Catherine
bajó del faetón de su tío con una
mezcla del alivio y desasosiego que siempre le producían sus visitas al pueblo.
El vizconde Sheanes, lord Theodor Devon, ostentaba con vano orgullo su escudo
de armas en las puertas color azabache del carruaje, y también a ella, aterida
de frío tras el breve, pero incómodo trayecto desde Hammond Hall, la casa
solariega que se elevaba sobre las suaves colinas de Kingston upon Thames y al
mismo tiempo se hundía bajo el peso de una fuerte hipoteca. Un orgullo inútil y
doloroso, porque al igual que las agotadas minas de cobre de la familia en el
condado de Cornwall, las posibilidades de que Catherine encontrase una veta en
la cerrada sociedad londinense, o para el caso, un incauto dispuesto a
convertirla en su esposa, eran virtualmente nulas. Después de las escandalosas
circunstancias de la ruptura de su compromiso y de sus veintidós primaveras, la
soberbia exhibición de sus rizos oscuros en el coche sin capota, más que un
recurso de su tío con objeto de apaciguar los cotilleos y mostrar la mercancía,
se le antojaba un pésimo castigo y una forma excelente de pescar un resfriado
en lugar de un marido.
—¿Debo esperarla,
señorita, o regreso a Hammond Hall?
A Catherine no se le
escapó la ligera ironía en la expresión del lacayo. Los dos sabían que su tío
no le permitiría volver sola. A falta de una chaperona, el fiel criado estaba
obligado a actuar tanto de protector como de espía, si bien esta última
cualidad estaba muy lejos de ser cumplida, dado el profundo afecto que el
hombre le profesaba a Catherine al haber servido antes a sus padres, muertos
por unas fiebres que casi se cobran también la vida de la joven y la de Emily,
su hermana menor.
Con un gesto
resuelto, Catherine se arrebujó en su chal y le dedicó una sonrisa.
—Nos encontraremos en
Church Square a las doce. Gracias, Stuart.
El sonido de los
cascos a lo largo de Main Street se fundió con las campanadas de la iglesia.
Eran las diez, y disponía de dos horas de libertad absoluta, aunque no de los
recursos para disfrutarla. Un lamentable asunto que mantenían en secreto, pues
no era conveniente que nadie supiera de los apuros económicos que atravesaba la
familia, o su ostracismo social sería absoluto. Sobre todo, cuando todavía
quedaba la más joven por ser casada.
Con este propósito,
todos hacían lo posible por aparentar de una opulencia que estaba muy lejos de
ser cierta, más aún, cuando el paso del tiempo y del uso convertían sus ropas y
accesorios en inapropiados.
Ese era el motivo
principal por el que esa mañana Catherine se había acercado al pueblo, pues
quizá pudiese comprar unos guantes para reemplazar los suyos, ya ajados.
Lamentablemente, sus escasos ahorros impedían que tomara el té en el nuevo
establecimiento que había abierto sus puertas en Church Square, y tendría que
contentarse con un breve viaje sin distracciones ni caprichos.
Caminó hacia el
escaparate de la tienda de la señora Potts, en donde se podía adquirir desde
comestibles en general, hasta los más elegantes tejidos, artículos de mercería
y ornamentos que una dama podía necesitar sin tener que acudir a Londres. Antes
de entrar, abrió su ridículo y contó las escasas monedas que guardaba en el
fondo. En ese instante, una ráfaga de viento se levantó de pronto y amenazó con
llevarse con él su sombrero, el chal, o ambos. Al tratar de sujetarlos, el
bolsito cayó al suelo sin hacer ruido.
Catherine se agachó
con los párpados entrecerrados para evitar la polvareda que se agitó a su
alrededor, y al abrirlos, esta se había disipado por completo. La luz de la
mañana de abril brillaba en todo su esplendor, reflejada en los ojos azules y
serenos de un desconocido inclinado frente a ella.
El extraño apartó la
mirada, la ayudó a incorporarse con rapidez y se despidió con una urgente
reverencia después de devolverle su bolsa. Todo sucedió tan rápido, que
Catherine apenas tuvo tiempo de reaccionar, por culpa de esos ojos azules que
se habían clavado en ella y le habían cortado la respiración. No estaba segura
de qué había vislumbrado en ellos, pero algo en su interior se estremeció al
contemplarlos, aunque apenas había sido un segundo.
Ahora, ya más serena
al haberse marchado en caballero, Catherine lamentó no haber visto el rostro
del desconocido por completo, al estar este semioculto por las solapas
ribeteadas de piel de zorro de su sobretodo. «Gracias a Dios», pensó para sí al
darse cuenta de que tenía la boca abierta y posiblemente su rostro enrojecido.
¿Por eso se habría marchado de manera tan abrupta?
Sin duda, era un
caballero, y muy atractivo, además. Seguro que estaba acostumbrado al efecto
que causaba y no era la primera vez que se veía obligado a escapar de una
jovencita embelesada por sus encantos. Catherine negó con la cabeza. Él no
tenía por qué preocuparse, y ella tampoco. A menos que sus tíos celebrasen un
baile la próxima temporada, lo que no era muy probable, ella no sería invitada
a ninguno y no volvería a verlo. «Gracias a Dios y a William», añadió a sus
pensamientos.
Catherine recompuso
sus ropas, comprobó su bolsa y entró decidida en la tienda de la señora Potts.
Lo más conveniente sería que olvidara a ese caballero y lo extraño que había
sido ese encuentro.
—Buenos días, señora
Potts —saludó Catherine.
La propietaria de la
tienda, una mujer oronda de mediana edad, que sentía debilidad por sus propios
dulces y por los asuntos ajenos, se apartó de dos damas forasteras que trataban
de elegir unos guantes de entre la gran variedad que había expuestos sobre el
mostrador.
—Oh, señorita Devon,
qué alegría verla, ¿viene a recoger la seda que me encargó su querida hermana?
Acabo de recibirla y le he reservado tres yardas, ¡es absolutamente exquisita!
Catherine tragó
saliva. Emily, a sus dieciséis años, soñaba con su presentación en sociedad,
con bailes y con encontrar el amor verdadero. Una idea romántica que no
tardaría en desechar cuando fuese consciente de su precaria realidad.
—Me parece que ha
habido un malentendido, señora Potts. Creo que será mejor que disponga usted de
esas tres yardas.
—De ninguna manera,
señorita Devon —respondió la tendera mostrándole un libro de cuentas—. Fue su
tía, lady Sheanes, quien insistió en hacer el pedido y en pagar una señal.
—Disculpe entonces mi
error —admitió Catherine con aprensión al ver la firma de su tía junto a un
importe de seis chelines, por un total de dos libras. ¿A qué podía deberse que
su tía Agatha hiciese tal dispendio? ¿Y por qué Emily no le había comentado
nada?—. De todos modos —se apresuró a decir Catherine—, sí me gustaría ver unos
guantes.
—Deje que vaya a
buscarlos, solo será un minuto.
Catherine abrió de
nuevo su ridículo, con la esperanza de no haber extraviado ninguna moneda,
cuando la voz de una de las jóvenes que había a su lado atrajo su atención.
—Como lo oye, lady
Patricks, el duque de Blackshield, está aquí, en Kingston.
