PÁGINAS

viernes, 24 de junio de 2016

EL PERRO: 3º parte

Relato Ampliado


EL PERRO, Una historia de amor
De
Sonia López Souto






Hace un maravilloso día de verano. Con el sol en pleno apogeo, apetece salir fuera a pasear. Cojo mi gorra favorita y la coloco como puedo para cubrir mi cabello mal peinado. Tengo unos rizos demasiado rebeldes, incapaces de ajustarse a una coleta.
Antes de salir me miro en el espejo de la entrada. Pasable es la palabra que se pasa por mi mente al ver mi reflejo. Nunca he sido coqueta, no me preocupa estar guapa sino cómoda. Llevo ropa deportiva, lo mejor para caminar. Si mis amigas me viesen dirían algo como que así jamás encontraré novio, pero eso es algo que tampoco me preocupa en este momento. Estoy conforme con mi vida.
Mis pasos me llevan al parque que hay junto a mi casa. Es grande y tiene muchos senderos por los que pasear, sin llegar a resultar monótono. Cada día puedes elegir uno y aún así tardar en repetirlos. Además, hay zonas para merendar, zonas de juegos para los más pequeños y muchos bancos a lo largo de los senderos principales para descansar. Por eso me gusta tanto el sitio y por eso acudo a él cada vez que tengo oportunidad.
En esta ocasión elijo uno de los senderos más apartados. No me apetece encontrarme con nadie, quiero estar sola con mis pensamientos. Ha sido una semana dura en el trabajo y lo menos que necesito ahora es tener que sonreír más y saludar a la gente a mi paso. Ya he tenido suficiente de eso para todo el fin de semana.
A lo lejos quedan ya los gritos de los niños y me encuentro sumergida en plena naturaleza. Es como haber salido de la ciudad, sin haberlo hecho realmente. Otra de las razones por las que me gusta el parque. Ajusto la gorra a mi cabeza cuando el sol me da en los ojos, sin dejar de caminar. Para que el paseo haga su trabajo, el ritmo ha de ser constante.
Tuerzo a la derecha junto al gran roble, alejándome todavía más de las zonas más ruidosas del lugar. Aumento un poco el paso para intentar gastar más calorías, aunque lo que busco realmente es liberar tensiones. Ni siquiera noto que delante de mí hay alguien hasta que escucho su voz advirtiéndome.
-Cuidado.
Levanto la vista para buscar el peligro pero es demasiado tarde. El peligro me encuentra. Una gran mole peluda planta sus patas sobre mí y me hacer perder el equilibrio, al no esperármelo. Me caigo al suelo sin poder evitarlo, pero me siento afortunada de que sea mi trasero y no mi cabeza quien se lleve la peor parte. Cuando noto una lengua pegajosa raspando mi rostro, empiezo a reír descontroladamente. Esta situación me parece surrealista.
-Lo siento –la voz que me había advertido antes suena ahora muy cerca– Jamás había hecho algo así. No sé qué le pasa.
Elevo mi vista hacia el hombre en cuanto me saca al perro de encima y me quedo paralizada. He dejado de reír también. Jamás en mi vida he visto a nadie tan guapo. No es el típico hombre de revista, con un cuerpo de infarto, de esos que se trabajan en gimnasio; o un rostro perfecto con sus ojos de exótico color, su masculina mandíbula y unos tentadores labios. Para nada. Pero no puedo dejar de mirar para él.
Me encantan sus expresivos ojos marrones, que reflejan pena por lo que su perro ha hecho; su descuidada barba de dos días que no llega a cubrir el bonito hoyuelo en su barbilla; sus labios tensos por el disgusto. Me sorprendo deseando besarlos para hacerle olvidarse de lo ocurrido.
Y es ahí cuando comprendo que lo he estado mirando fijamente por demasiado tiempo. Por suerte para mí, está ocupado reprendiendo a su perro y no lo nota. Me levanto como puedo, me duelen las posaderas, y siento la mirada de él sobre mí por primera vez desde que se acercó a mí. Ahora sí que estoy nerviosa.
-¿Estás bien? –me pregunta- ¿Max te ha hecho daño?
-Estoy bien. Tardaré en volver a sentarme, pero se me pasará –las bromas son mi mecanismo de defensa y ahora mismo ha saltado. No quiero que sepa cuanto me afecta su presencia.
-Lo siento mucho.
