Prólogo
Costa de Cornualles, Inglaterra. 1812
Nada
estaba saliendo como lo había planeado.
Para empezar, el agreste tiempo de Cornualles
había empeorado desde que había amanecido, sin que pareciera que fuera a mejorar
en las próximas horas. Es más, el viento iba cogiendo fuerza a cada minuto que
pasaba, mientras la lluvia amenazaba con caer a raudales en cualquier instante.
Una desafortunada coincidencia que no traía buenos
presagios a la boda que estaba a punto de celebrarse. Quizás, si no se hubiera
tenido tantas prisas para fijar la ceremonia, se hubiera podido oficiar en un
mes donde el tiempo hubiera sido más clemente.
Tal vez, entonces, el sol hubiera acompañado a la
novia en este día tan señalado, y esta ya se habría dignado a presentarse en la
pequeña capilla familiar. Dicho retraso estaba comenzando a impacientar a más
de uno, que de forma automática miraba sin disimulo hacia las puertas cerradas
de la capilla.
Sin embargo, para lord Clayton Stanford esta
tardanza no resultaba excesiva al tratarse de poco más de veinte minutos, por
lo que en su semblante no había rastro de preocupación o dudas. Conocía de
sobra a su prometida lady Elizabeth Morrison y sabía que ese retraso
estaba justificado. De hecho, hacía años que trataba a lady Elizabeth y
estaba seguro de que su demora se debía a su empeño en estar perfecta para el
día de su boda.
Una impresión que no compartían la mayoría de los
invitados, pues, aunque se trataba de la más selecta representación de la
aristocracia local, así como de un buen puñado de nobles e invitados destacados
de Londres, no dejaban de murmurar con descaro al estar aburridos, inventando
una tras otra toda clase de historias ridículas que justificaran el retraso de
la dama.
Aunque solo un pequeño detalle inquietaba a
Clayton, pues si bien la novia tenía justificación para su retraso, su hermano
Henry no lo tenía. Como único familiar que le quedaba con vida tenía la
obligación de estar a su lado, a pesar de que en el último año su relación
hubiera empeorado.
Clayton aún se preguntaba qué le había sucedido a
su hermano pequeño para que se fuera apartando poco a poco de él, ya que
siempre se habían mantenido muy unidos considerándose no solo hermanos, sino
también los mejores amigos. Si además se tenía en cuenta que en los últimos días
Henry se había mostrado más abatido y huraño de lo normal, todo indicaba que su
ausencia se debía a algún tipo de problema por el que Henry estaba atravesando.
Suspirando, Clayton decidió que nada conseguiría
estropear su boda, al tratarse de un día que llevaba deseando durante demasiado
tiempo.
Decidió que ni la falta de su hermano Henry, ni los
comentarios maliciosos de sus invitados lo perturbarían, a pesar de que el
rugido del viento golpeando la fachada y el sonido del mar bramando a lo lejos,
conseguían inquietar hasta al más regio de los presentes.
Quizás, ambos elementos sabían que algo nefasto
estaba a punto de suceder, y trataban con todas sus fuerzas de avisar de dicho
desastre.
De pronto, las puertas de la capilla se abrieron
de golpe causando un gran estrépito, por lo que todos los presentes se
volvieron de inmediato. Como era de imaginar, todos ellos esperaban encontrar
en el umbral a la esquiva novia, dispuesta a casarse con el soltero más
cotizado de las cercanías y que la esperaba bien erguido frente al altar.
Pero cual fue la sorpresa cuando ante ellos solo
apareció un hombre alto de unos cincuenta años y un poco entrado en carnes.
Solo unos pocos sabían que dicho hombre era el mayordomo de Clayton, que respondía
al nombre de señor Johnson.
Tras una rápida mirada del individuo, este se
irguió al ver a su empleador al fondo, y sin más dilación comenzó a caminar
decidido hacia él. No tardaron en renovarse los susurros que aumentaban a su
paso, pues si ya era extraño que lady Elizabeth se retrasara tanto, más insólito
era que el mayordomo se presentara taciturno y asustado.
—Lord Stanford, tengo que informarle….
—Baje la voz, señor Johnson —lo interrumpió
Clayton ante el estado alterado de su mayordomo y las miradas curiosas que los
observaban—. Ya he escuchado suficientes comentarios por un día y no quiero que
estos aumenten con lo que me tiene que decir.
—Disculpe milord, tiene usted razón. Es solo que
no le traigo buenas noticias.
Por algún motivo, Clayton no se alteró al escuchar
esas palabras, quizás porque una parte de él sabía que algo extraño estaba
ocurriendo. Una parte que no quería escuchar, pero que cada vez gritaba con más
insistencia.
Tras unos segundos que parecieron eternos, Johnson
logró encontrar el valor que le faltaba y, tras agachar la cabeza al no poder
soportar la mirada fría de Clayton, carraspeó y comenzó a hablar en voz baja
para que nadie lo escuchara.
—Temo comunicarle que lady Elizabeth ha
desaparecido.
Johnson no estaba seguro de cómo reaccionaría su
señor, pero nunca imaginó que, simplemente, permanecería rígido sin hacer o
decir nada. Con una intranquilidad que cada vez se hacía más patente, el
mayordomo se movió incómodo y, tras decidir que quizás se había quedado paralizado
por culpa de la impresión, decidió continuar con la historia.
—La hemos buscado por toda la mansión, pero no
hemos podido dar con ella. También hemos comprobado los establos y no falta
ningún caballo, por lo que no sabemos qué ha podido suceder.
—¿Y mi hermano? ¿Alguien lo ha visto?
—¿Su hermano, milord?
