Beverly
Miré el reloj
posiblemente por trigésima vez en pocos minutos, arrugando la nariz cuando vi
que aún no eran las siete y cuarenta y cinco. Lo normal sería que a estas horas
estuviese acurrucada en la cama, pero mi viejo horario como desempleada había
cambiado.
Y estaba muy agradecida por ello. Después de un
año entero de búsqueda de trabajo, estaba encantada de tener un empleo
remunerado —aunque no tuviera nada que ver con mi título—. Me había dado cuenta
de que, aunque me maté a estudiar para graduarme antes y con los máximos
honores tanto en diseño web como en administración de empresas, todavía no
podía ejercer ninguna de las dos cosas.
Apreté los dedos alrededor de mi panecillo barato.
Había luchado mucho, con uñas y dientes, para conseguir una entrevista de
trabajo. Parecía que nadie quería contratar a una joven de 21 años recién salida
de la universidad. La mayoría de la gente parecía asumir que había dejado de
buscar. Y cuando mi dinero comenzó a agotarse, no pude ni siquiera conseguir un
trabajo como repartidora de comida rápida o camarera. Parecía que pensaban que
los iba a dejar tirados a la primera oportunidad que tuviera, lo que, para ser
justos, era cierto.
Pero nada de eso importaba ya, porque tenía un
trabajo.
Mastiqué mi panecillo durante unos minutos más
hasta que llegó la hora de dirigirme al trabajo.
Aunque no era glamoroso, estaba increíblemente
emocionada de ser la asistente de uno de los gerentes del Imperio de los Medios
de Comunicación de las Estrellas Doradas. Una compañía magnífica; eran una
especie de reyes en el mundo digital, contratando a múltiples creadores de
contenido de Internet y también organizando eventos como deportes electrónicos
y convenciones o similares. En algún lugar entre despiadados y con mentalidad
de negocios, GSME había surgido rápido y con fuerza.
Sonreía cuando entré por la puerta principal del
vestíbulo, sintiéndome por un momento empequeñecida por su belleza. Los techos
eran altos y de un blanco brillante; en algún lugar entre el minimalismo de la
nueva era y la belleza clásica. El diseño era meticuloso e intenso, muy
parecido a la reputación de la compañía.
Pero todo eso tenía que ver, principalmente, con
la imagen que proyectaba la alta dirección. Por lo visto, varios de ellos eran
conocidos por ser tan dedicados a sus trabajos que nada más importaba, y su
dueño parecía ser el más perfeccionista del mundo. Leí en Internet que era
capaz de no volver a casa durante días y de que insistía mucho en los plazos.
Estaba al pie del cañón con sus trabajadores, a diferencia de muchos Directores
Generales, pero me daba la impresión de que algunos deseaban que no estuviera
allí.
Recordé, de pasada, algunas historias que había
leído de él, como que había hecho llorar a sus empleados o que estos terminaban
viniéndose abajo por la presión. No pude evitar sentirme aliviada por no ser lo
suficientemente importante en la compañía como para trabajar con alguien de la
junta directiva, porque siendo sincera, no necesitaba ese tipo de estrés en mi
vida. Ya tenía suficiente, por así decirlo.
Llegué a la recepción, donde estaba sentada una
mujer joven y guapa. Podía apreciar que era alta incluso sentada en la silla y
tenía una especie de redondez agradable. El pelo era rojo brillante y se me
quedó mirando fijamente durante unos segundos, hasta que su sonrisa se hizo
amplia y amistosa, con las mejillas redondeadas casi cerrándole los ojos de un
color azul.
—Hola, ¿puedo ayudarte?
—Sí. Soy Bev Viello. Estoy aquí para mi
orientación.
—¡Ah! Perfecto. Llegas temprano —exclamó, metiendo
la mano debajo de su escritorio y sacando una caja.
—Bueno, tenía ganas de empezar. Y odiaría empezar
aquí con el pie izquierdo.
—¡Esa es la actitud! —Se sentó de nuevo y me dio
una placa magnética en blanco en un cordón y una pequeña pila de papeles que
estaban grapados—. Dirígete a los ascensores de la derecha y ve al tercer piso.
Habrá alguien esperándote. ¡Bienvenida a GSME!
—De acuerdo. Gracias. —Me contuve para no decirle:
«Tú también». En lugar de eso, asentí con la cabeza antes de dirigirme corriendo
hacia los ascensores.
Bueno, todo lo que podía correr sin parecer algo
raro. Tenía curvas, eso era un hecho, y había usado mis veintidós años en la tierra
para perfeccionar una caminata que minimizara el rebote de mi pecho y el
balanceo de mis caderas sin perder demasiada velocidad. No era gran cosa, pero
sí lo suficiente para no llamar en exceso la atención.
Porque, por desgracia, cuando algunas personas
vieron que tenía un gran pecho y caderas anchas, asumieron cosas sobre mí que
no eran ciertas. Cosas que no podrían estar más lejos de la realidad.
