1887, Wataga, Illinois
El vagabundo sabía que
el tren tomaría la curva con lentitud. Era el mejor lugar en aquel tramo de la
vía para subir a bordo. A menudo, encontraba un vagón de carga para él solo,
como le gustaba. No es que no pudiera pagar un billete, pero prefería viajar
sin compañía. No le agradaba la charla de la gente. Estaba acostumbrado a la
soledad, iba de un lugar a otro, sin conocer a nadie ni tener que preocuparse
por alguien más.
Podía dormir estirado, con la cabeza en su bolsa, pensar
y planear. Por lo general, decidía a dónde ir y qué hacer; sin embargo, esta
vez, tenía que llegar a tiempo a un sitio que le disgustaba y le inquietaban los
plazos que imponían otras personas.
Sabía qué vagones estaban vacíos por la forma en
que se balanceaban en las vías. También, a veces, una cuerda o cadena gruesa se
enhebraba a través de las dos manijas, si llevaba algo particularmente valioso.
Esos eran casi imposibles de abordar y no tenía sentido intentarlo.
Vigilaba con atención, sus ojos verdes fijos para
elegir uno que no tuviera carga. Abandonó su escondite en el punto ciego de la
curva, cuando estuvo seguro de que no lo veían ni el conductor ni el revisor.
Tiró la colilla del cigarrillo, salió corriendo, aceleró
junto al tren y saltó, agarrándose a la gruesa manija de metal con una mano y
abriendo de golpe la pesada puerta con la otra. Estaba dentro.
No estaba totalmente oscuro, como otras veces. Había
en el extremo más alejado un agujero de unos sesenta centímetros, como si
hubiera transportado animales que necesitaran aire. De todos modos, se alegró
de tener luz solar y decidió que echaría una pequeña siesta en aquel cuadrado
que formaba la luz en el suelo.
Antes de soltar su bolso e instalarse, escuchó un
ruido que hizo que sacara su pistola. En ese momento, se dio cuenta de que no
estaba solo. Entornó los ojos y observó alrededor. No había mucho que ver,
excepto un montón de heno viejo y unos trapos en un rincón. También unos quejidos.
Preparó su gastado bolso de cuero cerca de la
puerta por si tenía que salir huyendo y se acercó con cautela hacia lo que pudo
distinguir como una forma delgada que yacía en las sombras, con pantalones
sueltos, un abrigo largo, una cara pálida y un sombrero que estaba caído hacia
un lado.
—Eh. —Tocó en el costado del pequeño hombre con la
punta de la bota.
Los ojos del desconocido se abrieron mucho y,
sorprendentemente, su rostro en forma de corazón se convirtió en una sonrisa.
—Thaddeus —lo llamó la voz de una mujer. No la de
cualquier mujer. Era la voz que atormentaba sus sueños y estimulaba sus viajes
sin parar—. Pensé que estabas aquí, pero luego te perdí de nuevo.
El corazón iba a salírsele del pecho de tanto
latir. Metió su arma en la funda y cayó de rodillas ante ella. ¡Aquello no
podía estar pasando!
—¿Ellie? —No sabía qué demonios estaba haciendo
allí. Ni por qué hablaba tan raro. Llevaba sin verla más de tres años. ¿Por qué
había pensado…?
—Thaddeus —repitió—. Pensé que estaba soñando.
Estábamos bailando, ¿no? —dijo algo más, que él no pudo oír.
Se inclinó y ella le echó los brazos al cuello
para acercarlo. Separó los labios, como si quisiera que la besara.
Aturdido, se quedó quieto. ¿Era él el que soñaba? Besó
a Eliza Prentice en una ocasión y llevaba queriendo hacerlo otra vez, desde que
tenía dieciocho años. Tal vez se había golpeado la cabeza o algo así. Ella
estaba esperando, mirándolo con fijeza. Se acercó más y puso su mejilla contra
la de ella.
Tenía la piel caliente, demasiado caliente,
ardiendo de fiebre. ¡Cristo!
Retrocedió y ella gimió, mientras intentaba
atraerlo.
—Eres un sueño, ¿verdad? Tengo tanto frío. Voy a
morir sola, en un sucio vagón de carga. —Dejó caer los brazos y se apartó de
él.
Parecía tener el corazón acelerado y comprendió
que estaba muy asustada. No le preocupó mucho, ya que había viajado por todo el
país y se había encontrado con mucha gente enferma y asustada. Sin embargo,
nada había enfriado su sangre tanto, como ver a Ellie, allí tumbada y medio
muerta. Y él sin idea de qué hacer. No podía saltar del tren con ella en aquellas
condiciones. En media hora se detendría para llenar los tanques de agua.
—Ellie, escúchame. No vas a morir en este maldito
tren. —No hubo respuesta y le tocó el hombro—. ¿Querida? —Al escuchar un
quejido, agregó—: Estarás bien.
Acarició su mejilla y comprobó que seguía
ardiendo. Imaginaba que tendría mucha fiebre, aunque no estaba seguro. Si se
hubiera casado con Riley, el médico con el que estaba comprometida, él sabría
qué hacer.
Tuvo la impresión de que pasaba una eternidad
hasta que el tren se detenía. Por suerte siempre llevaba una cantimplora y se
la acercó a los labios para que bebiera, aunque lo que realmente necesitara
fuera un baño de agua fría. Al menos, eso creía. Lo primero era sacarla de
aquel maldito vagón de carga.
El tren se detuvo unos kilómetros después de
Wataga, en Illinois, No había ninguna estación, solo una torre de agua para
reponer sus tanques. Escuchó la grúa que se elevaba mientras llenaba los
tanques y Thaddeus supo que no tardaría mucho.
Abrió de golpe la puerta y tiró su bolsa al suelo.
Contenía casi todo lo que necesitaba para sobrevivir, todo lo que le importaba
en el mundo, excepto su única hermana, Charlotte, que estaba felizmente casada
con hijos y vivía en Boston. Cuando encontró la bolsa de Ellie a su lado, la
envió junto a la suya. Finalmente, la recogió, se sentó en el borde del vagón y
saltó a pocos metros del suelo.
Escuchó un hombre gritar, quizás un conductor
enojado, pero lo ignoró. Sujetó a Ellie contra el costado, tomó ambas bolsas, las
aseguró sobre su hombro y volvió a tomarla en brazos. Entonces empezó a
caminar.
El pueblo era pequeño, demasiado pequeño para una
estación o un hotel de lujo, más pequeño incluso que su ciudad natal y la de
Ellie, Spring City, en Colorado. Sin embargo, después de hacer algunas
preguntas, encontró una casa de huéspedes dirigida por una pareja mayor. Una
pareja aburrida. Una pareja que hacía preguntas.
—¿Están casados? —Fue la primera pregunta del
anciano, al ver que llevaba una mujer inconsciente en brazos—. Somos temerosos
de Dios, hijo. No nos aferramos a ninguna moral suelta.
Thaddeus echó un vistazo a Ellie, con sus mejillas
rojas y el sudor en su frente.
—Sí, señor, así es. Mi esposa se ha puesto enferma
y hemos tenido que bajar del tren.
