1887,
Boston, Massachusetts
Tan silenciosa como siempre,
Rose cerró la enorme puerta de madera y corrió hacia el callejón de ladrillos
que había detrás de su casa, en la calle Mount Vernon. Ni siquiera dedicó una
mirada a los edificios de enfrente, con sus postigos cerrados para evitar el viento
de la noche.
Se había cubierto la
melena oscura con la capucha de la capa de viaje. Estaba decidida a no alertar
a su madre ni a los sirvientes de su última escapada y bajó de puntillas las
escaleras que conducían a la entrada de carruajes.
Giró a la izquierda
en la calle Willow y dejó escapar el aire que llevaba un rato conteniendo en
los pulmones. Después echó a correr y no paró hasta que llegó a la larga extensión
de césped rodeada por las casas del Renacimiento griego, donde vivían muchos de
sus amigos en Louisburg Square.
Aquellas horas tan
tardías, Beacon Hill estaba casi desierto, aunque ella atravesó el barrio sin
importarle que fuera peligroso. Daba igual estar fuera, tan tarde y sin
compañía, en cualquier lugar de Boston.
Su corazón palpitaba
con alegría y entusiasmo.
Si alguna vez se
enterara su hermano le retorcería el pescuezo, su madre se desmayaría en el acto
y sus hermanas sacudirían sus encantadoras cabezas con consternación.
Rose continuó caminando
con rapidez hasta que llegó a la casa de su mejor amiga en Myrtle Street. Allí
la esperaba el carruaje prometido, discretamente, a unos metros de distancia.
Dio gracias a Dios en
voz baja y un penique al muchacho que había aceptado esperarla a la luz de la
luna. Subió al coche y una ola de alivio acompañó al suave balanceo de la yegua,
cuando se puso en marcha.
«Bendita Claire»,
pensó. Siempre estaba allí, cuando se encontraba en una situación difícil y
aquella era más espinosa e importante que la mayoría. Tenía que ver a Finn
antes de que se fuera porque, esta vez, estaría en el mar durante casi un mes.
Un larguísimo mes. No
podría soportarlo, pero tendría que hacerlo, a no ser que se escondiera en su
barco, aunque ella no era tan valiente. Su familia no estaría de acuerdo, sin
duda, sobre todo si supieran el alcance de su relación con Phineas Bennet. Sintió
un escalofrío de anticipación y sonrió, al acercarse a la casa de huéspedes en
Bowdoin Square.
Consciente de que la
dócil yegua de Claire se mantendría en pie durante horas sin hacer ruido, Rose
dejó el carruaje cerca de la acera, con las riendas bien atadas en un enganche.
Al acercarse al edificio de ladrillos de tres pisos, no pudo evitar mirar al
segundo piso, la primera ventana de la izquierda. ¿Estaría él mirando por ella?
Subió el corto tramo
de escalones de piedra hacia la puerta principal y caminó hacia el vestíbulo.
Había una luz
encendida y un brillante candelabro negro sobre la mesa, junto a una pila de
correo para los residentes. Se apresuró a subir las escaleras y golpeó
suavemente la puerta de Finn, que se abrió de repente. Rose cayó hacia adelante,
con la fortuna de que lo hizo en los brazos de Finn.
—Mi Rose —murmuró con
los labios contra su pelo. Le encantaba la forma en que sonaba su nombre con su
acento de Maine. Ella apoyó la cara en su pecho y respiró el aroma del océano
que, de alguna manera, se aferraba deliciosamente a su piel y a su ropa—. No me
gusta que salgas tan tarde, amor. Deberías haberme dejado ir a tu casa.
Qué hombre más
adorable, por preocuparse por ella.
Se quitó la capa y la
dejó en el respaldo de una silla, mientras elegía cuidadosamente sus próximas
palabras.
—Sabes que no puedes
hacer eso. —Miró a su amado rostro.
Finn respiró
profundamente y la soltó con brusquedad, antes de caminar hacia la ventana y permanecer
de espaldas.
—¿Cuánto tiempo
planeas mantener «lo nuestro» en secreto? —Miró el atardecer, iluminado por las
parpadeantes lámparas de gas que salpicaban el vecindario.
Rose suspiró y lo vio
doblar sus fuertes brazos sobre el pecho, como una montaña inamovible, terca y
silenciosa; pero no quería volver a tener esa conversación con él y, menos aún,
en vísperas de su partida.
—Por favor, no
discutamos esto ahora.
Se acercó y rodeó su
cintura con los brazos, presionándose contra su sólida espalda y apoyando la
mejilla entre sus hombros.
Rose pudo sentir la
tensión en todos los músculos de su cuerpo, aunque pareció relajarse al estar
acurrucada contra él. Su respiración se suavizó y, finalmente, se giró en su
abrazo.
—En algún momento tendremos
que resolverlo. No podemos escondernos para siempre. Tu familia tendrá que
aceptarme.
¿Lo harían? Ella sabía
que habría un enfrentamiento y no lo deseaba. Se imaginaba las consecuencias y
las fuertes discusiones, así como la desaprobación. No soportaba pensar en la
mirada de su madre y su hermano cuando se enteraran de su decisión, una que
considerarían precipitada y ruinosa.
Además, se sentirían
aplastados por su engaño.
—Soy tu marido —manifestó
Finn, mientras pasaba las manos por su espalda y la acercaba más—. No hay nada
que puedan hacer al respecto.
Rose se estremeció ante
su toque seductor y la atravesó un escalofrío de miedo. Su hermano, Reed, era
conocido por su prodigiosa mente legal. Oh, ella no tenía ninguna duda de que haría
algo con su precipitado matrimonio; sobre todo, porque todavía no lo habían
consumado.
Como si leyera su
mente, Finn descendió la cabeza y la besó, introduciendo la lengua en su boca
sin avisar, robando su aliento y sus sentidos, como hacía siempre. Deslizó la
mano por la abertura de su capa de seda y rozó con los dedos su pecho, por
encima de la blusa.
Como siempre, ella lo
deseó con desesperación y, como de costumbre, se resistió. Se inclinó hacia atrás
y sacudió la cabeza.
—Lo siento.
Finn gimió con frustración
y se sentó en la cama, con ella todavía en sus brazos.
Rose se apoyó en sus musculosos
muslos, se acostó contra su pecho y trató de calmar sus rápidos latidos.
—¿Cuándo, Rose? —le
preguntó con voz ronca.
—Cuando todos sepan lo
nuestro —prometió—. Además, es demasiado tarde para hacer algo esta noche. Mañana
te vas, y si me quedo embarazada, no encontrarás ni una pizca de mí cuando mi familia
se entere.
—No seas tonta.
—Acarició su cuello y recorrió su columna vertebral con los dedos, provocándole
un estremecimiento de placer—. Me has contado muchas historias sobre ellos y sé
que te quieren mucho. Igual que yo. Cuando descubran que te has enamorado, se
alegrarán por ti.
Rose quería creer
eso. Excepto que a su madre nunca le iba a gustar que el padre de Finn fuera
carpintero, y trabajara en los astilleros de la escarpada costa de Maine, o que
Finn se ganara la vida como constructor de barcos y saliera a probarlos al mar.
Esa era la parte que Rose más temía, las veces que él tenía que dejarla.
Además, aquella sería
la primera de esas navegaciones de prueba, desde que se conocieron cinco meses
antes.
Todavía le resultaba
difícil comprender que había pasado tan poco tiempo. Desde el primer momento,
su corazón clamó por él. Su cuerpo siguió el ejemplo y lo deseó en cuanto lo
tuvo cerca. Había estado recorriendo lugares inadecuados por East Boston con su
mejor amiga, Claire, después de almorzar en la Casa Maverick.
Decidieron ver de
cerca los espectaculares barcos de crucero del muelle de Cunard, al otro lado
del puerto en Eastie. Soñaban con poder hacer un largo viaje por mar y Finn
trabajaba en buques mercantes en un muelle cercano.
Mientras paseaba con Claire,
notó un movimiento que ocultó el sol y, al alzar la cara, lo vio trepando por el
mástil de un imponente barco, dando la impresión de ser un pirata de otros
tiempos. Se protegió los ojos del sol, se paró y miró hacia la delgada silueta
de un hombre hasta que su amiga dejó de caminar, al darse cuenta de que ya no iba
a su lado.
De alguna manera,
Finn también la vio y la miró fijamente. Más tarde, le dijo que se sintió hechizado
por su belleza.
Mientras ellas se
alejaban, agarradas del brazo, él descendió al suelo y las persiguió. En un
instante, estaba a su lado, le preguntó por su nombre y le aseguró que la vería
más tarde.
Ella coqueteó ante la
atenta mirada de Claire, como siempre solía hacer, pensando que no volvería a
ver al impetuoso hombre de pelo castaño claro.