No es que esas dos cualidades no fueran algo
sexualmente positivas y, además, estaba a favor de que tanto hombres como
mujeres usaran su cuerpo y su belleza como armas. Era solo que, con todo el trabajo
y la lucha por terminar la universidad en tiempo récord, manteniéndome con
trabajos a tiempo parcial y asegurándome de no suspender ninguna, aprobando beca
tras beca para poder pagar mis libros y comer... nunca tuve tiempo de añadir
nada más a mi plan de estudios.
Sin novio.
Sin primer beso.
Ni siquiera había bebido alcohol.
Algunas personas me llamaban puritana o mojigata,
pero la realidad es que estaba ocupada.
Y ahora que iba a empezar a trabajar en una
ilustre compañía que podría abrirme mil millones de puertas, no iba a estar
menos ocupada.
Subí en el ascensor, que era demasiado rápido. Cuando
llegué a mi planta, las puertas se abrieron para revelar a un hombre de mediana
edad, con aspecto de padre, de pie con un portapapeles en la mano. Me miró un
instante antes de que una sonrisa amistosa se extendiera por su cara.
—¿Beverly Viello?
—Prefiero Bev, por favor —contesté con lo que
esperaba que fuera una sonrisa ganadora.
—Por supuesto. Me llamo Chris Daniels. Seré tu gerente
de orientación durante el día de hoy. Si vienes por aquí te tomaremos una foto,
para que pueda estar impresa una vez hayas terminado el recorrido.
—¿Un recorrido? —Me hice eco de la incertidumbre.
—¡Sí! Si vas a ser una asistente aquí, necesitas
saber cómo funciona este edificio. Por supuesto, no esperamos que lo memorices
todo a la primera, pero nos hemos dado cuenta de que ayuda si te lo enseñamos
todo una primera vez.
—Claro. Tiene sentido.
Lo seguí hasta una de las únicas paredes en blanco
que nos rodeaban. Levantó el teléfono y me hizo unas cuantas fotos con la pared
de fondo, las cuales envió rápidamente por correo electrónico.
—Muy bien, perfecto. Tendrás que llevar esa placa
siempre encima cuando entres a trabajar. Nadie te abrirá si no la llevas. Se te
permite una pérdida al año, después de eso quedas advertida. Otra pérdida, y no
vuelves a trabajar. Sin embargo, si te roban la cartera o el bolso, no se te
contará como falta mientras tengas un informe policial.
—Vaya —murmuré—. Se toman las insignias de sus
empleados muy en serio.
—Nos tomamos casi todo aquí muy en serio. No nos malinterpretes,
nos divertimos, pero para que eso suceda debemos tener una estructura a la que adherirnos.
—Por supuesto —respondí con el mayor entusiasmo
que pude demostrar. Aunque era nueva en el mundo laboral, había pasado el tiempo
suficiente trabajando como freelance en diseño web como para saber cuándo estar
de acuerdo con alguien sin estar realmente de acuerdo en nada.
—De todas formas, deberíamos empezar por esta
planta. Creo que es lo más lógico.
—Ya estamos aquí, después de todo.
—En efecto. Bueno, ¿vamos?
—Sí. —Presentía que iba a decir mucho esas dos
palabras—. En marcha.
Comenzó a andar a un ritmo bastante rápido, pero
me las arreglé para seguirlo. Me había puesto zapatos planos porque me imaginé
que usaría mucho las piernas. Había leído en Internet que a los directores les
gustaba mucho hacerles ir a sus asistentes de un lado a otro. No me extrañaría
si terminaba corriendo para llegar a los sitios.
Al final, no habíamos ido tan rápido como imaginé
en un principio, pero el recorrido había sido más intenso de lo que había creído.
Había diez pisos en el edificio, y me los enseñó todos. Para cuando terminamos
de vuelta en su oficina, mi cabeza daba vueltas
Pero, bueno, GSME tenía muchas cosas buenas.
Había bocadillos gratis en todos los pisos.
Literalmente. Bocadillos gratis. Como si pudiera subir al piso de arriba, coger
lo que quisiera y volver a mi escritorio. También había una enorme cafetería
con un buffet y una barra de ensaladas. Y, por lo visto, almuerzo gratis los viernes.
Y había un gimnasio en la planta baja y una especie de sala de descanso, donde
echar una siesta, tanto para hombres como para mujeres. Solo faltaban una
piscina de bolas y un tobogán y sería demasiado bueno para ser real.
Pero era real. No podía creerlo. ¡Tenía un trabajo
de verdad y estaba prácticamente en el paraíso! Incluso tendría beneficios
después de mi primer mes. En realidad, los habría tenido inmediatamente, pero
se habían tomado su tiempo para entrar en el sistema y configurarlo.
Volvimos a una oficina que reconocí como la de
Chris. Tan pronto como llegamos, sacó una foto mía de la impresora y le quitó
una especie de papel de la parte de atrás, pues se trataba de una pegatina. La
pegó en mi placa y luego cogió esta y la metió en otra máquina más pequeña. —El
calor derretirá las enzimas del pegamento de tu placa, fusionándolo.
—Oh —apunté, más que un poco fascinada—. Eso es
genial.
