1
Nunca antes he
desobedecido a mi padre. Lo adoro y siempre lo he considerado un hombre sabio y
juicioso. Pero cuando me informó de que me desposaría con Connor MacGregor,
deseé que el suelo se abriese bajo mis pies y me tragase. Hubiera sido lo
mejor, la verdad. La fama de ese hombre lo precede y no es necesariamente
buena. Por algo mi padre lo quiere a su lado. Y por eso estoy yo en los
establos, ensillando mi caballo.
No sé muy
bien a dónde iré ni qué haré, lo único que tengo claro es que no me quedaré
aquí esperando a un esposo al que tachan de bárbaro y sanguinario. No es esa la
idea que yo tengo en mente para el hombre con el que he de compartir mi vida. Y
no me importa si mi padre se enfurece conmigo por huir. Esta vez se ha equivocado
y mucho.
Cuando abandono
el establo, la noche me envuelve y puedo salir del castillo sin ser vista.
Conocer el terreno ayuda bastante. Reviso las alforjas de mi caballo y monto
sobre él al sentirme segura de que no me verán. Lo espoleo obligándolo a salir
al galope. Para cuando sepan de mi desaparición, ya estaré muy lejos.
La luna
ilumina mi camino en las pocas ocasiones en que se digna a aparecer tras las
nubes. Sé que pronto comenzará a llover, pero no puedo permitirme buscar un
refugio. Todavía estoy cerca de casa.
La tormenta
me sorprende horas más tarde, cuando ya amanece. Me encuentro ya en el lago
pero no puedo avanzar más sobre el caballo, así que desciendo de él y lo
arrastro tras de mí. Se resiste porque le asustan los truenos. En cualquier otra
circunstancia, lo habría dejado libre para que regresase a casa, pero no ahora.
No hoy. Lo necesito para huir del cruel destino que se me ha impuesto.
Un relámpago
oculta las pocas sombras de la noche que quedan todavía y segundos después se
escucha el ensordecedor rugido de un trueno. Mi caballo, loco por el miedo, se
encabrita. Trato de tranquilizarlo pero las riendas se me escurren de entre las
manos. Se gira dispuesto a abandonarme y cuando intento evitarlo, me golpea con
sus cuartos traseros. No me hace daño, realmente, pero sí me desequilibra.
El
resbaladizo suelo a mis pies provoca mi caída y me deslizo inexorablemente
ladera abajo en dirección al lago. Sus gélidas aguas me reciben de buen grado,
y siento como el pánico me invade mientras mis ropas se empapan y empiezan a
pesar. No sé nadar, nunca me han enseñado, por lo que sé lo que sucederá a
continuación.
Braceo a la
desesperada intentando salir a flote pero mi vestido mojado se enreda en mis
piernas y me impide impulsarme. Trato de gritar pero sólo consigo que el agua
entre antes en mis pulmones. Sé que voy a morir y aunque horas antes lo había
deseado, ahora sólo puedo pensar en que quiero vivir.
Mi cuerpo se
hunde una última vez en el lago y ya no sale. Trato de aguantar la respiración
todo cuanto puedo, para robarle unos segundos más a la muerte, pero sé que es
en vano. La vida de Janet Fraser acabará como empezó, sumergida en agua.
Entonces,
siento cómo mi cuerpo se eleva. Noto el peso de la ropa pero no toco el suelo,
por lo que supongo que estoy volando. Hacia el creador. ¿Qué otra cosa podría
ser sino? Me convulsiono con cada movimiento, el aire ya no me es necesario
pero mis pulmones no deben saberlo todavía. Finalmente toco tierra. ¿Habré
llegado al cielo?
Siento unos
fuertes labios sobre los míos, que insuflan vida en mi cuerpo pero me niego a
abrir los ojos. No todavía, cuando me siento tan bien. Quiero disfrutar de mi
remanso de paz antes de enfrentarme a la eternidad de mi alma, lejos de mi
cuerpo terrenal.
De nuevo los
labios insisten en llenarme por dentro del aliento vital. Y es entonces cuando
mis pulmones reaccionan y expulsan el agua que los encharca. Toso y me revuelvo.
Unas poderosas manos me sujetan con delicadeza y acarician mi espalda,
consolándome. Cuando dirijo mi mirada hacia su dueño, me encuentro con los ojos
más azules que he visto en mi vida.
-¿Eres un
ángel? –logro decir con voz ronca.