Mi comentario le ha hecho sentirse peor y ahora me arrepiento de haberlo dicho. Sin pensarlo, apoyo mi mano en su brazo para disculparme. El latigazo que siento en ella, me obliga a soltarlo. Ha sido raro, pero ahora nos estamos mirando a los ojos sin pestañear siquiera. Ambos muy sorprendidos, al parecer él también lo ha notado.
Max aprovecha el momento para escapar del agarre de su dueño, con tan mala suerte que me empuja contra él en la huída y acabo en sus brazos. Bien visto, se podría decir que es buena suerte. Una suerte excelente, porque ahora puedo admirar mejor sus hermosos ojos. Y el cosquilleo que siento en la piel es muy agradable.
-Lo siento –repite, con menos convicción.
-Yo no –le digo, envalentonándome. Si no aprovecho el momento, sé que me arrepentiré el resto de mis días.
Me mira sorprendido y yo le sonrío. Nunca antes he sido tan atrevida con un chico pero él bien merece la pena el riesgo. Cuanto más lo miro, más me gusta.
-Tú también me gustas –su contestación me dice que he pensado en alto lo de que me gusta.
Me acomodo mejor en sus brazos antes de devolverle la sonrisa. Carpe diem, me digo esta vez sólo en mi mente, antes de besarlo. Siento su cuerpo apretarse contra el mío y sus labios me corresponden.
¿Quién dijo que no quería cruzarme a nadie en mi camino? Max, pienso mientras sigo besándolo, te debo una. Y bien grande, desde luego, porque sus labios me están haciendo perder el norte. Es algo celestial.
-Vaya –dice al separarnos.
-Vaya –repito sonriendo– Me llamo Carlota.
-Un placer, Carlota –extiende su mano hacia mí y me río al aceptarla– Yo soy Adrián.
-Encantada.
Nos miramos durante interminables segundos, con nuestras manos enlazadas, sin decirnos nada. No resulta incómodo a pesar de que nunca me ha gustado que me observen tan fijamente. En el trabajo lo hacen continuamente y no me agrada. Pero con Adrián se nota diferente. Él me ve a mí.
-Sabes que Max se ha escapado, ¿verdad? –digo al fin, sin romper el contacto.
-Maldita sea –me suelta la mano y busca a su perro con la mirada– Lo había olvidado.
-Te ayudo –le digo riendo.
-Te lo agradezco –parece azorado– No sé que ha podido pasarle. Nunca antes había hecho algo así.
-No es bonito que se haya escapado –le digo mientras caminamos en la dirección en que lo vimos desaparecer– pero yo no voy a protestar porque me haya tirado.
Su sonrisa es contagiosa y encantadora. Me tienta a besarlo de nuevo, pero Max está primero. Me preocupa que le haya pasado algo malo. O que se haya metido en algún lío. Sé que hay gente que odia a los animales y no dejarán pasar la oportunidad de lastimarlo si se les presenta.
-Max –lo llama.
Todavía no hay rastro de él y veo cómo la ansiedad empieza a apoderarse de Adrián. Siento el impulso de tranquilizarlo de algún modo, pero no sé cómo hacerlo. No lo conozco, no sé si agradecerá cualquier gesto de mi parte. Cierto que nos hemos besado y que nos gustó a ambos, pero de ahí a pretender ser su apoyo en un momento como éste, hay un gran trecho.
Me debato entre seguir mi instinto o reprimirlo. No sería la primera vez que me equivoco. Y ya he pasado suficiente vergüenza por los rechazos para lo que me queda de vida. Pero cuando se pasa la mano por el pelo, en señal de desesperación, me doy por vencida y tomo su mano.
-Lo encontraremos –le digo. Me sonríe y aprieta mi mano. Esa es una buena señal.
Continuamos caminando y buscando a Max. En ningún momento suelta mi mano y aunque sé que la situación no es la idónea para ello, no puedo evitar mantener una tonta sonrisa en mis labios.
De repente, Max aparece de la nada y salta sobre nosotros. Si Adrián no fuese tan ágil, nos habría tirado a ambos. Me separo de ellos y observo como el perro lame a su dueño mientras su cola no deja de danzar de un lado a otro. Adrián lo acaricia en la cabeza, soportando todo su peso contra el pecho. Está claro que hay mucho amor entre ellos.
-Max –le dice- ¿dónde diablos te habías metido? Menudo susto me has dado, granuja. No vuelvas a hacer algo así.
El perro ladra un par de veces como si le estuviese contestando y yo sonrío. La imagen de ellos dos abrazados, pues eso parece que están haciendo, es tan tierna. Me encantaría poder unirme a ellos, pero no sé si seré bienvenida.





