentes en esa área, y Bethany estaba decidida a disfrutarlas, solo que él no tenía ningunas ganas esta noche.
—¿Qué pasa contigo? —Ella empujó su labio inferior hacia afuera en una mueca. El gesto le habría bastado para hacerlo ceder, pero ahora le resultó bastante molesto. Ella dejó de tirar de él, se le echó encima y le restregó por el torso sus enormes pechos.
Sentir sus pezones endurecidos y suplicantes agitó su libido. Pero luego recordó el desafío de Rebecca: «Apuesto a que no durarías ni una semana», y su ardor disminuyó. Apartó las manos de Bethany de su nuca y las mantuvo sujetas.
—Mañana tengo que madrugar.
—¿Y qué?
Levantarse temprano era el procedimiento operativo estándar, y nunca había dejado que eso le apartara de un buen revolcón.
—Necesito dormir algo —insistió—. Lo siento.
Ella apretó la mandíbula, asombrada.
—¿Hablas en serio?
—Sí. —Le dirigió una mueca de disculpa y la condujo hacia la puerta principal, luego sacó su bolso de la parte de atrás del sofá y le colocó el asa en el hombro—. Te llamaré —prometió.
—Oh, ¿y debo estar agradecida por eso? —se burló ella.
Su evidente angustia lo hizo sentir mal.
—Supongo que no. Lo siento. —Brant agarró el pomo de la puerta, pero ella bloqueó su intento de girarlo.
—Estás esperando a alguien… —Los ojos de Bethany brillaron suspicaces—. Es esa chica mestiza, Christiana, ¿no?
A pesar de sus esfuerzos por mantener oculta su doble vida, sus parejas sexuales parecían haberla descubierto.
—No, Bethany —le aseguró—. No va a venir nadie. Solo quiero estar solo, es la verdad.
—¡Mentiroso! —Ella lo golpeó con fuerza en la cara con su bolso.
Maldición, eso había dolido, pero pensó que se lo merecía, si no por sus acciones de esta noche, por todas las demás.
Al darse cuenta de lo que había hecho, la mujer lo miró un instante, a la espera de su reacción, pero enseguida se giró hacia la puerta y se escabulló afuera.
Brant sacó la cabeza y comprobó que huía hacia las escaleras del pasillo que separaba su apartamento del resto.
—Cuidado con esos zapatos —gritó al verla bajar los escalones con sus tacones de aguja.
—¡Que te jodan! —Ella giró su rostro, deformado por la ira y el dolor.
Brant supo que era la última vez que vería a Bethany, pero solo se sorprendió un poco al darse cuenta de que no había nada en ella que echaría de menos. Aun así, se encogió de hombros por el daño que le había causado, aunque solo fuera su decepción por no haber conseguido un rato de sexo. Porque, si se trataba de que había puesto sus esperanzas en él por haberla alentado de alguna manera, entonces él se sentiría mucho peor. Aunque había tratado de no lastimar a ninguna mujer, al fin y al cabo, era igual que su padre.
—Ya no… —murmuró, pero no estaba seguro de lo que quería decir con sus propias palabras. Todo lo que sabía era que cuando se veía a sí mismo a través de los ojos de Rebecca, no podía imaginar por qué era amiga suya. Cerró la puerta de su apartamento y se apoyó en ella.
Pensar en Rebecca lo llevó a preguntarse en qué andaba Max al ocultarle a su esposa esa cantidad de dinero. ¿Quién o qué era Emile Victor DuPonte?
Miró su teléfono móvil, que se estaba cargándose, y barajó la idea de llamar a Rebecca para ver cómo estaba. Ella trabajaba doce horas diarias en urgencias, una tarea que, en su opinión, requería nervios de acero. A estas alturas de la noche, ella estaría en casa, pero también Max. Aunque tuviera su número, si llamaba a la esposa de su comandante, sería destinado a un equipo de la Costa Oeste en menos de una semana. Una idea estúpida.
Cogió su teléfono, con el deseo de hablar con alguien. La persona que le vino a la mente fue Hack, el nuevo genio en tecnología, y decidió que tal vez podría averiguar quién era Emile Victor DuPonte. Brant ya había buscado el nombre en Google en vano. Accedió a su lista de contactos, y localizó el de su reciente compañero de equipo.
Stuart Hack Rudolph respondió al primer tono.
—¿Jefe? —preguntó este.
—Sí, soy yo. —Brant se giró para inspeccionar el caos de su sala de estar. Las cajas de comida para llevar aún llenaban la mesa de café. Los cojines del sofá estaban todos al revés, y se dispuso a poner orden mientras hablaba—. ¿Estás ocupado ahora mismo? Necesitaría que me hicieras un favor personal. —Llevó las cajas y los utensilios de plástico a la basura y los tiró.