No había necesidad de decirles que no estaban en
el coche de pasajeros.
—¿Tiene dinero? —inquirió la anciana.
—Sí, señora, suficiente para una habitación y una
comida. Pero mi esposa necesita hielo y tal vez un médico, si es que hay uno.
—No hay ningún médico en el pueblo. Tenemos un
barbero —explicó su marido con un gesto de desagrado, dando a entender que no
lo recomendaba—. Les daré una habitación. Síganme. —Agarró las bolsas y les
indicó el camino.
Thaddeus llevó a Ellie por las escaleras a un
dormitorio del primer piso y la acostó en la cama, lo suficientemente grande
para dos.
—¿Sabe lo que le pasa? —preguntó la anciana, que
los había seguido. Llevaba el sucio abrigo de la muchacha, que había visto
mejores días. Él se lo quitó de las manos y lo lanzó sobre la única silla que
había en la habitación.
—No, señora, excepto que está ardiendo de fiebre.
—Si yo fuera usted, la desnudaría. Henry le traerá
hielo con agua fría y buscaré algunos paños limpios, para que los ponga en
remojo y vaya refrescando su piel.
Thaddeus le dio las gracias con un gesto.
Desconocía aquellos cuidados que estaban muy lejos de lo que él dominaba, como jugar
a las cartas o al billar, ya fuera en línea recta o en bola quince.
La mujer siguió dándole instrucciones sobre la
curación.
—Haré un poco de té de pasas, como hacía mi madre.
Seguro que le bajará la fiebre.
—Gracias de nuevo, señora —repuso Thaddeus, antes
de quedarse a solas. Miró a su «esposa» y sacudió la cabeza. La maldita Eliza
Prentice estaba en una habitación con él. Lo había recibido con los brazos
abiertos en el vagón de carga, llamándolo por su nombre. ¿Qué demonios le había
pasado a su vida?
Pensó que debía hacer lo que le había aconsejado
la anciana. Se quitó el abrigo negro, la cartuchera y comenzó a quitarle a
Ellie capas de ropa, contento de que la pareja no se hubiera extrañado por su
vestimenta. No todos los días se veía a una señora con pantalones,
especialmente cuando su marido llevaba un buen traje, con chaleco bordado, dando
la impresión de ser un hombre de negocios que acababa de bajar del tren en
Chicago.
Le quitó las botas que eran demasiado grandes. El
sombrero se había quedado en el suelo del vagón. Siguió con el pañuelo que
llevaba anudado en la cabeza y disfrutó de la larga melena rubia. Llevaba una
trenza sujeta con un cordón grueso y le alegró comprobar que no se lo había
cortado para mejorar su disfraz. Luego, comenzó a desabrochar su camisa.
Tragó con fuerza y siguió adelante, mientras ella
gemía y murmuraba por la fiebre. Deslizó los anchos pantalones por sus delgadas
piernas y vio que llevaba debajo unas medias hasta las rodillas. Las dejó
intactas, por el momento, junto con la camiseta corta de tirantes de color
blanco que había debajo de la camisa. Sin corsé, nada más, excepto sus calzones.
Tampoco los tocó.
Al escuchar un fuerte golpe en la puerta, saltó
por la impresión e invitó a pasar a quien fuera.
Era el viejo. Echó un vistazo rápido y luego miró para
otro lado, evitando la cama.
—Aquí tiene un poco de hielo, hijo. Y agua fría. —Dejó
un gran cubo de hojalata—. Hay más si lo necesita.
Y se alejó angustiado, para no mirar a la mujer parcialmente
desnuda.
Thaddeus se dispuso a frotar hielo por su frente, en
los pies, en las muñecas y en sus temblorosos hombros. Su propio cuerpo parecía
calentarse mientras acariciaba su piel, aunque intentaba no pensar en ello. Le
dio la vuelta, levantó la camiseta y deslizó el último trozo de hielo por la
columna vertebral.
Hipnotizado por la delicada forma de la espalda, y
las caderas de Ellie, no se dio cuenta de que habían llamado a la puerta, hasta
que la anciana entró y se puso a su lado. Él apartó la mirada para ver lo que llevaba
en las manos.
—No tiene mucha experiencia en esto, joven.
Siéntela y trataremos de darle este té.
Él la giró y ella abrió los ojos.
—Thaddeus. —Fue todo lo que dijo. Luego frunció el
ceño a la anciana que sostenía la taza de té.
—Intente darle un poco —aconsejó la mujer—. Use la
cuchara y vaya dándole a su esposa.
—Mi esposa —repitió, mirando los ojos azules de
Ellie. Unos ojos que lo habían perseguido durante años. Ahora, estaban
desenfocados y demasiado vidriosos—. Por supuesto.
Tomó la cuchara y la taza y procedió a introducir un
poco de té entre sus preciosos labios. Luego un poco más. Ella hizo una mueca y
cerró la boca con firmeza, sin querer tomar más.
—La mitad de la taza —comentó la mujer—. No está
mal. Tengo que ir a preparar la cena. Intente darle el resto. —Estaba en la
puerta cuando se dio la vuelta—. ¿Tiene hambre?
Se dio cuenta de que estaba hambriento.
—Sí, señora.
—Le llamaré cuando esté listo el almuerzo —indicó
antes de desaparecer.
Él suspiró. No había planeado que su día fuera
así. Tenía que haber llegado a Chicago con un botín robado, donde lo esperaba
un comprador que le arreglaría los años venideros. Después de eso, tenía la
intención de disfrutar de una buena partida de póquer en el sur, en Nueva
Orleans, antes de buscar otro destino en el territorio de Montana.
Sin embargo, Eliza Prentice había vuelto a meter
la pata. En realidad, era la responsable de que toda su maldita vida fuera como
era. Primero fue su sonrisa, cuando eran unos críos, y luego su sorprendente
compromiso con su amigo, Riley.
Él la vio emocionada, con un anillo brillante en
el dedo, y se marchó de Spring City. Apenas si había visto a su hermana antes
de que se mudara a Boston, sus visitas fueron breves y estudiadas para no tener
que encontrarse con Ellie.
¿Estaba celoso? ¡Diablos, no!
Luego se enteró de que ella había cambiado de
opinión y dejó libre a Riley, justo antes de que el hombre se convirtiera en un
médico con licencia.
Él nunca había dejado de preguntarse qué había
sido de ella, por qué dejó el pueblo sin decirle a nadie su destino. Por lo que
sabía, nunca regresó y de eso ya hacía unos once meses, aunque no llevaba
exactamente la cuenta.
Ellie gimió y tocó su frente que seguía muy
caliente. Se levantó de la cama con rapidez y bajó corriendo las escaleras, encontrándose
con el viejo en una silla, leyendo un periódico.
—Creo que me vendría bien un poco más de hielo, señor,
si no le importa.
—Puede tomarlo usted mismo. Está en la parte de
atrás.
Thaddeus agarró el cubo y salió. Solo fue un par
de minutos, pero cuando regresó a la habitación, palideció.
—¡Diablos! —exclamó al ver que Ellie había tratado
de levantarse.