—Lo contrario de genial, en realidad —dijo,
moviendo la ceja tras su juego de palabras. Definitivamente, este hombre era
padre.
—Déjeme adivinar. ¿Tiene dos hijos, uno de los
cuales es menor de tres años y el otro acaba de entrar en la escuela?
—¡Increíble! —exclamó con una risa—. Mi hija tiene
cinco años y mi pequeño acaba de cumplir dos. Es un verdadero terremoto, en
realidad. ¿Cómo lo supiste?
Mantuve la cara plana mientras respondía.
—Bueno, el juego de palabras me dio la primera
pista. En segundo lugar, su corbata no es fea o cursi, lo que significa que sus
hijos son demasiado pequeños para hacerle regalos por Navidad o lo
suficientemente mayores, como para tener el conocimiento suficiente sobre qué
corbatas son las apropiadas en el lugar de trabajo.
>>Tiene las uñas astilladas alrededor de las
cutículas de una mano, pero no de la otra, lo que supongo que significa que le
invitaron a una fiesta del té con alguien que no tenía la suficiente capacidad
de atención para llegar a ambas manos, y tiene una tirita de dibujos animados en
su muñeca.
Chris levantó las cejas, consiguiendo que la
sonrisa se le hiciera más amplia.
—Vaya, eso demuestra una gran atención a los
detalles. Creo que encajarás muy bien aquí.
—Gracias —contesté, respondiéndole con la misma
sonrisa—. Pero también puedo ver el reflejo de sus fotos familiares en sus
gafas.
Eso lo hizo reír y echó la cabeza hacia atrás.
—Oh, eres fantástica. Ya puedo decirlo: Creo que,
esta vez, serás una de las que lo logren.
—¿Esta vez? —le pregunté
con curiosidad, pero ya estaba sacando mi placa aún caliente de la máquina y entregándomela.
—Bien. Ahora que ya está todo listo, ¿qué tal si
te presentamos al hombre que te asignaron?
¿Un hombre? Oh, bueno. Sabía que era una opción;
una entre unos sesenta y cuarenta, considerando la división de género de la
compañía que había estado investigando, pero esperaba que me pusieran con una
mujer.
—Por aquí —señaló, levantándose y saliendo de su
oficina. Esperaba que pudiéramos quedarnos allí un rato más, pues me dolían
mucho los pies después de subir y bajar tantos pisos, pero me pegué una sonrisa
profesional en la cara y lo seguí una vez más.
—Creo que vas a estar muy emocionada trabajando
para él. Mucha gente mataría por este tipo de oportunidad.
Me daba la sensación de que me lo estaba
vendiendo. Pero ¿por qué? Ya estaba trabajando allí.
Sin embargo, me guardé las preguntas para mí misma.
Cuando me quise dar cuenta, estábamos en el ascensor y subíamos varios pisos.
Subimos más y más alto, y luego un poco más, hasta
que las puertas se abrieron en lo que parecía una especie de vestíbulo
bellamente conservado. Había dos largos escritorios a cada lado de la
habitación donde se sentaban dos mujeres elegantemente vestidas, que supuse que
eran secretarias. Había un suelo de alabastro brillante que conducía a una
puerta de cristal y paredes que solo estaban parcialmente oscurecidas, por lo
que las reconocí como esas elegantes cubiertas automáticas.
Todo parecía tan importante que no sabía de quién
podía ser asistente. Era demasiado nuevo y verde para ser el puesto de un simple
ejecutivo y, sin embargo, «ejecutivo» era lo que estaba escrito por todas
partes.
—Hola, Stacy. ¿Podemos entrar?
La secretaria pelirroja levantó la vista de lo que
estaba escribiendo en su ordenador y asintió con la cabeza antes de volver a
prestar atención a su tarea. Esa era, aparentemente, toda la respuesta que mi
guía necesitaba, porque empezó a andar hacia la puerta conmigo detrás.
Lo siguiente que supe fue que estaba entrando en
algo que solo podría describirse como el epítome de la oficina de un jefe.
Había muebles que probablemente me costarían un año de alquiler, una barra de
bar que estaba demasiada llena de cosas como para dejar algo más encima, y un
enorme y dominante escritorio en el centro de la habitación.
Y, detrás de ese escritorio, con una mirada de
desinterés casual en la cara, estaba sentado el hombre más guapo que jamás
había visto.
—Beverly Viello, este es el señor Fitzgerald, el
creador y presidente ejecutivo de Golden Star Media Empire.
Mis ojos se abrieron de par en par mientras miraba
al hombre que tenía enfrente. Por supuesto que sabía quién era. Había visto sus
fotos muchas veces en los artículos, sin contar con que había leído sobre él y
sobre la forma en la que aterrorizaba a sus asistentes, quienes lo dejaban en
menos de dos días. ¿En qué demonios me había metido?
Fitz
Miré a la joven que
estaba delante de mí; su ropa limpia, pero barata y su postura profesional,
pero incierta.
Era alta para ser una mujer, con el pelo largo y
negro que lo llevaba recogido en una especie de moño. Tenía los ojos muy
abiertos y los labios un poco separados, lo que me hizo preguntarme si mi
reputación me precedía.