Pero no solo se
equivocó, al pensar que no volvería a verlo, sino que se casó con él. No sabría
decir el motivo, excepto que nada en el mundo pudo detenerla. Desde el primer
minuto que pasaron juntos, a solas, cuando él la sorprendió el domingo
siguiente por la tarde, cuando iba a visitar a sus amigos, se sintió como si
Finn y ella se pertenecieran.
Cuando estaban
juntos, su cuerpo y su cerebro se centraban en él. De hecho, juraría que podía
presentir su presencia o saber si la miraba, con una especie de punzada.
La cortejó con
excursiones fuera de la ciudad, lejos de cualquiera que la conociera. Daban
largos paseos en carruaje hasta el viejo establecimiento cerrado de su padre,
oculto de miradas indiscretas; caminaban por los muelles de East Boston,
mientras Finn le mostraba los barcos que admiraba, o compartían una botella de
vino en su habitación.
Entre ellos había
mucha comprensión, afinidad y un profundo deseo de disfrutar el uno del otro y ser
felices.
Ella era un poco
impetuosa. Algunos dirían que más que un poco. Sin embargo, se casaron de pie
ante un juez, solo ellos dos y Claire, consciente de que hacía lo correcto.
Parecía imposible
poder decírselo a su familia y él no la había presionado, hasta ese momento.
Finn se echó hacia
atrás en la cama y la arrastró hacia su pecho. Rose soltó una carcajada de
alegría.
—Supongo que tienes
razón —observó, sorprendiéndola—. Yo no te dejaría en una posición tan complicada.
Si me hubieras dejado ir a conocer a tu familia... —Se alejó cuando ella se
sentó a horcajadas sobre sus muslos y observó sus ojos, que parecían del color
de un mar tempestuoso—. Amor, no puedo pensar con claridad si me miras así —admitió—.
En lo único que puedo pensar cuando te tengo en mis brazos es en besarte. Y
algunas cosas más.
Rose sonrió con
recato y él le devolvió la sonrisa. No obstante, no podía entregarse a Finn, a
pesar de que era su marido desde hacía casi un mes, sin que su madre aprobara
primero el matrimonio. Nunca hubiera imaginado que deseaba su aprobación con
tanta desesperación. como Reed con su amada Charlotte y como sus dos hermanas
mayores, una para casarse con un banquero y la otra con un médico, Rose quería
que su familia no solo aceptara a su esposo, sino que también lo acogiera y lo quisiera.
No podía presentarles
a su constructor de barcos sin más, con su alquitrán, y su aroma a madera y
resina que había llegado a amar como parte de él. Todo lo que temía que ellos despreciaran.
—Tal vez cuando
vuelvas… —Comenzó Rose, pero él sacudió la cabeza.
—No pienses ahora en
eso. En un mes, nos ocuparemos de ello. Sé lo que te preocupa, cariño. Sé que
no soy un perfecto caballero de Boston, pero me ganaré bien la vida para
nosotros y nuestra familia. Ya lo verás.
Ella sabía que lo
haría. Empezaría a preparar a su familia para la sorpresa de que se había
casado con un constructor de barcos, mientras él estuviera fuera. Después de
todo, a la temprana edad de veinticuatro años, ya era el cuarto al mando, no un
obrero no cualificado ni un pequeño asalariado como un remachador de hierro.
Mientras que a algunos hombres de su edad aún se les asignaba el trabajo de
cordelería, él ayudaba a diseñar y construir.
Cuando Finn regresara,
lo tomaría de la mano, iría hacia su madre y le confesaría que su corazón
estaba ocupado por aquel hombre increíblemente amable e inteligente. El hecho
de que se pareciera al David de Miguel Ángel tampoco le perjudicaría.
Un mes, no era mucho
tiempo para esperar. Sin embargo, mientras miraba su rostro relajado, con su
sonrisa burlona y el hoyuelo de su barbilla, no podía parar de pensar que
resultaría una eternidad.
—Dulce mía, ¿por qué
frunces el ceño? —preguntó.
La arrastró sobre su
cuerpo, tomó suavemente su cara en las manos y la besó dulcemente.
—Es demasiado tiempo
para soportarlo —dijo ella cuando él, por fin, la dejó respirar.
—Ya lo sé. —La abrazó—.
Cuando esté en el mar con un grupo de marineros maleducados, pensaré en este
momento y trataré de recordar lo que se siente al tenerte en mis brazos. —Besó
la parte superior de su cabeza y ella sintió el aliento cálido en el pelo—. Sé
que mis recuerdos no se acercarán mucho a la realidad. Eres mi cielo, Rose, y mi
corazón se queda aquí, contigo.
No quería llorar, no
quería dejarle con esa imagen de ella, con la nariz roja y los ojos llenos de
lágrimas. Así que levantó la cabeza y le dio su más brillante sonrisa.
—Mantendré tu corazón
a salvo por ti. Te lo prometo.
Él la besó de nuevo y
sintió que se movía bajo su cuerpo. La sensación familiar de su calidez hizo
que se le secara la boca.
De repente, no pudo
esperar otro momento para unirse a su marido. Introdujo su propia lengua entre
los labios de él, deslizó sus manos a lo largo de su torso y se detuvo en la cintura.
Después rozó con los dedos la banda de sus pantalones e intentó tocar su piel.
Finn se quedó quieto,
mientras ella luchaba con la tela de su camisa y los calzoncillos, hasta que
finalmente pudo acariciar sus caderas.
—Rose —pronunció su
nombre a modo de advertencia y ella sintió que sus manos volaban solas hacía su
trasero, acunándolo en sus palmas.
—Finn —le devolvió la
broma, pero luego lo empujó y se sentó.
Miró a aquel hombre
tan atractivo y decidió que ya no le importaba que su amor fuera un secreto.
Ante los ojos de Dios y el sistema legal de Massachusetts, ambos se pertenecían.
En poco tiempo, se
quitó la chaqueta y comenzó a desabrocharse la blusa. Olvidó los zapatos y se
había dejado las medias. Aunque tal vez debería haber empezado con...
Él cerró sus manos
sobre las suyas y la detuvo.
—¿Qué estás haciendo,
amor?
Ella observó sus ojos
de color gris azulado.
—Desnudarme. Para ti.
Él tragó saliva,
parpadeó y luego sonrió de forma mordaz.
—¿Como si fueras un
cordero que va a ser sacrificado?
—No. —Su voz sonó ronca—.
Porque te quiero.
Eso borró la sonrisa
de su cara. En medio segundo, se encontró rodando debajo de él, sin que dejara
de mirarla. La expresión de su rostro se debatía entre la incertidumbre y el
deseo.
—Rose, ¿por qué
ahora? Estoy acostumbrado a que te resistas a mí, con la terquedad de un Johnny
Reb. —Miró sus labios y luego sus ojos—. Me desorientas, igual que a un marinero
en su primer viaje.
Bajó la cabeza y rozó
sus labios hasta que ella los separó. Su cuerpo sobre el suyo resultaba pesado
y delicioso, encajaba a la perfección contra sus caderas y parecía hundirse en
el lugar sensible entre sus piernas. Finn tuvo cuidado de no aplastar sus
pechos mientras saqueaba su boca. Ella se apretó contra él, hasta que alzó la
cara y la miró a los ojos.
—Quiero ser tu esposa
de verdad en este momento —aseveró, arqueándose bajo él.
—Dulce niña. Eres mi
esposa y siempre serás mía. Mantendremos tu virginidad hasta mi regreso.
Miró hacia donde el
escote de su vestido se abría ligeramente y bajó la cabeza para besar la ligera
elevación de su pecho.
Ella jadeó, deseando
que continuara, quizás bajando el corpiño de su vestido. En cambio, siguió besándola
hasta la clavícula y la garganta, hasta su delgado cuello, a lo largo de la
línea de su barbilla y de regreso a su boca. Disfrutaba de cada beso, cada
raspadura de la débil barba de su cara, mientras se deslizaba sobre su sensible
piel.
Entonces, para su
sorpresa, Finn metió una mano por la parte superior de su vestido y acarició uno
de sus pechos con los nudillos, rozando su pezón.
Ella gimió y escuchó
su propia voz.
—Si seguimos aquí
tumbados, me temo que no serás virgen por mucho tiempo —le advirtió, antes de
sentarse y tirar de ella para ponerla en la misma posición—. Vamos, amor, te
acompañaré a casa.
Ella sacudió la
cabeza.
—Tengo un carruaje.
Quiero seguir cinco minutos más en tus brazos. No es mucho pedir, ¿verdad?
Se estiró en el
cálido lugar que acababa de dejar libre, frunció los labios, fingiendo que
fuera a llorar, y el suspiró.