—¿De veras? En ese
caso, su familia, lady Fullerton, ha sido afortunada al encontrar esa
encantadora propiedad en alquiler cercana a Camberly.
—Oh, ciertamente
—respondió la dama—. Pero no menos afortunada que la suya, lady Patricks. Al
parecer, la casualidad se ha encargado de que ambas compartamos la suerte de
tener a tan distinguido vecino —añadió levantando las cejas—. Desde que el
viejo duque murió, no ha salido de su casa de Londres, y espero que la
proximidad y el aire fresco del campo, le hagan mostrarse más sociable.
«¿Camberly?», se
preguntó Catherine, tratando de hacer memoria. Recordaba vagamente un trágico
suceso ocurrido cuando ella tenía doce años. Ya había pasado una década desde
aquello, y los detalles del incidente habían sido poco conocidos, aunque muy
comentados en su momento. El carruaje del antiguo duque había sido asaltado en
el camino hacia Camberly, su mansión ancestral, cuando regresaba desde Londres
junto a su hijo, de dieciocho años. El anciano recibió un disparo en el pecho
al que sobrevivió solo unas horas, y el joven heredero fue herido de gravedad.
Siendo huérfano de madre, su abuela paterna, lady Crawford, se lo llevó de
Kingston y se hizo cargo de su convalecencia y educación. Nunca más volvió a
saberse de él, hasta ahora.
—¿Y bien? ¿Hay alguno
de su agrado?
La señora Potts la observaba
con los ojos entornados. Catherine dio un respingo.
—Todos son de seda…
—murmuró esta al fijar la vista en el mostrador.
—Por supuesto —repuso
la tendera—, como los de su hermana.
La campanilla de la
puerta tintineó, anunciando la llegada de un nuevo comprador.
La señora Potts
levantó el cuello para ver a los recién llegados, dos distinguidos caballeros a
los que no había visto antes por su tienda. El más alto y moreno se giró de
inmediato para estudiar unas barricas de roble apiladas junto a la entrada, y
el otro, un joven rubio, lo imitó acto seguido.
—Enseguida les
atiendo, señores, tan pronto como esta joven se decida.
Catherine oyó un
carraspeo impaciente a sus espaldas y sintió cómo el rubor ascendía por sus
mejillas. No había duda de que los caballeros tenían prisa y no les agradaba
esperar.
—Esperaremos, señora,
no se preocupe —dijo el caballero rubio en tono afable, desmintiendo las prisas
de su acompañante.
Catherine dudó que el
desagradable rugido gutural proviniese de la misma voz y no se volvió para
averiguarlo. Hacía tiempo que había dejado de sentir interés por los
caballeros, y menos aún por los maleducados.
—¿Cuánto cuestan,
señora Potts? —preguntó ella, ansiosa.
—Ocho chelines, un
buen precio, considerando el fino bordado.
—¿Y sin bordados? Así
serían más fáciles de combinar… —propuso Catherine, aunque el verdadero motivo
era que su presupuesto no iba más allá de tres chelines.
—Lo siento, querida,
he vendido los últimos. Puedo ofrecérselos de algodón, aunque también puede
reservar uno de estos y volver otro día.
—No, no, no será
necesario, me llevaré los de algodón. Blancos, por favor.
—Está bien, son
cuatro chelines —dijo la tendera mientras abría un cajón a su derecha.
—Discúlpeme, acabo de
acordarme de que tengo en casa unos sin estrenar —declaró Catherine, a la vez
que aferraba su bolsito para ocultar las deterioradas puntas de los dedos de
sus guantes. Solo esperaba que su rostro no se hubiera sofocado y ahora se
mostraran sus mejillas sonrojadas por el mal rato que estaba pasando.
De nuevo, sonó una
tos insistente junto a la puerta. Catherine, sin esperar a que se repitiera, se
despidió de la señora Potts para marcharse. Ya había pasado suficiente
vergüenza y no quería que por su tardanza esos caballeros reparasen en su
presencia y la descubrieran perturbada.
Decidida a marcharse
de forma discreta, se dio la vuelta, deteniéndose unos segundos. Solo le hizo
falta alzar la vista y contemplarlo para reconocerle.
Uno de los
caballeros, el más impaciente y de cabello oscuro, era el mismo desconocido que
la había ayudado en la calle. El mismo que había clavado sus ojos en ella y la
había hecho estremecer.
Por unos segundos
dudó en acercarse, pero sus buenos modales pudieron más que su pudor. Por la
forma en que él evitaba su mirada, Catherine no sabía si la había reconocido, y
una parte de ella, la más osada, quería averiguar si la recordaba. Aunque para
ser honesta, lo que más le intrigaba era averiguar si él también se sentía
tembloroso ante su presencia.
Resuelta a averiguarlo, caminó hacia él con
paso enérgico, sin querer que él tuviera tiempo para salir de la tienda.
—Buenos días, señor,
no pude agradeceros vuestra gentileza hace unos minutos —le dijo al caballero
que llevaba un sobretodo con cuellos de zorro. Su perfil, hermoso y aristocrático,
con unas cejas negras y bien arqueadas sobre las largas pestañas, la nariz
recta y labios sinuosos, no se movió una pulgada, excepto por el sutil
fruncimiento de su boca.
Su respuesta, o más
bien la falta de esta, enfadó a Catherine, sobre todo al evidenciar que él no
se había perturbado al verla. Es más, parecía que incluso le desagradaba
tenerla frente a él, como si fuera un insecto o algo que le molestara. El
orgullo de Catherine pudo más que su educación y, tras meditar si propinarle un
puntapié para responder a su leve mueca, ella respiró hondo, y murmuró en un
tono lo bastante alto para que él la escuchara: «se le habrá comido la lengua
el gato». Después, salió erguida de la tienda, pues aunque la había humillado
por el desplante, jamás le daría la satisfacción de que él lo supiese ni
mostraría una actitud apocada.
Lo que Catherine no
vio al marcharse, fue la sonrisa que apareció en el rostro del caballero cuando
la vio alejarse orgullosa. Muy pocas mujeres habrían reaccionado como ella, ya
que la mayoría habrían agachado la cabeza y se habrían marchado sin más. Sin
lugar a dudas, esa dama tenía agallas y un temperamento de mil demonios. Igual
que el suyo.
—Eso no ha sido muy
cortés —afirmó el caballero rubio, ajeno a los pensamientos de su compañero.
Miles Lowell, quinto
duque de Blackshield, le clavó sus pupilas azules.
—Hace mucho tiempo
que no ejercito las reglas de la cortesía, querido primo, el mismo que tampoco
recibo sus placeres —repuso a la defensiva.
—Pues creo que ya es hora de que eso cambie,
Miles. Tu vuelta a Camberly es un nuevo comienzo, y sabes que puedes contar
conmigo para ello.
—En ese caso, te
ruego que me hagas un favor. Una compra siempre es un buen comienzo, y me
gustaría adquirir el artículo que la dama dejó olvidado.
Edward FitzJames
abrió los ojos como platos, agitó su rubia cabeza bajo el sombrero alto y
sonrió encantado. Había visto el brillo en los ojos de la mujer cuando se había
acercado a Miles, del mismo modo que observó cómo el fulgor se volvía más
intenso ante la ofensa de este.
