Prólogo
La embarcación de
Operaciones Especiales Mark V-1 se deslizó con un silbido sobre una franja
desierta de la orilla iluminada por la luna, y se detuvo en el punto de
inserción en el lado mexicano del Río Grande con cuatro hombres de un equipo de
combate SEALs de la Marina a bordo. El teniente Sam Sasseville se quitó la chaqueta
de operaciones nocturnas y la metió en la taquilla de cubierta. Después de dar
la señal de salida a sus compañeros de equipo, saltó a tierra con una mochila
ligera, confiado en que ellos lo seguirían. A pesar del peso añadido que
llevaban y el barro bajo sus botas, apenas podía oír sus pisadas.
Todos iban vestidos de negro, de forma que
pareciesen civiles y poder mimetizarse en la oscuridad, con pantalones cargo cuyos bolsillos estaban llenos de
munición extra y camisetas holgadas que ocultaban un arsenal de armas. Una hoja
Gerber se ajustaba en el tobillo derecho de Sam, y su mochila, como la de sus
hombres, contenía un casco con lentes de visión nocturna integrados, varios
sobres de comida de campaña, toallitas húmedas y una camiseta nueva. La mochila
de Sam también llevaba un teléfono vía satélite LEO.
Barrió con sus ojos verdes el terreno plano y cubierto
de maleza y evaluó su ubicación. Una llovizna constante aplastaba las ondas de
cabello oscuro que había heredado de su abuela cubana. El complemento de una
piel bronceada simplificaba bastante su infiltración en la provincia mexicana
de Tamaulipas.
Los tres compañeros de equipo de Sam no lo
tuvieron tan fácil. Bronco, Haiku y Bullfrog habían cubierto su piel con loción
bronceadora. Bronco, además, llevaba un sombrero flexible para cubrir su
cabello aclarado por el sol.
El chapoteo del agua amortiguó la caminata de los
SEAL a través de las llanuras de lodo hasta su destino prefijado. Mientras los propulsores
K50S de la Mark V-1 conducían la embarcación silenciosamente de vuelta al
golfo, el escuadrón se reagrupó, agachado en medio de la hierba del pantano. No
necesitarían el vehículo de entrega de nuevo. Si todo salía según lo planeado,
se marcharían en helicóptero.
Sam revisó su reloj, se descolgó la mochila de los
hombros y buscó dentro su teléfono vía satélite. Una simple combinación de tres dígitos lo puso en
contacto con el cuartel general.
—Home Plate[1]
—dijo el oficial de operaciones, el teniente Lindstrom, sentado frente a un
ordenador en el cuartel general de Operaciones Especiales de Dam Neck,
Virginia.
—Estamos preparados, home plate —contestó Sam, divertido por la jerga de béisbol que
habían decidido usar para codificar su progreso—. Los Rayos de Tampa Bay están
en primera base, a la espera de que aparezca el árbitro.
—Dadle a la pelota, Rayos —dijo Lindstrom, con una
risita al final.
—Aquí viene —dijo Bronco al divisar al árbitro a través de la mira de alta
potencia de su rifle de francotirador—. Justo a tiempo.
Entre el ruido de la lluvia,
Sam detectó el ronroneo de un motor que se acercaba. Dos destellos gemelos se
abrieron paso sobre la hierba alta que los ocultaba. El llamado árbitro era un
oficial de la DEA que se había ofrecido a ayudar. Los escoltaría desde
Brownsville, Texas, hasta Matamoros, el pueblo sin ley situado al otro lado de
la frontera con Estados Unidos. Allí, los SEAL iniciarían un reconocimiento de
cuarenta y ocho horas para monitorear los movimientos dentro y alrededor del lugar,
antes de intervenir y recuperar su objetivo. Si todo iba bien, se dirigirían al
punto de exfiltración y luego saldrían de allí en un Seahawk de la Armada.
«Muy fácil», pensó Sam, irritado, mientras guardaba
el teléfono en su mochila. Esta maldita operación no sería necesaria si la
idiota hija del magnate petrolero Lyle Scott hubiese abandonado Matamoros
cuando la embajada de los Estados Unidos ordenó la evacuación obligatoria de
todos los ciudadanos estadounidenses. Si no fuera por ella, Sam y sus hombres estarían
ahora de camino a Malasia para acabar con el contrabandista de armas que hirió
a uno de sus compañeros el año pasado. En vez de preocuparse por la carrera
perdida del teniente Tyler Rexall, Sam tendría que hacer de niñera de una ecologista
sin ningún sentido de autopreservación. La chica debía de tener atascada en la
boca la cuchara de plata con que se crio, interfiriendo así con sus capacidades
de razonamiento deductivo. Él había bautizado esta misión como «Operación Chica
Estúpida» en su honor.
—Ese es nuestro hombre —confirmó Bronco, bajando
su arma. El vehículo se detuvo y apagó las luces.
—Adelante —le ordenó Sam.
Bullfrog, su médico, salió corriendo de su
escondite y cubrió a Haiku y luego a Bronco, quien saltó desde su posición. Sam los siguió con su
arma desde la retaguardia y fue el primero en subir al taxi de color oxidado, según
era su deber como oficial a cargo. Sus tres compañeros se apretujaron en el
asiento trasero, gruñendo por la estrechez. La tapicería estaba cubierta de
plástico y el humo del tabaco llenaba el interior del coche.
El oficial de la DEA arrojó su Marlboro por la
ventanilla y giró la cabeza para mirar a Sam.
—Bienvenido al infierno —dijo con voz ronca. Sus
ojos brillaban en la oscuridad. Puso en marcha el taxímetro, como si quisiera cobrarles
por kilometraje, y pisó a fondo el acelerador, lanzándolos a todos hacia atrás.
Más allá del crucifijo que colgaba del espejo
retrovisor y de los limpiaparabrisas que parpadeaban como una bomba de relojería,
las luces de Matamoros a lo lejos los pusieron en alerta.
El resentimiento de Sam se acrecentó. El color del
cielo en esta época del año, la primavera tardía, y las circunstancias de la
operación, le recordaron un incidente en la escuela secundaria, el cual le
había hecho formarse su propia opinión sobre los ricos, especialmente, sobre las
mujeres. En aquel entonces, la fuente de su tormento era la hermosa Wendy, hija
de un magnate de bienes raíces, reina del baile de graduación, y la más
provocadora del duodécimo curso. Si hubiera sabido el resultado de su heroísmo,
la habría dejado sufrir las consecuencias de su coqueteo. En cambio, cuando la
oyó gritar en un dormitorio después de la fiesta, sus instintos protectores
reaccionaron y fue directo a su rescate.
Enamorado en secreto, Sam les dio a los dos
compañeros de Wendy una brutal paliza. Esperaba que ella al menos se lo
agradeciera, pero no lo hizo. Eran sus amigos, después de todo. Y cuando el
padre de la chica le exigió una explicación, esta ofreció a Sam como chivo
expiatorio.
Pasó un mes en prisión mientras su padrastro
conseguía el dinero para un abogado decente. Pero el hecho de ser latino y del
barrio equivocado, lo había convertido en un criminal. Nadie lo miró más allá
del estereotipo, así que dejó esa vida atrás y se unió a la Marina.
Se convirtió en un guerrero, digno del respeto de
todos los hombres: un SEAL de la Marina de los Estados Unidos.
Sin embargo, aquí estaba ahora, poniéndose a sí
mismo y a sus compañeros de equipo en peligro. ¿Y para qué? ¿Para sacar del atolladero
a la preciosa hija del director
ejecutivo de Scott Oil Corporation? Ella se había metido en este lío;
debería encontrar la salida por sí misma.
¿Qué diablos hacía aquí en Matamoros, cuando los
capos de la droga gobernaban la ciudad? ¿O estaba demasiado mimada para no darse
cuenta de lo que podía ocurrirle en este sitio sin ley?
Supuso que estaba a punto de averiguarlo. En este
momento, la única certeza era que, si él fracasaba en la misión de sacar a la estúpida
hija de Lyle Scott de esta ciudad corrupta, su carrera habría terminado, así de
simple. Podía sentirlo en los huesos. Todo por lo que había luchado con tanto
esfuerzo le sería arrebatado en el acto. El director ejecutivo de Scott Oil Corporation tenía
amigos en las altas esferas, si no, esta ridícula pérdida de su tiempo no
estaría sucediendo.
A medida que las gotas de agua en el parabrisas se
hacían más gruesas, el estómago de Sam se iba encogiendo con el temor de que la
historia se repetiría de nuevo.
Capítulo
1
Las instrucciones de
los SEAL eran atrapar al objetivo por sorpresa. Una nota en su expediente advertía
que podría oponer resistencia a marcharse. ¿Por qué? ¿Estaba loca o algo así?
Los SEAL habían hecho un reconocimiento de El
Santuario, la escuela para niñas donde ella había pasado de analizar el agua
potable, a proteger a los estudiantes cuando estos fueron abandonados por sus
maestros. Durante cuarenta y ocho horas, habían tomado nota de las rutinas del
personal, de los puntos de entrada y todas las salidas. Justo después de
cuatrocientas horas, Sam y Bronco se abrieron paso a través de una ligera
lluvia hacia el patio de la escuela, subieron al techo del dormitorio y bajaron
por medio de una cuerda de nylon para entrar en la habitación de la señorita
Scott. Haiku y Bullfrog aseguraron el perímetro mientras tanto.
Sam, que fue el primero en llegar a su ventana,
luchó un instante con la persiana cerrada. Cuando esta por fin se abrió con un
chasquido, la silueta que había en la cama se giró. Colgado desde un piso de
altura sobre el patio empedrado, esperó a que la figura se quedara inmóvil y se
introdujo en el dormitorio sin hacer ruido seguido de Bronco.
Deslizó del casco los lentes de visión nocturna
para realizar una identificación positiva en medio de la oscuridad. El cabello
rubio meloso de Madison Scott brillaba en un color verde neón a través de los
cristales, pero la curvatura de su mejilla y la piel aterciopelada de un hombro
desnudo le confirmaron que se trataba de su objetivo. Su fresca belleza le
había sorprendido la primera vez que la vio mientras vigilaba el patio de la
escuela la mañana anterior, y eso no lo ayudó a apreciarla demasiado. Aunque
era más encantadora que Wendy, todo indicaba que la señorita Scott también tenía
una personalidad mucho más orgullosa, narcisista y mimada.
Bronco acababa de aterrizar en la habitación a su
lado, tan sigiloso como un nativo americano en una cacería. Cuando la señorita
Scott se dio la vuelta bocarriba, los pechos más bonitos de este lado del Río
Grande resplandecieron en un halo fosforescente, que hizo que Sam casi se
tragase la lengua.
Dios, no esperaba que durmiera desnuda. Bronco
evaluó la situación y ahogó una risita mientras Sam se ordenaba a sí mismo anunciar
su presencia. Pero entonces un grito surgió del callejón detrás de la escuela y
la señorita Scott se despertó.
Maddy miró fijamente la
ventana abierta, a la vez que el sonido de la alarma recorría su columna
vertebral. Estaba segura de que había cerrado el pestillo antes de irse a la
cama.
Más allá del abrigo de su cobertor, la inmensa
habitación estaba en silencio y llena de sombras. Los capos de la droga merodeaban
por las calles de Matamoros y hacían presa de niñas de hasta trece años. La
pared alrededor de la escuela podría estar protegida con cristales rotos, pero
era cuestión de tiempo antes de que los depredadores encontraran su camino
hacia el interior. La mayoría de los maestros habían partido en la evacuación
obligatoria para los ciudadanos estadounidenses. Maddy, ocupada en el análisis
del agua potable del norte de México, había reconocido la difícil situación de
los estudiantes y se había negado a dejarlos.
Rezó para que el pestillo se hubiese soltado por
sí solo. Apartó la sábana pegajosa de su cuerpo desnudo y saltó de la cama para
dirigirse hacia la ventana con rapidez. Al cerrarla, una risita masculina le
atravesó el corazón como una espada de terror.
Gritó y retrocedió hacia su cama. La sombra que había
confundido con su escritorio se desprendió de la pared. Un hombre grande se le
acercó, murmurando palabras que ella no podía oír debido a la sangre que rugía
en sus oídos. Cuando él apartó la mosquitera, Maddy saltó al otro lado de la
cama para alejarse de la mano que intentaba atraparla.
Lanzó un grito de pánico, corrió hacia la puerta y
un segundo hombre le bloqueó el camino. Al girarse de nuevo, unos dedos
implacables le taparon la boca y acto seguido fue izada en volandas por unos
fuertes brazos. Trató de liberarse con desesperación, pero estaba aprisionada
por completo.