-Ahora pídele perdón a la señorita –le oigo decir a Adrián, después– La has tirado y ni siquiera te has dignado a disculparte con ella.
Como si Max lo hubiese entendido, aunque probablemente sí lo ha hecho, se acerca a mí y me lame la mano. Me agacho para estar más cerca de él y lo acaricio del mismo modo en que lo hacía antes Adrián. La cola de Max empieza a moverse y su lengua moja de nuevo mi cara.
-Le gustas –me dice Adrián, que se ha acercado a nosotros.
-A mí también me gustas, Max –le digo al perro y éste ladra otra vez.
-No es al único –susurra.
Miro hacia Adrián en cuanto dice eso. Me está observando fijamente. Hago lo mismo hasta que Max reclama mi atención de nuevo, empujándome. Termino en el suelo una vez más, pero en esta ocasión el golpe es mínimo al estar ya agachada. Me río cuando Max lame mi rostro por tercera vez. Parece que es cierto que le gusto.
-Ya vale, Max –lo reprende Adrián, sujetándolo del collar– Deja a Carlota en paz.
-No me molesta –le digo mientras sacudo las hojas y la tierra de mi ropa.
Con tantas risas y cariños por parte de Max, se me ha olvidado el malestar que tenía cuando salí de casa. Realmente me ha venido bien cruzarme con ellos y sorprendetemente, estoy deseando alargar el momento.
-Estaba pensando en comprar un helado –me dice- ¿Te apetece? Yo invito. Como disculpa por las molestias que Max te ha causado.
-No ha sido ninguna molestia –le sonrío– Pero aceptaré encantada.
Caminamos a la par, mientras Max corretea delante de nosotros. Adrián lo vigila todo el tiempo, pero parece más tranquilo ahora y no se aleja demasiado. O si lo hace, regresa en seguida. Cuando salimos del parque, lo sujeta con la correa.
-¿Vives por aquí cerca? –me pregunta mientras nos sentamos en una de las mesas de la heladería.
-Justo en ese edificio de ahí – le señalo con la cabeza.
-Que privilegio poder vivir tan cerca del corazón de la cuidad –dice– Yo vengo pocas veces porque tengo que desplazarme en coche hasta aquí.
-El corazón de la ciudad –repito sonriendo– Nunca lo habría llamado así.
-Serían más bien los pulmones –ríe– pero no suena tan bonito.
-Cierto.
Nos quedamos mirándonos a los ojos por un tiempo, hasta que mi helado empieza a manchar mi mano, se está derritiendo con el calor. Me lo llevo a la boca, pero está tan líquido, que me mancho todavía más. No puedo evitar reírme.
-Esto me pasa por no elegir un helado en copa –digo, intentando limpiarme con varias servilletas. Estos endemoniados papeles no sirven para nada.
-Espera –me dice sacándose un pañuelo de tela del bolsillo– Con esto será más fácil.
-Te lo mancharé –niego, tomando más servilletas.
-Se puede lavar –sonríe para restarle importancia.
Se acerca a mí y me limpia el rostro con su pañuelo sin apartar sus ojos de los míos. No entiendo cómo un acto tan sencillo puede resultar tan estimulante a los sentidos. Tal vez sea la cercanía de Adrián, tal vez el cuidado que pone en sus movimientos, o simplemente su intensa mirada, pero estoy totalmente embelesada por él.
Dejo escapar un suspiro mientras se acerca más a mí y posa sus labios sobre los míos. Lo único que hago a continuación es cerrar los ojos y disfrutar del beso. Es lento y suave. Dulce y persuasivo. Su mano se apoya entonces en mi mejilla y ahonda el beso, llevándolo un poco más lejos. Va directo a mis terminaciones nerviosas y mi mano libre se adelanta hacia su cuello por iniciativa propia. No quiero que deje de besarme.
-Creo que ya no tienes helado –me dice una vez nos separamos. Me toco la cara desconcertada y ríe– No me refiero a ese.
Entonces veo cómo mi helado es un mar de líquido marrón sobre la mesa, en el cucurucho y en mi mano. Me rio de la situación y finalmente Adrián me pasa su pañuelo para que termine de limpiarme. Menudo desastre se ha armado, pero al menos he conseguido olvidar por un tiempo mis preocupaciones. Y he ganado otro beso suyo. Mucho mejor que el primero.
-Gracias –le digo, tendiéndole el pañuelo– Me sabe mal devolvértelo tan sucio.
-Tal vez podrías dármelo otro día –me mira de nuevo con esa mirada suya tan intensa– ya limpio.
-Podría –sonrío un tanto nerviosa– Si no te importa esperar por él.
-Tengo más –se encoge de hombros.
-De acuerdo –lo guardo en el bolsillo de mi sudadera y es ahí donde soy consciente de la ropa que llevo. Si con ella quiere verme de nuevo, está claro que le gusto de verdad. No tengo mi mejor aspecto.