—Rose, no estás
jugando limpio.
—¿Qué quieres decir? —Agitó
las pestañas de forma exagerada.
—Sabes exactamente lo
que quiero decir. Eres demasiado tentadora para un hombre.
—No eres un hombre
cualquiera —bromeó.
—No, soy el que te
quiere más que a nadie ni a nada en la tierra.
Rose se puso seria.
Aquello no era un juego, no estaba coqueteando.
—Lo sé, pero abrázame
un poco más. —El miedo a la separación nublaba la alegría de estar a su lado.
—¿Le pido a Liam que
te vigile, mientras estoy fuera?
El mejor amigo de
Finn era un irlandés muy listo que había tallado los modelos de los barcos en
madera, antes de que fueran construidos. Había oído hablar de él, pero no lo
conocía.
—Creía que iría
contigo.
—Yo también. —Enroscó
un mechón de su cabello alrededor de un dedo y lo miró como si lo estudiara—.
Esta tarde me dijo que lo habían borrado de la lista. Pensé que era casualidad,
pero luego me preguntó si yo también quería que me quitaran. Cuando le pregunté
cómo podía arreglarlo, dijo que solo bromeaba y se marchó. —Sintió que se
encogía de hombros y continuó—: De todos modos, debo estar en ese barco. Alguien
tiene que asegurarse de que se mantenga a flote.
Sujetó en la mano su
melena oscura y tiró suavemente para acercarla a él. Rose se olvidó de la
pequeña oleada de miedo que había sentido ante sus palabras casuales de
mantenerse a flote.
—No necesito que Liam
me controle —replicó, mientras él mordisqueaba su cuello con los labios. Ya la
vigilaban bastante su madre y sus hermanos mayores—. Además, es solo por un
mes. No le has hablado de mí, ¿verdad?
La boca de Finn
detuvo su placentero viaje.
—No. —Sonó algo
molesto—. Me pediste que no lo hiciera y no lo he hecho.
Ella se relajó y
lamentó haber tocado el tema delicado, una vez más.
—Por favor, continúa
besándome —suplicó.
Finn reclamó su boca
y cinco minutos más se convirtieron en una hora.
Un mes dio paso a dos
y luego a tres. Después fue un año. Un año se convirtió en dos y en tres. Ya habían
pasado más de tres años desde que Finn besó sus labios. Rose dejó de frecuentar
el paseo marítimo de Eastie para interesarse por cualquier noticia de un barco
hundido, cansada de tomar el ferry de ida y vuelta, de cruzar las mismas aguas
que cubrían el cuerpo de su marido.
Algunos de sus amigos
la consideraban un poco rara por su fascinación por la pérdida del Garrard, uno
de los prototipos de los nuevos cargueros de acero. Su familia apreciaba a la
Rose más adulta y menos salvaje; pero luego, ante su inusual seriedad,
empezaron a preocuparse.
Finn había dicho que
el centro de gravedad del barco era demasiado alto, con sus cinco mástiles que
se elevaban sobre la cubierta que cabalgaban bajo el agua, ayudados por una
máquina de vapor en las profundidades de las entrañas del barco. Se había
enfrentado a sus superiores que habían construido un barco con un francobordo
demasiado bajo. Las olas se desplomaban sobre la cubierta, según predijo.
Sin embargo, había
hecho su trabajo y lo puso a prueba, junto a otros del astillero, para su rico
propietario.
El día que el Boston
Post anunció en portada que se había hundido, ella había salido a cabalgar con
Claire. Fue a ver a su madre, cuando escudriñó el periódico.
—¡Qué lástima! —dijo
Evelyn Malloy—. Tómate una taza de té, querida, debes estar sedienta, con todo
lo que habéis hecho tu amiga y tú.
—¿Qué es una lástima?
—Rose sirvió té de la tetera que estaba en el aparador. También eligió dos
barquillos de lavanda. Estaban entre sus favoritos de las especialidades del
cocinero.
—Se ha hundido un
barco en algún lugar entre el oeste y el sur de Yarmouth. —Su madre sacudió con
fuerza el periódico, mientras lo enderezaba y comprobaba los detalles.
Rose dejó su taza y
se sentó a su lado, sin decir nada. Lo supo incluso antes de leerlo, pero se
acercó y miró el titular. Luego escudriñó el primer párrafo y vio el nombre del
barco.
No jadeó ni gritó.
Dejó salir el aliento que contenía y se las arregló para tomar aire sin
ahogarse. Bebió un sorbo de té con una mano temblorosa e intentó ver más allá
de las lágrimas que llenaban sus ojos.
—¿Rose? —la llamó su madre—.
¿Estás llorando? —No pudo ocultarlo. Asintió con la cabeza y dejó caer la taza
en el platillo de golpe, derramando el contenido por todas partes. Evelyn
ignoró el desorden y puso una mano sobre la temblorosa de su hija—. ¿Por qué
siempre te ocurre lo mismo, querida niña? Eres tan sensible.
Rose movió la cabeza,
mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
—Todos esos pobres
hombres —dijo por fin. Necesitaba expresar lo que sentía y que su madre la
consolara.
Evelyn la rodeó con
los brazos.
—Espero que haya sido
rápido para ellos —susurró—. Han quedado enterrados en el agua, bajo el ojo
vigilante de Dios. Y sus familias recordarán a cada uno de ellos. Dice el
periódico que habrá un servicio conmemorativo el próximo domingo. Podemos ir si
lo deseas.
Rose asintió. Sí,
ella recordaría a Phineas Bennet todos los días de su vida.
Se preguntó si habría
muerto resentido con ella, por no haberle hablado a su familia de él. Si habría
muerto con el deseo de haber consumado su matrimonio. Si habría muerto mientras
pensaba cuánto la amaba.
1891,
Boston, Massachusetts
Charlotte sabía que
su marido estaba preocupado por su hermana menor porque permanecía sentada,
mirando por la ventana y con el ceño fruncido. Ni siquiera se dio cuenta de
cuando ella entró en la estancia que servía como salón principal y sala de
estar, así como el lugar donde tomaban café por la mañana y disfrutaban de una
copa de brandy por la noche.
Ella había visto esa
mirada antes, cuando uno de sus familiares acudió a él con un problema. Aquella
vez, estuvo con su madre, Evelyn Malloy, durante más de una hora. Cuando
Charlotte llamó a la puerta con el té, observó que Evelyn había estado llorando
y Reed mostraba un rostro severo, con los labios apretados.
—¿Vas a pasar la
noche, preocupado? —preguntó Charlotte, después de estar unos minutos a su lado,
en silencio. Había acostado a sus dos hijos menores y a sus dos primos
pequeños, a los que habían adoptado.
Ella solo quería
suavizar el ceño fruncido de su marido.
Reed giró la cabeza
al escucharla, como si las palabras hubieran penetrado lentamente en su cabeza
distraída.
—No estoy preocupado
—repuso él, llevándola hasta su regazo. Enmarcó su rostro con las manos y ella miró
sus profundos ojos azules, sintiendo la familiar calidez del amor junto con el
rápido impulso del deseo—. Solo estoy contemplando —añadió.
Bajó la cabeza y la
besó. Deslizó los dedos por su cuello y ella tiró hacia atrás para mirarlo de
nuevo.
—Bueno, señor Malloy,
¿va a mirar el extenso océano y contemplarlo toda la noche?
Su atractivo rostro
se iluminó con una sonrisa y los dedos de los pies de Charlotte se
estremecieron ante el claro mensaje de su pícara expresión.
—No, creo que me
llevaré a mi encantadora esposa a la cama. La he descuidado desde la cena y le
debo una atención especial.
—¿Quieres hablar de
Rose, primero?
Su rostro se
oscureció al instante.
—Mañana por la
mañana, en el desayuno, podremos hablar sobre nuestra melancólica Rose.
Se puso de pie y
Charlotte no pudo reprimir un jadeo mientras la levantaba en sus brazos.
Al sacarla de la
habitación, su marido se dirigió a la escalera que llevaba al dormitorio. Le
encantaba aquella habitación por los recuerdos y la promesa de muchos más que vendrían.
Apoyó la cabeza contra su amplio pecho y olió su aroma a sándalo que
inmediatamente la hizo sentirse serena y excitada al mismo tiempo.
Reed representaba
para ella su hogar y su amor era su única fuente de emoción, ya que había
interrumpido una exitosa carrera periodística hasta que sus cuatro hijos fueran
mayores. Hoy en día, la aventura estaba confinada a su dormitorio y a la suave
alfombra frente al fuego en su estudio, de vez en cuando.
—Esta noche, ya no
hablaremos más. —Abrió la puerta con el hombro, la llevó dentro y cerró de una
patada detrás de él.