¿Cómo podía ocurrirle esto? Se había quedado para
proteger a las niñas de ser secuestradas, pero aquí estaba, a punto de
desaparecer en el inframundo, ¡ella misma era una víctima!
—Escucha —ordenó una voz ronca, que le habló en
inglés para su sorpresa—. No vamos a hacerte daño. Ya te he dicho que somos
SEALs de la Marina de los Estados Unidos —insistió, repitiendo las palabras que
debió de haberse perdido antes—, y estamos aquí para llevarte a casa.
El alivio ablandó los huesos de Maddy. Cayó sobre su
captor y él le quitó la mano de la boca para que recobrase el aliento. Pero
entonces comprendió el significado de sus palabras y se zafó de él con un
impulso lleno de resentimiento. Dio dos pasos hasta la cama, agarró la sábana y
la envolvió alrededor de su cuerpo desnudo. «¿Cómo pudiste hacerme esto, papá?»,
rugió en su interior.
Debería haber adivinado que él vetaría su decisión
de quedarse aquí. Pero ¿los SEALs de la Marina de los Estados Unidos? Su padre parecía
tener más influencia de lo que ella pensaba.
—Lamento que hayan perdido el tiempo —dijo ella,
suavizando el temblor de su voz—, porque no voy a marcharme.
—Tiene que venir con nosotros, señora. Tenemos
órdenes.
Maddy se encaró con él.
—No me importan sus órdenes. Aquí hay chicas que
pueden desaparecer en cuestión de horas sin alguien que las cuide.
—Bueno, ese alguien no será usted —respondió el
soldado con un tono tan implacable que la obligó a girarse para mirarlo.
Su pelo negro y su tez bronceada le hacía parecer hispano,
por lo que ella había asumido que era de aquí; pero ahora podía ver que era
demasiado alto y que tenía rasgos anglosajones.
Echó un vistazo al otro intruso, quien la miró con
sus ojos claros y le devolvió una sonrisa torcida. ¿Qué probabilidad tendría de
engañarlos y escapar? Una en un millón, pero tenía que intentarlo.
—Bien —admitió, pensando rápido—. Deje que me
vista, solo necesito cinco minutos.
—Le daré uno —respondió el bruto moreno—. Coja
algo de ropa —ordenó con un movimiento de cabeza.
Su arrogancia la molestó; de todas formas, Maddy
fingió obedecer. Palpó en la oscuridad y encontró su blusa, una falda y
sandalias, y las sujetó contra su pecho.
—Hay un baño en el pasillo —dijo ella retrocediendo
hacia la puerta—. Iré a cambiarme y saldré enseguida.
Los SEALs intercambiaron un gesto entre sí.
—Negativo —le espetó el moreno—. Hágalo aquí, nos
daremos la vuelta.
El corazón de Maddy se encogió. Tenía que llegar
al pasillo si quería huir de sus garras.
—No voy a vestirme delante de usted —replicó.
—Entonces vendrá con la sábana que lleva puesta —contestó
él, provocando un sonido de su compañero que terminó en una tos.
Maddy se mordió el labio inferior. ¿Había otra
salida aparte del pasillo? Solo las ventanas, pero una de ellas estaba detrás
de los SEALs. Miró hacia la que estaba junto a su cama y calculó la caída de un
piso hasta el patio. ¿Podría sobrevivir con una altura como esa? Posiblemente,
si rodara cuando aterrizase. Y con la suficiente ventaja, podría ocultarse
donde nunca la encontraran.
Pensó en las niñas que contaban con ella para su
protección, y determinó que era su única alternativa.
—Date la vuelta. —Se oyó decir a
sí misma.
Cuando ambos se dieron la vuelta, Maddy dejó caer
la sábana. Se puso la blusa y la falda, y metió los pies en las sandalias. Luego
se giró hacia la ventana, abrió las persianas y se inclinó sobre el alféizar,
preparada para lanzarse al vacío.
Sintió la presión de dos manos en su cintura que
la arrastraron de vuelta a la habitación.
—¡Suéltame! —ordenó ella, mientras pateaba y se
retorcía.
El corpulento SEAL la arrojó en la cama y Maddy
trató de levantarse de inmediato. Él volvió a empujarla sobre el colchón y la
sometió con el peso de su cuerpo.
—¡Basta! —protestó ella. Solo podía mover la
cabeza, así que la levantó con fuerza.
—¡Mierda! —El SEAL se echó hacia atrás, agarrándose
la nariz con una mano—. ¡Maldita sea, mujer! ¿Estás loca? ¿En serio pensabas
saltar por la ventana?
—Ya se lo dije, no me iré.
—¡Y una mierda! Bronco, dale una dosis de
Lorazepam.
Bronco lo miró indeciso.
—¿Está seguro, señor?
—¿Quieres tratar con una lunática retorcida hasta
la salida?
Maddy jadeó con indignación.
—No soy una lunática. ¡Soy una ciudadana de los
Estados Unidos y exijo mi derecho a la autodeterminación!
—Denegado. Bronco, ¡ahora!
Con un movimiento que Maddy no había previsto, el
SEAL rodó hasta ella y la giró de forma que su trasero quedase expuesto hacia
su compañero. Al instante siguiente, este le clavó la punta de una aguja en el
glúteo derecho. Maddy se tambaleó y apretó sus músculos para evitar la
intrusión, pero el efecto de la droga la golpeó casi de inmediato.
La debilidad la inundó y se derrumbó encima de su
captor con los brazos extendidos. Cuando su cabeza se inclinó sobre el hombro
de él, percibió el olor masculino, intenso, pero no desagradable. «No hay nada
que hacer», reconoció. Su padre la quería fuera de México. Ella siempre supo
que pasaría, ¿verdad?
Por el rabillo de sus ojos, aún abiertos, vio que
el SEAL llamado Bronco pulsó el botón de un cordón que colgaba de su pecho.
—Objetivo recuperado —dijo en un tono que sonó
deprimido—. Estamos saliendo.
Así que ahora había sido reducida a un objetivo,
en lugar de un ser humano que lucha contra la corrupción. «Estupendo. Gracias,
papá».
Si ella no entendiese por qué su padre era tan
protector, nunca lo perdonaría. Tal vez algún día le permitiría cumplir con su
misión y dejaría de jugar a ser Dios, solo porque podía hacerlo.
Haiku y Bullfrog
habían despejado el área alrededor de la escuela y llamaron a su contacto de la
DEA para que viniera a recogerlos. Sam sabía, gracias a su comunicación
continua, que habían identificado a dos civiles borrachos que deambulaban por
el callejón detrás de los dormitorios de la escuela. «No te preocupes, no
recordarán nada», le aseguró Haiku.
Sam escaneó la calle en busca de cualquier otro
testigo potencial, y salió a toda prisa del patio de la escuela con el objetivo
de recuperación en sus brazos. Bronco cerró la puerta por dentro, manteniendo a
las chicas dormidas y a salvo por ahora. Todavía podrían estar seguras unos
días más sin que las secuestrasen.
«No es mi problema», pensó Sam.
Alzó los brazos con su carga, y esperó a que
Bronco escalara el muro y se uniera a él, mientras recordaba la feroz
resistencia de Madison Scott. Por muy luchadora que fuese, debería saber que no
era rival para la escoria que gobernaba las calles en este lugar. ¿O era tan ingenua
que pensó que su comportamiento imprudente no iba a traerle consecuencias
desagradables? Como que un niño inocente fuera a la cárcel…
Al oír que Bronco se deslizaba por el muro hasta el suelo, se concentró
en su exfiltración y tocó su micrófono.
—¿Tienes contacto visual?
—Todo despejado —contestó Haiku.
—Vamos a movernos, cúbrenos —le pidió.
—Recibido. Proceded.
Con Bullfrog y Haiku listos para disparar a
cualquier cosa que los amenazara, Sam y Bronco corrieron a través de los
charcos hacia el taxi que los esperaba y saltaron dentro. Los otros dos se
unieron a ellos en cuestión de segundos, y el vehículo aceleró para alejarse.
La operación «Chica estúpida» había concluido con un solo problema.
Sam sospechaba que tenía la nariz rota.
Mientras circulaban por un laberinto de calles en
dirección a la salida, situada a varios kilómetros de la ciudad, el oficial de
la DEA que estaba al volante miró a la mujer en brazos de Sam y casi se
estrelló contra un vehículo que venía en sentido contrario.
—Mantén tus ojos en la carretera —gruñó Sam, a
pesar de tener dificultades para predicar con el ejemplo.
La blusa blanca de la señorita Scott se había
vuelto transparente bajo la lluvia, lo que hacía obvio que no llevaba sujetador.
Con cada sacudida del taxi, sus pechos, tan vivos en su memoria, se balanceaban
tentadoramente. Sam podía ver la sombra de su ombligo en el centro de su estrecha
cintura y el brillo de sus caderas a través de la delgada falda. ¿No buscaba
problemas por el hecho de dormir desnuda?
Sintiendo que su cuerpo respondía, volvió a posar
sus ojos en el asfalto inundado de agua, la cual salía despedida por todas partes
bajo las llantas. «Concéntrate en la operación, maldita sea», se ordenó a sí
mismo.
Le recogió el largo pelo húmedo y se lo colocó
sobre el pecho como una banda. Fuera de la vista, fuera de la mente.
Pero el aroma de su champú, femenino y florido, lo
atrajo hacia la suave curva entre sus muslos. Esta se frotaba contra su paquete
cada vez que el coche se hundía en un bache, lo que ocurría de forma constante.
La agradable fricción apartó a un lado el encanto de su olor y se adueñó de su
cabeza. Apesadumbrado, y rezando para que no se despertara, trató de ajustar la
forma en que la sostenía. Esto era muy poco profesional por su parte.
«No es culpa mía», insistió. Ella era quien
carecía de sentido común para querer marcharse mientras podía. Despertarse con
una erección golpeando su dulce trasero no era nada comparado con lo que le
hubiera ocurrido de haberse quedado allí.
Sin embargo, tuvo que darle crédito por haber peleado
como un tigre. Esta mujer tenía agallas, y tal vez uno o dos tornillos sueltos.
Cuando ella despertase y se diera cuenta de que ya había salido de México, Sam
tenía la corazonada de que se volvería loca.
Bueno, qué lástima. Al menos, estaba viva y en
buenas manos, lo que no sería por mucho tiempo si hubiera permanecido en ese
agujero infernal.
La fugaz luz de un camión que pasaba iluminó la cara
de ella un instante, y un rayo de alarma perforó a Sam al ver un bulto del
tamaño de una pelota de golf en su frente.
Oh, mierda. Nadie iba a creer que ese bulto fuese autoinflingido.
De pronto, se le secó la boca al pensar en el padre de Maddy, que había
prometido recogerla en el portaaviones al que se dirigían.
«Demonios»,
juró en el idioma de su abuela. Estaba sucediendo todo de nuevo.
Maddy se despertó con una fuerte jaqueca y el estruendo
de los rotores de los helicópteros que cortaban el aire. Estaba acostada bocarriba,
atada a una especie de camilla. Demasiado letárgica para abrir los ojos, sintió
cómo la levantaban mientras un viento fuerte le agitaba el pelo sobre la cara.
La luz centelleaba más allá de sus pesados párpados.
El vendaval y el trueno se desvanecieron de
repente, reemplazados por la cadencia de unos pasos que resonaban con un
tintineo metálico. Todo parecía ahora en calma, y notó que estaba encerrada entre
unas paredes que emitían un zumbido sordo y palpitante.
«¿Qué está pasando? ¿Dónde estoy?».
La camilla dio un brusco giro a la derecha y la
llevó a un espacio frío, lleno de olor a alcohol. Varios pares de manos se
pusieron a trabajar para desatarla. La alzaron y luego la depositaron sobre un
colchón. Alguien cubrió con una manta su cuerpo tembloroso y le puso una
almohada bajo la cabeza.
—¿Por qué está inconsciente? —dijo una mujer en
tono autoritario—. ¿Y por qué le sangra la nariz, teniente?
—Ella…, eh…, se resistió, señora. Tuvimos que
tranquilizarla. —La grave voz masculina hizo que a Maddy se le erizase el vello,
pero no consiguió identificar a su dueño, y tampoco recordaba cómo había llegado
aquí. Su último recuerdo la situaba dormida en su cama del Santuario.
—¿Cuánto tranquilizante y de qué tipo le administró?
—Dos miligramos de Lorazepam —respondió otro
hombre.