—le preguntó extrañado el señor Johnson, mientras miraba a su alrededor como si
esperara encontrarlo a solo unos pasos.
—¿Sabes dónde puede estar Henry? —La voz cada vez
más ronca de Clayton empezaba a asustar al señor Johnson, aunque lo que más le
perturbaba era la mirada furiosa que trataba de disimular.
—No, milord,
no lo hemos visto cuando hemos inspeccionado la mansión. De hecho, creía que
estaba en la capilla con usted.
Dando la conversación por terminada, Clayton
comenzó a alejarse del altar, sabiendo que ese día no se celebraría ninguna
boda. Con paso firme comenzó a caminar por el pasillo central, dispuesto a
poner fin a cualquier plan que Elizabeth o Henry hubieran planeado.
Era estúpido pensar que la desaparición de ambos
era una simple coincidencia, más aún cuando se trataba del día de su boda. Aun
así, una pequeña parte de él se negaba a creer que las dos personas que más
quería lo habían traicionado, por lo que decidió que no llegaría a ninguna
conclusión hasta que no lo viera con sus propios ojos.
Haciendo caso omiso de los murmullos que se iban
acrecentando a su paso, Clayton siguió caminando hacia la puerta de la capilla,
siendo seguido de cerca por su mayordomo. Ningún invitado se atrevió a cerrarle
el paso para pedirle explicaciones, aunque solo hacía falta mirar el rostro nervioso
del mayordomo y la glacial mirada de Clayton para saber que algo grave estaba
sucediendo.
No tardaron mucho en atravesar los escasos metros
que separaban la vieja capilla de los Stanford de la mansión Calstock, sobre
todo, porque Clayton caminaba impulsado por su rabia. Aun podía recordar la
noche anterior cuando había encontrado a Elizabeth saliendo de la capilla, ya
que había estado supervisando que todo estuviera perfecto.
Su dulce y sexual voz le había reprochado que la
hubiera buscado, pues según la tradición, daba mala suerte que el novio viera a
la novia un día antes de la boda. En ese momento, él se había reído y había
intentado besarla, pero Elizabeth se había apartado recordándole que era algo indecoroso.
Siempre había pensado que la falta de
sentimentalismo en su relación se debía a la rectitud de Elizabeth, pero ahora
se preguntaba si habría algo más que explicara la falta de interés de su prometida
por sus besos.
Le resultaba absurdo e imposible de imaginar a su
sofisticada, moralista y pura Elizabeth urgiendo un plan para abandonarlo, más aún
cuando el hombre que le suplantaría era su hermano. Solo con pensar en ello le
entraban nauseas, por lo que comenzó a repetirse una y otra vez que solo era
una casualidad que ambos hubieran desaparecido.
Decidido a resolver todo este misterio siguió
caminando, sin que el viento con sabor a sal se atreviera a interponerse en su
camino.
Cuando estaba a pocos pasos de la mansión
escucharon la voz de un hombre, consiguiendo que tanto Clayton como el señor Johnson
se parasen en seco y se giraran. En un principio, Clayton había creído que la
voz que escuchaba era la de su hermano llamándolo, pero pronto descubrió que
estaba equivocado.
Empujado por un viento que cada vez golpeaba con
más fuerza pudo observar cómo un hombre alto y delgado se les acercaba a toda
prisa, seguido de cerca por un grupo de pescadores. El hombre venía corriendo
mientras gritaba y agitaba su desgastada gorra, dando la impresión de que los estaba
buscando para comunicarles algo urgente.
Clayton no tardó mucho en reconocerlo, al tratarse
de uno de los muchos pescadores que vivían como inquilinos en las casas que la
familia Stanford alquilaba. Se llamaba Peter White y lo había visto crecer,
pues ambos tenían edades parecidas, solo que uno era el hijo del conde y el
otro el de un humilde pescador, por lo que pocas veces habían hablado más de
cinco minutos, y siempre de temas relacionados con las condiciones del
arrendamiento.
Aun así, era evidente que el hombre estaba
preocupado, pues nada más acercarse era visible la agitación que escondía en su
mirada y que nada tenía que ver con la fatiga que demostraba al haber llegado
corriendo.
—Lord Stanford —lo llamó por última vez antes de
pararse ante él con la respiración entrecortada—. Le traigo noticias, milord.
Clayton se le acercó mostrando el ceño fruncido,
pues en ese instante estaba luchando ante la posibilidad de salir corriendo o
quedarse. Sabía que si se quedaba tendría que escuchar malas noticias y,
posiblemente, debería enfrentarse a serias repercusiones que le cambiarían la
vida. Pero, por otro lado, sabía que salir corriendo no solucionaría nada, pues
solo conseguiría posponer lo inevitable.
Aun así, le resultó imposible decir una sola
palabra, mientras observaba al pescador nervioso estrujando su gorra con sus
manos. Prueba inequívoca de que traía malas noticias.
Tuvo que ser el señor Johnson el que rompiera el
silencio, teniendo que alzar la voz para que pudieran oírlo sobre el rugido
furioso del mar
—Quizás él sepa dónde está su prometida.
Clayton, simplemente, asintió con la cabeza sin
dejar de mirar a Peter, el cual parecía esperar el consentimiento del conde
para hablar.
—Milord,
he venido tan pronto como he podido —le dijo con un tono de voz lastimero que
sonaba a disculpa—. Estaba asegurando los amarres de mi barca para que no se la
llevara la tormenta, cuando vi a un hombre y a una mujer subirse a un bote.
Durante unos segundos, Peter White calló, como si
esperara a que Clayton lo avasallara a preguntas. Por desgracia, a Clayton se
le había cerrado la garganta resultándole imposible decir una sola palabra.