Era evidente que estaba delirando. Se había bajado
de la cama y permanecía tumbada en el suelo, de lado, con la mejilla apoyada en
el suelo. La postura extraña en la que había quedado, dejaba al descubierto sus
piernas, así como la parte inferior de su seno derecho, donde se abría el
escote.
Dejó el cubo y la levantó en brazos. Notó las
suaves curvas de su cuerpo, y también el calor de la fiebre, mientras la dejaba
de nuevo en la cama.
Ella le rodeó el cuello con los brazos,
sosteniéndolo cerca. Sus ojos estaban cerrados, pero su respiración jadeante indicaba
que no estaba en un sueño tranquilo. Presionó su cuerpo semidesnudo contra el
suyo y Thaddeus sintió correr el calor hasta la ingle.
Se regañó mentalmente a sí mismo. Ella estaba
indefensa y él no se aprovechaba de las mujeres. Nunca.
Y mucho menos de la que le había pisoteado el
corazón.
Retiró sus manos con cuidado de detrás del cuello
y ella gimió de nuevo. Era hora de poner más hielo.
Agarró un trozo y comenzó por sus hombros. Ella
siseó cuando lo deslizó por su piel y él se estremeció al oírlo. Siguió recorriendo
su cuerpo caliente y tembloroso. Sobre su frente, sus mejillas, su garganta,
bajando por su pecho hasta el... dulce
Jesús, el valle entre sus senos.
Tragó y pasó una mano fría sobre su propia frente.
Bajó por sus partes medias, miró sus piernas y,
por una fracción de segundo, pidió a Dios que hubiera elegido un vagón
diferente. Al instante, se dijo que era una mentira descarada. Miró su preciosa
cara, enmarcada por su pelo rubio, cubierto de sudor y agua helada, y supo que
no se arrepentía de haberla ayudado. No podía imaginar el horror que habría
sentido si se hubiera despertado sola en aquel tren, desorientada por la
fiebre. O peor aún, que no hubiera despertado.
Él era todo lo que ella tenía y haría todo lo
posible.
Tenía que quitarle las medias, pero dudó un
momento y su corazón se aceleró. Quitarle las medias a una dama era usualmente
una experiencia erótica, seguida de un agradable y sensual coqueteo. Sin
embargo, tocar a Ellie mientras estaba inconsciente, y quitarle prendas íntimas
sin su consentimiento, hacía que se le humedecieran las manos y se le secara la
boca.
Tomó un respiro. Evitarlas no iba a hacerlas
desaparecer. Tuvo la sensación de que rompía todos los límites de la decencia, pero
las deslizó por encima de sus rodillas y las ajustadas pantorrillas, antes de sacarlas
por los pies y arrojárselas a la espalda.
La miró con gesto nervioso, pero ella no se había
movido, de modo que continuó aplicando hielo. Fue subiendo desde el tobillo,
muy despacio por su piel suave, hasta que se atrevió a subir hasta el muslo.
Luego pasó a la otra, en sentido inverso, descendiendo. Cuando llegó al otro
tobillo, dejó escapar un suspiro entrecortado y, solo entonces, se dio cuenta
de que se había olvidado de respirar.
La giró y paseó sus ojos por la parte posterior de
sus pantorrillas y más arriba antes de usar otro trozo de hielo.
—¡Mierda! —juró al ver la herida roja en la pierna
izquierda.
Era de unos tres centímetros de largo y estaba
debajo de la rodilla. Parecía de una semana, aunque no tenía costra, pero
supuraba y estaba inflamada. También tenía otros rasguños, pero ninguno tan
grave.
«Mierda», se dijo, levantándose. Pensó en el
doctor Cuthins, que había sido el médico de Spring City durante toda su vida.
Incluso, podía servirle Riley, aunque ahora ejercía en San Francisco. Ellie
necesitaba un médico, no a él, un hombre sin ninguna habilidad excepto para
ganar a las cartas y disparar sin fallar.
Como no quería dejarla sola otra vez, abrió la
puerta y llamó a la anciana hasta que regresó.
—Ellie... mi esposa... tiene una herida en la
pierna. Creo que esa es la causa de la fiebre.
Se la enseñó a la anciana que comenzó a preguntar
con curiosidad.
—¿Cómo se la ha hecho?
Él maldijo entre dientes. Si estuvieran casados,
lo sabría. ¿No?
—Se raspó las piernas al bajar de un vagón, en…
—Intentó recordar qué pueblos habían visitado en el trayecto del ferrocarril—.
… en Hannibal. Debió ser con algún tablón.
—Tengo un poco de tintura de hamamelis que podemos ponerle. Podría servir. Ayudó a Henry cuando
se cortó el pulgar y tuvo una inflamación horrible.
—Se lo agradezco. —Se sintió más aliviado.
La mujer desapareció durante unos minutos y volvió
con una botella de vidrio marrón.
—No sea tímido y vierta un poco en su pierna.
Después, ponga más en un paño y colóquelo encima o mejor, átelo.
Thaddeus miró la botella y el trapo en sus manos y
luego a Ellie. Con cautela, echó unas gotas de hamamelis sobre la herida, observó cómo penetraba el líquido en el
corte y el exceso se derramó por su piel. Tragó, sintiendo el sudor estallar
entre sus hombros, bajo el escrutinio de la anciana. Tal vez deseaba que le
permitiera hacerlo ella. ¿Debería pedírselo? ¿O era el trabajo natural de un
marido?
Él la miró y ella sonrió para alentarle a seguir.
Empapó un trozo de tela limpia, lo envolvió
alrededor de la pierna y ató los extremos para que no se moviera.
—Lo ha hecho muy bien. Déjela dormir y venga a
cenar con nosotros.
Él valoró el estado actual de Ellie, con los ojos
cerrados, tumbada sobre su estómago y muerta para el mundo. Parecía dormir profundamente,
pero la idea de volver y verla en el suelo le impidió salir de la habitación.
Miró alrededor y vio la silla, una monstruosidad
pesada y tapizada, con sus abrigos todavía sobre ella. La arrastró hacia la cama
y apoyó el respaldo contra el colchón para protegerla de otra caída.
Satisfecho de haber hecho todo lo posible, bajó a
comer.
Thaddeus regresó de
una comida abundante de hígado de cordero y verduras cocidas. Suspiró aliviado
al ver que Ellie seguía dormida, aunque se había dado la vuelta.
Al tener expuestas las piernas hasta los muslos
bien formados, y solo estar cubierta por la ropa interior, se apresuró a
cubrirla con la manta. Su cuerpo reaccionó de nuevo al observarla y se estaba
poniendo nervioso.
¡Dios mío! Se comportaba como si nunca hubiera estado
con una mujer.
Se quitó las botas, el chaleco y la camisa y se
quedó junto a la ventana, mirando hacia el crepúsculo. ¿Dónde se había ido el
día? Un minuto se había deslizado al siguiente y luego a horas, mientras se
quedaba en la pequeña habitación cuidando a Ellie.
Aquel era uno de los días más extraños de su vida.