—Entonces debería de despertarse pronto —dijo la
mujer—. Solo espero que no
tenga problemas para recordar.
«¿Recordar qué?», se preguntó Maddy nerviosa. ¿Qué
le había ocurrido? ¿Cómo había acabado así? ¿Y dónde diablos estaba?
Unos dedos fríos y hábiles le levantaron los
párpados. Una luz cegadora le atravesó las pupilas.
—¿Le ha golpeado en la cabeza? —Quiso saber la
mujer.
—Oh, no, señora. Eso se lo hizo ella misma. —Un
tenso silencio se apoderó de la sala.
—El helicóptero de su padre está a quince minutos de
camino—anunció la mujer—. Creo que la inflamación ya habrá disminuido para
entonces, por suerte para usted. Espero que él no lo note. Está volviendo en sí
—agregó—. Quédese con ella, iré a buscar hielo —le ordenó antes de marcharse.
Maddy intentó tragar. Tenía la garganta en carne
viva, y la boca como si hubiera sido frotada con algodón. Se pasó la lengua por
encima de los labios secos.
—Se está despertando —apuntó uno de los hombres.
—Le traeré un poco de agua —dijo el otro. Por
alguna razón, esa voz ronca de barítono le provocó a Maddy un escalofrío. El
sonido del agua corriente precedió a la sensación de una gran mano que se
deslizaba bajo su cabeza, acunándola mientras la ayudaba a levantar los
hombros. Un vaso de papel rozó sus labios.
—Beba un poco, señora. La ayudará. —El término respetuoso
le hizo pensar en militares. Mientras tomaba un sorbo, Maddy evaluó a su buen
samaritano a través de sus pestañas.
«Definitivamente, es un militar», confirmó. Era
guapo, treintañero. Un rastro de sangre seca formaba una costra en la parte
inferior de su hinchada nariz. Sus ojos verdes oscuros la miraron con una intensidad
melancólica.
—¿Quién es usted? —dijo ella con un graznido. Él
bajó la cabeza y retiró su mano.
—Teniente Sam Sasseville —se presentó—. Este es
Bronco, mi jefe de grupo —añadió señalando al segundo hombre, el cual llevaba
una gorra de béisbol de la que sobresalían unos brillantes rizos. Sus azules
pupilas destacaban en un rostro bronceado de forma poco natural.
—Un placer —dijo Bronco con una risita familiar.
Esos ojos azules. Esa risa. Ella ya conocía a
estos hombres. Una ola de alarma la sacudió.
—¿Dónde estoy? —preguntó, incorporándose sobre sus
codos para estudiar el pequeño y estéril espacio que la rodeaba. Incluso ese
pequeño movimiento la hizo querer recostarse y cerrar los ojos, pero no lo hizo—.
¿Cómo llegué aquí?
—Está a bordo del Harry S. Truman, en el Golfo de
México —dijo el teniente—. Somos SEALs. Teníamos la tarea de recuperarla de Matamoros.
Su padre debe de tener amigos en las altas esferas —añadió innecesariamente.
Un rugido apagado invadió los oídos de Maddy. Comenzó
a levantarse y apartó la manta para ponerse de pie, pero el teniente le puso
una mano pesada en el hombro y la empujó de nuevo hacia la almohada.
Otro recuerdo se agitó en su interior. Algo
violento y aterrador.
—No debería moverse —dijo él.
—¡No me toque!
El hombre retrocedió mientras ella intentaba
calmar sus emociones. Al fin, ignoró su advertencia y se sentó con cuidado. La
habitación empezó a girar poco a poco, hasta que se desplomó sobre el colchón.
—Así que mi padre es el motivo por el que estoy
aquí —dedujo ella, uniendo las piezas.
—Sí —dijeron ambos al mismo tiempo.
«Maldita sea, papá».
—¿Y cómo lo ha hecho? ¿Se coló en la escuela
mientras dormía y me secuestró? —Seguramente, su padre no habría tolerado un
método tan turbio.
—Afirmativo —respondió el teniente, pero su
expresión inescrutable sugería que había más.
—¿Por qué no puedo recordar?
—Tuvimos que someterla —confesó con firmeza.
El jefe de ojos azules miró al suelo, con los
labios apretados.
Maddy observó indignada que trataba de contener la
risa. Los rostros de Imelda, Graciela, Mercedes y la otra docena de niñas del Santuario
brillaron ante sus ojos. Si todavía no habían notado su ausencia, pronto lo
harían. Su estómago se estremeció de angustia mientras imaginaba su confusión,
seguida del terror cuando se dieran cuenta de cómo su desaparición iba a
afectarlas.
—¿Qué ha hecho? —gritó, culpando primero a su
padre, y luego a los dos hombres que estaban a su lado—. ¿Qué ha hecho? —repitió—.
¡Esas chicas no están a salvo sin mí!
La boca del teniente Sasseville se reafirmó con lo
que podría ser remordimiento. Su compañero, ¿cómo se llamaba? ¿Bronco? Le dio
una palmada en el hombro.
—Es todo suya, señor —dijo este con confianza. Luego asintió en su
dirección—. Que se mejore pronto, señora. —Salió rápidamente de la sala,
dejando que Maddy dirigiera su furia hacia el teniente.
En cuestión de días, quizá una semana, con mucha
suerte, todas las niñas de la escuela serían atacadas por un hombre, y su
inocencia arrebatada a la fuerza. Esa certeza se alojó en la garganta de Maddy
como una pastilla, demasiado grande y amarga para tragarla.
Ocultó el rostro entre sus manos, tratando de
esconder su devastación. Una marea de violencia estaba golpeando México, y ella
ya no estaba allí para rechazarla.
—Váyase —suplicó. Deseaba desesperadamente estar a
solas, enfurruñarse y reconsiderar sus opciones.
Pero el SEAL no se movió, ni siquiera cuando el
dolor en el pecho se duplicó.
—¿Por qué sigue aquí? —dijo Maddy furiosa,
encarándolo. No podía llorar con él aquí en la habitación.
Al principio, su única respuesta fue el silencio.
Pero luego comenzó a hablar en un tono condescendiente que hizo que sus ojos se
abrieran de par en par.
—¿Se da cuenta de que habría terminado siendo violada
o asesinada si hubiera permanecido allí? —señaló.
Ella lo miró con ira.
—¿Qué tiene que ver eso con usted?
—¿Conmigo? —Se encogió de hombros en un gesto
puramente hispano—. Nada en absoluto. Me importa un bledo lo que podría haberle
ocurrido —declaró, aunque su tono iracundo y protector decía lo contrario.
Aguijoneada por su desplante, lo observó con
curiosidad.
Él se adelantó, puso sus manos en el borde de la
cama y se inclinó hasta clavarle la mirada verde y oscura en sus ojos gris
azulados. Su aroma se apoderó de ella.
—Debería estar al otro lado del mundo, cazando
objetivos de alto valor, sin
perder mi tiempo en proteger a la hija de un magnate del petróleo. —Su
tono hizo que su resentimiento fuera obvio.
Los recuerdos bombardeaban a Maddy, pasaban tan
rápido por su mente que apenas podía leerlos. Las siluetas emergieron de la
oscuridad.
—Usted me atacó —recordó, al evocar una visión de
él recogiendo su mosquitero.
Él se enderezó como si ella le hubiera dado una
bofetada en la cara.
—De ninguna manera. —La señaló con un dedo largo—.
Le dije exactamente quiénes éramos, y se resistió, ¿recuerda?
Todo lo que ella sabía era que él la había
agarrado para apartarla de la ventana y que luego la arrojó a la cama.
—Me golpeó sobre el colchón —agregó, al recordar
cómo se había defendido.
—No —exclamó él, mientras agitaba la cabeza con
vehemencia.
Maddy se tocó la zona inflamada justo encima de
sus cejas para confirmar la exactitud de su declaración.
—Sí, me atacó —repitió.
—No —insistió el teniente, en un tono cada vez más
severo—. Intentó escapar por la ventana, y luego se volvió loca. ¡Mire lo que
le hizo a mi nariz!
Ella contempló el puente hinchado con una pizca de
satisfacción. Sin el defecto, el hombre era demasiado guapo.
—Se lo merece por haberme dado un susto de muerte
—dijo, consternada por haberse comportado así. Pero él se había comportado
mucho peor.
El pecho del teniente se expandió y cerró los
puños.
—¿En qué demonios estaba pensando al ignorar una
evacuación obligatoria?
Maddy le dedicó una mirada iracunda.
—Estaba pensando en proteger vidas inocentes. ¿Cómo
se supone que debería actuar? ¿Abandonando a esas chicas? ¡¿Se atreve a
sermonearme por hacer lo que usted hace todos los días, hipócrita arrogante?!
Él escuchó el epíteto con las cejas levantadas
hasta la línea del cabello. Una risa incrédula se le escapó y abrió las manos.
—Ni siquiera podría soñar con hacer lo que yo
hago, señorita Scott —replicó, con los brazos en jarras y una sonrisa confiada.
Maddy entrecerró los ojos. La furia la atravesó.
Ningún hombre la había enfrentado jamás de esa manera.
—No he dicho que pueda hacer lo mismo que usted, teniente.
Pero estoy dispuesta a arriesgar mi vida por una causa en la que creo. En ese
sentido, somos exactamente iguales.
La sonrisa de él se desvaneció en el acto.
—No nos parecemos en nada —afirmó, sin dejar de
mirarla.
Maddy se sentó más recta y levantó la barbilla.
—Oh, ya veo. ¿Acaso los SEALs no protegen a los
débiles y combaten la corrupción?
Ella pensó que lo había vencido cuando vio que se
mantuvo en silencio por un segundo.
—No —respondió él al fin—. Matamos al enemigo, señorita
Scott. Esa es la diferencia entre nosotros. —Le dio un golpecito en el pecho.
—No soy una víctima potencial.
Él la señaló con el dedo.
—Sí que lo es.
Maddy tuvo que admitir que su situación se había
vuelto peligrosa después de la huida de todos los profesores, incluidos los
locales. Había rezado día y noche para que la ayuda llegase de una forma u
otra. Quizá el espíritu de su madre, su ángel de la guarda, había guiado al
teniente Sasseville a Matamoros justo a tiempo.
Su rencor desapareció, dejando tras de sí un profundo
arrepentimiento.
—Ya no queda nadie que las proteja —reflexionó, con
una voz que no era más que un murmullo. La empatía por las niñas le hizo
llorar. Sintió que se le revolvía el estómago, y parpadeó para liberarse de esa
imagen.
Sam Sasseville frunció el ceño y miró hacia otro
lado.
El cansancio inundó a Maddy sin avisar. Con un
suspiro de derrota, cayó sobre la almohada y se revolcó de dolor. ¿Por qué tardaba
tanto la oficial en traer el hielo?
—Lo siento. —El SEAL la asustó al disculparse. Su
tono áspero sugería que en realidad sentía lástima por las desafortunadas víctimas
que habían dejado atrás—. Pero no puede salvar el mundo, lo sabe, ¿verdad?
Su pregunta arruinó su disculpa, y Maddy giró la
cabeza en su dirección.
—¿Por qué no? —le preguntó.
Él puso los ojos en blanco como si no valiera la
pena responder.
—Bueno, para empezar, a su padre no le gusta.
Ella frunció el ceño. ¿Cómo podía saberlo? ¿O es
que solo lo suponía?
—Viene hacia aquí, ¿no? —dijo, recordando lo que
había oído antes.
El teniente miró su reloj.
—Está a unos cinco minutos. Tomarán un helicóptero
a Miami desde aquí, y luego la llevará a casa en su jet privado. —Su tono dejó
traslucir su desdén por ese rasgo decadente de la alta sociedad.
Maddy arrancó un hilo que sobresalía de la manta.
La mansión de McLean no era su casa. El mundo lo era.
Por el rabillo del ojo vio que el teniente
Sasseville abría un frasco lleno de gasas, mojaba un par de ellas con agua
y
se limpiaba la sangre seca bajo su nariz.
—¿Se
la rompí? —le preguntó Maddy.
—Probablemente.
—Lo siento.
—Claro que sí. —El arrojó la gasa sucia en un contenedor
marcado como «Residuo Peligroso»—. ¿Sabe lo que pienso?
Ella suspiró hacia dentro mientras él la rodeaba
de nuevo, estaba claro que no había terminado su discurso.
—¿Qué?
—Creo que debería trabajar dentro de las fronteras
de los Estados Unidos y dejar los países del tercer mundo a hombres equipados
para manejar el peligro.
La poca buena voluntad que Maddy albergaba hacia
el SEAL se evaporó.