Desde que el mayordomo entró en la capilla sabía
que algo malo había pasado, pero jamás hubiera pensado que hubiera vidas en
juego.
—No pude ver muy bien a la mujer, solo observé que
llevaba puesto un vestido blanco. Respecto al hombre… —Se mantuvo en silencio
durante unos segundos—. Se trataba de su hermano.
—¿Estás seguro? —La voz ronca de Clayton se
escuchó con claridad sobre el rugido del mar.
—Sí, milord.
Los vi con toda claridad.
La confirmación de su mayor temor se hizo realidad
con esas simples palabras, consiguiendo que el corazón de Clayton se rompiera
en mil pedazos. No solo resolvía la duda de dónde se encontraba su prometida,
sino que le ofrecía la prueba que tanto temía de la traición de ella y de su
hermano.
Una traición que se veía acentuada al ser tan
estúpidos de poner sus vidas en juego, al adentrarse en el mar en una simple
barca poco antes de una tormenta. ¿Acaso era tan mala persona que no pudieron
hablar con él antes de perpetrar este engaño? ¿O es que pensaron que no les
escucharía y seguiría adelante con la boda?
Clayton sintió cómo su corazón se retorcía hasta
convertirse en una piedra dura y oscura que inundaba su pecho de pesar, furia y
malos presagios.
Sabía que el tiempo estaba en su contra si quería
encontrar a la fugitiva pareja, antes de que el mar les hiciera rendir cuentas
por sus actos. Por ello, decidió que lo más importante en ese instante era
encontrarlos, antes de que fuera demasiado tarde y su imprudencia les costara
la vida.
Decidido, se dirigió hacia el acantilado mientras
se repetía una y mil veces que Henry daría media vuelta si comprobaba que el
mar se había vuelto peligroso.
A cada paso que daba el viento parecía que más
arreciaba en su contra, pero fue la visión del mar desde el acantilado lo que
provocó que el temor de Clayton se disparara. Un temor que se volvió pesado y
frío, pues hasta entonces había albergado la esperanza de que el sentido común
de Henry los hiciera volver.
Pero ante él solo se encontraba un mar enfurecido,
que bramaba rabioso sobre las rocas dispuesto a arremeter ante cualquier
intruso. Aun así, Clayton no perdió la esperanza y buscó un pequeño punto
blanco en la lejanía que indicara la presencia de un bote.
Por desgracia, ante él solo pudo observar cómo la
tormenta se les acercaba, del mismo modo que se cernía sobre sus hombros la
oscuridad de la noche y la certeza de una catástrofe.
—Quizás han podido alcanzar otra cala —comentó el
señor Johnson a su lado, aunque el silencio del pescador y de los demás
presentes que los acompañaban indicaban que era algo poco posible.
Ellos conocían el mar, y sabían cuándo era el
momento de actuar y cuándo el de rezar. Con las gorras en las manos y las
cabezas gachas los presentes comenzaron a implorar a un Dios que parecía reacio
a escucharlos, mientras Clayton se resistía a dejar de contemplar la lejanía a
la espera de un milagro.
Conforme los minutos fueron pasando y los
presentes más se lastimaban de la mala suerte de su señor, Clayton más sentía
que se enfurecía.
Poco a poco, el resentimiento comenzó a crecer en
su interior al comprender que ese día había perdido a su familia, pues tanto
Elizabeth como Henry eran lo único que le quedaba. Pero lo que más le dolía era
que su hermano no había confiado en él y había preferido el engaño, la traición
y el peligro antes que la honestidad.
Un sentimiento pesado y oscuro se instaló en su
corazón, cerrando con ello la comprensión y el perdón, así como las lágrimas
que pujaban por derramarse. Ni una sola de sus lágrimas se merecía ser
desperdiciada por ninguno de los dos, pues ambos habían hecho su elección abandonándolo.
Se había quedado solo en ese viejo rincón de Cornualles, como castigo por un
pecado que desconocía.
—¿Qué hacemos, milord?
—La pregunta de Peter White lo sacó de sus pésimas cavilaciones, y observó con
semblante pétreo cómo los presentes contemplaban el mar sin ningún atisbo de
esperanza por la pareja.
—Solo podemos esperar, señor White. En unos días
el mar los escupirá, vivos o muertos.
Y, sin más, se dio la vuelta y se alejó sin saber
que, justamente, dos días después uno de ellos aparecería flotando muerto entre
las rocas, mientras que el otro sería expulsado vivo.
Quizá el destino le había perdonado la vida a uno
de ellos, pero eso no impediría que se librara del infierno de los
remordimientos, del mismo modo que Clayton tampoco se libraría.
Costa de Cornualles,
tiempo después.
Lady
Sarah no podía creer su mala suerte. No había tenido bastante con ser
abandonada por el hombre que amaba, sino que además estaba a punto de morir
aplastada por su propio carruaje en un rincón apartado de Cornualles.
En un principio, la idea de su madre de alejarse
por una temporada de Londres le había parecido brillante, pero viendo cómo
podía acabar su viaje la idea ya no resultaba tan atractiva.
Era increíble cómo en solo unas semanas su vida se
había venido abajo, pues había pasado de ser la mujer más feliz de Inglaterra a
ser la más desdichada del planeta. Toda una proeza, aunque su madre no tenía
reparos en recordarle que su desgracia se debía a su comportamiento rebelde, a
su carácter desinhibido y a su tendencia a relacionarse con gente de inferior
categoría.