No me importaba si lo hacía. Esta mujer era joven,
y estaba seguro de que sería tan desastrosa como todas las demás asistentes que
había despedido.
No era que quisiera hacerles la vida imposible, o
que tuviera alguna venganza contra ellas, era solo que ninguna parecía ser
capaz de distinguir sus cabezas de sus traseros, y eso era una parte bastante
importante del trabajo.
Algunos decían que mis estándares eran demasiado
altos, o que esperaba demasiado de la gente, pero no era así en absoluto. Si
alguien cometía un error, no pasaba nada. La gente era humana y mientras no lo repitieran,
no me importaba.
Pero no, todos los asistentes se habían contentado
con hacer lo mínimo que se les pedía; intentaban pasar solo por lo que pensaban
que debían de hacer y fin. Se desmoronaban con facilidad bajo presión y no
podían seguirme el ritmo.
Mis ojos se deslizaron sobre la mujer una vez más
antes de pasar a cosas más importantes. Desde luego, llamaba la atención. No
era como las demás mujeres a las que estaba acostumbrado a ver en un negocio
como el mío, relacionado con los medios de comunicación. Me había acostumbrado
tanto a los niños y a las mujeres excesivamente delgados, sin un ápice de
grasa, que había casi algo novedoso en cómo la mujer que tenía delante era tan
suave y femenina.
Fue cuando mi mirada llegó a su rostro que noté
que su expresión de sorpresa había desaparecido y había sido reemplazada por
una de determinación y confianza. Normalmente, la gente se aferra a esa mirada
asustada e intimidada un poco más. O podía apreciar sus ojos dando vueltas ante
la idea de ganar mucho dinero conmigo.
Pero esta chica no reflejaba nada de eso.
Mis ojos se deslizaron sobre sus sensibles zapatos
y sonreí. Parecía que esta chica nos había investigado antes de llegar. Eso era
prometedor. Pero no lo suficiente como para impresionarme o hacerme pensar que
esta vez sería diferente a la anterior.
Aunque debía de reconocer que su camiseta de
cuello alto y su falda de lápiz, ambas piezas apropiadas para los negocios, solo
sirvieron para enfatizar su figura mucho más. De todas formas, había visto
muchas mujeres bien vestidas y elegantes a lo largo de mi vida y, aunque esta
mujer estuviera dentro de esa clasificación, no dejaría que eso me influyera.
Sabía que en otras oficinas el jefe se presentaba,
dejaba que sus empleados lo conocieran y les decía lo que esperaba de ellos. Todo
eso era una pérdida de tiempo para mí.
—¿Alguna vez has trabajado como asistenta? —pregunté
en su lugar, mirándola de forma un tanto intensa. Me enorgullecía por ser capaz
de ver a través de un montón de tonterías sin ni siquiera parpadear;
¿intentaría ocultarme algo, como tantos otros?
—No.
Vaya. «No». No había una explicación más allá de
eso, ni garantías de que ella sería buena para el trabajo. Solo una respuesta
fáctica. Me gustaba eso.
La miré a la cara una vez más; su barbilla estaba
ligeramente inclinada hacia delante, como si estuviera desafiándome. Bueno, podía
aceptar un reto.
Me erguí en toda mi altura; la luz que había
detrás de mí proyectaba mi sombra sobre la chica. A su favor diré que solo
parpadeó una vez, antes de enseñar su expresión inescrutable de calma y
determinación de hacía unos segundos.
Vaya. Tal vez esto sería más interesante de lo que
pensaba.
—Si no tienes experiencia, ¿por qué crees que
podrías trabajar aquí?
—Sr. Fitzger... —Mi subordinado empezó a hablar, pero
la nueva mujer lo cortó; sus ojos brillaban de una manera que me gustó mucho.
—No importa lo que yo piense.
—¿No importa? —respondí, sorprendido por su
respuesta.
Ella solo sacudió la cabeza.
—Como dije, no tengo experiencia. Lo que pienso
sobre el tema es discutible. Pero usted ayuda a un barco estrecho, ¿no es así, señor
Fitzgerald?, y dudo que deje entrar a alguien como trabajador indefinido a
menos que tenga plena confianza en sus habilidades.
—Por supuesto —respondí sin problemas, con
curiosidad por saber a dónde quería llegar—. Pero tú no eres un trabajador
fijo. No todavía, al menos.
Ella asintió.
—Pero quienquiera que en Recursos Humanos aprobara
mi solicitud sí que lo es. Y también lo es la persona con la que hablé por
teléfono para mi entrevista inicial. Jenny, creo que se llama. Luego está el señor
Daniels, que se ha encargado de mi entrevista final y de mi recorrido de
bienvenida, el cuál acabamos de completar. —Respiró tranquila. Cuando su mirada
encontró la mía, no vi nada más que determinación en ella—. Así que, si tres de
sus empleados de confianza creen que le sería útil, soy capaz de creer lo que
piensan por encima de mi propia opinión.