Rose se sentó en un
sofá de terciopelo rojo junto a Claire Appleton y observó la habitación llena
de gente. Algunos ancianos hablaban pausadamente, mientras varios jóvenes lo
hacían sin aliento. El nivel de ruido era moderado y la banda se había tomado un
merecido descanso. Deseaba no haber ido, pero su hermano y su madre empezaban a
preocuparse demasiado y tuvo que hacer un esfuerzo para regresar a la
normalidad.
Conocía a casi todos
en el baile. A los veintidós años, ya había asistido a más reuniones de las que
podía contar. Todos sus amigos, casados o no, estaban allí, e incluso algunos
parientes. Espiaba a su hermano, Reed, y a su esposa, Charlotte, y a su hermana
mayor, Elise, con su esposo, Michael.
Cuando Rose asistía a
un evento, trataba de evitar a sus hermanos, ya que siempre parecían analizar su
comportamiento. Sabía por sus expresiones que estaban preocupados. Su madre la
sorprendió al decirle que fuera al baile sin ella, ya que podría disfrutar de
una libertad que últimamente no tenía.
Sin embargo, su
júbilo se vio atenuado cuando Reed pasó por la casa familiar y habló con ella. Sin
pelos en la lengua, le hizo saber que su familia estaba muy preocupada por su
comportamiento retraído y, si no cesaba, tendría que explicarse.
Echaban de menos su
carácter alegre y travieso, quería saber qué le ocurría. ¿Dónde estaba la
muchacha rebelde que todos conocían?
Rose estuvo a punto
de decirle adónde había ido aquella joven traviesa, con su marido, al fondo del
Atlántico tres años antes, pero se quedó callada.
En cambio, discutió
con su hermano, al verse presionada como cada día, últimamente.
—Quiero hacer algo importante
con mi vida, como Charlotte o Sophie —mencionó a su cuñada periodista y a su
hermana mediana, que era una reconocida pianista a nivel mundial—. Pero, ¿qué
puedo hacer? Donde quiera que vayas, te tropiezas con una feminista, incluso
con mamá y Elise. Ellas fracasarán o tendrán éxito sin mí y solo puedo esperar
que todo les vaya bien. Hay mujeres médicas y científicas, y no tengo ninguna
aptitud para ese tipo de cosas. La señora Cochrane ya ha inventado un
lavavajillas automático, por el amor de Dios. ¿Cómo puedo superar eso? ¿Qué más
podría querer alguien? —Suspiró—. Soy demasiado mayor para ser un prodigio de
la pintura o cualquier otro tipo de portento. ¿Qué puedo hacer? —Ante el aturdido
silencio de su hermano, añadió—: Quizás debería convertirme en actriz.
Después de todo,
había pasado los últimos años actuando como una persona normal, una que no se
había casado en secreto con el hombre de sus sueños y que tenía el corazón
destrozado cuando lo perdió.
—No te atrevas —espetó
Reed.
Por su mirada, supo
que hablaba en serio, aunque no le molestó. No tenía ningún deseo de subir al
escenario. Exponerse en primer plano podría haber funcionado para la antigua Rose.
La de ahora no deseaba nada de eso.
—Solo estoy
bromeando, querido hermano. Hay que valorar todas las opciones de lo que puedo
hacer. —Trató de sonar alegre—. Seguro que tanto maquillaje en la piel no debe
ser bueno.
—Mira. Ahí está
Franklin —susurró Claire detrás de su mano, trayendo los pensamientos de Rose
al presente.
Su mejor amiga se
había vuelto más cercana desde la pérdida de Finn. Como era la única persona
que conocía su breve matrimonio, solo podía confiar en ella y llorar por su
corazón roto en su hombro. Claire había actuado de forma admirable, apoyándola cuando
era necesario, tratando de levantarle el ánimo y, a medida que pasaba el
tiempo, arrastrándola de nuevo a la escena social.
Además, después de su
matrimonio con Finn, Claire ya no intentó empujarla a los brazos de su hermano
gemelo, Robert Appleton, por quien Rose solo sentía afecto familiar. Su gusto
por el sexo opuesto se inclinaba hacia un tipo de hombre más aventurero y menos
refinado.
Finalmente, Claire le
informó que había renunciado a su sueño de tenerla como hermana, tanto por ley
como de sentimiento, ya que entendía que su gemelo no encajaba con ella.
Sí, su amiga era un
auténtico encanto. Rose apretó ligeramente su mano y supo que había llegado su
turno de ayudarla. Claire había sido amable con Franklin Brewster durante las
últimas tres semanas y todavía no había hablado o bailado con él.
No pudo evitar
sacudir la cabeza al pensar que, si hubiera estado interesada en Franklin, ya
se habría acercado a él, agitando sus pestañas y moviendo sus rizos para
hacerse notar. Habría dejado claras sus intenciones, o simplemente le habría
pedido que escribiera su nombre en su tarjeta de baile. No es que Rose tuviera ganas
de hacer algo así, desde que Finn entró en su vida y la dejó demasiado pronto.
Al ver a las parejas
jóvenes, lamentaba no haber ido a un baile con él. Sin embargo, se habían divertido
de muchas maneras juntos. Ella lo había hecho salir, obligándole a dejar de
pensar en sus serias reflexiones, y había disfrutado mientras le arrancaba
sonrisas con su pícara risa. Todavía echaba de menos aquellos momentos y había
descubierto que su jovial estado de ánimo había desaparecido con él.
Aunque no le
apeteciera reírse, siempre tenía ganas de ayudar a su querida amiga. Claire no
era tímida, pero dudaba demasiado cuando se trataba del tipo de hombre que le
gustaba y Rose tomó una decisión.
—Espera aquí. No te
preocupes —le dijo a Claire, quien inmediatamente trató de agarrar su brazo
para retenerla.
Ella abrió sus ojos
verdes como platos.
—Problemas impetuosos
—murmuró Claire para recordarle lo que había dicho la anciana señora Barnes, al
verlas entrar en la fiesta.
«Demasiado tarde»,
pensó Rose que ya había caminado cuatro pasos hacia Franklin Brewster. Lo vio
parado, junto a otros tres jóvenes caballeros. Alto y muy guapo, se parecía
mucho a su difunto padre, que había sido promotor en Boston y Nueva York. El
señor Brewster fue el hombre que consiguió llenar la bahía trasera de Boston,
con más de trescientas hectáreas convertidas en tierra edificable.
Franklin era, en
efecto, un codiciado soltero digno de su dulce Claire.
Los acomodados de
sangre azul hablaban y reían, sin dejar de explorar la habitación,
inspeccionando a cada una de las mujeres.
Rose se metió entre
ellos y silenció sus risas. La miraron fijamente y ella examinó a cada uno por
separado, sin sentirse incómoda, hasta que habló John Claymore, al que permitió
coquetear con ella por puro aburrimiento, el verano anterior.
—¿Puedo ayudarla en
algo, señorita Malloy? ¿Tal vez, un nombre en su tarjeta? —Le ofreció una
mirada descarada, como si hubiera ido a hablar con él.
Ella miró la tarjeta
de baile que colgaba de su muñeca. Siempre vacía y por propia elección.
—No de usted —replicó,
viendo dos manchas de color en sus mejillas.
Oh, él era bastante
guapo, pero también demasiado delicado en las formas. Tenía las manos bien
cuidadas, su risa era demasiado silenciosa y besaba como su abuela. En otras
palabras, no se parecía en nada a Phineas Bennet. Como era de esperar, su
marido había puesto el listón muy alto para el resto de los hombres.
Todos se quedaban
cortos.
En cuanto a John
Claymore, se había maldecido a ella misma por haber pretendido recuperar un
poco de felicidad. El hecho de que John no se pareciera en nada a Finn, la hizo
sentirse más triste y solitaria.
—Estoy aquí para
hablar con el señor Brewster —anunció mientras miraba a Claire de reojo.
Los demás exclamaron
en voz alta.
—¿Se dedica a hacer
favores? —inquirió Thomas Craigston, el cual nunca había gustado a Rose, a
pesar de su buen sentido del humor.
Todos se rieron de su
amistosa advertencia.
—¿Está interesado? —le
preguntó a Franklin, ignorando a los demás.
—Yo... Eso es...
¿Está...? No... ¿por qué? —Se mostró sorprendido.
—¿Siempre tartamudea?
—Alzó la cara hacia él—. Porque, aunque a mi amiga le interese bailar con
usted, no se lo recomendaré, ya que es incapaz de mantener una conversación
divertida.
Lo vio mirar por
encima de su hombro, hacia donde estaba Claire, y se dio cuenta de que Franklin
se refería a ella. Notó con satisfacción que aparecía una pequeña sonrisa en su
atractivo rostro y observó una chispa de interés en sus ojos marrones como el
cacao.