—Leí su expediente —afirmó este—. Su madre era
Melinda Scott, la famosa ecologista cuyo avión se estrelló en el Amazonas hace
diez años. Es obvio que trata de seguir sus pasos.
Maddy se estremeció. La tragedia, aún tan fresca
en su mente, la había convertido en lo que era hoy en día.
—Después, usted se especializó en Estudios
Globales y Ambientales —continuó él—. Ha participado en todas las tareas de
socorro en casos de desastre desde el Gran Tsunami. Ha estado en Bosnia,
Tailandia, Haití, Afganistán, Filipinas y México —dijo enumerando con sus dedos—.
Ya basta —declaró—. Es obvio que es una mujer inteligente, pero no pertenece a
ninguno de esos lugares.
Ella tomó aire para llenar su pecho encogido.
—Oh, ¿en serio?
—En serio. Nadie quiere oír que la han asesinado
en un país de mierda en guerra civil desde hace cuatrocientos años y donde su
muerte no marcará ninguna diferencia. Vuelva a la vida que nunca debió
abandonar y disfrute de los privilegios con los que nació.
Las lágrimas que antes la habían asaltado amenazaban
con una reaparición inmediata. Sonaba igual que su padre, aunque Lyle Scott
nunca lo había dicho de forma tan clara. Y como él, era obvio que el teniente
estaba acostumbrado a decirle a la gente qué hacer. Bueno, pues qué lástima.
Maddy solo respondía a su conciencia y a las súplicas susurradas por el
espíritu de su madre muerta.
Alzó el mentón y dio vía libre a los argumentos
verbales que presionaban su lengua.
—¿Tiene usted un credo, teniente?
Él se tensó, suspicaz, y se encogió de hombros.
—Por supuesto. Soy un SEAL. Vivo según mi credo.
—Bueno, yo también tengo uno —dijo ella, a través
del nudo en su garganta—. Y mi trabajo es tan significativo para mí como el suyo
para usted. No hace falta ser un asesino entrenado para hacer del mundo un
lugar mejor. La superioridad física no siempre es la respuesta.
—Oh… —El teniente se cruzó de brazos y asintió—. ¿Cuál
es la respuesta entonces? —le preguntó con un tono exigente.
—Respeto por otras culturas, comunicación,
educación y empoderamiento. Hay innumerables soluciones que no implican el uso
de la fuerza.
Por un momento, él pareció considerar su alegato.
—Ya veo por qué tiene a su padre tan ocupado.
Maddy se quedó boquiabierta ante su obstinación de
mente estrecha.
—¡Es un imbécil insufrible! —le gritó.
Él agachó brevemente la barbilla, cerró los ojos y
señaló con el dedo el puente hinchado de su nariz.
—Esto no salió bien —admitió. Levantó la cabeza y
le dirigió una mirada de súplica—. Solo.... prométame que se irá a casa y se
quedará allí.
—¿Es eso lo que va a hacer usted? —respondió ella.
—La verdad es que sí. Se suponía que ahora debería
estar en el sudeste asiático para dar caza a un traficante de armas, no aquí.
Se trata de su seguridad. —La preocupación que se cernía sobre sus ojos oscuros
atenuó el resentimiento de Maddy. Tal vez no era un imbécil, sino un sabelotodo
sobreprotector y entrometido.
Ella consideró aplacarlo, pero cambió de opinión.
—Lo siento, no voy a volver a casa.
La frustración y la furia se marcaron en los
pómulos del SEAL. Ella podía entenderlo, en parte. Era evidente que había
renunciado a una misión crítica para sacarla de Matamoros, y aquí estaba ella, amenazándolo
con volver a ponerse en peligro. Vio cómo la miraba desde su boca hasta sus
pechos, ahora cubiertos por la manta, y supo que la recordaba de pie, desnuda
frente a él; la escena debió de haberle impactado.
Una serie de pisadas que se acercaban acabó con la
tensión entre ambos. Maddy miró hacia la puerta, por donde esperaba ver
aparecer a la oficial con las bolsas de hielo. Cuando entró, la acompañaba su
padre, lo que explicaba por qué había tardado tanto tiempo.
—¡Maddy! —Lyle Scott, un tejano alto y corpulento,
corrió a su cabecera y la envolvió en un fuerte abrazo. Sus ojos marrones se
abrieron de par en par al notar el bulto en su frente y su gesto turbado. Se
volvió con rapidez hacia la fuente de su irritación y se enderezó para
presentarse—. Usted debe ser el teniente Sasseville.
—Sí, señor —afirmó el SEAL, aún preso de la mirada
maléfica de Maddy.
Su padre los observó alternativamente con aire
pensativo.
—Bueno, gracias por poner a Maddy a salvo —dijo, extendiendo
una mano de gratitud.
Por una fracción de segundo, parecía que el SEAL no
iba a corresponderle. Luego, apretó los dientes y le devolvió el saludo.
—De nada —murmuró.
—Mi hija lo significa todo para mí, teniente —dijo
Lyle Scott, arrastrando las palabras con el característico acento de Texas.
—Entonces. Tal vez debería mantenerla en casa,
donde debería estar —sugirió el teniente con descaro. La sangre de Maddy entró
en ebullición y su padre levantó las cejas.
—Teniente —intervino adrede la oficial—, lo
esperan en el Centro de Información Conjunta, de inmediato. Aquí está el hielo. —Colocó una bolsa en
la mano de Sam y luego le dio la otra a Maddy.
—¿Qué ha ocurrido, cariño? —le preguntó su padre a
Maddy mientras ella se ponía el hielo sobre la frente hinchada.
Sam Sasseville, camino de la salida con su bolsa
pegada a la nariz, se detuvo y giró la cabeza, interesado en la respuesta de
Maddy.
—Le rompí la nariz al SEAL —dijo ella, en lugar de
echarle la culpa al teniente.
—Oh —dijo su padre, desconcertado.
El SEAL tuvo el detalle de ruborizarse.
—Teniente, le están esperando —le recordó la oficial.
—Sí, señora. —Señaló a Maddy con el dedo—. Manténgase
alejada de los puntos calientes —ordenó.
—Nos vemos, teniente —contestó ella dulcemente.
La mirada que él le dirigió hizo que ella quisiera
sacarle la lengua, pero su padre observaba el intercambio con atención, y ella
no quería dar más espectáculo del que ya habían dado.
El SEAL se lanzó hacia la puerta como si no
confiara en sí mismo ni un segundo más, y el corazón de Maddy brincó con la
satisfacción de haber dicho la última palabra.
Obviamente, verla allí era lo último que deseaba.
Capítulo
2
Sam se removió dentro
de su Dodge Charger y estiró su cuerpo de metro noventa con un gemido.
El viaje de tres horas desde Virginia Beach al
norte de Virginia había durado seis horas, sin embargo, el motivo no eran las
tormentas de finales de verano que se habían desatado en el corredor de la I-95
y que habían causado múltiples colisiones. El sol ya se ponía cuando llegó a la
casa de Lyle Scott en McLean. Se rumoreaba que el magnate del petróleo también
tenía otra residencia en Austin, Texas, su ciudad natal. Sam estaba hambriento,
irritable, y más que suspicaz respecto a la razón por la que había sido
invitado a una velada nocturna.
Habían pasado varias semanas desde que sacó de
matamoros a la hija del director
ejecutivo de Scott Oil, pero eso no significaba que la señorita Scott no
hubiera cambiado su versión sobre cómo se golpeó la cabeza. Tal vez había
decidido culpar a Sam, después de todo.
Por otra parte, lo más probable era que la
invitación de Lyle Scott se debiera a una simple muestra de agradecimiento.
Entonces, ¿por qué Sam había sido el único SEAL invitado? Al principio, quiso
rechazar la oferta, pero lo consideró un signo de cobardía y decidió aceptar.
Y no es que estuviera motivado en volver a ver a
Madison Scott en carne y hueso. Ya era suficiente con verla en sus sueños.
Miró los automóviles aparcados en la entrada y tomó
nota de los Audi, BMW, Mercedes y Lexus, que hacían que su Dodge Charger
pareciera una pieza de maquinaria barata. A la gente rica le encantaba alardear
de su dinero. Dudaba de que alguno de los invitados de la fiesta hubiera
empezado en la vida de la manera que él lo había hecho, sin absolutamente nada.
Alisó las arrugas de su uniforme blanco y se
dirigió por el camino de losas hacia la opulenta mansión de estilo georgiano, mientras
disfrutaba de la puesta de sol a finales del verano. Desde cada ventana
brillaban atractivas luces que resaltaban el césped verde y bien cuidado. ¿Por
qué Madison querría abandonar un lugar como este? Ella había dejado claro que quería
hacer del mundo un lugar mejor; sin embargo, él no podía entender sus razones
para renunciar a todo esto para dedicarse a ello.
La voz de Frank Sinatra se hacía más audible a
medida que Sam se acercaba a las puertas dobles bajo la atenta mirada de un
guardia de seguridad.
—Buenas noches, teniente —dijo el vigilante, reconociendo correctamente su
rango. Con una floritura, le abrió la puerta.
—Gracias. —Sam entró en un vestíbulo abovedado y
observó la amplia escalera y la araña de cristal del techo.
Tal vez, «opulenta» no era la palabra correcta para
describir la residencia de los Scott; «decadente» parecía una descripción más
adecuada.
Dejó su gorra blanca colgada en un perchero vacío
y entró en un comedor repleto de personas de aspecto distinguido y una mesa con
bandejas llenas de delicadezas. Los sonidos de una conversación animada lo
empujaron hacia una sala abierta en la parte de atrás de la casa, donde
cincuenta o más invitados impecablemente vestidos se preparaban para tomar
cócteles. No conocía a nadie.
«Prefiero caer en territorio enemigo antes que
unirme a esta fiesta», pensó Sam. Pero, al rememorar todo lo que había superado
—dificultades personales seguidas del programa de entrenamiento militar más
riguroso del mundo—, dejó de lado su aprehensión y entró en la habitación con
la cabeza bien alta.
—Llega tarde —dijo una voz ronca que le erizó el
pelo de la nuca.
Se giró para ver a Madison Scott apoyada en la
pared, con un vaso de Martini medio vacío en la mano. Llevaba un vestido de
cóctel de seda carmesí que enmarcaba su fabulosa figura e impregnaba su cabello
rubio meloso con mechas de color leonado. Todo en lo que pudo pensar mientras
ella se le acercaba, era si llevaba ropa interior bajo aquel estrecho
envoltorio.
La sensación del puñetazo en el estómago que tuvo
la primera vez que la vio, no tenía nada que ver con el medio ambiente. De
vuelta en México, ella le recordaba una flor exótica que crecía en una jungla
de cemento. Esta noche se parecía a un hibisco rojo, con su pelo largo recogido
con un pasador en la parte de atrás de la cabeza. Cuando ella lo contempló con
sus ojos azul grisáceos con la misma atención, se sintió fuera de lugar.
—Madison —dijo, logrando encontrar su voz.
—Maddy —corrigió ella, a la vez que le extendía su
mano libre. Él la aceptó de inmediato y notó la suavidad y delicadeza de su
piel, en contraste con su firme presión. La última vez no llegó a estrechársela,
y tampoco parecía tan pequeña como cuando luchó con ella sobre el colchón.
—Sam Sasseville —le recordó.
Ella movió los labios con esa sonrisa
insubordinada que él no se quitaba de la cabeza desde hacía semanas.
—Sí, lo sé —respondió. Tomó un lento sorbo de su Martini
y lo miró por encima del borde de su copa. El aspecto vidrioso de sus ojos le
informó que esta no era su primera bebida.
—Perdón por mi tardanza. —No era propio de él ser impuntual—.
Había mucho tráfico. Muchas tormentas eléctricas.
—Me imaginé que se había acobardado —le pinchó
ella con una sonrisa inocente—. ¿Puedo ofrecerle un trago? Hay un bar al fondo.
—No, estoy bien. Luego tengo que conducir.
Maddy se encogió de hombros, vació su vaso y lo
dejó en la mesa más cercana.
—Entonces, vamos a decirle a papá que ya ha
llegado. —Con una familiaridad que lo obligó a tragar saliva, Maddy Scott le
pasó el brazo por encima y lo atrajo hacia la multitud.
«Oh, sí, dile a papá que estoy aquí, por si quiere
denunciarme públicamente por haberte golpeado», pensó él, mientras la camiseta
de algodón que llevaba bajo el uniforme se le pegaba a la espalda sudorosa. El
murmullo de voces se atenuó cuando todas las cabezas se giraron en su
dirección. De repente, deseó haberse puesto un esmoquin como los demás.