No pudo evitar hacer una mueca al recordar las
frecuentes regañinas de su madre, lady Victoria James, ya que para ella
cualquier cosa que su hija emprendía era insuficiente. Durante años, sus
exigencias la habían atormentado hasta hacerla sentirse miserable, hasta que
hace tres años, el día de su dieciseisavo cumpleaños, se juró que nunca más se
dejaría avasallar por ella.
Desde entonces había dejado de intentar complacer
a su madre, y se había centrado en ser ella misma. Algo que, por supuesto, no
agradó a lady James, que acabó considerándola una desagradecida sin
remedio.
Ante una nueva sacudida del carruaje, Sarah se
agarró con más fuerza al tirador de la puerta, sin estar muy segura de qué
temía más, si salir disparada y morir aplastada en medio del camino, o sobrevivir
y afrontar los reproches de su madre.
Pensándolo así, quizás morir aplastada no fuera
tan malo, sobre todo, porque aún recordaba con toda claridad la discusión que
esta mantuvo con ella, cuando se enteró de que se había prometido en secreto
con un hombre al que consideraba un cazafortunas.
Suspirando, se volvió a asomar por la ventanilla
del carruaje, con la esperanza de ver a lo lejos la mansión de sus tíos, los
Turner. Por desgracia, lo único que vio fue el paisaje luchando contra el
viento y a la oscuridad que amenazaba con cubrirlos en pocas horas.
Resignada a las sacudidas y a la tardanza estaba a
punto de apartar la mirada, cuando en lo alto de la colina le pareció ver a un
jinete. Creyó extraño que alguien anduviera por esa zona a unas horas tan
tardías, más aún cuando el viento se empeñaba en golpear con insistencia.
Durante unos segundos no pudo apartar la mirada de
ese jinete que parecía llamarla con su imponente presencia. Su figura oscura y
regia le confería un toque misterioso, que se acentuaba al estar enmarcado en
lo alto de una colina. Al observarlo más detenidamente, Sarah tuvo la sensación
de que el jinete parecía ajeno a lo que lo rodeaba, ya que no aparentaba que le
afectara ni el viento ni la pronta oscuridad.
—¡Agárrese, milady! Vamos a pasar por una zona de baches y esto va a empeorar.
La voz de Jacob Gardner la sobresaltó al no haber
esperado escucharla. El hombre se había colocado en el pescante junto al
conductor, desde que esa mañana habían salido de la posada donde habían pernoctado.
Jacob había sido contratado por su padre, lord
Davis James, para acompañarla a ella y a su doncella Jessica, pero, tras
enfermar esta la noche anterior, tuvieron que partir dejando a la enferma en
cama. Desde entonces, Jacob había insistido en permanecer fuera del carruaje,
al ser inapropiado que él se sentara en el interior a solas con ella.
—¿Me ha escuchado milady? —La pregunta de Jacob la hizo resoplar, pues a su parecer se
tomaba demasiado en serio su trabajo de protegerla.
—Le he escuchado, señor Gardner. Aunque me cuesta
creer que este camino pueda empeorar.
Justo en ese momento, la rueda del carruaje se
metió en un bache, lanzando a Sarah hacia adelante sin ningún miramiento.
No pudo evitar soltar un grito al ser sacudida en
el asiento, aunque por suerte todo acabó en un susto al haber hecho caso al
señor Gardner y haberse sujetado con fuerza al picaporte de la puerta.
—Le dije que se agarrara, milady.
—Y eso he hecho, señor Gardner —le dijo enfadada
mientras se colocaba bien en su asiento—. Es solo que no me esperaba ser
agitada tan pronto.
A Sarah le pareció escuchar la suave risa del
cochero y del señor Gardner, aunque por culpa del viento no podía estar segura.
Cuando pareció que el camino les daba un respiro,
Sarah volvió a mirar por la ventanilla, a la espera de encontrar a su jinete
misterioso. Por desgracia, la figura del hombre había desaparecido dejando una
sensación de vacío en el ánimo de Sarah.
Por un instante, dudó si la visión había sido real
o fruto de su imaginación aburrida. Suspirando, se dijo que nada de eso
importaba ya, pues pronto estaría en casa de sus tíos y olvidaría este viaje
cargado de problemas.
De pronto, le pareció escuchar el sonido del mar y
su corazón se paró en seco. Desde que le habían anunciado su viaje a Cornualles
había ansiado verlo, al haberle encantado en las pocas ocasiones en que lo
había contemplado. Más animada, volvió a asomarse por la ventanilla,
apareciendo ante ella un acantilado que anunciaba la presencia del mar.
Fue entonces cuando una fuerte sacudida la lanzó contra
la pared de enfrente, haciendo que se golpeara la cabeza contra el panel de
madera del asiento. En cuestión de segundos, Sarah rodó como una piedra por el
interior del carruaje, sin saber dónde agarrarse para dejar de lastimarse.
Podía escuchar el sonido del látigo del cochero,
así como los guturales relinchos de los caballos, los gritos de los hombres y
las olas del mar al fondo. Se preguntó qué más desgracias podían pasarle en ese
maldito viaje, cuando el carruaje se inclinó en un ángulo extraño y acabó
volcándose hacia un lateral.
El dolor que sintió por todo el cuerpo al golpearse
le hizo soltar todo el aire de los pulmones, pero fue otro golpe más violento en
la cabeza el que la dejó prácticamente sin sentido y con la visión nublada.
Durante unos segundos perdió la noción del tiempo,
y por mucho que se esforzó en moverse no tuvo las fuerzas necesarias para
conseguirlo. Lo único que podía escuchar era el zumbido de sus oídos y sentir cómo
un líquido caliente y pegajoso le recorría la sien derecha.
Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban se
esforzó en mantenerse despierta, pero no fue hasta que vio aparecer por la
desvencijada puerta del carruaje a un hombre vestido de negro y porte serio,
que no tuvo la certeza de que había muerto.
Era la única explicación posible ante la aparición
de un hombre de rostro tan perfecto, pero con la mirada más fría que había
contemplado en su vida. Sin duda, esos ojos grises debían pertenecer a un
demonio que había venido a perturbarla durante toda la eternidad y, por unos
instantes, se alegró de haber sido una pecadora que había caído en las garras
de semejante íncubo.
Se dio cuenta de que le costaba mantener los ojos
abiertos y de que todo a su alrededor parecía descolocado.
Daba la sensación de que la puerta de entrada por
donde se asomaba el hombre estaba sobre ella, en vez de tenerla a su lado. Extrañada,
giró la cabeza despacio para mirar a su alrededor, percatándose por primera vez
de que se encontraba tumbada sobre un lateral del carruaje.
Fue entonces cuando le pareció escuchar el susurro
de unas voces, por lo que volvió a alzar la mirada y a encontrarse con esos
ojos grises que no habían dejado de observarla.
—¿Has venido a llevarme? —le preguntó a su ángel
del infierno.
—Sí, deme la mano para que pueda sacarla de ahí.
Consiguiendo reunir las pocas fuerzas que le
quedaban, Sarah alzó una de sus manos hasta llegar a rozar los dedos de esa
aparición que había venido a por ella.
El tacto de sus dedos le confirmó a Sarah que se
trataba de un ser sobrenatural, al hacerla sentir una sensación de paz que
hacía meses que no sentía. Su calor, su fuerza y su empeño en sacarla de ahí
para llevársela la conmovieron, hasta llegar a un punto de desear llorar por no
poder alcanzarlo.
—No puedo acercarme más —susurró pesarosa cuando
intentó alzarse y un insoportable dolor de cabeza la dejó paralizada.
—Tendrá que entrar para cogerla.
A Sarah le pareció escuchar la voz del cochero, aunque
le costaba comprender cómo podía oírle si estaba muerta y a solas con ese hombre
misterioso. Y, de pronto, lo comprendió. Ese hombre que estaba ante ella era el
mismo que hacía escasos minutos se encontraba en lo alto de la colina. El mismo
que la había cautivado con su porte arrogante y le había hecho desear saber más
de él.
—No es seguro. Tendría que saltar sobre ella y
podría hacerle más daño. —La voz del hombre hizo que volviera a centrarse en él—.
Milady, tiene que cogerme la
mano.
La insistencia de este solo consiguió hacer
sonreír a Sarah, mientras seguía rozando la punta de sus dedos como si fuera su
única esperanza.
En su aturdida mente comenzaron a acumularse un
buen número de preguntas, todas ellas relacionadas con ese caballero que la
había perturbado con su visión y que ahora la miraba fijamente.
Le hubiera gustado preguntarle qué hacía a esas
horas tan tardías solo en lo alto de la colina, o cómo era posible que una
mirada tan gris y fría pudiera calentarla tanto.
Sin embargo, todas esas preguntas quedaron a un
lado tras escuchar a lo lejos el bramido del mar. Ese mar que recordaba de niña
y que tanto le había gustado, y que ahora, ante la dura situación en la que se
encontraba, le resultaba incierto el volver a verlo.
Una prueba más de su mala suerte, pues parecía que
en el último año cada vez que deseaba algo, esto se le escapaba de entre las
manos.
—Me hubiera gustado ver el mar —soltó Sarah cada
vez más adormecida y con el pesar de la desilusión clavada en su pecho.
—Deme la mano y yo la llevaré.
La seguridad del hombre hizo que Sarah volviera a
centrar su mirada en él. A pesar de no conocerlo de nada, de no estar segura de
si podría salir con vida de ese carruaje maltrecho, o de que él podía
garantizarle cualquier cosa con tal de que se mantuviera despierta, a pesar de
todo eso, Sarah supo que se lo había dicho en serio.
Solo hacía falta observar cómo la contemplaba para
saber que era un hombre de honor, pues ningún mentiroso sería capaz de
mantenerle la mirada mientras se perdía en sus ojos.
Aun así, Sarah quiso asegurarse, no porque
desconfiara de su palabra, sino porque si se lo prometía, entonces estaba
segura de que saldría con vida de ese accidente tan desafortunado.
—¿Me lo promete?
—Se lo juro por mi honor. —La seriedad del hombre
le aseguró a Sarah que hablaba en serio.
Suspirando, intentó de nuevo alcanzar su mano,
pero por desgracia no se sentía capaz de hacer ningún esfuerzo.
Sin apenas fuerzas, el brazo de Sarah cayó inerte
sobre ella mientras su consciencia se desvanecía. Le hubiera gustado poder
moverse y haber salido de la prisión que suponía el destartalado carruaje, pero,
en vez de ello, se quedó quieta mirando a esos ojos grises que se clavaban en
ella.
Después de eso, todo se volvió oscuridad.
Como cada día a la espera del
crepúsculo, Clayton cabalgaba por el acantilado, quizás buscando una absolución
que no llegaba. Era la rutina que seguía cada día y por eso a nadie de las
cercanías le extrañaba verlo montando a caballo a esas horas.
Incluso más de una lengua maliciosa aseguraba que el
conde buscaba cada anochecer el alma en pena de su amada Elizabeth. Según se
rumoreaba, esta venía en cada crepúsculo a reprocharle que la hubiera obligado
a adentrarse en el mar con su hermano y acabara ahogándose.
Esa historia llevaba corriendo por las colinas de Setock
desde hacía un tiempo, aumentando con cada día la leyenda de la desdichada
pareja.