Me incliné cuanto apenas hacia adelante,
interesado por esta extraña mujer y sus respuestas.
—¿Y cuál es su propia opinión?
Esperaba que vacilara. Que mintiera y que se le
ocurriera algún tipo de adulación que, obviamente, no sentía. O, peor aún, que
tratara de expresar sus pensamientos negativos en una especie de enjambre de
palabras positivas que me harían tener arcadas. Todo eso era una pérdida de
tiempo, y el tiempo era Algo muy preciado como para perderlo.
—No me pagan para tener una opinión, señor, solo para
ayudarle.
Parecía que no iba a ceder en eso, pero no me
importaba. Me gustaba esa mujer desafiante y rebelde, algo que demostraba en su
mirada y en su cuerpo. Era casi como tener un animal salvaje delante de mí que
se presentaba civilizado, cuando en realidad no quería nada más que derribarme
y desafiar mi posición en la cima.
—Bueno, entonces, señorita.... Viello, ¿es así? —Ella
asintió de forma solemne—. Necesitaré tres cafés de la cafetería de la calle de
abajo, todos grandes y uno con dos chupitos de expreso. Hay que recoger mi ropa
de la tintorería. Una de mis secretarias puede darte la dirección y el dinero.
Una vez que hayas terminado, habla con una de ellas y te darán el teléfono y el
ordenador de trabajo con todo lo que necesitas para acceder y organizar mi
agenda. Puedes retirarte.
Se quedó allí, mirándome, con los ojos abiertos
como platos y, por un momento, pensé que la tenía. Pero luego hizo un guiño
brusco antes de dirigirse a mi subordinado.
—Gracias por su tiempo, señor Daniels. Lo veré en
la oficina, estoy segura.
—Eso espero —dijo el hombre con nerviosismo, y
pude ver que intentaba evitar mirarme antes de salir corriendo. No tenía por
qué temerme. Había hecho un buen trabajo. Pero supuse que, a menudo, era
intimidante para un gerente de nivel medio estar tan cerca del hombre que
controlaba todo su sustento.
Mientras Daniels se escabullía, la nueva asistente
caminaba a un ritmo normal, con la barbilla en alto y una postura eficiente al andar.
La vi salir de mi despacho, tratando de ver el momento en que se desmoronaba,
pero se mantuvo firme incluso mientras hablaba con una de mis secretarias,
inclinándose ligeramente sobre su escritorio.
En esa posición era imposible que mis ojos no se
fijaran en su redondo y grueso trasero con esa falda que llevaba, y sentí una
extraña emoción como hacía tiempo que no sentía. Sacudiendo la cabeza, centré
la atención en mi escritorio y revisé mis correos electrónicos. Tenía mucho que
hacer y no podía permitirme el lujo de perder el tiempo con alguien que estaba
seguro de que no terminaría el periodo de prueba.
Era muy difícil encontrar una buena ayudante.
Beverly
Prepara un café.
Vuelve corriendo al trabajo.
Recoge la ropa de la tintorería.
Vuelve corriendo al trabajo.
Tomar apuntes.
Reunión.
Compra sushi del caro.
Vuelve corriendo al trabajo.
Deja la ropa en la tintorería.
Vuelve corriendo al trabajo.
Mis días se resumían en un frenético pero
predecible ritmo, en el que trabajaba a destajo.
El señor Fitzgerald no me lo puso fácil porque era
mi primera semana, pero nunca esperé que lo hiciera. De hecho, me gustaba
pensar que me había preparado bastante bien con todas esas historias que había
leído en Internet.
En primer lugar, si bien siempre usaba zapatos cómodos,
guardé un par de tacones elegantes en mi pequeño escritorio para las reuniones
y otros eventos en los que pudiera necesitar mantener las apariencias. También
me aseguré de tener a mano tiritas, y vendas para cualquier ampolla, quemazón o
lo que sea que pudiera aparecer. Sin mencionar los calcetines limpios.
Recordé haber leído una historia sobre un
asistente que pisó un charco en medio de una campaña de caridad de GSME y no se
le permitió cambiarse durante horas.
Por supuesto, eso era solo la punta del iceberg. También
me aseguré de tener siempre a mano una botella de agua y, al menos, dos
barritas energéticas. Eso era todo lo que comía desde que llegaba al trabajo
hasta que me iba, y mi único descanso era en un taxi o en un ascensor. Aunque
se suponía que tenía que almorzar, a menudo usaba ese tiempo para adelantar
algo o revisar mi agenda sentada en mi escritorio.
Afortunadamente, casi todos mis compañeros de
trabajo eran amables. Estaban los típicos jefes de tecnología que se mostraban
distantes y las estrellas de los medios de comunicación, que se creían mejores
que yo, pero eran pocos y poco frecuentes.
Pero, a fin de cuentas, ninguno de ellos realmente
importaba. La única persona que de verdad importaba para mí era mi jefe.
Y, madre mía, no lo ponía nada fácil.