Todos los recuerdos del pasado con ella llenaban su mente. Viéndola en un
pupitre de la escuela, ignorando a todo el mundo, mientras pasaban las páginas
de un libro; cantando sus canciones matinales; recitando poesías sin mirar el
cuaderno. No le importó ir a la escuela, aunque solo fuera para poder
admirarla.
Miró a la cama y su respiración se aceleró. Nunca
la había visto callada y tranquila hasta hoy. Ella siempre se mostraba en casa
vibrante, enfadada por cualquier cosa, pero cuando la pillaba a solas, solía
arrancarle alguna sonrisa.
En ese momento, parecía más pequeña, más pálida y vulnerable.
Simplemente, no era ella. Su esencia siempre brillaba como el sol y sus ojos
azules sabían mirar en su interior. O eso pensaba él, hasta el día en que
aceptó ser la señora de Riley Dalcourt.
Se le encogió el estómago al verla correr por la
calle polvorienta hacia él para darle la noticia, haciendo añicos su sueño de
estar juntos.
Cómo odiaba recordar ese sentimiento, como si
fuera el fin del mundo y no pudiera hacer nada para cambiarlo. Apenas consiguió
respirar y algo parecido a una ola de odio se desató en su interior. Deseó
arremeter contra ella por no amarlo y contra Riley por ser el mejor hombre que
se había ganado su amor. En cambio, hizo lo único que podía hacer: abandonar
Spring City lo más rápido posible.
No sabía por qué, al estar en la misma habitación
que ella, su felicidad florecía como si recibiera la lluvia primaveral. Respiró
hondo y alivió el nudo de su estómago. Podría pasarse toda la noche, mirándola.
«Tal vez lo haga», se burló de sí mismo. ¡Qué tonto era!
Sacudió la cabeza, se giró hacia la ventana e
intentó poner en orden sus emociones. ¡Maldición! No iba a dejar que Ellie se
metiera bajo su piel nunca más. Durante años, había conseguido no pensar en
ella, al menos, no mucho. Le había sonreído el éxito financiero, aunque había
sido fugaz, y había tenido mujeres dulces para compartir su cama. No quería
volver a sentir ese dolor, ese odio, ese autodesprecio. Y ella podía traérselo
en un instante, tan fácilmente como un parpadeo.
Apoyó la cabeza contra el cristal y se fijó en las
estrellas. Finalmente, bostezó y reconoció que estaba cansado hasta los huesos.
Miró hacia la cama y pensó si podría acostarse en
ella sin tocarla. Sus hombros estarían juntos, probablemente sus caderas y los muslos
también. Lo mejor sería dormir en el suelo, pero entonces no se enteraría si
Ellie lo necesitaba.
Finalmente, decidió meterse en el estrecho espacio
que había entre la pared y ella. Se quedó mirando el techo y escuchó su
respiración. Su pelo tenía una débil fragancia floral, a pesar de haber sudado
y permanecido en un sucio vagón de carga. Todavía era una princesa dorada, como
siempre la consideraba.
Sí, necesitaba mantener las distancias, pero iba a
hacer lo que fuera necesario para ayudarla a recuperarse.
Cerró los ojos y deseó poder cerrar también sus
pensamientos con la misma facilidad. Tenía el cuerpo pesado por el agotamiento.
No podía culparla por haber elegido a Riley, aunque su decisión no solo le
había picado, lo había aplastado. Creía que se entendían bien. Cada vez que
ella le disparaba una de sus deslumbrantes sonrisas, pensaba que había un
acercamiento. ¡Diablos! También, cada vez que lo saludaba desde su porche
cuando pasaba o cuando lo miraba o hablaba con él.
Pero no tenía perspectivas. Sus padres habían
muerto hacía tiempo, su hermana había sido casi una reclusa, a pesar de ser una
escritora de éxito, y él... él era un alumno de paso en la escuela. Sin
embargo, cuando terminó su aprendizaje, era un poco escurridizo. ¡Más que un
poco!
Spring City era una ciudad pequeña, un pueblo tranquilo
y un joven tenía que hacer lo que pudiera para animarlo, a pesar de que siempre
se escapaban sus oportunidades. Riley había sido el inteligente, siempre supo
que quería ser médico, mientras que él imaginaba que trabajaría en la tienda de
piensos de su amigo Dan o en el único establo de la ciudad.
Al final, no pudo quedarse y ver a la chica que...
que le gustaba más que todas las demás, casándose con su amigo.
Empezó a recorrer el mundo y descubrió que se le
daban bien los juegos de naipes y los salones de juego. Descubrió que era bueno
para mantener los números en la cabeza y contar cartas, lo que le daba ventaja con
otros jugadores. Incluso tuvo buena suerte con los dados y el veintiuno, en el
blackjack, aunque no eran sus juegos preferidos. No, eligió el póquer sobre los
demás y cuando ganaba, vivía bien. Cuando no lo ganaba, mal vivía.
Un día, un tipo lo estafó y trató de culparlo de
un asesinato. Con coincidencia, mucha suerte y la ayuda de Reed Malloy, el entonces
prometido de su hermana, Charlotte, consiguió solucionar ese montón de
problemas.
Eso había sido un par de años antes, pero ya no
necesitaba ayuda de nadie.
Excepto en ese momento que deseaba, fervientemente,
saber qué hacer por Ellie. Puede que ella lo dejara, demostrando lo inútil que
era delante de todo Spring City, pero todavía le importaba si ella vivía o
moría. Y ahora estaba sola, su padre había muerto y solo lo tenía a él.
Ella extendió una mano y dio una suave palmada en
su pecho, antes de descansar en su brazo. Él se inclinó para moverla, procurando
no despertarla, pero ella se giró de lado, quedando cara a cara y apoyó una
pierna sobre la suya.
«¡Jesús!», pensó al ver que estaba prácticamente
encima de él. Se acurrucó más cerca y apoyó la cabeza en su pecho desnudo, respirando
profundamente, dando la sensación de que estaba cómoda, por primera vez, desde
que la encontró.
Él suspiró. Iba a ser una larga noche. Lo
siguiente que supo, sin embargo, fue que el sueño relajó su cuerpo tenso y
reclamó sus problemáticos pensamientos.
Dos días después,
tras muchos bloques de hielo, tazas de té de pasas y toda la botella de hamamelis, la fiebre de Ellie se fue para
siempre.
Thaddeus estaba sentado en la silla del rincón de
su dormitorio, poniéndose los calcetines, cuando ella se agitó como otras veces.
Giró la cabeza, abrió los ojos y lo miró con fijeza. Esta vez, su mirada era
clara y centrada.
—Thaddeus —lo llamó, como en el vagón. Su voz sonó
ronca—. ¿Eres realmente tú?
—¡Ellie! —Fue con rapidez hacia la cama y se
inclinó para tocar su frente con el dorso de la mano. Gracias al cielo, estaba
bien.
Se sentó a su lado y tomó su mano, mientras la
recorría con la mirada. Entonces, se dio cuenta de que no llevaba camisa. Se
había acostumbrado tanto a su insensible presencia en la habitación, que se vestía
y desvestía como si ella no estuviera.