El de Lyle Scott remarcaba sus anchos hombros y su
pecho de barril. De pie a la altura de Sam, el director ejecutivo de Scott Oil se veía imponente,
rodeado de un grupo de invitados a los tenía cautivados con su conversación. Su
mirada castaña se posó en él y brilló al reconocerlo. Se acercó y le dirigió a
Sam una sonrisa que iluminó toda la estancia.
—Teniente Sasseville —lo saludó, llamando la
atención de los presentes. Luego, abrió los brazos y le ofreció su mano para
darle la bienvenida—. Nos encontramos de nuevo.
Sam se relajó cuando el magnate bombeó su mano con
aparente placer y sin rastro de rencor.
—Gracias por la invitación —le respondió Sam.
—Es un placer. Es lo menos que puedo hacer por el
hombre que salvó la vida de mi hija. Presten atención, todos. —Lyle Scott se
volvió para dirigirse a su creciente audiencia—. Me gustaría presentarles a
nuestro invitado de honor. Este es el teniente Sam Sasseville, un SEAL de la
Marina de los Estados Unidos.
¿Invitado de honor? Sam miró a Maddy con gesto
sorprendido. Su dulce y azucarada sonrisa le confirmó que esto era obra suya. ¿A qué clase de juego estaba jugando con él?
—Un brindis —continuó Lyle Scott, sosteniendo su
vaso de whisky en alto— por el hombre que salvó a mi hija de un peligro seguro.
—La multitud respondió con una entusiasta ovación.
Sam se encontró con una copa de champán en su mano
y le dio un sorbo rápido y vigorizante. «Mierda, nunca debí haber venido aquí».
Los invitados lo rodearon y le transmitieron su
gratitud. De algún modo, se las arregló para advertir que Maddy se había
retirado de nuevo hacia la pared. Sam se dispuso a defenderse de los espontáneos
admiradores a la vez que se cocinaba a fuego lento por dentro. Esta fiesta debía
de ser idea de Maddy, una forma pasivo-agresiva de vengarse de él por haberla
sacado de Matamoros, dedujo, mientras le golpeaban la espalda y le retorcían la
mano innumerables veces.
Una mujer efusiva y perfumada de unos cincuenta y
tantos años lo besó en la mejilla.
—Le estamos muy agradecidos, teniente —le dijo con
una expresión que sugería que podía aprovecharse de su gratitud.
Los hombres le hicieron preguntas que se suponía
que no estaba autorizado a responder, y se limitó a ofrecerles una irónica
declaración: «Podría decírselo, señor, pero entonces tendría que matarlo».
Debería haber tirado la invitación a la basura el
día que la recibió. Pero, de haberlo hecho, no tendría esta visión de Maddy enfundada
en un vestido carmesí para añadirla a las imágenes pornográficas que podría
disfrutar cuando bajase la guardia.
—¿Le gustaría ver los jardines?
De repente, ella estaba allí, a la altura de su
codo, interviniendo antes de que el siguiente huésped lo asaltara. Ella enlazó
su delgado brazo con el suyo y lo sacó por una de las puertas francesas que se
abrían hacia una amplia galería. Sam inclinó la nariz hacia el cuello de Maddy y
captó un refrescante olor de su fragancia ligera y florida, y su resentimiento
pasó a un segundo plano.
Con la tormenta ya alejada, la orquesta instaló
sus gradas y sillas en el exterior. Mientras los músicos se aplicaban en afinar
sus instrumentos, Maddy llevó a Sam escaleras abajo hacia el jardín. Lámparas
de gas intermitentes arrojaban haces de luz sobre el exuberante y húmedo césped
y los elaborados parterres de flores. Pero, en su mayor parte, el lugar estaba
oscuro y solitario.
—Lo siento —se disculpó ella, a la vez que retiraba
su mano y comenzaba a descender por un sendero de losa delante de él. Su voz
risueña le aseguró a Sam que estaba cualquier cosa menos arrepentida.
Él se detuvo de pronto, forzándola a dar marcha
atrás. Maddy lo miró con curiosidad. La luz de la casa hacía que sus ojos se
vieran translúcidos.
—Eso fue idea suya, ¿no es así? —exigió Sam—. Me
refiero a nombrarme el invitado de honor. —Sus labios se curvaron mientras
luchaba por mantener una sonrisa controlada.
—En realidad, mi padre fue el primero en sugerirlo.
Personalmente, no quería volver a verle nunca más —afirmó ella, con una mano en
la cadera y una sonrisa descarada—. Pero luego me imaginé su incomodidad y me
di cuenta de que sería divertido ver cómo se retorcía, teniente. Apuesto a que
no hay muchas situaciones que lo hagan sentir tan incómodo, ¿o me equivoco?
No sabía si él también debería divertirse con su
franqueza o sentirse ofendido. De lo único que estaba seguro era que le
gustaría besar la sonrisita de ese lindo rostro.
—Pero creo que lo ha sobrellevado bien —agregó
ella, aliviando su molestia—. Estoy impresionada.
—¿Qué viene después? —dijo Sam—. ¿Va a acusarme de
maltratarla?
Maddy arqueó una delgada ceja.
—¿Realmente cree que haría eso? ¿Ir llorando a
papá porque el grandote y malvado SEAL me drogó en contra de mi voluntad?
—Técnicamente, fue Bronco quien la drogó —se
cubrió él, sin que le gustara cómo había formulado su pregunta—. Yo solo le
ordené que lo hiciera.
—Pero usted me redujo por la fuerza —señaló Maddy.
«Aquí viene», se dijo Sam.
—No me dio muchas opciones.
—No, supongo que no —cedió ella—. ¿Cómo está su
nariz, por cierto?
Dios, él nunca podría anticipar lo que ella podría
decir después.
—Jamás volverá a ser la misma —le contestó.
Ella le dedicó una sonrisa dura, claramente
animada por la noticia.
—Tampoco lo harán las chicas que dejé en esa
escuela —le recordó antes de darle la espalda para alejarse.
—Así que ya estamos en paz… —dijo él,
persiguiéndola mientras enfocaba su mirada hacia el balanceo de sus sinuosas caderas.
No podía ver ninguna marca de ropa interior bajo la tersa seda.
—Ni por asomo —respondió ella.
Su respuesta lo mantuvo en alerta. Justo cuando
pensaba que Maddy no era tan peligrosa como parecía, sus palabras lo pusieron en
guardia otra vez. Además, el alcohol que había ingerido parecía haberle dado
más resistencia de la que él recordaba.
—Entonces, ¿ha terminado de vengarse, o hay algo
más en su malévolo plan? —exigió, queriendo saber sus intenciones.
Ella le dedicó un gesto burlón.
—No es malévolo —le aseguró—. Vamos, quiero
mostrarle algo.
La siguió por el sendero de losa hasta la línea de
árboles. En cualquier otro lugar del mundo, se habría resistido a la
posibilidad de caer en una emboscada. Pero, pese a la oscuridad, los bosques
parecían mansos y no había arbustos traicioneros.
Quizá por temor a tropezar, Maddy le cogió de la
mano. A Sam se le aceleró el pulso. Por encima del golpeteo de su corazón y el
sonido de un violín que tocaba en la casa, detectó el murmullo de un chorro de
agua.
¿Qué demonios estaba haciendo ella, atrayéndolo
hasta aquí? No había imaginado a Maddy como el tipo de persona que se arrojaría
sobre un hombre, por más que este fuese un SEAL de la Marina.
—Vengo aquí a menudo —dijo ella en un tono sin ningún
indicio de seducción—. ¿Ve el puente?
A través de los troncos de los árboles que tenía
delante, podía divisar una construcción de estilo japonés que se arqueaba sobre
un barranco poco profundo. El agua que él pensó que había escuchado antes,
tenía que ser un arroyo que se abría paso a través de la extensa propiedad.
—Es bonito —le respondió, todavía inseguro de que aquello
no fuese una trampa.
Maddy comenzó a cruzarlo seguida de Sam. Cuando
llegó a la parte superior, ella soltó su mano, se agarró a la barandilla y
respiró hondo. Sam estudió con cautela sus movimientos, inhalando el aroma de
hierba recién cortada y hojas maduras.
—Me gusta cerrar los ojos cuando estoy aquí arriba
—dijo ella—. Imagino que soy el agua que fluye hacia el Potomac y luego hasta
la Bahía de Chesapeake para desembocar en el océano. A veces, es la única forma
en que puedo escapar.
Su comentario reflexivo hizo que la mirarse de
reojo con curiosidad. ¿Por qué querría escapar de un paraíso como éste? Pero ella
permaneció con los ojos cerrados, lo que indicaba que no era el momento de
preguntar.
—Intente hacerlo —lo invitó con una voz
persuasiva.
Sam cerró los ojos como ella, pero solo podía
concentrarse en el calor del brazo de Maddy junto al suyo.
—¿Qué está imaginando? —le preguntó esta.
Él frunció el ceño y aclaró sus pensamientos hasta
que se formó una imagen en su mente.
—Veo una aldea al borde de un río en Nigeria. —Había
estado allí recientemente en una operación que había acabado con algunos
insurgentes muertos.
—Donde hay agua, hay vida —estuvo de acuerdo, ajena
a sus recuerdos sangrientos. —Ella se volvió hacia él—. Sin comida, agua limpia, cultivos sostenibles
y acceso a la atención médica, la vida es poco más que una lucha por la
supervivencia.
Sam no había imaginado que su conversación tomaría
este giro. Una vez más, había logrado sorprenderlo con su discurso inquietante
y portentoso.
—Dígame que no va a volver al extranjero —la exhortó.
—En realidad, mi padre me acaba de conseguir un
trabajo en el Fondo para el Medio Ambiente Mundial. El FMAM es un grupo
internacional que se ocupa de cuestiones ambientales en países en vías de desarrollo.
Probaré el impacto de los pozos petroleros en el medio natural.
—¿En el extranjero? —preguntó él. La parte referente
a los países en vías de desarrollo lo había puesto sobre aviso.
—Por supuesto.
—¿Sabe? Hay muchos problemas ambientales aquí en
Estados Unidos —señaló—. No necesita salir fuera para marcar la diferencia.
Maddy sacudió la cabeza.
—Eso es como decir que tenemos terroristas
locales, así que no hay necesidad de perseguir a Al Qaeda —respondió
dulcemente.
Sam se aferró a la barandilla de madera hasta que
le dolieron los nudillos.
—¿Por qué discutimos cada vez que hablamos? —se
preguntó en voz alta. Preferiría saber si llevaba ropa interior.
—No tengo ni idea. Quizá sea porque cree que tiene
derecho a decirme cómo vivir mi vida.
Sam sintió el pulso en sus sienes. Ella debía de
estar provocándolo.
—Es obvio que no se da cuenta de lo pequeña e
indefensa que es usted —concluyó.
Ella lo miró con intensidad.
—¿Es una amenaza?
—¿Y si lo es? —Sam soltó en el acto la barandilla
y la atrajo con fuerza hacia él. Sus senos se aplastaron contra su pecho, donde
su corazón latía con una mezcla de deseo y frustración. Definitivamente, ella
no llevaba sujetador.
—No me asusta. —El temblor de su voz lo venció.
Nunca en su vida forzó a una mujer. Pero en la
cultura en la que fue criado, eran los hombres los que se enfrentaban al
peligro. Se suponía que las mujeres tenían que ser protegidas de los
depredadores naturales, principalmente de otros machos.
—Pues debería estarlo —declaró él, superando sus
débiles esfuerzos por liberarse abrazándola más fuerte—. ¿Cree que el ser
estadounidense le da derechos inalienables fuera de este país?
—He viajado mucho. Por supuesto que sé que ese no
es el caso.
—Entonces ha tenido suerte. ¿Qué pasará cuando esta
se acabe y un hombre decida secuestrarla, venderla en el mercado negro o quedársela
para su uso y disfrute? —Con cada palabra, inclinaba su cabeza hasta que sus
labios se cernieron sobre los de ella.
Sam podía sentir cómo temblaba. Sus ojos, dos
estanques cristalinos, se asemejaban a las aguas azules y grises que rodeaban
Miami.
—¿Es eso lo que le gustaría hacer? —susurró.
Su pregunta calmó a Sam de inmediato. Al darse
cuenta de que la estaba agarrando tan fuerte que iba a dejarle marcas, la soltó.
Sin los brazos de Sam para sostenerla, Maddy se
tambaleó hacia atrás. Él la atrapó por segunda vez y luego retrocedió, haciendo
que ella anhelase de nuevo el contacto.