Sin más, supo que
hacían muy buena pareja. Claire era una joven inteligente, guapa y de pelo
rubio; muy dispuesta, encantadora y con cierta vivacidad. A Rose, también le
parecía muy inteligente y despreocupado. Además, el padre de su amiga y su
abuelo fueron financieros exitosos antes que él.
Cualquier hombre se
sentiría halagado de que Claire se fijara en él.
—¿Se refiere a la
señorita Appleton? —preguntó Franklin, todavía mirando detrás de ella.
—Si así fuera,
¿estaría usted de acuerdo? —Se interesó, deseando que dijera, simplemente, sí.
Franklin tosió. Sabía
que su actitud tan cercana molestaba a unos y escandalizaba a otros. Pero lo
más lógico era que obtuviera resultados con rapidez y eso era mejor que andar
con rodeos.
—Me gustaría mucho
bailar con la señorita Appleton —admitió él—. Sin embargo, parece que está
ocupada en otras cosas.
Rose se dio la vuelta
para descubrir que su asiento había sido ocupado por un hombre que intentaba llamar
la atención de Claire. Por su parte, los ojos de su amiga seguían clavados en
ella y Franklin, mientras intentaba de forma admirable deshacerse de la mano de
su admirador.
Rose puso los ojos en
blanco. ¡Dios mío! No podía dejarla sola ni un minuto.
Se volvió hacia
Franklin.
—Mi querida amiga no
está interesada en el señor Sonders, se lo aseguro. Le sugiero que usted y yo
la rescatemos, ya que los próximos dos bailes de su tarjeta están libres. Yo me
encargaré del caballero y usted lleve a la señorita Appleton a la pista de
baile. ¿De acuerdo?
Él asintió, bastante impresionado
por su franqueza.
Dejó a sus amigos con
un «buenas noches, caballeros» y una sonrisa deslumbrante. Rose sacudió sus
faldas de seda gris mientras daba la vuelta y se dirigió hacia Claire, segura
de que Franklin le seguía los talones como un buen cachorro.
—¡Señor Sonders! —saludó
al llegar junto al hombre de pelo rubio—. Tenía muchas ganas de encontrarme con
usted. —Lo agarró por la muñeca con tanta rapidez, que él se vio obligado a
liberar la mano de Claire y miró hacia arriba.
—Señorita Malloy —respondió
y se puso de pie como un caballero.
Por el rabillo del
ojo, comprobó que Franklin había seguido su consejo y tomó la mano de Claire,
se la llevó a los labios y se alejaron hacia la pista, donde varias parejas
bailaban un vals lento al estilo de Boston.
—¿Qué puedo hacer por
usted? —se interesó Sonders.
Rose lo miró a la
cara. Observó sus desafortunados dientes grandes, equiparables a su gran
fortuna.
—Oh. Creo que, si no
me equivoco, mi querido hermano lo estaba buscando.
Sin decir más, hizo
una breve reverencia y se fue corriendo. Se dedicó a dar vueltas por la habitación,
saboreó una bebida que había tomado de la mesa de refrescos y deseó poder
interesarse por cualquier hombre de los que había allí. Sin darse cuenta,
comenzó a dar golpecitos con el pie al ritmo de la música y, una vez más, la
atravesó la pena de no haber bailado en público con Finn.
Tomó otro sorbo de su
bebida y se regañó por sentir autocompasión. Después de todo, habían bailado
juntos una noche gloriosa. Lo hicieron mientras un joven violinista practicaba
en un piso más arriba, en su pensión. El inexperto músico era terrible, pero
ella disfrutó cada segundo que pasó en brazos de su esposo.
Rose apartó sus
recuerdos, al darse cuenta de que John Claymore se acercaba, por un lado; sin
duda, para retomar lo que habían dejado el verano anterior. Elise y su amado
Michael se acercaban por el otro lado. Se fijó en la mirada intencionada de su
hermana y se deslizó por la puerta, detrás de ella.
La idea era regresar al
salón de baile de los Tremont por la puerta del otro extremo del pasillo, pero se
detuvo al ver que su hermano ya estaba allí. Reed y su esposa, Charlotte, con su
inconfundible pelo castaño, estaban charlando con el dentón James Sonders.
—¡Maldición! —murmuró,
al sentirse rodeada. No necesitaba que Reed la interrogara sobre lo que había
hecho la semana pasada. Había sido atrapada por su madre dos días antes,
mientras trataba de salir sin compañía, después de la cena. Resultó bastante
inofensivo. Rose quería ir a escuchar música en el Común y deseaba estar a
solas consigo misma. Sin embargo, parecía que iba a encontrarse en secreto con
un hombre en una pensión, por la forma en que Evelyn Malloy le dio una larga
conferencia sobre lo que era apropiado.
Cómo deseaba que ese
hubiera sido el caso, sintió aquella dolorosa presión en el corazón que ya era
habitual, cada vez que recordaba sus encuentros secretos con Finn.
Rose permaneció
inmóvil hasta que se dio cuenta de que su familia no la había visto. Aunque
quería ver a Claire y Franklin bailar por primera vez, caminó en la dirección
opuesta. La misma gente, los mismos bailes. Lo mismo, lo mismo, lo mismo. No era
de extrañar que su otra hermana, Sophie, hubiera cruzado el país para vivir en
California, tan lejos de casa como pudiera, aunque viviendo en Estados Unidos.
Rose suspiró y giró a
la derecha en el espacioso pasillo. Cuando llegó al final, subió las escaleras adornadas
con jarrones llenos de flores y a mitad del recorrido, creyó escuchar pasos
desde el fondo. Frenó sus pasos, sin saber si continuar, por si se trataba de
otro invitado que se hallaba explorando el lugar o de un huésped del hotel, cuya
habitación estuviera en una de las tres plantas superiores.
Continuó subiendo
hasta el siguiente piso y caminó por otro largo pasillo, con la intención de descender
cuando llegara al final y hacer un círculo completo.
Al volver a escuchar
pasos detrás de ella, aumentó el ritmo y su corazón se aceleró ligeramente. No
sabía dónde esconderse y decidió darse la vuelta, para encarar a su
perseguidor, con las manos en las caderas.
A seis metros de
distancia, pero con la mirada fija en ella, estaba William Woodsom, unos años
mayor que ella, guapo, siempre divertido en las reuniones y muy engreído; sin
duda, porque su padre era un expatriado de Inglaterra y tenía un título
nobiliario, un conde o un duque de algo. Su familia había llegado a Boston
cuando él ya era un muchacho, por lo que conservaba un ligero acento que aceleraba
los corazones femeninos.
Pero no el suyo.
Por suerte, ella era
inmune. De hecho, su pulso se redujo cuando se dio cuenta de quién era, a pesar
de no estar completamente segura de que no significaba ninguna amenaza para su
persona. Después de todo, apenas eran conocidos ni amigos.
—Señor Woodsom —lo
saludó con un asentimiento de cabeza cuando estaba a tres metros de distancia.
Ella no lo había visto en el salón. Qué raro que estuviera en el segundo piso.
—Señorita Malloy —respondió,
cuando llegó hasta ella—. ¿Cómo puede hacer que un simple saludo suene a desafío?
—Ella inclinó la cabeza, sin comprender a qué se refería, y no pudo evitar
reírse al ver su expresión. Había algo en él que la hacía sentir animada—. No
importa —añadió cuando ella no respondió—. ¿Ya se ha cansado de la fiesta?
La miró de arriba
abajo, con interés, aunque sin mostrarse descarado.
—La verdad es que sí,
estoy un poco cansada de la fiesta —repuso, después de pensar su respuesta. «De
esta y de todas», pensó antes de agregar para parecer más sociable—. Aunque me
encanta bailar.
—Qué raro. No creo
haberla visto bailar, al menos últimamente. —Dibujó una seductora sonrisa en
sus labios—. Sin embargo, la fiesta pierde brillo con su ausencia.
Ella le devolvió una sonrisa
por la broma. William Woodsom era un conocido seductor y lo conocía desde que
ambos eran muy jóvenes, aunque nunca habían tenido relación, ni siquiera había
formado parte de su círculo de amistades hasta pasados sus años de formación en
Gran Bretaña y el viejo continente. Rose siempre estuvo interesada en otra
persona de su grupo, antes de conocer a Finn. Después de él, ya no hubo nadie
más.
«Había perdido su
brillo». Era una buena frase, tenía que admitirlo.
—¿De verdad? —Inclinó
la cabeza—. ¿Ya se ha cansado Maeve Norcross de usted?
Él alzó una ceja, pero
no dio muestra de que le afectara la pregunta.