-No soy
ningún ángel, muchacha –su voz lo desmiente. Nadie en la tierra podría tener
una voz tan dulce y dura al mismo tiempo.
Ni un rostro
tan bello. Ni aquel cuerpo fuerte que se aprieta contra el mío y me mantiene a
salvo de las inclemencias del tiempo. Definitivamente es un ángel. Mi ángel.
-Eres un
ángel –repito. Ya no pregunto, sino que lo afirmo, y una sonrisa brilla en su
perfecto rostro.
-Seré tu
ángel si es lo que quieres –me susurra, provocando escalofríos en mí, que nada
tienen que ver con que esté empapada y en medio de la nada, a la intemperie.
Consciente
por primera vez desde que abrí los ojos de lo que me rodea, comprendo que sigo
en el lago y que la tormenta no ha amainado. Miro a mi ángel salvador y mis
ojos se abren de sorpresa al comprender que es un hombre y no un ser celestial.
Intento apartarme de él pero me lo impide.
-No vayas a
temerme ahora, muchacha –me dice, sin dejar de mirarme a los ojos– No te he
salvado la vida para arrebatártela después.
Le creo. No
sé quien es ni qué hace aquí, pero le creo. Inconscientemente me acerco más y
él aprieta su abrazo. Cuando baja la cabeza yo elevo la mía y nuestros labios
se juntan. Recuerdo esos labios pero el tacto ahora no es el mismo. Siento la
urgencia en aquel beso y me pierdo en su devastadora seguridad. Sabe lo que
quiere y lo exige. Y yo solo puedo ofrecérselo sin reservas.
Cuando rompe
el contacto y me toma en sus brazos, no protesto. Simplemente hundo mi rostro
en su pecho y rodeo su cuello con mis brazos. Iré a donde me lleve. Nada más me
importa. Si es al infierno, lo seguiré hasta arder con él.
El cansancio
y la experiencia en el lago hacen mella en mí y me duermo en sus poderosos
brazos. Ni me sorprende la fe ciega que he depositado en él, porque mi corazón
me dice que es a su lado donde debo estar. Que he nacido para pertenecerle.
-La habéis
encontrado – escucho decir a mi padre horas después.
-Os dije que
lo haría – dice mi salvador, sin dejar de sostenerme, mientras me lleva a mis
aposentos.
Estamos de
vuelta en el castillo y mi aciago destino está de nuevo acechándome. ¿Cómo
podré ahora desposarme con un cruel asesino, estando enamorada de mi ángel? Un
ángel que mi padre envió en mi busca.
-Espero que
este contratiempo no os haga cambiar de opinión respecto al matrimonio, Connor.
-Sólo
reafirma mi intención de hacerla mi esposa, Ian –dice él con la seguridad de
quién se sabe vencedor.
Y ha de ser
así, porque ahora que sé quién es, nadie impedirá que me despose con él. Ni una
reputación como la que tiene. Sin duda, algo de mentira ha de haber, pues unos
ojos tan limpios y puros como aquellos no pueden esconder un alma oscura como
la que se empeñan en relatar en las historias sobre MacGregor, el bárbaro.
Lo miro a los
ojos en cuanto nos quedamos solos en mi alcoba. Esto no debería estar
sucediendo pero nadie ha protestado ni lo ha impedido. Una sincera sonrisa en
sus labios ilumina también sus ojos azules y sé que todo estará bien.
-Ahora eres
mía, Janet –me dice– No vuelvas a poner tu vida en peligro, porque no
soportaría perderte.
-No pareces
un bárbaro –digo.
-No para ti –me deposita en la cama– Nunca para ti.
Cuando me
besa, sé que he encontrado mi lugar. Connor es mi vida ahora y no puedo creer
que haya querido huir de él. Bendita tormenta que me frenó y nos hizo
encontrarnos.
El cansancio
hace mella en mí y me quedo dormida de nuevo. Connor se ha quedado conmigo
hasta que mis ojos se cierran. Ni siquiera fue necesario que hablásemos. El
silencio era revelador para ambos.
No sé cuantas
horas duermo pero me despierto en la oscuridad. Supongo que vuelve a ser de
noche y he pasado el día entero en la cama. Mi cuerpo protesta ahora por la
inactividad y por el hambre. Decido levantarme y calmar ambos malestares.