Siguió el silencio, cargado de un trasfondo de
excitación y deseo y frustrado. Tal vez había
juzgado mal a Sam Sasseville. Estaba segura de que, si le explicaba sus motivos
de la manera correcta, enfatizando lo mucho que tenían en común, entonces él lo
entendería. Por algún motivo que no lograba comprender, su aprobación
significaba mucho para ella.
Excepto que él no lo entendía ni lo aprobaba. En
vez de eso, trató de asustarla para que cambiase de planes. Tal vez no era el
hombre que ella creía.
—Lo siento. —El tono apagado de Sam evitó que su
opinión sobre él se hundiera demasiado—. Tengo mal genio, y soy el primero en admitirlo
—dijo con un suspiro—. Si su trabajo significa tanto para usted como para
obligarla a viajar a países peligrosos, entonces, está claro que no hay nada
que yo pueda hacer al respecto. Pero no diga luego que no se lo advertí.
—No es una compulsión —insistió ella, deseando aún
su bendición—. Es una llamada. Usted más que nadie debería saber de lo que hablo.
Durante un largo minuto, él la estudió en la
oscuridad, concediéndole la esperanza de que la había entendido.
—Deberíamos volver —le dijo, y le dio la espalda.
—Sam. —Ella lo agarró y tiró de él.
Sin cuestionar sus acciones, Maddy enrolló ambos
brazos alrededor de su robusto cuello, se puso de puntillas y aplastó sus
labios contra los suyos, dándole el beso que ella esperaba que él le hubiese
dado segundos antes.
La duda que envolvió a Sam durante una fracción de
segundo se transformó en una participación hambrienta. Palpó su cabeza con una
mano, la acercó a él y barrió con su lengua los labios de ella, explorando su
boca con una lánguida y obstinada incursión que a Maddy le robó el aliento y le
hizo girar la cabeza. Con la otra mano, trazó el contorno de su cadera, su
estrecha cintura y las delicadas costillas, deslizando la palma de su mano
hacia su pecho izquierdo.
El placer la envolvió. Tras sus párpados cerrados,
su mundo se inclinó hacia el centro. ¿Había sabido en algún nivel primario que
él besaría así? Su intención de convencerlo de sus puntos en común quedó
relegada a un segundo plano ante la pasión que se desató entre ellos. Por
suerte, no necesitaban hablar, lo cual siempre acababa siendo un problema.
Maddy acarició el pelo de su nuca y dejó escapar
un gemido de deseo mientras él paseaba su boca sobre su mejilla, su mandíbula,
su cuello, abriendo un rastro de placer a medida que avanzaba.
—Dios, hueles tan bien —murmuró Sam—. ¿Qué es ese
perfume?
—No uso perfume —contestó ella sin aliento.
—¿No? —Él levantó la cabeza y estudió su aturdida
expresión con una mirada depredadora antes de volver a capturar su boca y
quemarla con un profundo beso.
Los dedos de los pies de Maddy se encogieron
dentro de sus zapatos de tacón alto. Se agarró a los hombros de Sam y rezó para
que ese momento no terminase nunca.
—No te detengas —le suplicó. Él la besó de nuevo,
larga y tranquilamente. Su mano se cerró cálida sobre su pecho y lo apretó con
suavidad.
—¿Nunca usas sujetador? —le preguntó incrédulo,
apartándose.
—Cuando es necesario.
Con un gruñido, la besó de nuevo, rozando con su
pulgar el pezón rígido y chispeando de placer en la unión de sus muslos. La
agarró por el trasero y tiró de sus caderas hacia él, meciéndola sutilmente
contra su deslumbrante excitación.
«Oh, Dios». Nunca había sido arrastrada así por
ningún hombre.
Él le sorbió el labio inferior y luego lo soltó a
regañadientes.
—Eres demasiado, ¿lo sabías?
—¿Qué quieres decir? —dijo ella.
—Quiero decir que estás tan buena, que resultas peligrosa.
—¿Yo, peligrosa? —Nadie la había llamado así.
—¿Llevas bragas?
Ella soltó una risa incrédula.
—¿Es eso lo que te has estado preguntando toda la
noche?
—Solo responde la pregunta.
—¿Por qué no lo averiguas por ti mismo?
La invitación descarada lo sorprendió. Claramente,
los dos Martini que se había bebido le habían robado sus inhibiciones.
Ella esperó a ver si él aceptaba la oferta, con
tanto deseo como temor de que lo hiciera.
Su brillante mirada se clavó en el rostro de
Maddy, y luego se concentró en el pecho que estaba ahuecando. Dio la vuelta a
la rígida cima, dejándola sin respiración mientras ella se disponía a hacer el siguiente
movimiento.
—¿Seguro que quieres que lo haga? —preguntó él mientras bajaba la otra
mano tras el dobladillo de su vestido hacia la curva de su trasero.
Maddy se pasó la punta de la lengua sobre el labio
superior con como respuesta. La expectativa había provocado una intensa humedad
entre sus piernas. Lentamente, se levantó el vestido. Su aliento sonó como gritos
ahogados. El aire frío chocó contra su vaporoso calor. La tocaría en cualquier
momento. Cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás mientras los dedos de
Sam, ligeramente callosos, se acercaban cada vez más.
Pero entonces, no muy lejos, Maddy oyó el repetitivo
chasquido de unas ramas. Sam se puso rígido y su mano se detuvo. Maldita sea.
Sus expectativas se desplomaron en el acto. Se enderezó y se volvió hacia el
origen del sonido.
—Hay alguien aquí fuera —susurró él.
—Probablemente sea otro invitado.
—Déjame escuchar —la silenció.
Maddy giró la cabeza. No importaba si el intruso
resultaba ser un ciervo. El momento se había hecho añicos. Se iría a Paraguay
dentro de una semana y lo más seguro era que no volviese a ver a Sam
Sasseville. Ella no había obtenido su aprobación, pero al menos él se había
dado cuenta de que no podía impedir que ella respondiera a su llamada, como
tampoco ella podía impedir que él fuera un SEAL.
Si tan solo pudiera borrarlo de sus pensamientos
por completo… Esa iba a ser la parte más difícil de olvidar, el deseo que ardía
dentro de ella cada vez que él estaba cerca.
A Sam le llevó varios segundos evaluar la
situación. Definitivamente, no estaban solos. Alguien merodeaba por el bosque cerca
del jardín de Lyle Scott. Puede que fuera uno de los guardias de seguridad.
—No te muevas —respiró en el oído de Maddy. Al
mismo tiempo, maldijo la competencia del guardia que se acercaba. Puede que
nunca llegara a sentirse bien bajo el vestido de Maddy ni la llevase al clímax
de la manera en que él había anticipado momentos antes.
A pesar de su desconfianza hacia sus motivos,
ahora se sentía engañado. Considerando la forma en que lo había besado, era
probable que se volvería loca con él, y a él le encantaban las mujeres
salvajes. El perfume de su excitación le había hecho mucho daño. Y ahora este
maldito vigilante iba a arruinarle la noche, el muy hijo de puta.
Molesto y frustrado, Sam se asomó detrás de un
árbol que le impedía la visión. La luz de un farol cercano emitía el resplandor
suficiente para que él pudiera reconocer su silueta. El intruso estaba mirando
hacia el porche, no hacia ellos. Eso le resultó extraño. ¿Y por qué era tan sigiloso?
Sam apretó su mano contra Maddy, que ya comenzaba a alejarse.
—Quédate quieta —le ordenó.
Ella estiró el cuello para mirarlo
interrogativamente.
El recién llegado, que no llevaba uniforme, dejó
de moverse. Sam vio cómo apoyaba su hombro contra un tronco.
El contorno de un rifle de francotirador Mk-11
envió un rayo de alarma por la columna vertebral de Sam. La protuberancia de un
silenciador le congeló la sangre. Solo los francotiradores con la misión de
asesinar llevaban silenciadores en sus rifles. Quienquiera que fuera ese
hombre, no se trataba de un guardia de seguridad.
Capítulo
3
La adrenalina inundó
el torrente sanguíneo de Sam, contrarrestando su excitación. En la parte de
atrás de la casa, el sonido de una viola se desvanecía con el rumor de voces y
risas. La fiesta se había trasladado a la terraza. Y uno de los invitados
estaba a punto de ser asesinado si Sam no tomaba medidas inmediatas.
Puso una mano sobre la boca de Maddy y la arrastró
hacia abajo para que se agachara con él. Sus amplios y perplejos ojos
reflejaban el tenue resplandor de la luna.
—Alguien está apuntando un rifle hacia la casa —le
informó en un susurro— y no es un vigilante. ¿Prometes guardar silencio?
Cuando ella asintió con la cabeza, él retiró su
mano y sacó su teléfono móvil del bolsillo. Después de pulsar su código de
seguridad, se lo entregó a Maddy.
—Llama al 911. Voy tras el tirador.
—Vete. —Ella le dio un empujón no demasiado suave.
Sam no necesitaba ningún incentivo. En modo SEAL,
se arrastró hacia el bosque oscuro y desconocido, deseando no haber dejado su
pistola semiautomática Desert Eagle en la guantera de su coche, pero ¿dónde
podría haberla escondido? Y sin capacidad de visión nocturna, todo lo que podía
hacer era intuir el camino hacia su objetivo, evitando el ocasional sotobosque
y las ramas que se enganchaban a su uniforme. Tenía que acercarse lo suficiente
para derribar al hombre. Asustarlo podría incitarlo a que disparase al azar.
Una mirada a Maddy le indicó que mantenía su
posición. La pantalla de su teléfono se encendió brevemente cuando ella llamó
al 911. A cincuenta metros de distancia, ajeno a su presencia, el francotirador
ajustó su puntería. Sam se esforzó por seguir la línea de visión del hombre.
Sin el círculo revelador de un osciloscopio infrarrojo, solo podía adivinar que
la cabeza plateada de Lyle Scott que se movía entre sus invitados era el blanco
más probable. «Oh, demonios, no».
Los acordes de la canción de Bárbara Streisand, The way we were, creaban un conmovedor
telón de fondo para el desarrollo del drama. El asesino parecía listo para
disparar, pero Sam aún estaba a varios metros de distancia. No podía permitirse
esperar y se lanzó hacia él a toda prisa.
Pero, aun así, llegó demasiado tarde. A través del
chasquido del supresor, el silbido hipersónico de una bala cortó el aire. El
vidrio se rompió y la gente gritó cuando Sam atacó al tirador y lo derribó.
Rodaron juntos en el suelo y sonó un segundo disparo que fue a dar en una rama
por encima de la cabeza de Sam. Las astillas de madera cayeron sobre ambos
mientras luchaban. Sam reunió la fuerza necesaria para aplastar su puño en la
cara del hombre, pero gruñó sorprendido cuando sus nudillos se rompieron contra
una mandíbula de granito. El hombre se revolvió, utilizando un movimiento de
lucha que Sam solo había experimentado una vez durante su entrenamiento de
habilidades de combate. Al encontrarse de espaldas, levantó una rodilla justo a
tiempo para desviar un codo hacia el intestino. Agarró la cabeza del hombre e
intentó sacarle los ojos, pero este ya había ido a por su garganta.
Una sonrisa salvaje brilló en la oscuridad
mientras el asaltante apretaba la tráquea de Sam. Su fuerza podría haberlo
reducido, pero consiguió liberarse de inmediato con un solo movimiento. Se
lanzó hacia arriba, enganchó al gigante por el cuello con el brazo, y saltó
sobre él. Pero de nuevo su oponente lo esquivó con otro movimiento de lucha
libre que aumentó la preocupación de Sam. Era un luchador entrenado.
Girando en la dirección opuesta a la que Sam había
previsto, el hombre retiró una mano para golpearle en la cara. Un destello de
luz advirtió a Sam de que llevaba un anillo. Una gema engastada en metal
precioso y cuatro nudillos se estrellaron en la mejilla de Sam. Este giró la
cabeza esperando repeler el golpe, pero el dolor se extendió a través de su
cráneo y un zumbido llenó sus oídos.
En ese momento, un foco de luz que provenía más
allá de los árboles incidió en la cara del agresor. Este intentó bloquearla con
su brazo, y Sam usó la distracción para tumbarlo sobre su costado. El tirador
rodó y logró coger su rifle del suelo. Se puso en pie con un salto atlético e
ignoró la orden del guardia de que se detuviera. Cuando echó a correr hacia la
oscuridad, el vigilante salió tras él y se perdió en el bosque.