—¿Lleva la cuenta de
mis relaciones?
Rose no se ruborizó.
Después de todo, no tenía ningún interés por él ni le importaba su vida. Solo sabía
que Claire los había visto, mientras cabalgaban por el parque, porque ella
estaba vigilando a Franklin Brewster, que era primo de Maeve y, por lo tanto, montaba
a caballo detrás de ellos.
—Entonces, ¿lo ha
descartado?
—¡Qué manera tan
horrible de decirlo! —protestó William, con fingida indignación—. Desechado, en
efecto, como una media usada.
No lo negaba ni
tampoco parecía afectarle lo más mínimo.
Rose se encogió de
hombros como debía hacer toda una dama.
—Regreso al salón de
baile, así el brillo se restaurará en un momento.
William se echó a
reír.
—No debería andar por
ahí sola.
—Solo trataba de evitar
a demasiados miembros de mi familia. —Se dio la vuelta en el mismo instante en
el que supo que había hablado sin pensar. Probablemente, no debería haber
revelado algo tan personal. Sin embargo, cuando él se colocó a su lado y se
dirigieron hacia la escalera más lejana, ella decidió que no quería perjudicar
a su familia; por lo tanto, trató de quitarle importancia a su comentario
anterior—. A donde quiera que vaya, tengo la impresión de que hay un Malloy.
Él asintió con la
cabeza, después de una breve pausa—. Ser hijo único tiene sus privilegios. —Sonó
sincero.
Ella pensó que aquel
hombre disfrutaba siempre de sus privilegios. Seguramente había sido un poco
malcriado y terminaría heredando un castillo o una casa de campo en el país de
sus progenitores. No tenía ni idea, pero sabía que su padre era un embajador
con una oficina en la Casa de Estado y que William trabajaba con él.
En realidad, Rose
sabía otra cosa, muchas de sus conocidas se habían enamorado nada más verlo, pero
sus ilusiones se vieron truncadas.
No podía negar que
era ingenioso y encantador, sin contar su rostro agradable, su atlética figura
y su vivaz disposición. Sin embargo, ella no era del tipo de mujer que caía a
los pies de un hombre, sabiendo la reputación de errante que tenía. Ya lo hizo
una vez y entregó su corazón a Phineas Bennet, de modo que no tenía intención
de volverlo a hacer con alguien como William Woodsom.
Casi habían llegado
al final de la escalera, cuando él se adelantó un paso y se paró con
brusquedad, girándose para mirarla. A diferencia de su hermana mayor, Rose no
era demasiado alta. Sin embargo, con William un escalón más abajo, estaban casi
frente a frente.
—¿Qué hace? —Ella se
quedó parada, sus caras separadas por centímetros.
—Voy a besar a la
chica más guapa del Tremont.
—Le ruego que me pida
disculpas —dijo Rose, mientras un temblor de anticipación se apoderaba de ella,
ante sus atrevidas palabras—. Eso ha estado fuera de lugar.
—Al igual que su
paseo por estos pasillos. Menos mal que la he rescatado. Solo por eso, merezco
un beso.
—No se merece nada en
absoluto… —Empezó a decir cuando, para su asombro, sintió una mano en la
cintura y otra que la sujetaba por la nuca, bajo sus negros y brillantes rizos.
Menos mal que tenía
el pelo recogido, pensó brevemente, o la habría despeinado por completo. Y ese
pensamiento fue seguido por la terrible realidad: la estaba tocando y, realmente,
iba a...
William no rozó sus labios,
como algunos de sus pretendientes antes de que conociera a Finn, inclinó la
cabeza y sus bocas encajaron como dos caras de una moneda.
Al principio, ella se
tensó en sus brazos. Un destello de miedo la dejó paralizada, hasta que fue
sustituido por una sensación tan estimulante, que le quitó el aliento. Por un
breve instante, pudo fingir que era Finn, ya que se sintió más cerca de su beso
de lo que podía imaginar sin ser él.
William movió la boca
y la punta de su lengua tocó la comisura de sus labios. Sin pensarlo, ella los
separó y él la deslizó en su interior, tocó la suya y se retiró. En ese
instante, sin embargo, Rose sintió un calor intenso entre sus piernas, igual
que le ocurría con Finn.
Antes de poder reaccionar,
para empujarlo o acercarlo, él rompió el
contacto. Se miraron fijamente, el uno al otro, durante lo que pareció una
eternidad.
¿Su cara también
mostraba sorpresa? Porque era consciente de que debía abofetearlo por lo que
había hecho, pero no deseaba hacerlo, quería que volviera a besarla de nuevo.
Su cara debía
expresar lo que deseaba porque lo vio respirar profundamente y descender la
cabeza, otra vez.
—No —susurró ella.
Él se quedó inmóvil
al escucharla y luego se retiró.
Rose no dijo nada
más, simplemente trató de averiguar cómo se sentía.
—Debería disculparme,
supongo —observó William, aunque ella pudo ver que no tenía intención de
hacerlo.
Además, ¿cómo podía
exigir una disculpa, si había disfrutado del beso y lo había invitado a otro?
—Lo mejor será que
regrese al baile —Rose se preguntaba si él querría algo más con ella. Odiaba
frustrar sus esperanzas, pero no podía imaginar que se convirtieran en pareja,
con Maeve tras él y Sarah antes que ella, o él y...
¡Dios, qué idiota
era! ¿Y por qué iban a ser pareja? Un beso no podía significar nada para William
Woodsom y no debería significar nada para ella. Era viuda y se había mantenido
fiel a Finn, no importaba cuánto tiempo hiciera que había muerto. Sin duda
William se consideraba especial, ya que trabajaba para su estimado
vicegobernador, pero su posición política no la impresionaba en absoluto.
Él no la impresionaba
tampoco, se recordó a sí misma.
—Tiene que soltarme,
de inmediato —añadió Rose, al darse cuenta de que sus manos aún estaban sobre
ella.
—Rose —William dudó y
luego cerró su abrazo, pero ella lo empujó en el último escalón y cruzó el
rellano para continuar el descenso.
El pasillo estaba
vacío, por suerte, porque él la siguió de cerca.
—Déjeme ir primero —siseó,
imaginando la expresión de su hermano si los veía entrar juntos en el salón de
baile.
Él volvió a llamarla
y extendió la mano para detenerla.
No sería una de sus
conquistas, se dijo procurando mantenerse fuera de su alcance y echando a
correr.
—Rose —repitió de
nuevo, al entrar en el salón de baile—. ¿Me concede el próximo baile?
—No lo creo. —Puso
distancia entre los dos y lo miró, comprobando que parecía sorprendido—. No
bailo nunca —añadió, para suavizar sus palabras. Alzó un brazo y le mostró su cuaderno,
sin ningún nombre apuntado—. Y yo soy la señorita Malloy para usted —decidió
ponerlo en su lugar.
«O la señora Bennet»,
se dijo mentalmente, incapaz de perdonarse por haber permitido que la besara
otro hombre.
Lo dejó allí parado y
se apresuró a buscar a Claire, sin saber si contarle a su amiga lo que había
ocurrido. Más tarde, resolvió que no lo haría, al menos, en ese momento.
Rose, Claire,
Franklin Brewster, el hermano de Claire, Robert, y los sobrinos de Rose, Lily y
Thomas, con el ama de llaves de Claire como carabina, acudieron a una alegre fiesta
de patinaje.
Después de una
acalorada discusión, sobre si ir al Ciclorama o a la gran pista de la Avenida
St. James y la calle Clarendon, el grupo se sentó en los bancos de la pista de
Winslow en Back Bay y se dispusieron a atarse los patines.
Durante casi una
década, Rose había sido una entusiasta del patinaje. Lo probó por primera vez
en Nueva York, durante unas vacaciones con su hermana mediana, Sophie, que quiso
asistir porque todas las noches tocaba una orquesta en la pista de Albany.
A pesar de ser muy
hábil, Rose dejó que Robert la tomara del brazo mientras daban vueltas.
—Más rápido —instó,
entusiasmada.
Robert agarró su
brazo con más fuerza.
—No deberíamos
hacerlo —dijo mientras Claire y Franklin pasaban a su lado.
«¡Oh, por el amor de
Dios!». Rose puso los ojos en blanco. Encontraba a aquel hombre muy anticuado y
estirado, totalmente diferente a su divertida hermana.
—Incluso Thomas ha
pasado a nuestro lado y solo tiene doce años —replicó, antes de tirar de Robert
y salir disparados—. ¡A toda velocidad!
Dos segundos después,
el hermano gemelo de Claire tropezó, soltó a Rose y se estrelló contra la pared
de la pista.