—No, solo estaba jugando con un código, nada demasiado importante. ¿Qué necesitas?
Costaba acostumbrarse al peculiar acento de Hack. Procedente del noroeste de Vermont, cuando Brant lo oyó hablar el primer día que se conocieron, no pudo evitar preguntarle: «¿Qué carajo dices, amigo?».
—Esto va a sonar extraño —le preparó Brant, enderezando los cojines del sofá—, pero ¿puedes decirme algo sobre el nombre Emile Victor DuPonte? Creo que es una compañía de inversiones, pero no puedo encontrarla en Google. Quiero saber dónde está ubicada y en qué invierte. —Mencionar que Max era el dueño de la cuenta estaba fuera de discusión.
—Claro, Bronco —dijo Hack, sin ninguna duda en su voz—. Veré qué puedo hacer.
—Gracias. Te debo una caja de cervezas.
—Una botella de vino tinto —le corrigió Hack—. Penfolds Bin 2 Shiraz. Te costará veintisiete dólares.
—No te vendas tan barato —protestó Brant.
Hack se rio y colgó.
Brant cogió el teléfono, abrió la puerta corrediza de cristal y salió a su balcón. Desde su apartamento, situado a tres manzanas de la playa y al sur del congestionado malecón, podía oler y oír el océano, aunque no lo viera. Una urbanización de casas sobrevaluadas bloqueaba las vistas. Con una pizca de envidia, pensó en la propiedad de Max junto al muelle. Él nunca podría comprar algo así, no con el salario de un jefe. ¿Eso lo haría menos hombre a los ojos de Rebecca?
Se dejó caer en una tumbona, pensativo. Desde que pasaba la mayor parte de su tiempo libre retozando con sus amiguitas, se había olvidado de cómo divertirse.
Podría invitar a Bullfrog. El contramaestre de primera clase estaría leyendo uno de sus libros de filosofía acompañado por una suave música de guitarra brasileña de fondo. Bullfrog no desperdiciaba su tiempo con mujeres, sino que lo dedicaba a expandir sus conocimientos. Le sorprendía que fueran amigos, ya que también eran polos opuestos.
Brant dudó al recordar su promesa a Rebeca de no contarle a nadie su secreto. No le había revelado demasiado a Hack, ¿verdad? Y hablar con Bullfrog era como hacerlo consigo mismo. Él jamás chismorreaba. Por lo tanto, su secreto estaría a salvo y su promesa intacta, si no técnicamente, al menos, en el sentido en que él la había hecho.
El tono de su teléfono le sugirió que había llamado a Bullfrog sin darse cuenta, y el saludo distraído de su amigo se lo confirmó.
—Oye, quiero hablar contigo —dijo Brant—. ¿Puedes pasarte por aquí?
Por suerte, Bullfrog vivía en el mismo complejo de apartamentos y en la misma planta, lo que le dejaba pocas excusas para no cumplir.
—¿Estás solo? —le preguntó este con cautela.
Brant cometió una vez el error de invitarlo cuando trajo a casa un par de gemelas, antes de descubrir que su amigo no tenía aventuras de una noche.
—Estaré solo si no vienes —señaló.
Brant oyó a Bullfrog suspirar, y se lo imaginó cerrando un libro en edición de bolsillo. El hombre se negaba a comprar un lector de libros electrónicos.
—Iré enseguida.


Horas más tarde, el teléfono vibratorio de Brant lo despertó de un sueño profundo. Abrió un ojo y miró la alarma, faltaban quince minutos para que esta sonase.
¿Era un aviso para entrar en acción? Las condiciones eran propicias para que un huracán apareciera en el Atlántico y, si se dirigía a Cuba, los SEAL iniciarían una misión que llevaban un año planeando. Pero un huracán tardaba días en atravesar el océano, así que ese no podía ser el motivo de la llamada.
Brant gimió. Él y Bullfrog se habían quedado despiertos hasta altas horas de la madrugada, analizando todas las posibles razones por las que Max tendría tanto dinero escondido. Sacó el teléfono del cargador y miró el identificador de llamadas. En efecto, no se trataba de la operación.
—¿Sí? —Se sentó con la esperanza de limpiar las telarañas de su cerebro.
—Creo que he encontrado lo que buscabas —dijo Hack sin preámbulos.
Brant se frotó los ojos enrojecidos.
—Amigo, no quería que te pasaras toda la noche trabajando en ello.