—¿Cómo puedes estar aquí? —Sonó confusa y
vulnerable. Entrecerró los ojos y miró sus manos juntas. Volver a oír su voz le
provocaba emociones olvidadas. Antes de que él pudiera responder, tragó saliva
e hizo un gesto de dolor—. Necesito agua.
—Te traeré agua. —Se puso en pie con rapidez. Echó
una mirada y agregó, de forma innecesaria—. Quédate ahí.
Ella puso los ojos en blanco y sonrió. Luego los
cerró.
Se apresuró a ponerse una camisa antes de salir de
la habitación y bajó las escaleras, encontrando a la señora Grindel, su anfitriona,
fregando ollas en la cocina.
—Ella... mi esposa está despierta y sedienta.
—No es de extrañar, después de lo que ha sudado. —Fue
hacia la bomba de agua y llenó un cubo. De vuelta a la cocina, le entregó un
vaso—. Dígale que lo beba despacio.
Thaddeus asintió con la cabeza y se apresuró a
volver a su habitación. Los ojos de Ellie seguían cerrados, pero se abrieron
cuando se sentó a su lado en el borde de la cama.
—¿Es agua?
—Así es. —La ayudó a sentarse y le quitó de la
cara los mechones de pelo rubio que se le habían escapado de la trenza. Luego
sostuvo el vaso en sus labios.
Nada más tomar un trago, él lo retiró de su boca y
ella lo miró, molesta.
—No bebas demasiado —le aconsejó.
—¿Por qué? —Miró el vaso con tristeza.
Él se encogió de hombros. Riley tendría alguna
razón científica para ello.
—No lo sé. Lo ha dicho la señora Grindel.
Los ojos de Ellie se entrecerraron de nuevo.
—¿Quién es la señora Grindel?
—Estamos en la casa de huéspedes de ella y su
marido.
Asintió con la cabeza, alcanzando el vaso y logrando
sostenerlo por sí misma, aunque su mano temblaba un poco. Tomó otro sorbo.
—¿Cómo llegué aquí? ¿Contigo?
Thaddeus se pasó una mano por el pelo.
—No te lo vas a creer —le dijo—. Me subí a un
vagón en un tren con destino a Chicago y tú ibas dentro.
Ella abrió los ojos y se llevó la mano libre a la
cabeza, antes de echar un vistazo a las sábanas. Arrugó la frente y trató de
recordar lo que había sucedido.
—Yo también iba a Chicago, pero me encontré mal.
Decidí descansar un poco y debí quedarme dormida. —Ladeó la cabeza y lo miró—. Soñé
contigo, y ahora, aquí estás.
—No fue un sueño. —Pero parecía uno. De otra forma
no podrían estar juntos en la misma habitación.
—Supongo que no —aceptó, sorbiendo lo que quedaba
de agua—. Aunque es extraño. En realidad, es increíble. ¿No sabías que te
metías en mi vagón?
—¿Tu vagón? —Levantó las cejas y se preguntó, por
qué Eliza Prentice, la chica más rica de Spring City, en Colorado, no iba en el
vagón de pasajeros. Incluso podía haber viajado en un coche cama con su propio
compartimento.
Ella se encogió de hombros, mirando las sábanas.
—Solo quería mantener mi presencia en secreto en
el tren.
—¿Por qué?
Giró la cabeza.
—Haces muchas preguntas, Thaddeus Sanborn —dijo en
el tono imperioso que él recordaba tan bien.
La mayoría de la gente del pueblo la consideraba una
mujer presumida, aunque Thaddeus siempre la encontró fascinante. A veces,
incluso le resultaba excitante, especialmente cuando ponía las manos en sus
estupendas caderas y le daba a alguien un buen latigazo con su lengua.
Entonces, se imaginaba abrazándola y saboreando en
sus labios la pasión que destilaba. Pero eso era antes de que se fuera.
—Es mi turno —continuó al ver que se había quedado
callado—. ¿Qué hacías en ese tren y por qué pretendías viajar gratis?
Sonrió, al comprender que ella había cambiado el
enfoque de la pregunta que le había hecho antes.
—La libertad siempre es lo mejor. Iba hacia la
próxima partida de póquer. —No hay necesidad de decirle lo que quería empeñar
en Chicago.
—Ya veo. —Le entregó el vaso como si fuera un
sirviente, sin dar las gracias.
Se movió en la cama para estar más cómoda y al
girar la pierna izquierda, se quedó sin aliento.
—¿Te duele?
Ella le echó un vistazo rápido y fingió no
comprender.
—¿El qué me duele?
—Tu pierna. No pude evitar ver que estás herida.
Se irguió, levantó las mantas y se asomó por
debajo para ver que solo llevaba los calzones. Sus mejillas enrojecieron.
—No pudiste evitar verla, porque me quitaste la
ropa y las medias, y me pusiste boca abajo.
—Tenías fiebre —protestó.
—¡Qué diablos! —Ella levantó la voz—. Supongo que
eso te dio derecho a desnudarme y examinar mi cuerpo.
Un golpe en la puerta anunció la entrada de la Señora
Grindel, que irrumpió antes de que ninguno diera permiso.
—Me alegro de verla despierta, niña. ¿A qué viene
todo este griterío?
Thaddeus miró a ambas, sin saber cómo responder
con delicadeza y mantener la paz al mismo tiempo.
—Está un poco confundida, eso es todo.
—No estoy confundida.
—Bueno, no grite así, niña. Y menos a su marido
que la ha cuidado tan bien. Es una joven muy afortunada.
Thaddeus se encogió cuando ella dibujó una «O» de
asombro en sus preciosos labios rosas.
—¿Mi marido? —balbuceó, al tiempo que lo
acuchillaba con sus ojos color azul de glaciar.
Aquello rápidamente podía acabar muy mal, si los
Grindel se enteraban de que no estaban casados.
—Estás confundida, Ellie —insistió, dándole un
apretón en la pierna a modo de advertencia.
Antes de que pudiera decir algo más y arruinar su
reputación, obligando a que sus devotos anfitriones los echaran a la calle, la señora
Grindel cruzó los brazos y se convirtió en la heroína de Thaddeus.
—Este joven la trajo desde el tren y ha estado
cuidándola día y noche, para bajarle la fiebre. Apenas se ha separado de su
lado, excepto para comer.
En lugar de parecer agradecida, Ellie frunció el
ceño y lo miró.
—¿Por qué?
Él apretó la mandíbula. ¡Jesús! ¿Podría ceder un
poco?
Le dio una palmadita en la mano y le envió una
mirada implorante, rogándole que siguiera adelante con su pretensión.
—¿Qué clase de marido sería si te dejara seguir
viajando con una herida supurante y una fiebre tan fuerte? Te bajé del tren
para cuidarte. Eso es lo que un marido hace por una esposa, querida.
Por un momento, ella dio la impresión de no
comprender nada. Luego suspiró, pareciendo tan infeliz como un caballo en un
barco.
—Por supuesto —murmuró.
—Así está mejor. —Se alegró la señora Grindel—. Ahora,
¿tiene apetito, niña?
Ellie lo miró fijamente, durante otro largo
momento, y después a la señora Grindel.
—En realidad, creo que sí.
—Es mejor empezar con calma —advirtió la anciana—.