Conocía muy bien a su
primo y sabía que le encantaban los retos, y esa muchacha, al haberlo
enfrentado con su mirada provocadora, le había dado motivos para aceptar su
desafío.
Edward se dirigió al
mostrador con una sonrisa triunfante sabiendo que su estancia sería de todo
menos aburrida.
—¿Ha sido fructífero su viaje, señorita Devon? ¿Encontró lo que buscaba?
Catherine hizo una
pausa antes de responder. Recordó el encuentro con el caballero de ojos azules
y no supo qué pensar de él. Primero se había mostrado gentil con ella para
después ser un completo mal educado. Ese cambio había sido tan brusco que, si
no hubiera sido por sus ropas elegantes, ella habría pensado que no era un
caballero.
Suspirando, se
prometió que no volvería a pensar en él por mucho que su recuerdo la acosara.
—Sí, Stuart, más de
lo que esperaba.
El hombre se atusó
las canosas patillas y observó a la señorita Devon. La conocía demasiado bien
para saber que algo le había sucedido, pues había llegado alterada. Había visto
en más de una ocasión cómo su temperamento le había traído problemas, por lo
que se dijo que lo más seguro es que ella se habría enfadado con la dependienta
y que por eso había regresado en ese estado.
Siguiendo con su
cometido, continuó su viaje hasta Hammond Hall, ordenando a los caballos que se
detuvieran con un tirón de las riendas y un siseo apagado cuando llegaron ante
sus puertas. Sin querer hacerla esperar, bajó de su asiento de un salto y
extendió el brazo para ayudar a Catherine a descender.
—¿Y sus guantes,
señorita? —le dijo él al tomar su mano desnuda y temblorosa.
—Los perdí por el
camino. —Catherine se preguntó si la habría visto arrojarlos fuera del carruaje
cuando pasaban junto al río, y lo miró con expresión desafiante—. Gracias,
Stuart —rectificó enseguida en un tono conciliador—. Estoy algo cansada y creo
que he cogido frío. No le necesitaré mañana.
—Siento oírlo, espero
que se reponga —declaró él con sincera preocupación.
Catherine sonrió a
modo de respuesta ante su mentira. Estaba segura de que se recuperaría, porque
no iba a traspasar sus muros no solo al día siguiente, sino en todo un mes. Por
desgracia, el destino se puso en su contra, ya que nada más subir la escalinata
principal de Hammond Hall y entrar por la puerta, se encontró con una sorpresa.
Lo primero que pensó
al ver aproximarse a su hermana sin recato fue que había ocurrido algo muy
grave, pues su Emily era demasiado dócil y tranquila para perturbase.
Intentó encontrar una
explicación antes de que esta se le echara encima, y solo acertó a pensar que
le esperaba una buena bronca por hacer esperar a su tía.
Tía Agatha era muy
estricta en casi todo, pero en especial con el horario de las comidas, pues
consideraba una falta imperdonable que no se cumpliera cabalmente. Por suerte,
Catherine no tardó en averiguar qué era lo que perturbaba a su hermana, ya que
en cuanto estuvo lo bastante cerca como para no gritar, Emily le dijo desbordando
júbilo:
—¡Un baile,
Catherine! ¡Hemos sido invitadas a un baile! ¿No es maravilloso?
Un segundo después, y
sin que a Catherine le hubiera dado tiempo a asimilar la noticia, Emily fue a
su encuentro y se lanzó a sus brazos. Emocionada, hizo girar a Catherine un par
de vueltas y luego efectuó una graciosa reverencia como broche final a la
improvisada alemanda[1].
—¿Es cierto?
—preguntó Catherine en un impulso, aunque después se dio cuenta de que el
entusiasmo de la joven no podía achacarlo esta vez a su desbordante
imaginación—. Quiero decir… ¿a quién debemos el honor?
Como vio que su
hermana no respondía, miró a su tío Theodor y a su tía Agatha. Su tío era un
hombre de unos cincuenta y cinco años, de pelo canoso, algo entrado en carnes y
de grandes patillas y bigote, que hacía todo lo posible por mantenerse apartado
de sus sobrinas. Su tía, en cambio, era una mujer engreída y vanidosa que se
pasaba el día buscando defectos en sus sobrinas. Sobre todo en Catherine, a
quien había cogido una considerable aversión desde la ruptura de su compromiso
y el posterior escándalo.
Por ello no le
sorprendió que ninguno de los dos le respondiera, y continuaran su camino hacia
la sala del comedor. Cuando se giró y comprobó que su hermana se había calmado
y volvía a ser la dulce y recatada Emily, comprendió que tendría que esperar
para obtener respuestas.
Tragándose su genio,
suspiró y siguió a la comitiva. Ocuparon cada uno su sitio a la mesa y, hasta
que no estuvieron todos servidos, no se inició una conversación. Para su sorpresa,
fueron atendidos por una doncella bajita y delgada, a la que ella nunca había
visto antes, y a la que todos parecían ignorar como si no existiera. Cuando el
tiempo transcurrió sin que nadie dijera nada, Catherine perdió la paciencia y
rompió el silencio.
—¿Qué es eso de un
baile? —la pregunta de Catherine vino acompañada de una mirada de los
comensales.
Emily pareció haberse
quedado muda mientras mantenía la cabeza gacha y simulaba que estaba comiendo.
Por su parte, la tía Agatha se entretenía tratando de atrapar con demasiado
ahínco unos esquivos guisantes con su tenedor, y su tío, tras exhalar un
suspiro, dio un sorbo a su copa de vino y luego se aclaró la garganta.
—En lo sucesivo, te
agradeceríamos que fueses más puntual, querida —dijo él sin mirarla a la cara y
siendo más que evidente su cambio de tema—. La familia debe comer reunida,
según lo dicta el más elemental principio del afecto y la buena crianza.
Además, se enfría el faisán —añadió sirviéndose más clarete en su copa.
Catherine procesó la
información tan rápido como pudo, sin lograr descubrir dónde encajaban el
afecto y el faisán. El primero brillaba por su ausencia desde la ruptura de su
compromiso. Y el costoso manjar tampoco era un asiduo sobre el mantel, más
acostumbrado al simple pollo de corral.
—Tiene toda mi
consideración, querido tío —le respondió ella con ironía, mientras tomaba nota
de que rehusaba a contestar su pregunta. Motivo por el que más interés mostró
por su respuesta—, no volverá a ocurrir. ¿Sería tan amable de explicarme a
cambio este misterioso asunto del baile? ¿Quién ha tenido la audacia de
invitarnos?
Lord Sheanes desvió
la mirada hacia su esposa, quien aprovechó para meterse en la boca los
guisantes capturados.
—El conde de Trenton,
querida —declaró él al fin—. Será el próximo sábado —añadió, centrando la
atención en su plato.
Catherine sintió que
le faltaba el aire. William Hemley, su exprometido. Aquello no tenía sentido
alguno. Cuando ella lo rechazó el pasado otoño, se mostró furioso y juró que se
encargaría personalmente de que su familia no volviera a ser aceptada en
sociedad, lo que cumplió al pie de la letra, empezando por atribuirse la
cancelación de la boda. La ofensa había sido demasiado alta, pero solo
Catherine podía juzgar que estaba más que justificada. En una de sus visitas a
Hammond Hall, y en ausencia de sus tíos, él había intentado cobrarse un
adelanto de sus futuros derechos conyugales, en base al despreciable argumento
de que debía estar agradecida por que él se hubiese fijado en ella.
—¿El mismo que ha
esparcido el rumor de que soy una lunática desequilibrada? —bufó Catherine,
empuñando el cuchillo de la carne.
Lady Sheanes tragó
con visible esfuerzo y entornó los ojos, de un azul grisáceo y opaco.
—Tus modales no
hablan mucho en tu defensa, y todos sabemos que pudo ser mucho peor. Por suerte
para ti, lord Trenton se avino a las súplicas de tu tío y no hizo públicas tus
escandalosas cartas a un sirviente de sus establos, a pesar del dolor y la
vergüenza que le causaste.
—¡¿Y dónde están esas
famosas cartas?! ¡¿Cómo pudo creer semejante infamia, tía Agatha?! —Catherine
miró a Emily, quien la observaba con una expresión triste en su dulce rostro y
los dedos encerrados en los puños sobre la mesa—. Siempre he tratado de
comportarme como la hija que usted no tuvo, le he profesado mi cariño y mi
respeto, ¿y ni siquiera puedo tener su confianza?
Lord Sheanes
intervino cuando su esposa se mantuvo en silencio.
—El pueblo entero te
ha visto merodeando a diario por su propiedad a las horas más intempestivas. No
es una cuestión de confianza, sobrina, sino de aprovechar la oportunidad que
nos brinda lord Trenton para reparar tu maltrecha reputación y el buen nombre
de los Devon —declaró, moviendo el índice con gesto acusatorio.
Catherine respiró
hondo y contó hasta tres para tratar de calmarse.
—No tengo la culpa de
que sus caballerizas estén frente al río —murmuró—. Mi único interés era
dibujar las aves que cantan al amanecer en la orilla, no revolcarme en el heno
con un mozo de cuadras.
La doncella nueva,
que parecía invisible para todos, entró en ese momento y depositó en la mesa
una fuente de porcelana con una enorme lubina en un lecho de hongos. La
muchacha hizo una atropellada reverencia y se retiró a toda prisa con el mentón
pegado al pecho.
—¡Catherine! —exclamó
su tía cuando volvieron a estar a solas—. ¡No voy a consentir que emplees ese
lenguaje! Y menos en presencia del servicio. Ahora debes usar tu inteligencia y
dar el tema por zanjado, como hemos hecho nosotros —añadió en un tono suave,
pero firme.
—¿Asistiendo a un
baile? ¿Acaso eso hará que cesen las malas lenguas y que nos abran de repente
todas las puertas?
—La generosidad de
lord Trenton no se limita a un baile —dijo lord Sheanes con un carraspeo—, sino
a convertir a Emily en su esposa. Sin duda, eso hará mucho más que cerrar o
abrir las bocas y puertas de unos pueblerinos. Estamos hablando de la corte, y
tu tía y yo tenemos la obligación de pensar en el futuro de nuestras ahijadas.
«Querrás decir en el
vuestro», pensó Catherine. Ahora
entendía el origen de aquellas viandas, del tejido de seda y probablemente el
de la nueva criada. Si William había desembolsado este anticipo, el acuerdo era
cosa hecha, y ella podía hacer poco para impedirlo. Soltó el cuchillo y se
dirigió a su hermana con voz entrecortada.
—¿Tú lo sabías?
La muchacha pelirroja
estaba pálida, incapaz de articular palabra, y negó con la cabeza.
—Te rogué que
esperases un poco, querido —dijo su tía—. No había necesidad de armar este
revuelo durante la comida ni de alterar los nervios de nuestra Emily con tanta
urgencia.
—Está claro que sus
nervios y su bienestar no importan nada aquí, al igual que los míos —dijo
Catherine—, solo el dinero. Lord Trenton es un canalla cuya nobleza acaba en su
título. Jamás permitiré que mi única hermana caiga en sus sucias garras por
puro egoísmo.
—Estás siendo injusta
—afirmó lady Sheanes—. Con nosotros, contigo misma y sobre todo con Emily.
Hasta hace unos días, estaba condenada a ser una solterona pobre y amargada, o
siendo optimistas, a una vida vulgar al lado de un mercachifle sin rentas ni
posición. Puedes aspirar a eso si lo deseas, pero te aseguro que no hundirás de
nuevo el apellido de tu tío en el estiércol.
Emily dejó escapar un
leve sollozo, lo que solo aumentó la ira de Catherine.
—Antes aspiraría a
ser la esposa de un humilde minero que del conde de Trenton —dijo la morena.
—¡Pues que así sea!
—bramó lord Sheanes poniéndose en pie—. ¡Eres libre de marcharte a Cornwall y
buscar un marido cuando tu hermana se haya casado! ¡Ya he tenido demasiada paciencia
contigo! Mientras tanto, no quiero oír una sola queja más por tu parte.
—Por favor, Kitty…
—murmuró Emily.
Catherine vio el
brillo de las lágrimas en sus ojos color miel y otra clase de resplandor
iluminó los suyos.
—Intentaré
complacerle, querido tío. En todo.
—¿Un
minero de Cornwall? —preguntó Edward, divertido—. No has visitado tus minas
desde que eras niño —rio—. Lo único que sabes de ellas es que producen una
fortuna en cobre. No saldrá bien.
—Ese pequeño detalle
no debe conocerse —dijo Miles bajando de su caballo—, o echará al traste mis
planes.
—¿Los tuyos, o los de
tía Louise? —Edward desmontó a su vez y le entregó las riendas a un lacayo,
quien se las dio a continuación a un muchacho rubio y pecoso.
Al escuchar el nombre
de su tía Louise, Miles se estremeció, pues estaba harto del acoso de la
anciana. Si bien era una mujer encantadora, hacía ya unos años que le atosigaba
para que se casara y engendrara un hijo. Algo que Miles no creía posible, pues
su rostro destrozado solo producía aversión a quien lo mirara.
«Excepto a la joven
de la tienda» pensó con agrado, pero apartó ese recuerdo y continuó con su
discusión.
—Tía Louise solo
espera que elija una dama con la alcurnia suficiente como para representar el
papel de duquesa de Blackshield —respondió Miles mientras ascendían la
escalinata semicircular que conducía a la entrada principal de Camberly—. Pero
eso no es lo que necesito.
Edward se detuvo bajo
el portón, coronado por un escudo de armas tallado en la piedra.
—Estoy de acuerdo —dijo—,
pero el detalle que a mí me preocupa es que debas representar tú también un
papel para conseguirlo. No tienes por qué ocultarte —afirmó, al tiempo que
posaba su mano en el hombro de su primo—. Quien te conoce de verdad, puede
apreciar al instante la clase de hombre que eres.
Miles se bajó las
solapas forradas de piel de zorro y frunció los labios. Desde el asalto, cada
vez que salía a la calle, hacía todo lo posible por taparse la cara y pasar
desapercibido. Y aun así, siempre se sentía expuesto a las miradas curiosas y a
los murmullos, si bien nadie osaba ofenderlo con un comentario directo.
—Eso es exactamente
lo que pretendo, encontrar una joven que me aprecie por mí mismo, por ser Miles
Lowell, con más defectos que virtudes, y los dos sabemos que quien me conoce,
no es capaz de mirarme dos veces si no es para ver al duque. Tienes toda la
razón, Edward, yo tampoco creo que salga bien. Es más, estoy seguro de que será
un completo desastre —concluyó con una sonrisa—. ¿Te apetece un brandi?
El rubio bajó el
brazo y le devolvió el gesto. Nunca dejaría de sorprenderle la mezcla de
fatalidad y optimismo de su primo, y lo admiraba por ello. En realidad, todo lo
que Miles había dicho era cierto.
—Esa sí que es una
buena idea.
La biblioteca de
Camberly estaba impregnada del aroma de la cera de abeja de los muebles pulidos
y los pergaminos antiguos. Dos grandes ventanales dejaban filtrar la luz a
través de los pequeños vidrios montados en plomo, que hacían que esta se
expandiera con las franjas del arco iris sobre un robusto escritorio de caoba
adosado al muro. Las paredes, revestidas hasta el alto techo con la misma
madera y con los retratos familiares ricamente enmarcados, dotaban a la
estancia de una majestuosidad que no solo desafiaba el paso del tiempo, sino
que parecía alimentarse de él. Sobre la gran chimenea, la imponente imagen de
Su Excelencia, el cuarto duque de Blackshield, exhibía una perpetua expresión
decidida y vigilante.
—Él estaría muy
orgulloso de ti, Miles —dijo Edward, sentado en un sillón de terciopelo
encarnado—. No tuviste la culpa de lo que pasó, y saliste malherido por
protegerlo.
Miles apartó su
mirada del cuadro y negó con la cabeza.
—Por supuesto que
tuve algo que ver. Si no hubiese estrellado mi puño en la cara de Trenton, no me
habrían expulsado del internado. Mi padre sí trató de protegerme al ir a
Londres en mi busca, y mi arrogancia y rebeldía le costó la vida.
—Por Dios —suspiró
Edward—, la perdió a manos de unos bastardos ladrones. Pudo haber ocurrido en
cualquier ocasión, en cualquier lugar y a cualquier viajero. Los caminos nunca
han sido un lugar muy seguro de noche, ni siquiera para un duque.
—De veras que
agradezco tus esfuerzos —dijo Miles—, pero no lograrás convencerme. A
propósito, ¿pudiste averiguar algo?
Edward resopló y
siguió su mirada hasta el paquetito de papel de seda atado con una cinta de
raso azul, que él mismo había dejado al llegar sobre la mesa de naipes.
—Pensé que ya lo
habías olvidado —respondió—. Y todavía no sé cómo vas a pagarme el servicio
—añadió simulando fastidio—. Aquella mujer, la tendera, era insufrible.
—No lo he olvidado
—dijo Miles con intención—. ¿Quién es ella?
—La dama es oriunda
del pueblo, ahijada del vizconde Sheanes, su tío paterno, desde que ella y su
hermana quedaron huérfanas hace cinco años.
—Otra rica heredera
—apuntó Miles después de beber un sorbo de brandi.
—Te equivocas, primo.
Lord Theodor Devon fue quien heredó el único título y las tierras. El padre de
las jóvenes solo era un baronet que tomó decisiones poco acertadas con la
gestión de sus rentas y las dejó sin un chelín. —Edward miró a Miles unos
segundos, como si dudara en continuar su relato.
—Sé lo que estás
pensando —dijo este—. Con recursos o sin ellos, el principal objetivo de esa
belleza morena no será muy distinto al de cualquier dama de la corte: casarse
con un buen partido.
—Quizá lo fue en el
pasado —dijo Edward, hundiéndose en el sillón—, pero ahora le resultará
imposible.
—¿Por qué dices eso?
—preguntó Miles.
—Es curioso que su
nombre salga a relucir dos veces en solo cinco minutos… —murmuró Edward, sin
conseguir que su tono sonase despreocupado.
Miles abrió los ojos,
sorprendido, y luego los entrecerró con una expresión dura.
—¿Trenton? ¿Qué
diablos tiene que ver él en esta conversación?
Edward tomó aire y se
inclinó hacia delante.
—Al parecer, rompió
su compromiso con ella cuando solo faltaban unos meses para la boda.
—¿Con qué pretexto?
—dijo Miles con los labios apretados.
Edward vio que los
nudillos de su primo se habían vuelto transparentes alrededor del fino cristal.
Estuvo a punto de sonreír ante el evidente interés de Miles, pero optó por
contenerse.
—Alegó que su
prometida estaba aquejada de inestabilidad mental, sin más. Aunque apostaría mi
mejor caballo a que no la padecía antes de tratar con Trenton… —masculló—. Lo
innegable es que, involuntariamente o no, tu antiguo camarada arruinó para
siempre su reputación.
Miles apretó con
fuerza su copa y miró hacia un punto indeterminado al fondo de la sala. Saber
que el detestable comportamiento de Trenton había hundido a aquella joven, lo
puso furioso, ya que lo conocía lo bastante bien como para estar seguro de que
William se había basado en una vil y cruel mentira. Además, a raíz de su
encuentro fortuito, no vio en ella el más mínimo resquicio de locura. Más bien
de pasión, pero ese era otro asunto.
—¿Cómo se llama la
dama?
—Catherine —contestó
Edward después de una pausa—. Catherine Devon.
—Catherine… —dijo
Miles en voz baja. La luz de aquellos ojos verdes llegó hasta él a través de la
penumbra. Podía recordar al detalle cada uno de sus delicados rasgos, bellos e
inocentes, su sonrisa e incluso el sonido de su voz y cómo su rostro cambió
ante su enfado, haciéndola aún más encantadora.
—Escucha, Miles. —Oyó
decir a su primo—. Habrá muchas damas en el pueblo durante el verano. Quizá
sería mejor que destinases tus atenciones a alguna de ellas. Temo que tu
espontáneo interés por esta joven pueda traerte consecuencias igual de
inesperadas o incluso desagradables. Se trata de cerrar antiguas heridas, no de
reabrirlas.
—No —aseguró Miles,
sin mirarlo.
—¿No? —repitió
Edward, aunque ya sabía que iba a responder eso—. Estaba seguro de que no me
escucharías, pero debía intentarlo —dijo poniendo su copa en la mesa.
Miles se puso en pie
y se dirigió hacia el cordón trenzado del que colgaba la campanilla para llamar
al servicio. Tiró de él y se giró hacia su primo.
—Yo también he hecho
mi apuesta, y no estoy dispuesto a perderla.
Edward le sostuvo la
mirada. Al parecer, esa dama había impresionado a su primo de una forma mucho
más intensa de lo que él había creído. Por primera vez, se preguntó si la
señorita Devon sería un buen partido, o por el contrario una fuente de
problemas.
—Espero que no tengas
que arrepentirte y la dama valga la pena.
Miles le contestó con
una irónica sonrisa.
Catherine
salió al exterior y encontró a su hermana sentada bajo la pérgola del jardín
frontal. El sol se había ocultado tras unas nubes grises, y una brisa fresca
corría entre los setos de rosas y agitaba las copas de los fresnos. Emily había
escapado del comedor, presa de un llanto desconsolado, sin detenerse siquiera a
coger su chal. A pesar del descenso de la temperatura y el temblor de sus
hombros desnudos, su rostro tenía el mismo tono encendido de los capullos
apenas abiertos. La imagen conmovió a Catherine. Emily era como uno de esos
brotes nuevos, hermosa y delicada, pero a merced de las sacudidas del viento y
de ser cortada antes de florecer.
—Vas a constiparte
—le dijo Catherine mientras la cubría con su chal—. Por favor, ven conmigo
adentro.
Emily la miró con los
ojos enrojecidos.
—No puedes dejar que
lo haga, te lo ruego, tienes que impedirlo —le dijo cogiéndole las manos.
Catherine sintió una
opresión en el pecho ante la fuerza de su súplica. Emily sabía que Trenton era
un monstruo desde que este usó el pretexto de aquellas cartas falsas para
romper su compromiso. Ella la había defendido, negando con fervor su
autenticidad ante sus tíos, aunque no sirvió de nada, pues estos decidieron
imponer sobre Catherine una férrea vigilancia y una indiferencia de hielo, con
la vana esperanza de que la deshonra no transcendiera y solo la tocara a ella.
Aun así, Emily parecía demasiado afectada.
—Te prometo que tío
Theodor no se saldrá con la suya. No debes tener miedo, ni a él, ni a Trenton
—afirmó Catherine para alentarla a hablar.
Emily, lejos de
tranquilizarse, comenzó a llorar.
—Oh, Catherine, tengo
que confesarte algo, tienes que perdonarme… ¡Estaba tan asustada!
Catherine se contagió
de la angustia de su hermana, pero trató de conservar la calma.
—No hay nada en el
mundo que me importe más que tú. Cuéntamelo, sea lo que sea, quizá no es tan
grave como crees…
—¡Lo es! —clamó
Emily—. ¡Lo vi todo! ¡Y ahora no soporto la sola idea de que pueda tocarme!
—¿A qué te refieres? —preguntó
Catherine con un nudo en la garganta, aunque ya sabía la respuesta.
—Al día en que él
vino de improviso. Cuando me sentí mejor de mi jaqueca, decidí bajar al salón,
pero me quedé paralizada en las escaleras. Quise gritar, Catherine, ¡y ningún
sonido salió de mi boca!
—¿Cuánto tiempo
permaneciste allí? —dijo esta con un hilo de voz.
—El suficiente para
saber que es un canalla y que no consiguió lo que pretendía. Entonces mis pies
me obedecieron y salí tras él. Tuve que elegir entre quedarme a consolarte y
abofetearlo, como él te había hecho. Pero cuando te vi arrodillada en el suelo,
venció el odio que sentía en ese instante y no me detuve. Ese fue mi error,
querida Catherine. Si hubiese puesto en primer lugar tus sentimientos, él no
habría podido vengarse de ti como lo ha hecho. ¿Podrás perdonarme, por favor?
Catherine acarició su
mejilla húmeda.
—William es el único
responsable de lo que ocurrió, y nada de lo que tú hicieras podía influir en su
venganza —le aseguró.
—Sí que lo hice —se
lamentó la muchacha—, lo amenacé con denunciarlo a la justicia, y entonces él
se inventó la existencia de aquellas infames cartas. ¡Todo ha sido culpa mía!
—Has llevado una
carga muy pesada, querida Emily —dijo Catherine—. Me guardé mi secreto para
ahorrarte un sufrimiento gratuito, y ahora me duele el corazón al comprobar que
no lo he conseguido. ¿Por qué no acudiste a mí?
—Me dijo que haría
que te internasen en Bedlam si hablaba de lo ocurrido, incluso contigo, ¿lo
entiendes ahora? —dijo Emily secándose las lágrimas.
Bedlam. El asilo para
dementes del Hospital de Saint Mary de Bethlehem en Londres. Emily sintió que
un escalofrío recorría su columna vertebral. Un lugar espantoso, donde cada
martes, los curiosos podían presenciar las miserias de los lunáticos de la sala
de incurables previo pago de un penique. Catherine no tuvo duda de que Trenton
la habría recluido allí sin ningún esfuerzo ni remordimiento y luego habría
tirado la llave. Quizá su tía Agatha tenía razón. Era afortunada, después de
todo. Las murmuraciones que levantaba a su paso y la posibilidad de convertirse
en una solterona, le parecían ahora un paraíso, comparado con las horribles
consecuencias que la venganza de Trenton le podría haber acarreado.
—Y sé que era capaz
de hacerlo, Catherine —dijo Emily, como si hubiese leído sus pensamientos—. Se
jactó de que nadie daría crédito a las acusaciones de una jovencita sin fortuna
contra el conde de Trenton, y no solo por sus influencias y posición, sino
porque esas cartas despejarían cualquier sospecha sobre su inmoralidad, de
surgir alguna, y probarían la tuya.
Catherine asintió en
silencio. Ambas habían quedado atrapadas en la telaraña de William, pero ella
ya había decidido que él no iba a devorar a su hermana.
Durante horas, había
pensado qué hacer para impedir la boda y por fin había encontrado la forma de
cortar los siniestros hilos. De hecho, la solución era demasiado simple y a la
vez representaba un desafío casi imposible. Si quería impedir que su hermana
cayera en las garras de William, debía encontrar un marido para sí misma. Si se
casaba, su esposo podría tomar a Emily como ahijada, en lugar de su tío, y
estaría a salvo. Aunque Catherine tuviera que someterse al yugo de un
matrimonio no deseado, sería un bajo precio por la libertad de su hermana.
El problema residía
en que debía encontrar a un marido pronto o todo estaría perdido. Por
desgracia, hacía tiempo que Catherine no tenía pretendientes, por lo que
tendría que buscar a alguien tan necesitado de una esposa como ella de un
marido.
—Lo siento muchísimo,
cariño —le dijo dejando atrás sus pensamientos—, pero te prometo que haré lo
imposible para arreglarlo. Ahora, vayamos dentro, estás helada.
Emily le devolvió el
chal a su hermana y le sonrió.
—Las dos lo estamos.
Creo que nos vendría bien un té —dijo mientras se ponía en pie y le tiraba del
brazo para que se levantara. Salieron de la pérgola y comenzaron a caminar por
el sendero enlosado que atravesaba el jardín y conducía a la casa, pero el
sonido de unos cascos cerca de la verja las hizo girarse.
Cuando el jinete
llegó hasta ellas, desmontó y luego se descubrió la cabeza, inclinándola con
cortesía.
—Les ruego disculpen
mi intromisión —dijo el recién llegado—. Mi nombre es Carlton, ayuda de cámara
del conde de Seaward. ¿Es usted la señorita Catherine Devon? —preguntó,
dirigiéndose a la morena de brillantes tirabuzones.
—Sí, soy yo
—respondió Catherine, sin entender—. No tengo el placer de conocer a lord
Seaward. ¿Cuál es el motivo de su visita, señor?
—Milord acaba de
llegar a Kingston después de un cansado viaje en compañía de un amigo. Vengo en
nombre de este —explicó el hombre de pelo castaño—. Al parecer, hubo un
desafortunado malentendido con usted esta mañana en el establecimiento de la
señora Potts.
Catherine lo miró,
perpleja. Sin duda, se refería al desconocido de hermosos ojos azules que la
había ayudado a recoger sus monedas y que luego la ignoró de la forma más
grosera cuando ella quiso darle las gracias. Ahora tenía la oportunidad de
resarcirse de su insulto y de su propio error al intentar llamar su atención.
Porque eso era justo lo que había hecho, pensó mortificada, disfrazando su
interés con el orgullo herido y el agradecimiento, y él lo había identificado y
rechazado en el acto.
—No había necesidad
de una disculpa formal —dijo Catherine con sequedad—, pues no le concedo a tal
malentendido la más mínima importancia.
El ayuda de cámara
inclinó de nuevo la cabeza.
—Celebro oírlo —dijo
este—, sin embargo, el causante del mismo lo lamenta con sinceridad, y me ha
rogado que le transmita el motivo, que no es otro que un mal de garganta que le
ha privado del habla durante una semana y del que apenas ha comenzado a
recuperarse.
—Está bien —contestó
Catherine, aunque algo le decía que le estaba mintiendo—. Transmita mis deseos
de mejoría al señor… creo que no ha mencionado su apellido.
—Lowell —respondió el
ayuda de cámara al instante—. También me rogó que le entregase esto —dijo
mientras sacaba del bolsillo de su gabán un paquetito envuelto en papel de
seda.
Catherine observó el
objeto con estupor y después miró de reojo a su hermana, que hacía un visible
esfuerzo por no intervenir.
—No considero
apropiado recibir ningún regalo del señor Lowell —repuso ella, envarada.
—No se trata de un
regalo. Lo olvidó usted sobre el mostrador de la tienda. Por favor, le ruego
humildemente que lo tome, o mi viaje habrá sido en vano —dijo él con el brazo
extendido.
Catherine estudió el
envoltorio más de cerca. Adherida al papel, había una nota sellada con lacre, y
en la que figuraban las siglas M.L. escritas
en una elegante grafía.
Ni siquiera cuando el jinete atravesaba ya la verja de Hammond Hall, de regreso al camino, Catherine supo por qué lo había aceptado.
—¿Quién
es el conde de Seaward? —preguntó Emily mientras subía las escaleras junto a
Catherine—. Ha sido tan gentil de enviar la compra que olvidaste… —dijo en tono
soñador—. Estoy segura de que su amigo es igual de afable —agregó—. ¿Quién es?
¿Qué pasó en la tienda? ¿Y por qué fuiste tan dura con el emisario?
—¿A qué debo contestar
primero? —Catherine puso los ojos en blanco para fingir que su perturbación y
desconcierto se debían al asedio de su hermana.
—Elige tú misma —rio
Emily—. Imagino que todas las respuestas son igual de interesantes.
—Pues te equivocas,
querida —dijo Catherine a la vez que abría la puerta de la alcoba que
compartían. Emily la siguió al interior y miró por encima del hombro de
Catherine cuando esta se sentó frente al tocador—. Lo único que ocurrió es que
se me cayó mi ridículo frente al escaparate de la señora Potts y un desconocido
me ayudó a recogerlo —explicó con aire anodino—. No me contestó cuando le di
las gracias, pero ahora está todo aclarado.
—Qué extraño… —dijo
Emily, pensativa—. Al menos podría haber respondido con un gesto… Aunque lo más
probable es que se sintiese cohibido por tu belleza, ¿no te consuela la idea?
—preguntó dando un saltito hacia delante—. ¿Es bien parecido?
A Catherine la tomó
por sorpresa su pregunta. Miró a su hermana y le dedicó una sonrisa forzada. Si
se le ocurría mencionar que aquel hermoso y masculino perfil la había
perturbado hasta robarle el aliento, se adentraría en una conversación sin fin.
—¡Lo sabía! —exclamó
Emily—. Por favor, lee la nota, ¡no puedo soportar la intriga!
—No tengo el menor
interés en saber qué dice el señor Lowell —dijo Catherine mientras abría un
cajón del tocador y guardaba el papel doblado bajo unos pañuelos de organdí.
—No puedes engañarme,
Catherine —dijo Emily, decepcionada—. Y espero estar presente cuando sucumbas a
la curiosidad. Creo que deberíamos bajar a cenar —añadió dirigiéndose hacia la
puerta—. ¿Vienes? —preguntó al ver que Catherine continuaba sentada.
—Iré enseguida —le
respondió esta sin mirarla.
—No tardes, sabes que
a los tíos no les gusta que te retrases —dijo con una expresión de tristeza
antes de marcharse.
Catherine recordó la
desagradable escena que había tenido lugar en el comedor. La amenaza que
William representaba aún flotaba en el aire como una sombra pesada y maligna.
¿Cómo podía tener el poder de aplastar desde la distancia cualquier rastro de
esperanza? Mientras trataba de retener en sus oídos las risas de su hermana,
abrió el cajón y sacó la nota.
Rompió el pequeño
cierre de lacre rojo y desdobló el papel. Las letras, pulcras y sencillas,
ocupaban cuatro líneas.
«No
puedo expresar cuánto me aflige no haber encontrado esta mañana las palabras
para corresponder a las suyas. Le ruego su perdón y que acepte esta humilde
muestra de admiración y respeto, nada comparable al valor de quien lo inspira.
Su servidor,
M. Lowell».
A medida que
Catherine leía, su pulso se fue acelerando. Leyó el mensaje una segunda vez, y
los renglones se fundieron unos con otros por el temblor de sus manos. Deshizo
el envoltorio con torpeza, y la suavidad de la costosa seda bordada acarició
sus dedos. Se probó los guantes y se dejó envolver por la calidez de su tacto.
De pronto, la sombra se había evaporado y podía ver con claridad. Había
encontrado lo que buscaba. M. Lowell, fuese quien fuese, iba a ser su marido.
Miles
permanecía de pie en su recámara, con los brazos extendidos y el gesto ceñudo
mientras su sastre, recién llegado de Londres, le daba los últimos retoques al
nuevo traje que acababa de confeccionar.
—Solo tardaré un
minuto, Su Excelencia —dijo el señor Fuller, confundido porque la escasa
paciencia del duque en estas ocasiones parecía mayor a la acostumbrada—. Si
tiene la bondad de girarse, podrá apreciar la exactitud y elegancia de la
hechura.
—No es necesario, un
traje es un traje, solo debe parecerse a los otros —dijo Miles, negándose a
mirarse al espejo.
Edward, sentado
frente a él con una copa en la mano, asintió con una mueca.
—En efecto —dijo—, es
exactamente igual a todos los que tienes en el guardarropa. De una simpleza
exquisita, sin mangas bordadas ni lazos superfluos.
—Milord tiene razón
—se apresuró a decir el sastre, con el rostro iluminado—, si me permitiese
añadir algún adorno, estoy seguro de que estaría satisfecho del resultado. He
recibido unos encajes de París que son muy apreciados en la Corte.
Miles fulminó a
Edward con la mirada.
—Gracias, Fuller,
pero ya me siento satisfecho. Puede marcharse.
El hombre se inclinó
con un suspiro y salió de la habitación.
Miles se quitó la
levita de terciopelo burdeos y se puso un banyan,[2]
confeccionado con una llamativa seda bordada en tonos jade y granate.
Edward rio con ganas.
—Me sorprende que aún
siga intentándolo —declaró—. Debes de ser todo un reto para su arte creativo.