—Necesito que dejes un paquete a la persona y
dirección indicadas. A nadie más. Si intentan que se lo entregues a un mensajero,
o a otro asistente, rehúsa. —El señor Fitzgerald daba órdenes mientras caminaba
rápido por el pasillo hacia el ascensor. No tenía ni idea de dónde estaba el
paquete, pero estaba segura de que lo descubriría en poco tiempo.
—Sí, señor —respondí enseguida.
El señor Fitzgerald tenía las piernas largas y no
acortó sus zancadas ni un poco por mí. A menudo, tenía que correr detrás de él
para seguirle el ritmo, así que respondí asintiendo con la cabeza para no
quedarme sin aliento. Porque la falta de aliento significaba debilidad, y no
quería mostrar ni una sola gota de incapacidad en su presencia.
Se detuvo tan de repente que casi me estrellé
contra su espalda, pero me sujetó a tiempo de no hacerlo.
—¿Señor? —preguntó. Esos profundos ojos de color chocolate
me miraban fijamente—. No recuerdo haberte pedido que me llames así.
Mierda. ¿Ya me había metido en problemas? ¿O era
otra prueba? Siempre sentía que me estaba poniendo a prueba, tratando de
encontrar alguna debilidad para poder deshacerse de mí como había hecho con todos
los demás.
Bueno, nunca había fallado una prueba antes y, por
supuesto, no iba a empezar a hacerlo en ese momento.
—Señor Fitzgerald tiene cinco sílabas, mientras
que señor solo tiene dos. Considerando la frecuencia con la que nos comunicamos,
pensé que perdería menos tiempo en usar la palabra más corta. —Hice una pausa solo
durante unos segundos, mientras decidía cómo continuar. Aunque era una
estudiante de sobresaliente y estaba decidida a ser la empleada perfecta,
también quería que supiera que no me intimidaba. Había pasado por cosas mucho
peores con personas mucho más malas que tenían mucho más poder sobre mí—. Señor.
—Terminé de decir desafiante, inclinando la barbilla ligeramente hacia arriba.
Para mi sorpresa, una de las esquinas de su boca
se curvó hacia arriba.
—Qué práctica eres. —Fue lo único que dijo, con
sus ojos recorriendo mi cara como si estuviera tratando de encontrar algo en
ella. Me hizo falta toda la fuerza de voluntad que tenía para mirarlo fijamente,
hasta que se dio la vuelta y siguió hablando.
Era como si esos ojos oscuros pudieran ver a
través de mí, descubriendo eso por lo que tanto había trabajado por mantener en
privado y en secreto. La sangre corrió hasta mis oídos y, por un momento, todo
lo que pude oír fue un estruendo. Podía sentir mi cuerpo tratando de inclinarse
hacia él, tirado por su gravedad que, de repente, parecía tan ineludible...
—Señor estará bien. Ahora, como iba diciendo...
Volví a centrar mi atención en él, y no pude
evitar ruborizarme. ¡¿Qué demonios había sido eso?! No tuve mucho tiempo para
cuestionarlo, porque siguió dándome órdenes, que anoté diligentemente en mi
teléfono. Mientras casi toda mi potencia cerebral se concentraba en eso, las
partes más profundas y subconscientes estaban absorbiendo todo lo relacionado
con el poderoso hombre que estaba delante de mí.
Sus amplios hombros, su voz profunda, ese pelo espeso
y desordenado que hablaba de experiencia y confianza... Si no fuera mi jefe, si
no hubiera leído todas esas historias horribles sobre él, podría haber marcado
todas mis casillas de hombre deseable.
No es que tuviera tiempo para pensar en eso, por
supuesto. Estaba demasiado ocupada sobreviviendo, estudiando, graduándome y
buscando trabajo para pensar en intereses amorosos.
Pero si tuviera tiempo para ello, el señor «Zorro
de plata multimillonario» estaría en lo alto de la lista.
Lástima que nada de eso fuera a sucederme nunca.
—¡Sorpresa!
Casi se me cae la bandeja de sándwiches que
llevaba a la sala de reuniones para la pequeña mini conferencia que el señor
Fitzgerald estaba teniendo con otros peces gordos que no eran tan importantes
como para saberme el nombre. Respiré hondo y miré alrededor de la torre de
comida que sostenía en las manos para ver a varios de mis compañeros de
trabajo, incluyendo a Chris.
—¿Qué está pasando? —pregunté, preocupada, por si
me había olvidado de algún evento importante. No podría haberlo hecho, ¿verdad?
Todavía estaba amoldándome a mi trabajo para hacerlo todo perfecto, pero no
creía que pudiera hacer algo tan atroz como perderme una celebración entera...
—¡Es tu segunda semana de trabajo! —Helga, de
Recursos Humanos, aplaudió—. ¡Felicidades, has llegado más lejos que el veinte
por ciento de los asistentes del señor Fitzgerald!
Pestañeé en su dirección.
—¿Cuántos pasan esta semana?
Palideció ante mi pregunta.
—Oh, unos treinta.
Asentí con la cabeza y me apresuré a volver a la
sala de reuniones.
—Podemos celebrarlo cuando lo supere.