De lo contrario, su estómago no lo soportará. Le traeré un poco de caldo y pan.
No dijo nada, mientras la mujer se retiraba de la
habitación. Luego volvió a mirar a Thaddeus, sin ningún rastro de amabilidad.
Más bien, parecía que se estaba sulfurando.
—¿Marido y mujer? —Cruzó los brazos sobre su
pecho, lo que solo sirvió para atraer la mirada de Thaddeus a sus senos.
Entonces él regresó inmediatamente a su gesto
contrariado
—¿De qué otra forma iba a conseguir que nos dieran
una habitación? Son metodistas o protestantes, o algo así. —Se frotó el pelo
castaño y revuelto, sin importarle que así lo despeinaba mucho más.
Solo llevaba despierta unos minutos y ya estaba
más que exasperada.
—¿Por qué? —Bajó la voz y lo miró con grandes ojos
interrogantes.
Él frunció el ceño.
—¿Cómo que, por qué, Ellie?
—No me llames así.
—Siempre lo he hecho.
—Eso era antes.
¿Antes de qué?, se preguntó. ¿Antes de que ella
aplastara sus sueños de estar juntos? Se encogió de hombros.
—No me importa. Siempre serás Ellie para mí
—confesó como si hablara para sí mismo.
Su comentario sonaba como si se conocieran desde
hacía mucho tiempo. Sin embargo, por el mohín de su cara, se libraría de él tan
pronto como se sintiera lo suficientemente bien para viajar. Estaría condenado
si la dejara descartarlo. Otra vez. Él se iría primero.
La vio suspirar con fuerza mientras su mirada se
deslizaba por la habitación, antes de volver a descansar en su cara.
—¿Por qué me ayudaste? Eso es lo que estoy
preguntando.
¿Por qué? No estaba seguro de saberlo. Algunos
sentimientos precipitados del pasado le habían hecho imposible darle la
espalda.
—Te traje aquí y te cuidé porque una vez fuimos
amigos. Por eso.
Ella frunció los labios sin dejar de mirarlo. Luego
sacudió la cabeza. No supo si vio decepción en su rostro o es que esperaba otra
respuesta, aunque no podía imaginar cuál.
—Muy bien entonces —repuso ella al final. Apoyó la
cabeza en la almohada y cerró los ojos—. Estoy cansada y me siento como si me
hubiera pasado por encima un grupo de caballos, lo juro.
Observó su cara pálida y comprobó que tenía
oscuras ojeras. Deseó acariciar su mejilla y cruzó los brazos para detenerse.
Lo peor ya había pasado. Pronto estaría mucho mejor y se marcharía a
dondequiera que se dirigiera. No le importaba a dónde. Sin embargo, se escuchó
a sí mismo haciéndole esa misma pregunta.
—¿Adónde ibas desde Chicago? En tu vagón, quiero
decir.
—No importa dónde iba. —Todavía tenía los ojos
cerrados y se traslucía cierto toque de derrota en su tono—. Lo importante es a
qué lugar puedo ir.
—¿Estás huyendo? — preguntó, aunque parecía
inconcebible que Eliza Prentice pudiera tener algo de lo que huir.
Su labio inferior tembló y se inclinó con interés.
—Sí —admitió en el más mínimo de los susurros.
Su pulso se aceleró e intentó aplacar el impulso
inmediato de ayudarla.
—¿Quieres decirme de qué o de quién?
—No, no particularmente.
—¿Cómo te hiciste las heridas en la parte
posterior de las piernas?
—Escapando —reconoció, después de una breve pausa—.
Con clavos oxidados que sobresalían del alféizar de la ventana por la que salí.
Duelen como el diablo.
Abrió los ojos y miró directamente a los suyos. El
fantasma de un espantoso recuerdo perseguía sus encantadores ojos.
Él agitó la cabeza.
—Es difícil imaginarte, con la casa más bonita de Spring
City, la ropa más fina y, bueno, casi todo lo que se pueda desear con el dinero
que te dejó tu padre, saliendo por una ventana y huyendo.
—Mi padre está muerto —le recordó con voz baja—. Ya
lo sabes y ya no vivo en Spring City.
—Todavía debes tener dinero —insistió.
Levantó un hombro en un encogimiento desganado.
—Algo aceptó antes de dirigir la mirada hacia su bolsa
de tela.
Él dio un bufido de exasperación.
—Mira, necesito marcharme pronto —admitió con
creciente impaciencia—. Tengo un compromiso urgente.
El interés se encendió en sus ojos, seguido por
una chispa de indignación.
—No puedes dejarme con esta gente y abandonarme —protestó—.
Me debes más que eso.
—¿Te debo? —Frunció el ceño. El recuerdo de su
sonrisa descarada cuando anunció su compromiso con Riley le hizo ponerse en pie
con una rabia repentina—. ¿Cómo diablos puedo deberte algo? Acabo de salvar tu
maldita vida sin ninguna razón que yo sepa.
Un encantador color rosa cubría sus mejillas.
—Creo que ambos sabemos qué me lo debes —explicó
en tono apagado, sus ojos echando chispas—. Sin embargo, supongo que mi vida es
un intercambio equitativo al respecto.
Antes de que pudiera preguntarle de qué demonios
hablaba, ¿un intercambio de qué? La Señora Grindel volvió con una bandeja de
comida.
—Para usted, niña. Su hombre tendrá que comer en
la mesa.
—Oh, puede irse. —Eliza lo despidió con un
movimiento indiferente de su mano, sin siquiera mirarlo.
Herido en su orgullo y confundido, Thaddeus siguió
a la desconcertada anciana fuera de la habitación. Apenas pudo probar bocado de
su cena. Ellie hablaba con acertijos mientras, al mismo tiempo, se las
arreglaba para meterse bajo su piel de nuevo. Tampoco comprendía por qué iba de
forma imprudente en los vagones y de qué huía.
Dejó el tenedor a un lado, agradeció al señor y la
señora Grindel la comida, se excusó de la mesa y se dirigió arriba, listo para
exigir algunas respuestas claras, solo para encontrarla profundamente dormida
de nuevo. La miró fijamente, observó sus deliciosos labios y sus largas
pestañas rozando sus pálidas mejillas.
¡Qué ángel... cuando estaba dormida!
Finalmente, se metió en la cama a su lado, con la
esperanza de un sueño tranquilo, aunque descubrió que la noche se convirtió en
un desafiante campo de batalla. Consciente de la suave forma femenina que tenía
contra él, se vio alcanzándola una y otra vez, retrocediendo cuando se daba
cuenta de que era Ellie. Ese hecho no hizo que la deseara menos. Más bien,
aumentó su anhelo diez veces. Pero ella siempre había estado fuera de sus
límites y en ese sentido nada había cambiado.
Durante horas se dormía y volvía a despertarse
para terminar, mirando el techo. Intentó concentrarse en dar gracias a Dios
porque ella ya no tenía fiebre, en lugar de en el calor de su precioso cuerpo.
Tan pronto como los rayos del sol tocaron la pared
por su hombro, se levantó de la cama y trató de ignorar la frustración física
que no podía negar, sin mencionar la creciente irritación por haberse retrasado
cuatro días en su viaje a Chicago.