—No te preocupes, jefe. Me desperté diez minutos antes y di con lo que necesitabas. Escucha esto: Emile Victor DuPonte es el nombre de una compañía de inversiones suiza.
Mierda. ¿Max había abierto una cuenta en el extranjero? Bueno, bueno… Los miembros de la comunidad de Operaciones Especiales no debían hacer algo así.
—Pero eso no es todo —agregó Hack—. Parece que la compañía ni siquiera es auténtica.
—¿Qué quieres decir?
—No está reconocida por la FINMA, la Autoridad de Supervisión de los Mercados Financieros de Suiza, como una empresa de gestión de activos legítima. Puede que esté metida en algo sucio.
Jesús. Los pensamientos de Brant corrieron en varias direcciones a la vez. ¿Podría presentar ante el Servicio Naval de Investigación Criminal lo que acababa de averiguar?
—Parece que te debo esa botella de vino —dijo.
—Por suerte para ti, está a la venta en el Oceana NEX. Pendfolds Bin 2 Shiraz —le recordó Hack—. Solo te costará diecisiete dólares, si te das prisa.
—Te compraré una botella esta noche —prometió Brant. Demonios, sorprendería al friki y le compraría dos—. Gracias por la investigación. Por favor, no menciones este tema a nadie.
—No hay problema. —La voz de Hack adquirió un tono serio—. Oye, si me necesitas de nuevo, no dudes en llamarme, jefe.
Era estupendo contar con un experto en tecnología, pero Brant esperaba no tener que aceptar su oferta. Lo que debería hacer es ir directamente al NCIS y dejar que ellos investigaran los asuntos de Max. ¿Pero qué pruebas tenía él, además de rumores?
Max no era estúpido. El NCIS no tenía ninguna jurisdicción en el extranjero, excepto en las bases de la Marina, y ese podría ser el motivo por el que el comandante había abierto una cuenta bancaria en Suiza. Pero ¿por qué la necesitaba, si no fuera para algo ilegal?
Eso dejaba a Rebecca en una situación delicada. A Max debía de preocuparle que ella le contara a alguien lo que había visto. Imaginó cómo reaccionaría si supiera que ella ya se lo había dicho a Brant.
Visiones perturbadoras lo impulsaron fuera de la cama. Camino de la ducha, pensó que tal vez había una explicación inocente para todo esto, pero ¿y si no la hubiera? ¿Y si Max estaba involucrado en algo como el tráfico de armas, por ejemplo? ¿Quién protegería a Rebecca de ser arrastrada con él?
Sabía que su padre había muerto siendo ella una adolescente. Su madre se había casado hacía poco con un oficial de la Guardia Costera, el cual fue transferido enseguida a Hawaii. Rebecca era hija única. Tenía amigos en el hospital donde trabajaba, pero ninguno de ellos conocía lo bastante al verdadero Max como para sentir empatía con su situación.
«Ella me necesita», se dijo con orgullo mientras se enjabonaba el pecho. Tal vez él no podía proporcionarle el tipo de vida que su acaudalado esposo le daba, pero podía escucharla cuando ella lo requiriese y también podía ofrecerle apoyo y protección, si llegaba el caso.


Rebecca rezó en voz baja mientras el médico de urgencias apretaba los dientes y aplicaba por última vez las almohadillas del desfibrilador al paciente que se encontraba tumbado en la camilla.
—¡Vamos! —gritó el doctor Jack Edmonds. El sudor se deslizó de su sien a su mandíbula, tensa por el esfuerzo. Tenía pocas esperanzas de que una descarga más consiguiera devolverle la vida al paciente. Dado su cuerpo demacrado y las marcas de agujas en el interior de sus brazos, este hombre no estaba en condiciones de recuperarse de la sobredosis que había detenido su corazón, a pesar de que no parecía tener más de treinta años.
Qué triste. Aquí, en urgencias, lo veía todo el tiempo. Las drogas, desde el ácido hasta el crack y la heroína, habían arruinado la vida de muchas personas.
—Se ha ido. —Los hombros del joven doctor se encorvaron por la derrota mientras apagaba el monitor cardíaco—. Hora de la muerte, las once y cincuenta y ocho.
Rebecca levantó la sábana de la camilla y la colocó suavemente sobre el cuerpo medio desnudo del hombre. Su piel bronceada y desgastada y su cabello decolorado por el sol sugerían que había pasado mucho tiempo en los muelles en busca de comida sobrante, tal vez robando o mendigando para conseguir su próxima dosis.