Pero el tormento de Clayton no se debía a las frecuentes
lamentaciones del alma en pena de Elizabeth, pues desde aquella noche que la había
visto regresando de la capilla, no había vuelto a escuchar su voz.
Por desgracia, en su recuerdo también se encontraba
aquella última vez que la había visto. Habían transcurrido dos días desde su
fuga y ya había pocas esperanzas de encontrarlos con vida. Quizás por ese
motivo, en cuanto sonó la campana de la iglesia anunciando una tragedia, todos
habían salido a la cala a la espera de encontrar los restos que el mar les
devolvía.
Allí, flotando ahora en un mar tranquilo, se encontraba
el cuerpo sin vida de Elizabeth. Boca abajo se mecía y se chocaba contra las
rocas en un macabro baile, haciendo gritar y llorar a más de uno ante semejante
visión.
Desde entonces, se habían inventado toda clase de historias
sobre el desdichado amante abandonado, quedando cada vez peor parado Clayton al
no haber derramado ni una sola lágrima por la que había sido su amada.
Pero Clayton estaba demasiado endurecido para sentir
algo, aunque fuera rencor por esos cobardes que lo injuriaban a sus espaldas, y,
simplemente, seguía adelante cada día, aunque cada vez sintiéndose más vacío.
En silencio, como venía siendo normal en él desde el día
del accidente, Clayton se quedó en lo alto de la colina observando el
acantilado. Solo él sabía el motivo de que cada anochecer se colocara en esa
colina, pues solo él conocía el alcance del dolor que se alojaba en su pecho.
De pronto, el
silencio que le acompañaba se quebró, ya que a lo lejos pudo escuchar el sonido
de un carruaje acercándose.
En un principio no le dio mayor importancia, a pesar de
que fuera poco frecuente que alguien visitara esos parajes en esas fechas. Sin embargo,
solo tardó un segundo en darse cuenta de que algo extraño sucedía, y fue cuando
lo observó más detenidamente cuando se percató de qué se trataba.
El conductor del carruaje debía desconocer aquel camino,
al adentrarse en él a una velocidad excesiva. Clayton pudo observar cómo
azotaba a sus caballos mientras el carruaje se mecía y se balanceaba, en un
intento desesperado por esquivar los baches más profundos.
Por desgracia, los esfuerzos del hombre no sirvieron de
nada, pues el carruaje acabó perdiendo el equilibrio y cayendo a una zanja al
lado de la carretera.
El terror se apoderó de Clayton al ver el vehículo
volcado sobre un lateral, temiéndose que ese aparatoso accidente hubiera
causado algún muerto. En cuestión de segundos, Clayton fue capaz de reaccionar
saliendo a todo galope hacia el atroz accidente.
Al llegar vio horrorizado cómo uno de los hombres había
salido despedido y se encontraba arrastrándose por el suelo, mientras otro parecía
que había sido golpeado en el pecho al costarle respirar.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó Clayton en cuanto
llegó a su lado y desmontó.
—Yo estoy bien, ayude a lady James.
Al escuchar que había una tercera víctima que Clayton no
había visto, se asustó, hasta que comprendió que la dama debía encontrarse en
el interior del carruaje accidentado.
—Miraré dentro del carruaje, usted vaya a atender al
otro hombre.
Sin esperar a comprobar si este asentía, Clayton se
dirigió a zancadas al vehículo temiendo encontrar el cuerpo ensangrentado de
una mujer.
Por un instante, la imagen de Elizabeth ahogada le vino
a la cabeza, y tuvo que hacer grandes esfuerzos para seguir adelante. La imagen
de su rostro pálido y labios morados jamás se le olvidaría, como tampoco se le
olvidaría cuando la vio flotando entre las rocas con su vestido de novia.
Apartando estos funestos recuerdos, Clayton trepó por el
lateral del carruaje al ser la única forma de llegar hasta la puerta y poder
entrar.
Pero Clayton no estaba preparado para la visión de esa
mujer, pues, aunque se encontraba semiinconsciente y con el rostro
ensangrentado, era la personificación de la belleza y la dulzura.
Su rostro en forma de corazón estaba enmarcado con unos
rizos castaños que le daban la apariencia de una mujer hecha para el pecado.
Pero fueron sus ojos verdes los que más le llamaron la atención, pues a pesar
de encontrarse medio atontada poseían una fuerza devastadora.
Fue esa mirada lo que lo dejó paralizado sin poder dejar
de observarla, hasta que ella le habló rompiendo el hechizo.
Después de eso Clayton no estaba muy seguro de lo que
pasó, pues solo podía pensar en cómo sacarla de ahí sin causarle más daño. Todo
su empeño era que ella le cogiera la mano, mientras la mujer solo mostraba
interés en hablarle y en acariciarle las puntas de los dedos.
Fueron esas leves caricias las que le hicieron estar a
punto de perder la cordura, al no haber sentido nada igual en toda su vida. La
visión de esos ojos y el tacto de sus dedos le hicieron desear ser otro hombre
que pudiera ser capaz de olvidar y de ofrecer el amor que una mujer así se
merecía.
En vez de eso, le siguió la corriente y le prometió que
la sacaría de ahí y la llevaría a ver el mar. El mismo mar que cuatro años
antes había asesinado a Elizabeth.
Solo cuando la mujer perdió la consciencia, Clayton se
decidió a entrar en el interior del carruaje, al ser evidente que no habría
otra forma de sacar a la mujer de su interior.
Con mucho cuidado Clayton tanteó hasta encontrar un
hueco por donde deslizarse, y como si fuera un gato se dejó caer colocándose a
un lateral de la joven.
—¿Cómo está?