Metió las piernas en los pantalones y se abrochó
el cinturón, decidido a despedirse de ella y continuar su camino.
Al moverse, debió despertarla, ya que se sentó
despacio y balanceó sus pies en el suelo. Levantó sus delgados brazos por
encima de la cabeza y arqueó la espalda.
Él tragó, sintiendo la boca seca, mientras miraba
su larga trenza balancearse, rozando su trasero mientras se estiraba. Apretó
las manos para cerrarlas, dándose cuenta de que quería deshacer su trenza y
pasar sus manos por su pelo más de lo que necesitaba respirar.
—Creo que debería bañarme —dijo como si hablara para
sí misma. Luego, giró la cabeza y parpadeó. Sus ojos azules clavados en los
suyos—. ¿Puedes arreglarlo por mí, Thaddeus?
La pregunta sacó a flote su desconocida impotencia
y dependencia, demasiado vulnerable para que él le diera la espalda. Sin
embargo. A pesar de que anhelaba alejarse de ella, la mujer que con unas pocas
palabras podía hacerle sentir que era menos que estiércol de vaca, decidió
quedarse un poco más.
Sin decir nada, asintió con la cabeza y salió de
la habitación para buscar a la señora Grindel, ya que no podía ser él quien
ayudara a Ellie a bañarse. Solo la idea le hacía sudar. Solo esperaba que se
comportara y no le hablara a la anciana como si fuera su sirvienta.
Después de asegurarse la ayuda de la mujer,
Thaddeus esperó abajo, sentado en la mesa del comedor tomando café. Muy
nervioso. No podía explicar el motivo de su inquietud, pero permaneció
taciturno mientras el señor Grindel intentaba darle las noticias del día.
Por fin, después de lo que pareció un tiempo excesivo
para que una mujer se lavara y vistiera, oyó pasos en las escaleras.
La anciana llegó primero, con Ellie descendiendo
sin prisa detrás de ella. Se detuvo al pie de la escalera, observando su
entorno por primera vez.
Thaddeus la miró fijamente. Se le retorcieron las
tripas al verla de pie, un poco temblorosa, diminuta, de un metro y medio de
estatura, rubia y perfecta, aunque demasiado delgada para su gusto. Deslizó sus
ojos sobre su vestido de viaje azul oscuro, que acentuaba sus curvas mucho
mejor que los pantalones holgados y la camisa de hombre con la que la había
encontrado. Llevaba el pelo recién lavado y recogido de alguna manera en la parte
posterior de la cabeza.
Se le aceleró el pulso al observar su largo cuello
y su delicada clavícula y apartó la mirada hacia otro lado.
—Bueno, Mira lo que aparece por ahí. —El Señor
Grindel dejó a un lado su taza de café—. Solo estoy bromeando, chica. ¡Pareces
un retrato!
Thaddeus hizo un gesto de dolor al ver que ella
ignoraba, al más puro estilo de Eliza, los elogios del hombre y la confianza
con la que le hablaba. Fijó sus ojos expectantes en él, que se apresuró a
buscar una silla para que se sentara.
—Su esposa se ha recuperado bastante bien —observó
la mujer con amabilidad—. Y no es de extrañar. Es una cosita muy resistente.
Thaddeus imaginaba que Eliza habría tratado a la
hostelera con la misma actitud imperial que usaba con todo el mundo, dura como
la piel de un cerdo.
—Iré a buscarle un té fuerte y huevos —añadió la
anciana.
Ellie asintió levemente, pero no dijo nada, ni una
palabra de agradecimiento, lo que no le sorprendió. Sus modales se consideraban
pobres en todo Spring City. Oh, ella los tenía exquisitos, pero raramente los
usaba con seres inferiores. Ignoró su comportamiento y estudió su cara. A pesar
de los círculos oscuros bajo sus ojos, tenía mejor apariencia que cuando la
encontró.
—Me alegro de que te estés mejor. —Fue a poner una
mano sobre la suya.
Ella le disparó una mirada capaz de congelar el
agua.
¡Señor! Era una mujer difícil. La recordaba como
una muchacha enérgica e intratable, pero también divertida y con una sonrisa
cuando estaba con él. También era cierto que solía divertirse a expensas de
otra persona, aunque escuchar el sonido de su risa merecía la pena. Al menos
para él.
Comieron en completo silencio, solo interrumpido
por las bromas de los Grindel. Cuando terminaron, La escoltó de vuelta arriba,
disfrutando de la vista de su trasero mientras subía las escaleras delante de
él.
«Contrólate, hombre», se dijo a sí mismo. Tenía
que llegar al corredor de Chicago y luego volver a Montana antes de que su
escritura expirara.
Una vez en la habitación, ella prácticamente se
arrojó de nuevo a la cama.
—¿Estás bien? —Se interesó, cerrando la puerta
tras él y apoyándose en la madera.
—Me siento débil como un gatito. —Eliza cerró los ojos.
—Entonces quédate tumbada, pero debemos hablar. —Tenía
el presentimiento de que a ella no le iban a gustar sus palabras, sobre todo,
porque había decidido irse ese mismo día.
Sonrió a escucharla gruñir, sin abandonar su
condición de dama, mientras colocaba una almohada bajo su dorada cabeza. Él buscó
su paquete de cigarrillos en el bolsillo, antes de recordar por enésima vez que
se le habían gastado. Si tabaco, ni papeles de liar, ni siquiera los ya hechos.
Puso esa situación en lo alto de su lista para rectificar lo antes posible.
«Mejor terminar con esto», pensó, cruzando los
brazos sobre el pecho. Sin embargo, no dijo nada y observó su respiración, su
pecho subiendo y bajando constantemente.
¿Qué era esa opresión en su propio pecho y por qué
retrasó el momento de decirle que se iba? Ella parecía tan pacífica, incluso
frágil, y él odiaba pinchar a una serpiente pacífica. Por eso, decidió empezar
con un tema diferente.
—Dime por qué estás huyendo.
No dijo nada al principio y se preguntó si se
había quedado dormida.
—No —respondió, después de una ligera pausa.
—Entonces, no puedo ayudarte.
Apenas se las arregló para enmascarar su alivio.
Si le hubiera dicho algo que pudiera hacer por ella, tendría que sentirse obligado
a hacerlo.
El silencio fue su única respuesta.
La duda le preocupaba. No era propio de Ellie
guardarse sus penas para sí misma. La había oído expresar cada queja, grande o
pequeña, en voz alta a todos los que la escuchaban. Recordaba claramente cuando
le picó una abeja y gritó como si toda la ciudad estuviera ardiendo. O la vez
que Jessie trajo su tarta de limón en lugar de la de manzana en el restaurante
de Fuller. Ellie estaba indignada porque Jessie no recordaba cuánto despreciaba
los limones.
Sacudió la cabeza. ¿Y si era algo serio?
—Bueno, ¿puedo ayudarte? —formuló la pregunta de
otra forma.
—¿Te he pedido ayuda? —inquirió en voz baja, como
un suspiro.
Su curiosidad se expandió, casi a punto de
estallar.