Gracias a Dios que la
había soltado, pensó ella, mirando su cuerpo retorcido. Claire y Franklin lo
ayudaron a levantarse.
—Creo que me sentaré
un rato —advirtió el muchacho, dirigiéndose a la puerta y al banco más cercano.
—Lo siento mucho,
Robert —se disculpó ella, feliz por estar libre por fin.
Ella y Finn habían
patinado en aquella misma pista a medianoche, teniendo que salir huyendo cuando
apareció el vigilante nocturno. Aunque un poco sorprendido por su naturaleza
atrevida, Finn había igualado su velocidad. Se había sentido segura al
deslizarse sobre la pista, cogidos de la mano, mientras reían como niños.
En ese momento, quiso
patinar sola y recordar.
—Puedes agarrarte del
otro brazo de Franklin —ofreció Claire, interrumpiendo sus pensamientos.
Rose casi se echó a
reír, ya que su amiga también era una patinadora excelente y ninguna de las dos
necesitaba aferrarse a un hombre para no caerse.
Simplemente sonrió y
dio las gracias antes de alejarse a un ritmo vertiginoso. Enseguida, se alejó
del grupo.
Se deslizó por un
extremo, miró hacia atrás para comprobar que los hijos de Reed estaban a salvo,
con el ama de llaves de Claire, y luego volvió a mirar hacia delante. Una
figura se cruzó en su camino y ella jadeó, demasiado tarde para detenerse o
incluso para girar, se estrelló contra el otro patinador, que logró agarrarla
mientras caían.
Aterrizó sobre él y
miró hacia abajo para ver la cara sonriente de William Woodsom.
—¡Usted! ¡Es un patán!
Podría habernos herido a los dos.
—¿Podría? ¿Cómo sabe que
no estoy herido? —inquirió, con la cabeza todavía apoyada en el suelo de madera
pulida.
—Le vendría bien —replicó
ella, aunque intentó suavizar el tono—. ¿Lo está?
—En realidad, no.
Excepto mi orgullo. Normalmente se me conoce como un excelente patinador.
Claire y Franklin
llegaron hasta ellos.
—¿Estás herida? —Se
interesó Claire, mientras Franklin ofrecía su brazo a Rose y tiraba de ella
para levantarla.
Cuando ambos estuvieron
de pie de nuevo, William alcanzó su mano.
—Como ya hemos caído
juntos, ¿quiere patinar conmigo?
Ella deseó arrancar
su mano de la de él, pero eso le pareció grosero. Además, Claire los miraba con
curiosidad y ya le había contado lo del beso robado. Decidió mostrarse amistosa,
no darle importancia y patinar con William, para dejarlo en el otro extremo de
la pista.
—Está bien —aceptó
con recelo. Miró a Claire, mientras William se la llevaba y guiñó un ojo a su
amiga para que no se preocupara.
Patinaron coordinados
y dejó que se extendiera entre ellos un largo silencio. Después de un momento,
sin mirarla, él dijo:
—Ojalá me hubiera
permitido bailar con usted en el Tremont. —Ella se puso rígida—. ¿Por qué se escapó?
—Se estaba comportando
de forma escandalosa.
—No parecía importarle.
He oído que siempre ha sido una jovencita alegre.
Rose jadeó. Dios mío,
¿tenía reputación de ser alguien a quien un hombre podía besar a voluntad? Cierto,
ella había sido vivaz, pero nunca inmoral. ¡Nunca eso! ¿Se la consideraba
suelta? Su madre la mataría si esa opinión se difundiera por Boston. Eso, si su
madre salía de la niebla en la que llevaba tanto tiempo, mientras ella intentaba
saber sobre qué reflexionaba durante horas.
Mientras se acercaban
al otro extremo de la pista, se liberó del brazo de William.
—Resulta usted tan insultante,
como lo fue la otra noche.
—Por favor, Rose, no
quise insultarla.
—No importa su
intención, lo hizo. Además, debería mantener las formalidades, y llamarme por mi
apellido, hasta que le permita hacer lo contrario. —Salió por la puerta más
cercana antes de que él pudiera detenerla.
«¡Qué imbécil!». El
beso había sido agradable, pero si creía que iba a caer a sus pies, o dejar que
la besara de nuevo, estaba muy equivocado.
Llegó hasta el banco
donde estaba Robert Appleton.
—¿Todo bien? —preguntó
él.
—Sí, bien—.
Rápidamente desabrochó los patines de sus zapatos y los metió bajo el banco—. Voy
a buscar una bebida, tal vez limonada. ¿Quieres algo?
Empezó a ponerse de
pie.
—Te acompaño.
—¡No! —Soltó con
demasiada brusquedad—. Quiero decir, todavía tienes los patines puestos.
Volveré muy pronto.
Salió corriendo con
el pensamiento de que, últimamente, estaba muy solicitada, aunque consideraba a
Robert un buen amigo y dudaba que tuviera algo en mente como William.
Dudaba que pudiera
besar como él.
Se regañó a sí misma por aquellos pensamientos
y se alegró de que nadie pudiera escucharlos.
En el puesto de
refrescos, esperó mientras el camarero exprimía algunos limones. De repente, se
dio cuenta de que Maeve Norcross estaba a su lado, codo con codo. ¡Qué
oportuno!
—Maeve, ¿cómo estás?
No te vi en el Tremont la otra noche. ¡Qué vestido tan maravilloso llevas! —Dios
mío, balbuceaba al hablar, pero no podía detenerse—. Un precioso tono azul
lavanda, perfecta combinación con tu pelo y tus ojos.
La joven sonrió tan
cálidamente como el agua helada.
—También me alegro de
verte, Rose. —Sin embargo, sus bonitos ojos violetas no parecían felices—. ¿Te
he visto patinar con el señor Woodsom? ¿Estáis iniciando una relación?
Dios mío, había al
menos trescientas personas allí. Maeve debía tener ojos de halcón para haberla
visto con William. Qué rápido podían empezar los rumores.
—No, en absoluto.
—Fue tajante—. El señor Woodsom se chocó conmigo. Estoy aquí con los gemelos
Appleton y mis sobrinos—. Señaló la pista donde sus amigos se dirigían hacia la
puerta—. Oh, y tu primo Franklin también está con nosotros.
—Bueno, en ese caso,
te advertiré sobre Woodsom, querida. Eso, si no te importa que te diga algo.
—Dilo —instó Rose.
Deseaba poder decir que no le importaban los chismes, pero eran la mitad de la
diversión de su vida, que de otra forma sería muy aburrida.
Maeve no necesitó que
la animara.
—Puede que te sientas
bien en un lugar público con él. Sin embargo, no te encuentres sola con él. De
hecho, te lo suplico.
—¿Perdón? —Procuró no
sonrojarse por haber estado ya a solas con él—. ¿Qué quieres decir?
Maeve hizo un gesto
con la cabeza para que se alejaran de los oídos del camarero que servía limonada.
Rose agarró su vaso y caminaron hacia un gran ventanal que daba a la calle St.
James.
—Odio hablar fuera de
lugar, pero como mi tío abuelo fue el alcalde, trato de ayudar a mis
conciudadanos.
Rose casi puso los
ojos en blanco, pero logró detenerse, abriéndolos sin parpadear. Estaba segura
de que parecía una lechuza. Era bien sabido que a Maeve le gustaba sacar a
relucir su relación familiar con el anterior alcalde de Boston en,
prácticamente, todas las conversaciones.
Cuando pasó el
peligro de resultar grosera al mover los ojos, Rose parpadeó y la instó a
hablar.
—El señor Woodsom
intentó tomarse libertades con mi persona, tuve que rechazarlo con firmeza —explicó—.
Por supuesto, le dije que cualquier tipo de relación entre nosotros era
imposible. Ningún hombre probará mis labios, sin poner antes en mi mano una
licencia de matrimonio.
Rose no pudo evitar quedarse
boquiabierta. No comprendía cómo Maeve tenía la intención de casarse o
comprometerse, antes incluso de besarse. ¿Y si el hombre besaba como un
cachorro ansioso y mojado? ¿Y si sus labios parecían papel de pergamino? ¿No
sería demasiado tarde para recibir aquella información?
William Woodsom
besaba muy bien, aunque quizás era porque había practicado con demasiadas hembras
dispuestas, lo que no era algo particularmente bueno.
Rose frunció el ceño
al pensarlo; especialmente, si había querido practicar con Maeve un día y con
ella al siguiente.
—Lo tendré en cuenta.
Gracias por confiar en mí.
La joven hizo un
mohín con la boca e inclinó su cabeza a un lado.
—Las damas debemos
permanecer unidas, cuando personas como el señor Woodsom nos acechan. —Con un breve
saludo, se giró para pedir su limonada.