—Se ha quedado inconsciente —le contestó al hombre del
exterior que había olvidado por completo—. Voy a comprobar si tiene alguna
herida.
Con delicadeza, Clayton tanteó todo su cuerpo tratando
de no recrearse en algunos lugares que todo caballero no debería tocar, con o
sin consentimiento.
—Parece que no tiene nada roto —le dijo al otro hombre
que ya asomaba la cabeza por el interior—. ¿Cómo está el otro hombre?
—El señor Gardner está magullado y con una pierna rota.
Nada que el reposo no pueda curar.
—Creo que será mejor que coja mi caballo y vaya a buscar
ayuda. Necesitaremos otro transporte y al médico.
—Pero no puedo dejarle solo. Además, el señor Gardner…
—Pronto anochecerá y no podemos esperar horas hasta que
se den cuenta de la tardanza y salgan a buscarlos. Aparte al señor Gardner del
camino y abríguelo bien. No tardará más de media hora en regresar con ayuda.
El cochero se quedó en silencio durante unos instantes,
quizás sopesando si sería despedido no solo por el accidente, sino por dejar a
la señorita en compañía de un desconocido.
Pero al darse cuenta de que quedarse ahí sin hacer nada
sería mucho peor, se decidió y acabó cediendo.
—Tiene usted razón. La casa de los Turner está cerca y
no tardaré mucho. Es solo que me preocupa la señorita, se ve muy delicada.
Clayton observó la cara de la desmayada mujer, y a pesar
de estar pálida y sin sentido a Clayton no le pareció que fuera delicada. De hecho,
parecía emanar de ella una fuerza arrolladora capaz de desafiar a cualquiera.
—Me ocuparé de que esté abrigada y a salvo.
Algo más convencido, el cochero se acabó marchando y
cumplió las órdenes de Clayton al coger el caballo y salir a galope. Clayton
sabía que la ayuda no tardaría en llegar, pero era imprescindible que mientras esperaban
se mantuvieran calientes. Con destreza, no perdió el tiempo y se quitó su
abrigo para después colocarlo sobre el cuerpo inconsciente de la muchacha.
Después de abrigarla se sentó a su lado y la abrazó,
depositándola sobre su pecho. Delicadamente, apoyó la cabeza de ella en su
hombro y, acto seguido, sacó su pañuelo y comenzó a limpiarle la sangre del
corte que tenía en la sien.
Nada más tocarla la muchacha comenzó a agitarse y
protestar consiguiendo que Clayton sonriera por primera vez en años. Sin lugar
a dudas, él no se había equivocado, al ser evidente que esa mujer poseía una
fortaleza que por algún motivo solo él podía ver.
—Tranquila, ya pasó todo.
Un segundo después de hablarle la mujer abrió sus
hermosos ojos verdes, dejando a Clayton sin palabras al verlos de cerca.
—¡Eres tú!
La sorpresa que ella mostró al verlo le hizo volver a
sonreír y a desear abrazarla con más fuerza.
—Así es, lady
James.
—¿Cómo sabe mi nombre? —le preguntó ella mientras
fruncía un ceño encantador.
—Según usted soy un demonio y, como tal, debo saber el
nombre de mi prisionera.
—¿Un demonio? —De pronto debió recordar lo sucedido hacía
unos segundos, pues se puso de un profundo color escarlata y apartó su mirada—.
No me diga que me escuchó.
—Alto y claro.
Suspirando, ella intentó incorporarse, pero un fuerte
dolor de cabeza la hizo detenerse.
—No debe moverse todavía. Pronto llegará la ayuda y
entonces le ayudaré a salir de aquí.
—Gracias —le contestó volviéndose a reclinar sobre el
pecho de Clayton.
De pronto, se acordó de algo y alterada le preguntó:
—¿Cómo se encuentran el señor Gardner y el cochero?
—Ambos están bien. Algo magullados y el señor Gardner,
además, con una pierna rota.
—Pensé que íbamos a morir.
—Y posiblemente así hubiera sido, pero han tenido suerte
y apenas han salido dañados.
Durante unos segundos ambos permanecieron callados,
mientras la luz que se filtraba por el hueco de arriba dejaba pasar los cada
vez más tenues rayos de sol. Clayton sabía que la temperatura comenzaría a bajar
pronto, por lo que se aseguró de que estuviera bien abrigada. La ayuda estaba
en camino, así que no tenía de qué preocuparse. Aunque una parte de él ansiaba
poder permanecer para siempre encerrado junto a esa enigmática mujer que tanto
lo atraía.
—Debo de tener una apariencia horrible —le contestó al comprobar
que la observaba y creer que miraba las contusiones de su rostro.
—No está tan mal,
podría haber salido más lastimada.
—Tiene razón, soy una desagradecida. Si no fuera por
usted estaría tirada en el suelo y ni siquiera le he dado las gracias.
—No debe dármelas, es de buen cristiano ayudar al
prójimo —se calló que no mantendría entre sus brazos a cualquier persona
accidentada, pues estaba seguro de que solo con ella habría sentido la
necesidad de abrazarla y protegerla. Una necesidad que no disminuía a pesar de
saber que tenía que dejarla.
—Pensará que soy una maleducada, pero me gustaría saber
el nombre de mi salvador.
La mirada que ella le dedicó lo dejó sin aliento durante
unos instantes, dándose cuenta por primera vez que tenía a una desconocida en
los brazos y ni él ni ella daban muestras de sentirse incómodos.
Que ella no lo sintiera se podía deber al golpe de su
cabeza, pero él no tenía excusa para estar tan a gusto con una desconocida. Algo
que ni con Elizabeth le había sucedido.