—No, no lo has hecho —admitió—. Pero ahora estás
vestida con ese bonito traje y no con tu grandioso disfraz. Entonces, ¿qué vas
a hacer? —Otro gruñido. La frustración se apoderó de él y levantó la voz—. ¡Jesús,
Ellie! ¿Qué demonios te ha pasado en Sam Hill?
Finalmente, abrió los ojos y le echó una mirada.
—¿Qué quieres decir?
—Pareces tan... tan distante y rígida.
Soltó una carcajada, pero no fue un sonido feliz.
—Creo que olvidas algo.
—¿El qué?
—Todo el mundo en Spring City me considera terrorífica.
—Su voz sonó con resentimiento—. Y están en lo cierto. Soy mezquina y egoísta, ¿no
lo sabes? —Se encogió de hombros, demostrando que distante y rígida no
significaba nada en comparación.
Él sintió una inesperada lástima por ella. Se
alejó de la puerta, sacó la pesada silla de la esquina y se sentó encima de sus
abrigos y ropa, que no se había molestado en guardar. Estiró los pies y los
cruzó a la altura de los tobillos.
—Nunca te he considerado así.
Lo miró fijamente y parpadeó.
—Eso es verdad. ¿Por qué?
—No sabían cómo manejarte, eso es todo. —Sonrió
Ella se sentó de golpe y se apoyó en la cabecera,
con el mentón inclinado y la cabeza ladeada.
—Oh, ¿y cómo es eso, exactamente?
Thaddeus sintió que su sonrisa se desvanecía y
crecía el impulso de cruzar la pequeña habitación, tomarla en sus brazos y
besarla. Siempre la había deseado. ¿Pero cómo manejarla? ¿Con suavidad,
ternura, de forma apasionada, tierna o firme, con todo lo que eso implicaba?
Pero era demasiado tarde para eso.
—Hay que tratar de comprenderte. En casa, eras
malcriada y descarada, tomabas lo que querías y decías cosas que no debías. —Todo
lo que le gustaba de ella. Sin embargo, eso no le había dado amigos en Spring
City, incluyendo su propia hermana, que no la soportaba.
Ellie hizo una mueca.
—Si soy rígida, como dices, es porque desvió la
ira, los celos y los insultos de todos desde hace mucho tiempo.
Todos excepto Riley, a quien le gustaba lo suficiente
como para querer casarse con ella. Thaddeus no quiso pensar en Riley, su prometido
durante casi tres años, hasta que ella lo liberó de su compromiso.
Aparentemente, la ruptura no le preocupó mucho
cuando él se casó dos meses después. Asistió a la boda en San Francisco ya que
Riley se había casado con la hermana del marido de su hermana, Charlotte. Eso
hacía que Riley y él estuvieran casi emparentados, como si fueran cuñados.
Pero Ellie y Riley estuvieron juntos tres años.
Tres años. Era difícil de creer que no hubieran compartido mucha intimidad y
abrazos. Tal vez más. Sacudió la cabeza.
¿No se había dicho a sí mismo que no debía pensar en
Riley?
—¿Es por eso que no quieres ir a casa? ¿Por lo que
la gente piensa de ti? —Ahora que había pasado tiempo ayudándola a vencer la
fiebre, quería que estuviera a salvo en Spring City, igual que en sus
recuerdos—. ¿Qué hay de tu bonita casa?
—Es todo lo que tengo. —Apretó los labios con amargura—.
Sin familia, sin amigos, solo tengo una casa. Bien podría seguir en el camino,
¿no estás de acuerdo?
¿De acuerdo? ¡Claro que no estaba de acuerdo! Le
gustaba pensar en ella, sentada en su porche. El mismo donde la veía todos los
días de su vida hasta que se fue, siempre con la esperanza de poder ver a la
tentadora Eliza Prentice.
—Además —añadió, haciéndole regresar de sus
pensamientos—. No puedo volver a casa. Tengo que desaparecer.
Una especie de pánico se apoderó de él al pensar
que desaparecería para siempre.
—¿De quién demonios estás huyendo? —Decidido a
sacarle una respuesta, se inclinó hacia adelante, con los codos sobre las
rodillas y esperó. Ella cruzó los brazos de forma obstinada y lo miró
fijamente. Él le devolvió la mirada—. Dime, o yo...
Eliza entornó los ojos.
—¿Qué harás?
¡Maldita sea! No tenía ninguna ventaja. No podía
hacer nada, ni presionarla con nada. Lo único que sabía que le importaba,
excepto ella misma, era su padre que ya había muerto. Desde entonces, ella no
tuvo interés en rehacer su reputación en Spring City.
Se preguntó si seguiría sin importarle lo que
pensaran de ella.
—Le diré a mi hermana dónde te encontré y cómo
estabas vestida. Seguro que Charlotte se lo contará por carta a su buena amiga
Sarah Cuthins. Y una vez que Sarah lo sepa... —Dejó las palabras en el aire,
como una paloma gorda.
Ellie palideció. Él sabía que todavía le
interesaba mantener su lugar en la sociedad de Spring City, que era en lo más
alto.
Ella tomó aire y luego suspiró.
—Es una larga historia.
—Escucharé hasta que tenga que irme —indicó, preguntándose
por qué daba la impresión de ser un tema tan espinoso.
Ella abrió los ojos por una fracción de segundo.
—¿Irte?
—Ya estás recuperada, o casi —señaló—. Ambos
tenemos que seguir nuestro camino, a sitios distintos. —Aunque, maldita sea,
sentía que la estaba decepcionando.
Ella asintió, mordiéndose el labio inferior y
chupándolo, mientras él la miraba, cautivado más allá de lo creíble. ¿Cómo
sería chupar su labio?
Distraído, Thaddeus casi no notó el leve temblor
de sus dedos mientras se arrancaba un hilo de su bata. Casi. Pero era bueno en
las cartas, precisamente porque no se le escapaban los detalles, como cuando un
hombre se estremecía o sudaba, se regodeaba o se enrojecía. Podía ver la
diferencia entre alguien que tenía un farol o una mano buena, con solo mirar su
rostro. Sin embargo, no sabía a qué atribuir el temblor de Ellie. Podría ser
debilidad por la fiebre, miedo o tristeza.
—Entonces, ¿por qué molestarme en contarte algo? —Su
voz sonó de nuevo con suavidad.
No sabía la respuesta, pero la curiosidad le tenía
agarrado por la garganta. Supo que terminaría por abrirse a él, en cuanto su cuerpo
se relajó contra la cabecera.
—¿Dime qué está pasando? —insistió de nuevo.
—Bien —suspiró—. No tengo nada más que hacer,
excepto sentarme aquí y...
Unas voces de hombre que provenían del exterior, y
fuertes pisadas en el suelo, la interrumpieron.
Ellie se sentó con los ojos muy abiertos por la
alarma. Solo entonces Thaddeus recordó que había escuchado los cascos de unos
caballos, tal vez con jinetes, buscando puerta por puerta.
La alarma culebreó por su columna vertebral.
Considerando lo que había tomado de un hombre poderoso, era bastante probable
que estuvieran buscando.
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