—¿Tenemos alguna identificación? —El doctor Edmonds frunció el ceño al observar la muñequera con el nombre de John Doe[4] escrito en ella y sin fecha de nacimiento.
—Los paramédicos dijeron que registraron sus bolsillos y no encontraron ninguna —tartamudeó la ayudante de la enfermera. Este era su segundo día en urgencias, y aún estaba bastante verde.
Rebecca cubrió la cara del hombre. Quizá tuviera familia en algún lugar que quisiera saber lo que le había pasado.
—Maldito desperdicio —dijo el médico, colocando el desfibrilador de nuevo en su sitio.
Los ojos de la ayudante se llenaron de lágrimas mientras se alejaba para esterilizar los componentes del desfibrilador.
—Has hecho todo lo que has podido, Jack —aseguró Rebecca al joven doctor—. Parece que ha estado tratando de escapar de este mundo durante algún tiempo —agregó. Luego, cogió el brazo que colgaba de la camilla y lo colocó bajo la sábana.
Jack Edmonds asintió con la cabeza.
—Llévalo a la morgue, ¿quieres? —pidió con voz ronca—. Quizá sus huellas dactilares nos digan quién es.
—Sí, señor —contestó ella, llevando la pesada camilla por el pasillo en busca del celador. Al descubrir que este se había tomado un descanso, optó por llevar el cuerpo al depósito de cadáveres ella misma. En circunstancias normales, se habría mantenido fuera de la morgue a cualquier precio. Era una de las áreas del hospital que evitaba con firmeza. Sin embargo, su deseo de que los seres queridos del fallecido pudieran encontrarlo, la llevó a superar su aprensión y empujar la camilla hacia el ascensor.
Llegó al sótano segundos después y dejó el cuerpo en manos de un joven y afable técnico llamado TJ, quien le dio su palabra de que le haría saber si alguien venía a reclamarlo. Rebecca huyó de allí y se preguntó cómo TJ lograba mantener una sonrisa en su cara mientras trabajaba en un lugar tan morboso.
Aún pensaba en el destino del vagabundo cuando salió del hospital al final de su jornada laboral. ¿Cómo podía una familia separarse hasta el punto de que padres, hijos y hermanos cortaran todos los lazos?
El incidente la llevó de vuelta a un día que preferiría olvidar. Una mañana de primavera durante su último año de secundaria, su madre había recibido una llamada telefónica que las dejó a ambas en estado de shock. Ella cogió las manos de Rebecca y le explicó que un hombre llamado Harold Rivers había muerto en un hospital de Minneapolis. Por su descripción, era posible que se tratase del padre de Rebecca.
Frenó delante de una intersección y cerró los ojos mientras esperaba que la luz se pusiera verde. Todavía podía sentir la fuerza en los dedos de su madre mientras rezaban juntas para que el tal Harold Rivers de Minneapolis no fuera su padre y para que él siguiera ahí fuera, en algún lugar, buscándose a sí mismo, trabajando con sus demonios. Habían conducido hasta Minneapolis para reconocer el cuerpo y, desgraciadamente, lo hicieron.
El automóvil de atrás tocó el claxon, sorprendiendo a Rebecca con los ojos abiertos. Aceleró mientras se convencía de que solo necesitaba volver a casa. No siempre era fácil librarse del trauma que provocaba el trabajo en urgencias. En este caso, la muerte del vagabundo había sacado a relucir recuerdos dolorosos, haciendo que los acontecimientos de hacía una década doliesen tanto como si hubiesen ocurrido ayer. Sabía que se sentiría mejor cuando llegara al final del muelle y dejara que el suave rumor de las olas la calmara.
Pero, al llegar a casa, un BMW negro bloqueaba la entrada a su garaje. ¿Quién podría ser? Ella pulsó el control remoto para abrir el garaje y esperó. El Tahoe de Max ya estaba aparcado dentro. Enseguida pensó en las píldoras de Viagra. ¿Y si hay una mujer dentro?
Pero entonces se dio cuenta de que él no sería tan estúpido como para invitar a una mujer a su casa, no cuando su esposa regresaría del trabajo en cualquier momento. Con un suspiro, apagó el motor de su coche, con la intención de averiguar quién era su visitante.
Acababa de dejar el vehículo cuando se abrió la puerta principal y un hombre moreno de pelo oscuro salió a toda prisa. A punto de tropezar con una de sus macetas de geranio del porche, esbozó una sonrisa por encima de su hombro y alisó las arrugas de su chaqueta. La puerta se cerró de golpe tras él.
¡Max lo había echado de la casa!