Me cubro con
el plaid. En algún momento, alguien me ha cambiado de ropa, colocándome un
camisón seco y mi rostro se colorea al pensar que haya podido ser Connor. Sé
que en breve será mi esposo, pero no sé si me siento cómoda con que vea mi
cuerpo desnudo. El pudor es demasiado fuerte en mí.
Bajo sigilosa
las escaleras para no despertar a nadie pero al llegar al salón, corro en
dirección a las cocinas. Voy descalza, así que apenas hago ruido. El suelo de
piedra está frío pero no importa, mi intención es llevarme la comida de nuevo a
mis aposentos. Todavía quedan resquicios del fuego en la chimenea, lo que me
permite distinguir el camino entre las mesas que han montado esa noche con motivo
de la llegada de mi prometido y sus hombres.
Seguramente
haya habido un gran banquete para todos y me siento incómoda pensando en que no
he acudido. Después de las constantes negativas que le he dado a mi padre,
incluso delante de nuestra gente, temo que se hayan tomado mi ausencia como un
nuevo desplante hacia Connor. Es algo que no podría perdonarme.
En la cocina
encuentro pan y carne ahumada. No es de mi agrado pero tendré que conformarme
con ella. Con el hambre que tengo, tampoco puedo ser demasiado escogida. Mis
tripas empezarán a protestar en cualquier momento. Busco una copa y la lleno
con agua fresca. En cuanto tengo todo lo que necesito, salgo sigilosamente y
con más cuidado para no derramar el líquido en el suelo.
-¿Te ayudo
con eso, querida?
Me sobresalto
al escuchar una voz en la penumbra. Por suerte para mí, nada se ha caído de mis
manos, pero sí se me ha escapado un pequeño grito. El corazón me late con
fuerza, parece como si quisiera escapar de mi pecho y ocultarse en cualquier
otro lugar. Mi cerebro tarda en procesar la voz y desde luego, hasta que me
giro, no reconoce al dueño. Tal ha sido el susto.
-Connor –susurro.
Está sentado
frente a la chimenea, en una pose de absoluta relajación. Si pretende
calentarse con el fuego, me temo que los restos de la lumbre no servirán a ese
propósito. Aún así, me guardo mi opinión para mí. Aunque mi corazón me dice que
es el hombre con el que deseo pasar el resto de mis días, no conozco apenas
nada de él. La confianza llegará con el tiempo. Ahora, me mantengo firme,
sintiendo mis pies cada vez más fríos.
-Estás
descalza –me dice, sin mirarme todavía.
-Sólo he
bajado a por algo de comida –me justifico.
-Pero hace
frío –se levanta como un resorte y camina hacia mí– Después de tu chapuzón de
esta mañana, no te conviene andar descalza. Y en camisón.
Su mirada se
pasea por mi cuerpo y me siento desnuda a pesar de estar perfectamente tapada
con mi plaid. Mi corazón, que parecía haberse tranquilizado un poco, vuelve a
tronar en mi pecho. No me extrañaría que Connor lo escuchase. Cuando extiende
sus manos hacia mí, no puedo evitar retroceder por instinto.
-Te dije que
no debes tener miedo de mí, Janet –su voz suena ahora más ronca que hace un
momento.
-No te tengo
miedo –me obliga a mirarlo a los ojos y repito– No te tengo miedo.
-Bien. Porque
no te haré ningún daño – sus ojos están fijos en los míos –Jamás.
Le creí la
primera vez y le creo ahora de nuevo. Puede que lo hayan retratado como un ser
cruel y sanguinario, pero yo no veo nada de eso en sus ojos. Lo que sí detecto
ahora y que no vi antes, tal vez debido a mi encuentro con la muerte, es el
tormento que se arremolina en su interior.
Descubrir que
Connor sufre, me aflige. Como estoy cargando con mi cena, me acerco a él y
apoyo la mejilla en su pecho. No es el abrazo que deseo darle, pero tendrá que
servir por el momento. Cuando siento sus brazos rodeándome, sé que lo ha
entendido. Estoy de nuevo en el paraíso. La seguridad que emana de Connor me
envuelve y me consuela a mí, aún cuando yo quería haber hecho eso mismo con él.
-Te llevaré a
tu alcoba –me dice antes de alzarme del suelo.
Parece que no
le cuesta llevarme en brazos porque camina con rapidez y su rostro permanece
relajado. Me sostiene con firmeza y me deleito con el movimiento de sus músculos
contra mí mientras camina. Mi cabeza termina apoyada contra su pecho y escucho
los latidos de su corazón. También el suyo está acelerado y algo en mi interior
me dice que no es por el esfuerzo de cargar conmigo.