Me sentí un poco mal por haberlos dejado tirados,
pero tenía trabajo que hacer. Y, desde luego, no iba a lograrlo si me detenía
en mis quehaceres para festejar como si hubiera ganado algo. En realidad, no
había ganado nada; solo estaba haciendo mi trabajo. No había necesidad de pompas
y ceremonias.
Además, no quería que nadie pensara que podía ser
demasiado amistoso conmigo. Disfrutaba de mi privacidad. El trabajo duro me
había llevado hasta donde estaba, mientras que las relaciones intrapersonales
me habían enseñado, desde muy joven, que confiar en alguien era una mala idea.
Sería mejor si me concentraba en pasar el día y en hacer bien mi trabajo
Cuando terminé de preparar la comida, las sillas,
el proyector y encender las cafeteras de café caliente, todavía faltaba media
hora para que la cosa empezara. El tiempo suficiente para hablar con el señor
Fitzgerald, que aún no me había dicho lo que quería que hiciera durante el
resto del día.
Supuse que, tal vez, sería algo para el lunes, y
que tendría instrucciones para mí después de la reunión, que estaba programada
para varias horas. Pero, si no quería que estuviera presente en ella, podría adelantar
en otras tareas.
Así que, me encontré haciendo algo que no había
tenido que hacer desde la primera semana: volver a su oficina para recibir más
instrucciones.
Me permití la comodidad de retorcerme las manos
mientras estaba sola en el ascensor. La verdad es que me sentía mucho más cómoda
con las interminables carreras yendo de un lado a otro y buscando cosas, que
pasando cualquier tiempo cara a cara con el señor Fitzgerald. Ahí parecía ser
donde la mayoría de los anteriores asistentes habían cometido un error. Los
términos: «fuera de su vista» o «fuera de su mente» eran, definitivamente, el
lema principal para tener en cuenta al trabajar allí.
Pero no podía quedarme sentada con el culo
apretado, esperando a que saliera de la reunión, para luego descubrir que debería
haber tomado notas o que tenía que haber preparado cestas de regalos para la
gente o, no sé, encontrar un maldito unicornio. O algo así. Así que, verlo en
persona era la decisión más incómoda, pero, a la larga, la más práctica.
Una vez que las puertas del ascensor comenzaron a
abrirse, enderecé la postura y volví a poner mi cara práctica. Había estado
practicándola toda la semana.
Pasé junto a las dos secretarias, que ni siquiera levantaban
la cabeza de sus escritorios, y golpeé dos veces la puerta de cristal
esmerilado de su oficina. Las persianas de aspecto futurista y elegante estaban
cerradas, lo que me hizo preguntarme por un minuto si estaba haciendo algún
tipo de travesura loca que suelen llevar a cabo la gente con tanto dinero.
—¡Entra!
Pues está visto que no. Cuando entré, estaba
apoyado en su escritorio, mirando varias hojas de papel. Levantó la vista y me
miró irritado, como si le molestara que yo estuviese ahí.
—¿Necesitas algo? —preguntó, elevando una de sus
cejas hasta casi tocarse el pelo.
—Sí. La reunión que tienes ahora, con los otros
miembros de la junta…
—¿Qué pasa con ella?
Me negué a hacer una mueca por haber sido
interrumpida.
—Está todo preparado y listo, pero no tengo nada
en mis notas para lo que necesitas que haga durante la misma. —Me sentí como una
idiota preguntando, como si se supiese que ya debería saber qué tenía que
hacer, pero me obligué a mantener la misma cara seria.
—Ah, claro —dijo con un guiño, aliviando mi
preocupación—. Había asumido que ya habrías renunciado, así que no planeé que
estuvieras presente.
—Oh. —No fue la respuesta más brillante, pero no
sabía qué más se suponía que debía decir—. Bueno... pues aquí estoy.
—Ya lo veo. —Me miró de forma intensa, como si
tratara de adivinar cuáles eran mis mayores debilidades—. ¿Crees que puedes
tomar notas de lo que sea más importante, o eso es demasiado para ti?
Podía aceptar órdenes y críticas constructivas,
pero eso no. Estaba siendo sarcástico conmigo, incluso condescendiente, y antes
de que pudiera detenerme mi boca se abrió y las palabras salieron.
—Soy perfectamente capaz de tomar las notas
adecuadas sobre la reunión sin que nada me distraiga. Pero, teniendo en cuenta
que ha tenido que contratar a alguien para que haga por usted ese trabajo, tal
vez la habilidad no sea tan fácil como ambos creíamos.
Fue como si el tiempo se detuviera por un momento,
flotando en el aire entre nosotros. Contuve la respiración, maldiciéndome
internamente de pies a cabeza. No era así como quería perder mi trabajo y ser
incluida en la larga lista de exasistentes.
De repente, la cabeza del señor Fitzgerald se giró
despacio hacia mí. Necesité toda la fuerza de voluntad que tenía para mantener
mi rostro como una máscara profesional, mirándolo como si acabara de pedir la
hora, en lugar de dispararle un dardo un tanto envenenado.
—¿Qué insinúas, exactamente, que soy estúpido o
que creo que no sabes hacer las cosas?