Sorprendida e insegura de qué hacer, Rebecca se quedó congelada junto a la puerta abierta del coche. El desconocido comenzó a descender los escalones con paso vacilante cuando vio que ella lo estaba observando. El hombre curvó los labios con afectación y caminó hacia ella.
—Buenas noches, señora —le dijo inclinando su cabeza mientras se acercaba a la puerta parcialmente abierta.
—Hola. Me haré a un lado para que pueda salir —le respondió Rebecca, metiendo el pie de nuevo en el coche.
—No hay prisa —dijo él, con un acento callejero del norte de Nueva York. Sus ojos oscuros estudiaron su cara, y brillaron con pensamientos privados—. Usted debe de ser la esposa de Max —añadió, extendiendo hacia ella unos dedos gordos como salchichas.
Rebecca rechazó su mano.
—En efecto. ¿Y usted es…? —La curiosidad la impulsó a preguntar, aunque su instinto le advertía que se distanciara de inmediato.
—Puede llamarme Tony. —Dejó caer su mano con una leve mueca de desprecio—. Nos volveremos a ver —anunció con un guiño.
Ella esperaba que no. Cerró la puerta del coche y arrancó el motor para cortar la conversación.
En ese instante, Max salió de la casa como un toro enfurecido y vio que su visitante aún seguía allí. El tal Tony corrió hacia su automóvil, saltó al asiento del conductor y cerró la puerta con pestillo antes de que Max pudiera abrirla.
Aterrorizada de que su marido rompiese la ventana del conductor y golpeara al hombre hasta hacerlo pedazos, Rebecca se apartó del camino para que el BMW pudiera dar marcha atrás. Este salió a toda velocidad antes de detenerse, luego, aceleró y rodó a toda velocidad sobre el asfalto, no sin antes dedicarle a Rebecca un saludo descarado.
Ella permaneció aturdida en el interior de su Jetta, y se estremeció cuando Max dejó de fijar su incrédula mirada en el BMW para posarla en su atenta expresión. Levantó un brazo y le hizo un gesto autoritario para que guardase el coche en el garaje. Rebecca obedeció en silencio.
—¿Qué te ha dicho? —le preguntó Max de inmediato.
—No mucho. —El corazón de Rebecca latía descompasado. Su intuición le dijo que el extraño visitante tenía algo que ver con el dinero secreto de Max—. Solo que se llamaba Tony y que nos volveríamos a ver.
—¿Volverlo a ver? Y una mierda. —Una sombra planeó sobre el rostro de Max—. Olvídate de él —ordenó. A continuación, metió la mano en el coche y la sacó agarrándola de un brazo.
En este punto, él le habría preguntado cómo le había ido en el trabajo, por mucho que no escuchase la respuesta de Rebecca. Pero ella sabía que hoy no iba a hacerlo.
En su lugar, Max activó el sistema de seguridad ubicado en el garaje, la arrastró hacia la casa y cerró la puerta. Después, se quedó parado frente a Rebecca.
—No sé quién era ese hombre —declaró él al fin.
Obviamente, era mentira.
—Si lo vuelves a ver, quiero que me llames lo antes posible —agregó.
 «Por supuesto, no a la policía», pensó Rebecca.  
—¿Es peligroso? —preguntó esta.
—Podría serlo. Sabe que soy un SEAL y está en contra de nuestras acciones militares en Oriente Medio.
 —Así que es un terrorista —dijo Rebecca, aunque no sabía de ninguno que llevase un nombre italiano.
—Tal vez. Júrame que me lo dirás si vuelves a verlo.
 —Vale —le respondió ella, aunque solo fuese para disipar su ira.
—Lo digo en serio. —Max la agarró con fuerza del codo y la zarandeó—. Si ves algo sospechoso, házmelo saber. ¿Lo has entendido?
Ella estaba viendo algo sospechoso en ese momento.
—Lo he entendido —Rebecca le dirigió una sonrisa forzada y él la liberó. Mientras Max se dirigía hacia su despacho, ella se frotó sus doloridos brazos y supo sin duda alguna que su felicidad había terminado para siempre, si es que había existido alguna vez.
Pero entonces, una brillante esperanza brotó en la profunda oscuridad de su corazón. Si Max era condenado por conducta criminal, lo cual parecía muy probable, entonces tendría un motivo para divorciarse.




[1] En alusión al personaje de la película Mad Max. Témino peyorativo que significa «loco» o «rabioso».
[2] En inglés, Bronc es una modalidad de rodeo.
[3] Bullfrog significa en castellano «rana toro», anfibio de gran tamaño.
[4] Se puede traducir como Juan Nadie. Es el nombre que es USA se le pone a los desconocidos.



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