Sam se puso de rodillas con la mejilla palpitante.
Intentó levantarse y perseguirlo, pero la punta de una pistola sobre su espalda
lo disuadió.
—No te muevas —dijo una voz sobre él.
Aparentemente, el primer guardia no había venido solo.
El dolor lo encapsuló por completo. En cualquier
caso, no estaba seguro de que pudiera moverse.
—¿Quién eres? —El guardia de seguridad dirigió la
luz de una linterna a los ojos de Sam.
—Es el invitado de honor, Ken —dijo Maddy
acercándose.
El guardia la miró sorprendido.
—Parece que el atacante era el otro tipo —concluyó,
después de retirar su pistola de los omóplatos de Sam.
—Más vale que ayudes a atraparlo —le aconsejó este,
al decidir que ya podía levantarse con seguridad.
El guardia los miró a los dos y luego se fue tras
su compañero. Sam deliberó si debía unirse a ellos en su cacería. Seguía
desarmado y no tenía la certeza de que pudiera correr en línea recta. Un toque
suave de Maddy lo mantuvo en su lugar.
—¿Estás bien? —preguntó ella, volviéndolo hacia la
luz—. ¡Oh, tu cara! —gritó mientras palpaba su mandíbula con suavidad.
—Estoy bien. —Con el dedo en el pómulo izquierdo,
hizo una mueca de dolor. Tenía hojas en el pelo y el uniforme sucio, pero si le
había salvado la vida a Lyle Scott, había valido la pena—. Ese hombre le
disparó a tu padre —añadió, reduciendo el fuerte abrazo que ella le dio en el
pecho.
—¿Qué? ¡Papá!
Antes de que ella se alejara, él la agarró por la
espalda.
—No tan rápido. Podría haber un segundo tirador —advirtió.
La atrajo hacia sí sin hacer caso del dolor de su cara y la llevó a través del
césped aparentemente desierto, usando su cuerpo como escudo para protegerla.
Cuando llegaron a la desierta galería, Maddy se
soltó, sin aliento.
Los invitados habían huido hacia la casa. La bala
del francotirador había destrozado una de las grandes puertas francesas, y el
suelo estaba lleno de cristales, que crujieron bajo sus zapatos mientras pasaban
por los puestos de orquesta derribados y las partituras dispersas. Al menos no
había rastro de sangre.
Encontraron a los huéspedes acurrucados en el
pasillo interior, el único lugar de la casa donde no había ventanas.
—¡Papá! —Maddy vio a su padre y corrió hacia él.
Este se abrió paso de forma protectora entre sus
invitados, con una expresión tensa y preocupada, y envolvió a su hija en un
fuerte abrazo.
—¡Maddy! —Sus ojos se cerraron con un visible
alivio.
—Estoy bien —le aseguró ella—. ¿Cómo estás tú? —Se
echó hacia atrás para mirarlo—. ¿Alguien resultó herido?
—Nadie. —Él dirigió la vista por encima de la
cabeza de Maddy y se concentró en el pómulo hinchado de Sam—. Dios mío, ¿qué le
ha pasado?
Ella se adelantó a responderle.
—Sam te ha salvado la vida, papá. Le estaba
mostrando el arroyo de atrás cuando oímos a alguien en el bosque. —Los
invitados reaccionaron con gran consternación al escuchar su relato.
Una chispa iluminó los ojos de Lyle Scott.
—¿Viste al tirador?
—No solo lo vimos —contestó Maddy—. ¡Sam luchó con
él y el hombre huyó!
—Así que ahora me ha salvado la vida a mí y a mi
hija —exclamó Lyle con admiración. Luego se apartó de Maddy, puso sus grandes
manos sobre los hombros de Sam y lo miró fijamente—. Gracias a Dios que estaba
con nosotros esta noche —agregó, apretándolo con fuerza—. No sé cómo podré
pagarle.
—Solo he hecho aquello para lo que fui entrenado —murmuró
Sam con timidez.
—¿Qué ha pasado con el tirador? —preguntó Lyle,
bajando las manos.
Sam sintió una oleada de calor en el rostro.
—Me temo que ha escapado. Sus guardias de
seguridad lo están persiguiendo ahora mismo.
Lyle Scott palideció y asintió.
—Ya veo.
El aullido de varias sirenas penetró a través de los
gruesos muros de la casa. Maddy lo ignoró y tiró de la manga de su padre hasta
que tuvo su atención.
—¿Quién querría dispararte, papá? —le preguntó—. ¿De
qué va esto?
Lyle Scott le dio una palmadita en la mano.
—No te preocupes, cariño. Supongo que tiene que
ver con el territorio. No todo el mundo está interesado en tener a un petrolero
como su próximo senador de Texas.
—Mi padre se presenta al Senado —explicó Maddy,
vislumbrando la confusión de Sam.
Había oído un rumor en ese sentido, y ¿no se le
ocurrió que solo los ricos podían darse el lujo de acceder a un cargo público hoy
en día?
Lyle Scott se encogió de hombros.
—Pensé en devolverle al país todo lo que me ha
dado —explicó.
Sam parpadeó ante el comentario desinteresado. Tal
vez el hombre no era tan egocéntrico como Sam había asumido.
—Puede que deba aumentar su seguridad, entonces —declaró
Sam, justo cuando la policía comenzó a golpetear en la puerta—. Me encargaré de
ello.
Dos horas después, la
búsqueda del tirador que había disparado a Lyle Scott había atraído la atención
de todos los medios de comunicación nacionales. Un par de perros iban tras el
rastro del sospechoso, pero aún no lo habían encontrado. Los helicópteros de la
prensa y de las fuerzas del orden competían por el espacio aéreo y destrozaban
el silencio suburbano, haciendo estragos hasta altas horas de la noche. Aun
así, no se hizo ningún arresto. El asaltante parecía haberse evaporado en el
aire, después de esquivar a los guardias de seguridad, a la policía local y, por
último, al FBI.
Interrogaron a los invitados en busca de testigos.
Sam y el primer guardia de seguridad resultaron ser los únicos que habían visto
la cara del tirador, así que Sam tuvo que quedarse, incluso después de que el
último invitado se hubiera ido. Maddy lo siguió a él y a los agentes especiales
hasta el patio trasero, donde Sam detalló la pelea con el sospechoso en el
lugar exacto donde lo había derribado. Ella escuchó atenta todas sus
explicaciones.
—Está claro que tenía algún entrenamiento en H2H —admitió
Sam, moviendo la cabeza con confusión.
¿—H2H—?
—Combate cuerpo a cuerpo. No muchos tipos pueden
sacar lo mejor de mí en una pelea. Pensé que era por eso, pero luego usó un
movimiento de lucha que nunca había visto antes. Además, pesaba más que yo, por
lo menos veinte kilos,
así que una vez que se echó sobre mi espalda, tuve problemas para levantarme.
Cuando me dio un puñetazo en la cara, el anillo de su mano derecha me golpeó
muy fuerte.
—¿Está seguro de que no lo dejó escapar? —preguntó
el agente con suspicacia.
—¿Disculpe? —La frialdad en la voz de Sam eliminó
la posibilidad de una conspiración. El policía desvió su mirada hacia el iPad
en el que escribía sus notas.
Después de exprimir cada posible detalle que
obtuvieron de Sam, el FBI regresó a la casa para acorralar a Lyle Scott en su
sala de estar. Maddy miró con preocupación a su padre mientras caminaba por la
alfombra persa, murmurando las respuestas con una expresión perpleja en su
rostro. Maddy no conocía a nadie que pudiera tener algo contra su padre. Pero
alguien debía de odiarlo hasta el punto de quererlo muerto.
¿Este atentado contra su vida lo disuadiría de presentarse
como senador? Ella esperaba que no. Dada su riqueza y posición, la seguridad
siempre había estado presente, pero
ahora había mucho más en juego. Seguramente contrataría más guardias de
seguridad y continuaría con su campaña; después de todo, lo hacía en honor de
su difunta esposa, quien siempre había alentado sus aspiraciones políticas.
Sam le tocó el hombro, reclamando su atención.
—Escucha, el FBI dice que ya puedo irme. ¿Estarás
bien?
El corazón de Maddy se contrajo ante la
perspectiva de su partida. La noche había pasado de ser emocionante a horrible
en un abrir y cerrar de ojos. ¿Qué habría sucedido si Sam no hubiera estado aquí para repeler al
tirador? No podía ni imaginar que su padre podría estar muerto ahora mismo.
—Estaré bien —contestó ella automáticamente—. Pero
¿estás seguro de que tienes que irte? —Ella no quería que lo hiciera, aún no—. ¿Por
qué no te quedas aquí? —añadió, mirando su mejilla hinchada y magullada. El
cansancio pesaba sobre sus párpados enrojecidos—. Puedes descansar aquí esta
noche y marcharte mañana.
La larga mirada que Maddy le dirigió le pareció a
Sam sospechosa. ¿Qué había dicho ella que pudiera ser tomado a mal?
—Es lo menos que podemos hacer —añadió ella con
más firmeza—, ya que le has salvado la vida a mi padre. —Después de una pausa,
se volvió hacia este—. Papá, ¿no te importa si Sam se queda a dormir?, ¿verdad?
Lyle Scott se iluminó visiblemente por la sugerencia.
—Por supuesto que no. Debe quedarse. Considérate como
de la familia, Sam —declaró.
Una extraña risa resonó en la garganta del SEAL.
—Ya lo has oído —dijo Maddy sin dar lugar a que
Sam pudiera negarse—. Primero, debes comer algo.
Ella lo llevó a la cocina, donde él devoró varios
trozos de carne asada y vació una botella de cerveza fría. Maddy se metió una
cuña de queso en la boca mientras llevaba las bandejas al fregadero. El
personal de limpieza había vuelto a su casa después del tiroteo y no regresaría
hasta la madrugada del día siguiente.
—¿Todo listo? —preguntó cuando Sam dejó su botella
de cerveza vacía—. Por aquí —dijo ella mientras lo conducía hacia el pasillo
delantero y las escaleras—. Te encontraré una habitación donde puedas ducharte
y dormir. —Ella enfatizó la palabra con una pizca de indignación. ¿No había
tenido él la mano bajo su falda y la lengua en su boca apenas dos horas antes?
Además, habían pasado demasiadas cosas esta noche como para que pudieran retomar
lo que habían dejado.
Maddy sintió que el hormigueo de sus extremidades al
llegar a la segunda planta aplastó su reflexión. Su deseo por él no había
disminuido ni un ápice con lo ocurrido. En todo caso, se había hecho aún más
atractivo ante sus ojos por actuar como un héroe.
Abrió la puerta de la habitación y encendió las
luces.
—Espero que te agrade.
La cama con dosel y el armario rematado en mármol
hicieron que Sam levantase sus oscuras cejas.
—¿Esto es un cuarto de huéspedes?
—Es uno de ellos. —Maddy le había aconsejado a su
padre que comprara una modesta segunda casa como una señal externa de su
compromiso con la clase media, pero el gusto de Lyle Scott era demasiado extravagante—.
Te encontraré algo para que duermas —le dijo, dejando la habitación para ir a
asaltar el armario de su padre.
Cuando volvió con una camisa Argyle y un par de
pantalones cortos de gimnasia, encontró a Sam de pie en el centro de la
habitación de huéspedes, con un aspecto incómodo.
—Aquí tienes. —Puso la ropa de repuesto en la cama—.
Hay toallas en el baño, y siempre hay cepillos de dientes nuevos debajo del
lavabo. Si necesitas algo más, llámame. Mi habitación es la de al lado.
Sam le dirigió una mirada cautelosa.
«¿Por qué habré dicho eso?», se preguntó Maddy
mientras caminaba con rapidez hacia la puerta y fingía que el gesto de Sam no
le había hecho hervir la sangre.
—Buenas noches —se despidió, con la cara sonrojada,
y se retiró a su dormitorio.
Una vez a solas, Maddy evaluó si sus palabras habían
sido una invitación.
«Sí. ¡No!». Su atracción por él podría haber
aumentado con el espantoso giro de los acontecimientos, pero la magia no podía
ser recapturada tan fácilmente. Aun así, no echó el pestillo de su puerta por
si él decidía venir a buscarla. Se dio una ducha rápida, se enjabonó con loción
corporal e hizo gárgaras con enjuague bucal. Luego se deslizó desnuda entre las
sábanas, como era su costumbre, y cerró los ojos, nerviosa, con la esperanza de
que él acudiese.
Pasaron los minutos, luego media hora. La realidad
la miró fijamente a la cara y se hundió en la almohada. No iba a venir.