-Puedo
caminar –le digo en cuanto soy consciente de que volveremos a estar a solas en
mi alcoba. Y en esta ocasión no habrá nadie al otro lado para controlar que no
suceda nada indecoroso dentro.
-Lo sé –me
mira un momento– Pero estás descalza.
Antes de que
pueda idear alguna excusa creíble para que me deje en el suelo, ya hemos
llegado a mis aposentos. Abre la puerta como puede y luego la cierra tras él,
con un pie. Avanza hacia la cama y me deposita en ella con cuidado de no
derramar el agua. Sin mediar palabra, me quita todo de las manos y lo coloca en
la pequeña mesa que está junto a la ventana.
-¿Dónde están
tus zapatos? –me pregunta.
Los toma en
cuanto se los señalo y me los pone con cuidado de no tocarme demasiado. Ese
gesto de consideración me llega a lo más hondo. Es un hombre de honor y eso me
llena de un orgullo tonto que se supone no debería sentir por un desconocido.
No un
desconocido, pienso entonces. Porque mi alma conoce la suya. No puedo
explicarlo, pero sé que es así. Desde el momento en que nuestras miradas se
conectaron la primera vez, supe que no habría nadie más que él para mí. Y con
cada minuto que pasa, estoy más convencida de ello.
En cuanto mis
zapatos están en su sitio, vuelve a cargarme en brazos hasta una de las sillas y
me deposita en ella con delicadeza. Luego acerca la otra y se sienta frente a
mí. Me mira durante lo que se me antoja una eternidad, pero no me siento
acobardada. Tal vez un poco cohibida por su intensidad, pero jamás temerosa.
-Come –me
dice sonriendo al sentir a mis tripas protestar. Un intenso sonrojo cubre mi
rostro de la vergüenza de que él haya oído eso– Necesito una esposa sana y bien
alimentada.
Me observa en
silencio, recostado contra el respaldo de la silla. De nuevo esa postura
relajada que vi en el salón. Con la diferencia de que ahora puedo notar de
nuevo el tormento en su mirada. Una honda preocupación que dudo que él mismo
sepa que está mostrándome.
-¿Estás bien?
–le pregunto finalmente, incapaz de callarlo por más tiempo– Pareces
preocupado por algo.
-Estoy bien –sé que miente.
-Si voy a ser
tu esposa sana y bien alimentada –uso sus mismas palabras para suavizar mi
reprimenda– tendrás que aprender a confiar en mí. Tus problemas serán ahora
los míos.
-No quieras
cargar con mis problemas, Janet –me mira con ojos suplicantes.
-En la salud
y en la enfermedad. En la riqueza y en la pobreza. En lo bueno y en lo malo –añado por mi cuenta– Eso es lo que nos prometeremos en breve. Lo tuyo es mío y
lo mío tuyo.
-Hay cosas
que es mejor que no sepas –me mira de nuevo con intensidad pero aguanto.
Quiero que confíe en mí y tengo la sensación de que me está probando– No me
llaman MacGregor el bárbaro por nada.
-En la guerra
se comenten muchas atrocidades –mi mano se cuela entre las suyas antes de que
pueda detenerla.
Connor tira
de ella y me arrastra hacia él. Me acomoda en su regazo y me rodea la cintura
con sus brazos. Me siento protegida así. A salvo de todo mal. Mis brazos
reposan en sus hombros y le acaricio el cabello con las manos. Su mirada sigue
en la mía.
-¿De verdad
quieres saberlo? –me pregunta tras varios minutos sin que ninguno se mueva.
-Por supuesto
–le contesto sin dudar. No hay nada que desee más que conocer al hombre que me
está sosteniendo en este momento. Conocer al bárbaro que dicen que es y al
hombre que realmente es. Porque sé que hay una gran diferencia entre ambos.
-Puede que
después decidas romper el compromiso –me advierte.
-Jamás –tomo
su cara entre mis manos– Connor MacGregor, sea lo que sea eso que te tortura,
jamás me alejará de ti.
Continuará
Bueno, ya veo que Sonia ha empezado a ampliar los relatos... muchas gracias, estoy muy contenta
ResponderEliminarGracias! :D .... Va a ser difícil esperar hasta la siguiente parte - capítulos
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