No podía estar segura, pero había algo en su tono
que sonaba casi... ¿divertido? ¿Sorprendido? No lo conocía lo suficiente como
para saberlo, pero no sonaba enfadado o cabreado, como esperaba que se pusiera.
Sus ojos se quedaron fijos en mí, mirando a través
de mí otra vez, y entonces me di cuenta de que todavía estaba esperando una
respuesta. Pues bueno, podía seguir esperando, porque no estaba muy segura de
que mi voz sonara firme cuando volviese a hablar.
—¿Y bien, señorita Viello?
Tragué tan sutilmente como pude antes de repetir
lo que le había dicho el primer día que nos conocimos.
—No me pagan para tener opiniones, señor.
—Ya veo. —Cualquier momento de «tregua» que
hubiese existido, desapareció. Se enderezó en su silla antes de levantarse y
ponerse en pie. Dios mío, era muy alto. ¿Era realmente necesario que fuera tan
alto? No conocía a nadie así. No era justo.
—Opinión o no, si has tenido tiempo para trabajar
en tu ingenioso repertorio, estoy seguro de que has tenido tiempo para terminar
todo tu trabajo.
Conocía ese tono. Lo había escuchado en muchos profesores
o madres adoptivas que pensaban que me habían pillado holgazaneando. Me miraba
con desprecio; esa mirada condescendiente que conducía a una reprimenda.
Estaba lista para luchar.
Lo miré con una sonrisa.
—En realidad, todos sus correos electrónicos no
esenciales han sido clasificados y marcados en las categorías que deseaba. Sus
hojas de cálculo han sido etiquetadas de nuevo de forma apropiada y subidas a
los servidores. He realizado todas sus llamadas, contestado todos sus correos
de voz que necesitaban ser contestados y, los urgentes, están esperando con las
notas correspondientes en el sistema de software que me enseñaron a usar la
semana pasada. —Paré para coger aire—. Su ropa de la tintorería del viernes
está colgada en su armario. La coloqué allí durante su paseo con el director
financiero, y su ropa de la tintorería de esta semana ya ha sido llevada. Como
mencioné antes, la sala de reuniones está preparada y tengo todos los archivos
relevantes esperándole allí. Sus citas más urgentes han sido enviadas y me
aseguré de que tuviera una lista con las menos importantes, esas que rechaza de
forma automática. Así que, señor Fitzgerald, parece que sí que tuve tiempo para
mi ingenioso repertorio, después de todo.
No podía creer lo que estaba diciendo. Aunque
claro, había sido una bocazas toda mi vida, algo que me había metido en tantos
problemas como me había sacado. Pero hablarle mal al jefe de una empresa de
medios de comunicación era muy diferente a ser una sabelotodo con un padre
adoptivo, que se emborrachaba demasiado pronto y demasiado a menudo.
Lo miré, temiendo lo peor, pero intentando que mi
cara no lo mostrara. Si mi estúpido temperamento iba a hacer que me echaran, no
iba a dejarle saber lo que sentía al respecto. Mis sentimientos eran las únicas
cosas de las que realmente me había apropiado toda mi vida, lo cual era una de
las razones por las que me gustaba mantenerlos tan privados. Por ello, la gente
me llamaba vanidosa, engreída o mojigata, pero nunca supieron lo suficiente
como para conseguir herirme.
Me estuvo mirando fijamente durante mucho tiempo, sin
que pudiera descifrar nada en su rostro.
—Sabes que la lista que te di era para
toda la semana. Bueno, lo que pensé que durarías.
—Bien —dije, mucho más valiente de lo que me sentía—.
Entonces, nos hemos adelantado bastante. Esto nos dará más tiempo para
prepararnos para lo que viene a continuación. —Seguía mirándome y no sabía si
quería correr, esconderme o pegarle un puñetazo en la cara—. Entonces, ¿debería
ir a la reunión ahora, o puedo tener un descanso hasta entonces?
Parpadeó y fue entonces cuando me di cuenta: ¡Estaba
sorprendido! Lo había pillado con la guardia baja, algo digno de mención. No
estaba acostumbrada a ser capaz de sorprender a un hombre que dirigía un
imperio tan poderoso.
—Puedes tener un descanso.
—Gracias, señor —dije, inclinando la cabeza antes
de salir.
Salí con la espalda recta y los hombros cuadrados.
Era difícil no sentirme como el gato que se acababa de comer al canario: la
satisfacción corriendo por mis venas. Sabía que había sido capaz de hacer lo
que nadie había hecho en mucho, mucho tiempo: lo había desestabilizado.
Tipos como él, cuyas vidas dependen de que ellos
tengan el control... bueno, me hizo sentir poderosa. Como si yo fuera su igual
en vez de una pequeña subordinada que se limitaba a llevarle café y a
organizarle la vida.
Aun así, sabía que estaba jugando a un juego
peligroso. Con hombres como él era mejor pasar desapercibida, y yo acababa de
desafiarlo a la cara.
Supongo que tenía que esperar que no me lo tuviera en cuenta.
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