Bien. Bien. Se iría a Paraguay en menos de una
semana, con o sin la bendición de Sam. Si él seguía en desacuerdo con ella,
negándose a reconocer sus puntos en común, estaba en su derecho. Tal vez la
declaración apasionada que él le había dedicado eran solo palabras vacías, y la
intensidad que ella había sentido fluir entre ellos estaba solo en su cabeza.
«Olvídate de él», se aconsejó ella misma. Ella no
tenía ninguna obligación de hacerlo feliz si para ello tenía que renunciar a su
deber, y menos si el espíritu de su madre la instaba a continuar su trabajo.
Incluso su padre había demostrado ser sorprendentemente cooperativo al
encontrarle un trabajo que contaba con su aprobación. La vida continuaría, con
o sin el beneplácito de Sam Sasseville.
El C-17 Globemaster
III descendió por la pista vacía de Mariscal Estigarribia como un ánade real,
golpeando el asfalto con suavidad antes de frenar con una urgencia innecesaria.
Era obvio que el piloto de la Fuerza Aérea deseaba demostrar que era capaz de
hacer aterrizar un Tomcat en un portaaviones en medio de un huracán, si fuera
necesario. Bien por él.
El avión de transporte se detuvo con estrépito y
arrojó a los treinta y cinco SEAL contra sus asientos. Sam vio al jefe Kuzinsky
poner los ojos en blanco ante las payasadas del piloto.
—Muy bien, escuchen todos. —El comandante de la
unidad de tarea, Max MacDougal, se quitó el arnés y se puso de pie. Con la
envergadura de un frigorífico de doble anchura, su bigote marrón erizado y los pequeños
ojos color pizarra, Mad Max le recordaba a Sam una morsa toro, con la que nunca
querría enredarse.
—Cuanto
más pasemos desapercibidos, mejor. Así que cojan el equipo, vayan al
autobús que les llevará al campamento y suban a bordo. Nada de tonterías.
Se suponía que los lugareños no sabían que los
militares eran SEALs en una misión llamada Operación Anaconda. Bajo el pretexto
de entrenar a las Fuerzas Especiales paraguayas estacionadas en esta zona,
habían venido a defender los pozos petroleros de propiedad estadounidense de
los terroristas que se entrenaban en la región. Sam no había preguntado a qué
compañía petrolera pertenecían los pozos. Tenía miedo de descubrir que Scott
Oil Corporation realmente tenía a la Marina de los Estados Unidos a su
disposición.
Lyle Scott ya no era el director ejecutivo de
Scott Oil, se recordó. Para poder presentarse al Senado, había cedido el
control de la compañía al vicepresidente para evitar cualquier conflicto de
intereses. Como senador, probablemente tendría más influencia que nunca, pero
el trabajo de Sam no era cuestionar las formas de la política. Su trabajo
consistía en impedir que los terroristas utilizaran Sudamérica como plataforma
de puesta en escena, y punto final.
Con ese pensamiento, apartó de su cabeza a Maddy y
su padre por enésima vez ese día.
Mad Max se giró hacia su segundo al mando.
—¿Algo que añadir, señor?
Por lo que Sam sabía, Rusty Kuzinsky había visto
más combate que ningún otro SEAL en servicio activo, y su reputación lo situaba
como un peso pesado en el equipo.
Sus ojos marrones oscuros, casi negros, estudiaron
las caras de los hombres más jóvenes.
—Nos quedaremos en una vieja instalación del ejército
donde estaremos rodeados de civiles, los cuales no necesitan saber de nuestra
agenda. Así que cuiden lo que van a decir. ¿Está claro?
—Hooyah,
jefe —rugieron los dos pelotones.
—Muévanse —ordenó Mad Max.
Sam dirigía el pelotón Echo, pero, con dos
contramaestres experimentados, Bronco y Bullfrog, todo lo que necesitaba era
asentir con la cabeza para que los dieciséis hombres a su cargo obedecieran.
Entre los pelotones Echo y Charlie, treinta y dos SEALs formaban la unidad de
tarea, comandada por un elemento HQ de tres líderes experimentados: Mad Max, el
jefe Kuzinsky y el teniente Luther Lindstrom, el oficial de operaciones.
Con un liderazgo como el suyo, la Operación
Anaconda representaba una formidable amenaza para los terroristas que
conspiraban para socavar los intereses estadounidenses.
Sam se dirigió desde la parte trasera del avión
hacia el asfalto ardiente y observó el árido terreno del Chaco Boreal,
Paraguay. La brisa desértica que soplaba a través del lienzo ligero de sus BDU
le hizo pensar en la suave exhalación del aliento de Maddy.
«Dios, ¿podrías olvidarla de una vez?» Pero el
arrepentimiento le destrozaba el corazón por haberse marchado sin despedirse. A
la mañana siguiente, después de la fiesta, se había escapado de su casa antes
de que ella o su padre se hubieran levantado de la cama, sobre todo, porque no se le había ocurrido la más
mínima idea de qué decirle.
Ella le pareció increíble, pero loca. Francamente,
estaba asustado.
En resumen, no confiaba en que Maddy o Lyle no
tuvieran motivos ocultos. No podía deshacerse de la sospecha de que el padre
había urdido el plan de reunirlo con su hija mediante la invitación a su fiesta
y al nombrarlo el invitado de honor.
¿Acaso el futuro senador aspiraba a tener un SEAL
como yerno?
Ya no importaba. Sam se había desentendido de los Scott la mañana que abandonó
McLean. Si tan solo pudiera desterrar a Maddy de sus pensamientos con la misma
facilidad, todo iría bien.
Sacó su bolsa de lona de la pila que tiraban del
avión, y esperó a que sus hombres encontraran sus mochilas antes de llevarlos
al autobús.
Cuando los treinta y cinco SEALs se atascaron
dentro y circulaban por el aeródromo, la nuca de Sam hizo un chasquido. ¿De
quién fue la idea de meterlos en un solo vehículo? Si los terroristas tuvieran
algún conocimiento previo de su llegada, una sola granada propulsada por un
cohete podría derribarlos a todos de un solo golpe. Obviamente, el agregado
paraguayo que había organizado su transporte no había contado con esa
posibilidad.
En el atestado autobús, la temperatura subió con
rapidez.
—Abran las ventanillas —ordenó Mad Max mientras se
balanceaban en una carretera en compañía de varios coches.
La modesta ciudad de Mariscal Estigarribia surgió
a unos tres kilómetros de distancia. Con apenas mil quinientos habitantes, era
poco más que una mezcolanza de estructuras de bloques de cemento agrupadas
alrededor de las paredes de una antigua instalación militar. El esquema de
colores de los sencillos edificios le recordó a Sam el sur de Florida: las
paredes eran de color rosa pastel y azul, y los techos estaban cubiertos con
tejas de cerámica roja.
Al bajar la ventanilla, el sonido de un vehículo
que se acercaba al autobús alertó su instinto defensivo. Otros SEALs lo oyeron
también y giraron sus cabezas para determinar si el coche, que circulaba con un
exceso de velocidad, podría ser una amenaza. Un Jeep de color oliva apareció
por el carril junto al suyo, decidido a adelantarles por el lado equivocado. A
través del cristal bajado del conductor, Sam vio un cabello de color miel que
salía por la ventana. Un brazo delgado y un perfil familiar vieron la luz a
continuación.
«No puede ser».
Ni en mil años habría imaginado encontrarse con
Maddy Scott en las tierras salvajes de Sudamérica. Una ola de incredulidad
acompañada de una poderosa ola de atracción lo inundó mientras ella se
inclinaba hacia delante sobre su radio. Era ella, sin duda. Maddy ignoró al
grupo de hombres que tensaban el cuello para mirarla fijamente, y pisó el
acelerador para dejarlos atrás.
Bronco, después de silbar con apreciación, se
quedó boquiabierto de asombro.
—¿Qué demonios? —Se giró hacia Sam—. ¡Señor! ¿Era quien
creo que era? —le gritó.
Sam se estremeció y miró con cautela la cabeza
castaña de Kuzinsky. El jefe del grupo les había advertido de la naturaleza
secreta de su operación, y no le gustaría la idea de que Sam conociera a
alguien en el área que pudiera arruinar su anonimato.
Cristo, ¿cuáles eran las probabilidades de que
ella y los SEALs trabajaran en la misma región remota llamada El Chaco Boreal,
una de las últimas praderas no contaminadas que quedan en el mundo?
Por suerte para Sam, Bullfrog y Haiku, sentados al
otro lado del autobús, no la habían visto.
—Negativo —gruñó Sam, mirando a Bronco con expresión
sofocada.
Rezó para que Kuzinsky no hubiese oído la pregunta
de Bronco. Pero nada escapaba a la atención del jefe. No es que Kuzinsky
tuviera de qué preocuparse. Sam no se iba a acercar a Maddy. Pero, oh, demonios.
Verla aquí solo confirmó su imagen mental de Lyle Scott como un gran maestro de
marionetas. Si su padre le había encontrado este trabajo, entonces, de alguna
manera, también sabría hacia dónde se dirigían los SEALs, y eso significaba que
tenía la intención de que se encontraran.
Se suponía que el destino de los SEAL era un
secreto muy bien guardado. Por lo tanto, no solo el antiguo magnate del
petróleo tenía conexiones en la cadena de mando, sino que, probablemente, también tenía una agenda que solo
él conocía. ¿O Maddy también estaba involucrada?
Sam frunció el ceño. De todas formas, no importaba.
No iba a acercarse a ella.
Maddy apartó la
mirada del autobús lleno de militares estadounidenses. Los hombres de uniforme
le hicieron pensar en Sam, y ella estaba decidida a olvidarse de él. Pero,
¿cómo podría hacerlo, cuando el recuerdo de su beso todavía le quemaba los
sentidos como la brisa caliente que soplaba a través de la ventanilla?
El resentimiento por su inexplicable partida de
McLean ayudó a moderar su anhelo no correspondido. ¿Qué había hecho o dicho
ella para que él se fuera de su casa al amanecer sin dejar siquiera una nota de
despedida? Ella pensó que los dos habían forjado algún tipo de conexión. Por lo
visto, no fue así. Cuanto antes aceptara su rechazo y siguiera adelante, más
disfrutaría de su nuevo trabajo en Paraguay.
Hoy tenía mucho que hacer. Al recordar el desafío
que tenía por delante, Maddy tragó con fuerza. En el poco tiempo que llevaba
aquí, aún no había desempeñado sus funciones para el FMAM. Hasta ahora, había
sido su colega Ricardo quien conducía el Jeep por los caminos traicioneros
hacia las áreas donde recogían muestras del suelo y agua. Ricardo también
llevaba una pistola en la cadera y sabía cómo usarla, como lo había demostrado
el día en que disparó y mató a una serpiente venenosa que estaba a punto de
saltar sobre la pantorrilla de Maddy. Con Ricardo a su lado, no había sentido
ningún reparo en lanzarse al desierto semiárido.
¿Sin él? No tanto.
Pero hoy, la esposa de Ricardo iba a tener un
bebé. Maddy le insistió en que se quedara en el hospital para presenciar el
nacimiento, y se ofreció a hacer el trabajo del día ella sola. Él trató de
convencerla de que no lo hiciera, pero ella le recordó el informe que debía
entregar el viernes. Con un fuerte suspiro, le dio las llaves del vehículo y le
rogó que tuviera cuidado.
Pero cuando Maddy se puso en camino hacia el
laboratorio, las dudas comenzaron
a asaltarla. La circulación por esas carreteras casi impracticables y sin
señalizar hacia los remotos enclaves donde debían recoger las muestras, podía
resultar desconcertante, incluso con el GPS. El Chaco Boreal era el último
lugar en el que una joven rubia debería de aventurarse por su cuenta, por lo
que se ponía un sombrero de vaquero de paja cada vez que viajaba al campo. La
porosa zona fronteriza entre Paraguay, Bolivia y Argentina ofrecía un refugio a
los narcotraficantes, contrabandistas y falsificadores. Incluso había rumores
de que los extremistas de Hizbulah
estaban entrenando en la zona.
«Mantente alejada de los puntos calientes». El
recuerdo de la advertencia de Sam hizo que Maddy se estremeciera. También le inspiró
el impulso perverso de desafiarlo. Aferró el volante y tomó la Ruta Transchaco,
con el volumen de su radio al máximo y dejando que su largo cabello flotase al
viento.
Su madre habría aplaudido el trabajo de Maddy con
el FMAM. Su padre apoyaba sus esfuerzos, por una vez. Nada malo iba a pasar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario