PÁGINAS

sábado, 30 de julio de 2016

FRAGMENTO: Teresa Maderiros

La maldición del castillo 
de Teresa Medeiros

-¡Mirad! Ahí está Gwennie, arriba de ese árbol. ¡Y luego dicen que los cerdos no vuelan!
Chillonas carcajadas sacaron a Gwendolyn de su ensoñación. Miró hacia abajo, vio el círculo de niños riendo y empezó a erizársele la piel con un muy conocido miedo. Tal vez si no se daba por aludida de sus burlas, se marcharían.
-No sé para qué pierdes el tiempo ahí arriba, cuando todas las bellotas están en el suelo -gritó Ross, el fornido hijo del herrero, palmoteándose la rodilla, muerto de risa.
-Ay, Ross, calla -rió Glynnis, la hermana de doce años de Gwendolyn, cogiéndose de su brazo y agitando sus rizos castaño rojizos-. Si dejas en paz a esa pobre cría te dejaré robarme un beso después.
La hermana de once años, Nessa, de cabellos más dorados que rojizos, se cogió del otro brazo de Ross torciendo el morro coquetamente.
-Guárdate tus labios para ti, muchacha. Ya me ha prometido sus besos a mí.
-No os preocupéis, muchachas –dijo Ross, apretándolas hasta hacerlas chillar-. Tengo besos para todas. Aunque me costaría más besos de los que tengo para bajar a esa hermana vuestra.
-¡Vete, Ross y déjame en paz! -gritó Gwendolyn, sin poder contenerse.
-¿Y qué harás si no me voy? ¿Tirarte sobre mí?
Todos se desternillaron de risa, aunque Glynnis y Nessa medio se taparon la boca para disimularla.
-Habéis oído a la dama, dejadla en paz -dijo una voz desconocida, por encima de las risas.
La voz de Bernard MacCullough era más suave y profunda de lo que había imaginado Gwendolyn. ¡Y la llamó dama! Pero la maravilla ante eso dio pronto paso a la humillación, al comprender que é1 lo había oído todo. Mirando a través de las ramas, lo único que veía de su defensor era la coronilla de su cabeza y las brillantes puntas de sus botas.
Ross se giró hacia el intruso.
-¿Y quién diablos eres tú para...?-La voz se le perdió en un graznido, se puso rojo, luego blanco, y fue a hincar una rodilla al pie del hijo de su jefe-. N-no s-sabía que era usted, m-milord -tartamudeó-·. P-perdóneme.
Bernard le cogió la camisa y lo puso de pie. Ross era mucho más corpulento que Bernard, lo sobrepasaba en bastantes kilos, pero tuvo que estirar el cuello para mirarlo a los ojos.
-No soy tu señor todavía, pero lo seré algún día -le dijo Bernard-. Y debo advertirte que jamás olvido una injusticia hecha a uno de los míos.
Gwendolyn se mordió el labio para que dejara de temblarle, sorprendida de que los insultos de los muchachos no la hicieran llorar y en cambio la amabilidad de é1 sí.
Ross tragó saliva.
-Sí, milord. No olvidaré esa advertencia.
-Procura no olvidarla.
Aunque Ross se llevó mansamente a los demás del claro, Gwendolyn captó la mirada furiosa que dirigió a la copa del árbol, lo que significaba que después la haría pagar su humillación.
Enterró las melladas uñas en la corteza del árbol, comprendiendo que habían hecho exactamente lo que les había pedido; la habían dejado en paz.
Y sola con él.
Apoyó la mejilla en el tronco, rogando a Dios que la hiciera desaparecer dentro de él, como un tímido trasgo del bosque. Pero una flemática voz le aplastó la esperanza.
-Se marcharon. Ya puedes bajar.

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