De pronto, recordó que ella le había hecho una pregunta
y lo estaba mirando a la espera de su respuesta. Carraspeando, Clayton le
devolvió la mirada y, justo antes de perderse en sus ojos verdes, le respondió:
—Lord Clayton Stanford.
—Clayton —susurró ella fascinada, como si su nombre le
evocara algo que no lograba recordar—. Yo soy lady Sarah James.
Por un instante, él temió que ella conociera la historia
de la muerte de Elizabeth y, como todos los demás, lo rechazara. Sabía que si
eso sucedía su repulsa lo dañaría mucho más de lo que era capaz de comprender,
pero para su alivio ella no hizo ningún intento por alejarse.
Fue extraño percatarse de que en su mirada predominaba
la fascinación, pues la última vez que había visto ese brillo en alguien había
sido en su hermano Henry, antes de que todo cambiara.
Apartando ese pensamiento pesaroso, Clayton volvió a la
realidad. Si bien le dolía recordar a Elizabeth, la mención o el recuerdo de su
hermano lo enfurecía. Quizás porque él sí sobrevivió, o porque solo para él era
evidente que era el culpable de la muerte de Elizabeth.
Centrándose ahora en la mujer que tenía ante él, le
respondió:
—Encantado de conocerla, lady Sarah, aunque reconozco que hubiera preferido hacerlo bajo
otras circunstancias.
—Estoy de acuerdo con usted, hubiera sido más apropiado
ser presentados en un baile.
La sola mención de ver a un hombre tan oscuro y
misterioso en medio de un salón de baile lleno de color y luz la hizo sonreír.
Era más que evidente que un hombre como él no asistiría a semejantes
trivialidades, por lo que hubiera sido más fácil capturar una estrella fugaz
con la mano que conocerlo en un salón de baile.
—¿Por qué sonríe? —le preguntó Clayton mientras mostraba
que la oscuridad de su mirada no era tan severa. Era evidente que, al verla
sonreír, algo en él se había iluminado.
—Me lo estaba imaginando en un baile. —Al escucharla,
Clayton abrió los ojos de par en par, consiguiendo que la sonrisa de Sarah se
intensificara—. Veo que le desagrada la idea.
—No soy un hombre al que le gusten las multitudes, y
mucho menos si revolotean ante mí como aves de rapiña.
La carcajada de Sarah pronto murió en sus labios al
conseguir que se acentuara su dolor de cabeza, pero por nada del mundo hubiera
seguido callada cuando tenía la oportunidad de saber más sobre ese hombre tan
misterioso y excitante.
Por ello, disimuló lo mejor que pudo su malestar y
continuó su conversación como si un dolor punzante no se hubiera apoderado de
su sien derecha.
—Veo que le ha hecho gracia mi comentario.
—En más de un sentido.
Sorprendido con esas palabras, Clayton inclinó la
cabeza, como si con ello intentara encontrar sentido a su declaración. Un
movimiento que a Sarah le pareció encantador.
—A mí tampoco me gustan las multitudes —le explicó—. Por
desgracia, me encanta bailar y solo puedo hacerlo cuando soy invitada a un
baile.
—Una encrucijada.
—Así es. Sería perfecto si pudiera bailar toda la noche
a solas en mi casa. Por desgracia, todavía no he encontrado la manera de poder hacerlo
sin estar rodeada de una multitud de desconocidos.
De pronto, la visión de ellos dos bailando toda la noche
a solas se le cruzó por la cabeza, y por la forma en que Clayton la miró, Sarah
hubiera jurado que él también estaba pensando en lo mismo.
Ante este pensamiento tan impropio, al ser algo tan
íntimo, Sarah calló avergonzada, al estar convencida de que el color rojo de
sus mejillas la delataría y tendría que dar más de una explicación ante su
turbación.
Por suerte, en ese preciso instante se escucharon voces
que se acercaban y, sin necesitar de usar palabras, ambos tuvieron la certeza
de que habían llegado sus rescatadores.
Un profundo pesar se apoderó de Sarah al saber que ese
momento de intimidad con lord Stanford había terminado.
Lo que Sarah no imaginaba era que el pesar de Clayton
era mil veces más pesado, pues tras cuatro años de soledad y de oscuridad había
avistado la paz.
Una paz que debía apartar de su vida y que le traería un
nuevo concepto de dolor al saber que el descanso de su alma había estado cerca.
—Parece que ya vienen a rescatarnos.
—Así parece.
Después de estas escuetas palabras ambos callaron, a
pesar de saber que lo correcto era que él fuera al encuentro de sus
rescatadores. Cuando Clayton supo que sería imprudente permanecer más tiempo
encerrado con ella, pues las voces ya estaban a escasos metros, solo le quedó
hacer el esfuerzo de apartarse.
—Espere —Lo detuvo cuando comprendió sus intenciones—.
Antes de que se marche debe prometerme algo.
—Tiene mi palabra —le respondió Clayton curioso.
—Prométame que volveremos a vernos.
Durante unos segundos, ambos se miraron en silencio,
hasta que Clayton entendió que le resultaría sencillo cumplir su promesa, pues
sin duda la buscaría. Más aún cuando ella parecía olvidar que antes de caer
inconsciente le había prometido que la llevaría a ver el mar.
—Tiene usted mi palabra.
Y sin más sellaron el acuerdo con una sonrisa, mientras
el sonido de voces y de una carreta deteniéndose ante ellos les indicaba que su
tiempo juntos había concluido.
Pero lo que nadie sabía es que la ayuda para Clayton había llegado media hora antes, cuando una preciosa muchacha de ojos verdes le había mirado y le había comenzado a curar su profunda herida.
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