Lo mejor será que no te vea de esta guisa o no te lo quitarás de encima.
Miles ignoró su
chanza y se sirvió una copa de brandy.
—¿Puedo entrar?
—preguntó Carlton abriendo la puerta.
—Adelante —dijo
Miles, con un tono más urgente del que pretendía—. ¿Cumpliste tu encargo?
—Por supuesto
—contestó el ayuda de cámara—. Pero la dama en cuestión parecía estar dispuesta
a evitarlo a toda costa.
—¿Por qué? —le espetó
Miles—. Habla, quiero saber todos los detalles.
El hombre abrió la
boca para responder, pero Edward lo interrumpió.
—En verdad, enviaste
al buen Carlton a una misión harto compleja —dijo, y luego bebió un sorbo de
brandy—. Incluso desde la distancia, puedo afirmar sin temor a equivocarme que
es una auténtica rosa inglesa, aunque con unas temibles espinas.
Miles se giró hacia
él como un resorte.
—¿Cómo? ¿Es que has
acompañado a Carlton?
—Solo hasta la verja
—respondió Edward—. Después me di la vuelta y no me avergüenza confesar que
espié detrás del muro.
—¿Por qué has hecho
eso? —dijo Miles con los ojos entrecerrados.
—Simple curiosidad.
Aunque ahora estoy mucho más intrigado. La hermana es un ser celestial —afirmó
elevando el brazo a modo de brindis—. Hay algo peculiar y cautivador en su
rostro y en toda su persona que no sabría definir…, pero supongo que será mi
imaginación —concluyó, desviando la mirada hacia su copa.
—No eres demasiado
imaginativo —replicó Miles—. ¿No te habrás enamorado a primera vista? —lo
aguijoneó para hacerle pagar su gesto sobreprotector.
Edward levantó la
cabeza y lo miró a los ojos.
—Soy inmune a los
dardos del amor. Pero eso ya lo sabes.
Miles lo observó con
atención. Su primo no había vuelto a ser el mismo desde la muerte de su
prometida hacía ya un año. Se había encerrado en su caparazón y no había vuelto
a interesarse por ninguna joven. Aunque muchas lo intentaron, ninguna consiguió
borrar el recuerdo de Elizabeth, a quien había amado profundamente. Espació sus
visitas a la Corte, a los bailes y a los teatros, parecía que se lo había
tragado la tierra, hasta que seis meses después fue a visitarlo a su casa de
Londres y se instaló allí de forma indefinida. Edward se había convertido para
él en un hermano con el que compartía mucho más que la sangre. Ambos vivían
bajo una coraza.
Miles asintió para
sí. Si su primo se empeñaba en hacerlo salir al exterior, lo arrastraría
consigo. Y la hermana de la señorita Devon sería la fuerza motriz que usaría
como palanca.
—Por cierto —dijo
Edward—. Si vas a preguntarme por su expresión al leer tu nota, siento no poder
complacerte —declaró devolviéndole la puya—. Tu bella dama se despidió de
Carlton sin molestarse en abrir el paquete.
—En efecto, milord
—corroboró este—, pero eso no significa que no deseara hacerlo —añadió alzando
las cejas.
Miles resopló con
fastidio. Ahora, Edward contaba con un nuevo aliado. Carlton, además de su
secretario, era también su amigo y confidente. Formaba parte de su casa desde
que Miles era un niño, y lo conocía mejor que nadie, mucho más que el propio
Edward. El hombre bajito y castaño, solo unos años mayor que el duque,
servicial y de gesto adusto, siempre trataba de aligerar su malhumor con una
fina ironía y un apoyo incondicional. A Miles le gustaba ponerlo a prueba, pero
su secretario se mantenía firme en el mismo, sin dejar de saber cuál era su
lugar.
—¿Qué le dijiste de
mí? —le preguntó Miles.
—Me atuve a la verdad
cuanto me fue posible —respondió Carlton—. Conservé el apellido de milord,
Lowell, ya que no es infrecuente en la zona, pero oculté el nombre. Y su
residencia sigue siendo Camberly, al igual que la del conde de Seaward, en
calidad de invitados del marqués de Blackshield. También dejé caer que milord
posee unas minas en Cornwall, que solo aportan lo suficiente para vivir.
—Eso facilitará las
cosas —aprobó Miles.
—Por el bien de todos
—dijo Edward—, espero que así sea.
Catherine
cerró de nuevo el paquete y ató la cinta con un apretado nudo. Después de la
cena, la casa se había quedado en silencio, sus tíos se habían retirado a su
alcoba, y Emily había caído en un profundo sueño, vencida por el cansancio y
las emociones de ese día.
Abrió con cuidado la
puerta y miró a su hermana antes de marcharse. La había arrastrado hasta esta
situación, y ahora tenía que reparar el daño. No le importaba los medios que
tuviese que utilizar, y estos guantes de seda eran su salvoconducto. Si no lo
usaba cuanto antes, puede que el señor Lowell emprendiese su viaje de regreso y
entonces ella perdería su única oportunidad. Por muy descabellado que
pareciese, su atrevimiento al hacerle aquel regalo, podría justificar el suyo
propio. Cerró tras de sí y bajó los escalones paso a paso, alerta a cualquier
ruido que llegase del piso de arriba. Cuando salió al exterior, la luna llena
iluminaba con una luz plateada el jardín de fresnos y sauces. Comenzó a caminar
hacia el establo, pero el crujido de unas pisadas sobre la gravilla la detuvo
en seco.
—Señorita Devon,
¿puedo ayudarla? —preguntó Stuart cuando ella se giró.
—No, no se preocupe
—dijo Catherine, intentando mostrarse tranquila—. Mi amiga, la señora Stephen,
va a dar a luz, y deseo estar a su lado. —A Martha, su amiga de la infancia,
aún le faltaban dos semanas para salir de cuentas, pero Catherine pensó que
Stuart no tenía forma de saberlo—. Por favor, vuelva a la cama, no quería
molestarle.
Stuart asintió
pensativo unos segundos.
—No es ninguna
molestia. Ensillaré a Pepper[3].
Catherine le dio las
gracias y esperó a que Stuart saliera trayendo de las riendas a su yegua, un
animal noble y tranquilo, con el pelaje salpimentado en gris y negro como
indicaba su nombre.
Apoyó el pie en el
estribo y se acomodó en la silla al estilo amazona, propio de una dama.
—Gracias, Stuart,
será una visita breve, puede que el niño ya esté en el mundo cuando llegue al
pueblo. No me espere levantado.
—Por supuesto que la
esperaré, señorita. Sabe que puede contar conmigo para lo que sea, a cualquier
hora.
Catherine curvó los labios, ya no estaba tan segura de que Stuart hubiese creído su excusa. Sacudió a Pepper en los ijares con suavidad y se puso en marcha hacia Camberly.
[1] Danza alegre de compás binario, en la que
intervenían varias parejas de hombre y mujer.
[2] Prenda
usada por hombres y mujeres europeos a finales del siglo XVII y XVIII,
influenciada por el kimono japonés traído a Europa por la Compañía Holandesa de
las Indias Orientales a mediados del siglo XVII.
[3] «Pimienta».
No hay comentarios:
Publicar un comentario