Rose se quedó
callada. La historia de Maeve la había hecho sentir incómoda, sin querer pensar
que se había aprovechado de ella. Lo que había ocurrido en el Tremont podría
haber sido mucho más grave, si no hubiera escapado de William Woodsom como lo
hizo.
Los hijos de Reed
corrieron hacia ella.
—¿Nos comprarás
limonada? —preguntó Thomas.
—No es de buena
educación preguntar —le advirtió Lily—. Deberías dejar que tía Rose se ofrezca primero.
—Su sobrina la miró sin parpadear.
Ella sonrió.
—Tenéis razón, los
dos, me ofrezco y os invitaré. —Entregó a Thomas su vaso—. Devuélvelo por mí,
por favor. —Luego, metió la mano en el pequeño monedero que colgaba de su
muñeca y dio una moneda a cada uno—. No tardéis. Nos iremos pronto.
Estaba deseando
marcharse. No quería que William Woodsom volviera a atraparla. Aquel hombre
parecía no detenerse ante nada, ni siguiéndola y tendiéndole una emboscada en
el pasillo de un hotel, ni tirándola al suelo en una pista pública.
Sin embargo, unos
minutos más tarde, aunque con exasperación y excitación a partes iguales, Rose
lo vio acercarse de nuevo.
Afortunadamente, ya
no llevaba los patines puestos y Claire, Franklin y Robert llegaron primero junto
a ella.
—¿Estáis listos para irnos?
—Hizo la pregunta algo nerviosa, mientras veía como William se acercaba. Tomó
el brazo de Robert y se agarró a él—. ¿Ya estás recuperado? —se interesó en
tono dulce.
—Bastante. —La miró sorprendido
por su atención.
Ella tiró de su brazo
hacia la salida principal. Por suerte, el ama de llaves de Claire reunió a los
niños y se fueron en dos carruajes. Rose no pudo evitar mirar hacia atrás,
antes de alejarse. Woodsom estaba en la puerta, con los brazos cruzados,
mirándola fijamente.
Tuvo la sensación de que aún no había terminado con ella.
—Pareces nerviosa —observó
Claire, mientras estaban sentadas en la habitación de la madre de Rose, haciendo
lazos para uno de los eventos benéficos de su madre que habría el sábado.
—¿Por qué lo dices?
La puerta se abrió
bruscamente y Rose, sorprendida, dejó caer al suelo su carrete y la mitad de los
lazos.
Su hermano entró con Emory,
su hijo pequeño, a remolque.
—Por eso mismo lo
digo —señaló Claire.
Ella hizo una mueca a
su amiga, aunque era cierto que estaba inquieta, ya que estaba anticipando su
próximo encuentro con William, aunque no podía decidir si sentía temor o deseo.
—Hola, señoritas —saludó
Reed.
Emory corrió hacia ella
que se puso de pie y lo abrazó con fuerza, mientras aplastaban el resto de las
cintas que tenía en el regazo.
Si Finn no hubiera fallecido,
podría tener su propio hijo, pensó apretando a su sobrino, hasta que el pequeño
se retorció en sus brazos para que lo liberara.
Comenzó a recoger las
cintas de seda azul y esperó que sus creaciones no se hubieran estropeado para
poder repartirlas en el evento.
—¿Has visto a mamá? —preguntó
Reed—. Tengo unos diez minutos para discutir lo que sea que ella quiera y
luego...
—¡Diez minutos! —exclamó
Evelyn Malloy que entraba en la habitación detrás de su hijo.
Rose dejó caer la
pila de cintas de nuevo y Claire se echó a reír.
—¿Ese es todo el
tiempo que puedes dedicar a alguien de tu propia sangre? —continuó Evelyn antes
de hacer una pausa para agacharse y recibir un abrazo de su nieto.
Rose y Reed
compartieron una mirada divertida él le guiñó un ojo.
—¿Dónde está el
pequeño Wesley? —preguntó su madre, liberando a Emory.
Reed sonrió, ya que
su hijo menor tenía casi cuatro años y era todo un hombrecito.
—En casa, con
Charlotte. Ella se apiadó de mí y se quedó con él para que pudiera salir con
Emory. —Miró a su hijo con cariño—. Imposible ocuparme de los dos. Hablando de
eso, ¿puedes quedarte con él, Rose? Mamá y yo iremos al estudio de papá.
Todos lo llamaban «el
estudio de papá», a pesar de que Oliver Malloy ya no estaba, desde hacía casi
una década.
—Ven, siéntate a mi
lado, Emory —le pidió ella—. Mira esa bonita caja. Si quieres, puedes ayudarme
a poner dentro estos lazos con cuidado. —No podía arrugar su trabajo más de lo
que ya estaba.
El niño de seis años
hizo lo que le dijo y siguieron trabajando. A Rose no le importaba distraerse
con su sobrino. Le indicó cómo poner los deditos sobre la seda y jugueteó con
él, compartiendo unas risas que ayudaron a aligerar su ocupado cerebro desde el
encuentro en la pista. En todo momento, tenía la impresión de que lo vería
salir de detrás de un árbol o cuando abriera la puerta para salir.
El caso era que se
anticipaba a la idea, mientras que al mismo tiempo la temía.
Sin embargo, ya había
pasado una semana y lo más seguro era que estuviera con otra mujer. Además, en otros
siete días, ella estaría en el Bijou, viendo a Iolanthe, en compañía de
numerosos jóvenes caballeros de Boston. William podría estar allí y ella comprobaría
si ya había puesto los ojos en otra.
Pero antes quedaba
otra fiesta a la que asistir. Rose no sabía si era amigo de los Lowell, que
eran los anfitriones, o si William también iría.
Más tarde, cuando Emory
se marchó a su casa con su padre, ella fue a la oficina de correos del señor Mullett,
para entregar la correspondencia de su madre. La llevaba en su bolso de tela y
lo vio al bajar del carruaje, en la calle Congress. Allí estaba William
Woodsom, cruzando la plaza en dirección a la calle Milk.
Rose sintió un
impulso de algo desconocido; la emoción de verlo, tal vez, que aceleró su
corazón como si aleteara en su pecho. Sin embargo, no pudo negar un matiz de
tristeza. Al fin y al cabo, sentía algo por aquel hombre, lo que hacía
preguntarse si habría superado por fin lo de Finn.
¿Significaba que
tenía que olvidar a su marido?
Se le encogió el alma
ante el desconcierto. Finn le había enseñado que era digna del amor
incondicional de un hombre. Dijo que ella había capturado su corazón y su alma
con una sola mirada, con sus primeras palabras. Por eso, era impensable que
pudiera interesarse por un hombre que dividía su atención entre varias mujeres.
—Buenos días,
señorita Malloy —la saludó William, mientras se acercaba.
—Y para usted, señor Woodsom.
—Temía que se hubiera
mudado al interior del país, ya que no la he visto en bastantes días.
Ella levantó una ceja
ante su tono bromista.
—¿El interior?
—Sí, señorita Malloy.
Se trata de una forma más educada de decir a los bosques. ¿No está de acuerdo?
Con toda seriedad —añadió—: ¿Dónde se ha estado escondiendo?
—¡Escondiéndome, en
efecto! —se burló—. Le aseguro que no me he escondido, sino que me he dedicado
a mis asuntos diarios. Que nos encontremos más de una vez en una ciudad tan
grande, es realmente una coincidencia.
Él sonrió.
—Hay una fiesta
dentro de dos noches en casa de los Lowell. ¿Estará allí?
Ella estaba segura de
que su abrupta pregunta era para pillarla desprevenida.
—No podría decirlo. —Fingió
desinterés—. ¿Por qué?
Él soltó una
carcajada y ella sintió que sus mejillas se calentaban por lo ingenuo de su
interés.
—Porque lo que más
deseo es bailar con usted.
Al sonrojarse más, se
dio cuenta de que también le gustaría bailar con él. ¿Pero qué había de las
palabras de advertencia de Maeve?
—¿De verdad? —preguntó
con cautela.
—Así es. Incluso
podríamos ir en el mismo grupo.
Ella sacudió la
cabeza. No podía invitarlo a su círculo de amigos, cuando sabía que iría con
los gemelos, Claire y Robert. Naturalmente, Claire había invitado a Maeve para
que resultara aceptable invitar también a su primo, Franklin. Y lo último que
Rose quería era juntar a William y a Maeve, creando una situación incómoda.
—Imposible —declaró
con firmeza—. Pero puede que nos veamos allí —añadió, sin darle muchas
garantías, a pesar de querer hacerlo.
La asaltó una punzada
de culpa que desechó con rapidez. Finn llevaba mucho tiempo muerto, no deshonraba
su recuerdo, al sentir un poco de felicidad, ante la idea de bailar con otro
hombre.
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