Y es ahí donde descubro que también a mí me gusta él, porque hasta el momento nunca me ha preocupado si vestía de una forma u otra delante de nadie. No me interesa impresionar a nadie. Hasta ahora. Recolocó varios mechones de pelo detrás de mis orejas y caigo en la cuenta de que mi gorra ha desaparecido.
-Mierda –me tapo la boca en cuanto digo esa palabra– Perdón. Se me escapó.
-A mí también se me escapa de vez en cuando –sonríe– Incluso alguna que otra palabra más fuerte que esa.
-Es que he perdido la gorra –digo nerviosa– Tengo que volver, por si todavía está en el parque. Necesito recuperarla.
-Te acompaño –se levanta y me tiende la mano para ayudarme.
-Puedo ir sola –nuestras manos siguen unidas así como nuestras miradas– No hace falta que te molestes. Tendrás cosas que hacer.
-Pueden esperar –sonríe mientras acaricia mi mejilla– Te ayudaré a buscarla.
Hacemos el camino de regreso justo por donde pasamos al venir, revisando cada rincón por si la encontramos. Aunque es una simple gorra, no querría perderla. No es que no pueda vivir sin ella o algo por el estilo, pero sí tiene un alto valor sentimental para mí.
-¿Es importante para ti? –me pregunta cuando estamos cerca del lugar donde nos conocimos.
Supongo que ha visto mi desesperación al ver que todavía está desaparecida y queda poco donde revisar. Estoy temiendo que no podré recuperarla. Toma mi mano como hice yo cuando buscábamos a Max y me detiene para enfrentar nuestras miradas.
-Mi padre solía traerme una gorra de cada lugar al que viajaba por trabajo –le digo sorprendida por ello. No es una historia que cuente a cualquiera– Tengo docenas de ellas. Algunas ya ni me sirven, pero las guardo como recuerdo. La que perdí es la última que me regaló antes de que él…
No puedo seguir hablando. Todavía duele demasiado hablar de mi padre. Aunque hayan pasado tres años ya, se siente como si hubiese sido ayer. Intento ocultar mi rostro para que Adrián no vea las lágrimas que amenazan con escapárseme, pero me atrae hacia él y nos fundimos en un consolador abrazo.
Finalmente no lloro, nunca lo he hecho después del entierro, pero me siento mejor cuando nos separamos. Adrián me ha entendido sin necesidad de más palabras y es algo que no me había pasado nunca. Desde el mismo momento en que nuestras miradas se cruzaron, creí ver en él algo especial. Ahora estoy comprobando que no me equivocaba.
Oímos ladrar a Max a lo lejos y ambos miramos hacia él al mismo tiempo. Viene corriendo hacia nosotros y trae algo en la boca. Adrián se agacha para que Max le lleve lo que sea que ha encontrado. Parece que es algo que le gusta, pues viene moviendo la cola sin descanso.
-¿Qué traes ahí, grandullón? –le pregunta mientras Max se lo entrega.
-Mi gorra –digo agachándome a su lado– Max, has encontrado mi gorra.
Está sucia y llena de sus babas, pero me alegro tanto de que la haya encontrado que no me importa nada más. Lo abrazo y lo acaricio para agradecérselo y él lame mi cara una vez más. Ladra varias veces eufórico, poniendo sus patas delanteras sobre mis hombros. Al final, acabo en el suelo de nuevo.
-Eres el mejor perro del mundo, Max –le digo rascándolo tras la orejas– Te has ganado mi cariño a partir de ahora y para siempre.
Adrián me ayuda a levantarme y cuando estamos cara a cara me sonríe. No puedo evitar imitarlo, es tan franca que invita a ello.
-Afortunado Max –me dice sorprendiéndome.




-La afortunada soy yo –digo fingiendo no entender lo que ha querido decir– Ha encontrado mi gorra.
Acaricia mi mejilla antes de sujetarme por la nuca y acercarme a él para besarme una vez más. Creo que trata de persuadirme con él y yo me dejo hacer. Sabe a promesas por cumplir, a momentos por compartir, a un futuro de dos. De tres, pues Max formará parte de él. Cuando nos separamos, estoy totalmente cautivada por él.
-Si pretendías que te diese mi cariño –dijo aclarando la garganta– lo has hecho muy bien.
-Me alegro –sonríe.
Toma mi mano y caminamos en silencio de regreso a la salida del parque. Se siente como que el tiempo juntos se termina y extrañamente, no quiero que lo haga. Pero por más que busco una excusa para alargarlo, no doy con ella sin sonar desesperada. Al menos me queda el consuelo de que volveremos a vernos. Tengo su pañuelo.
-Me ha encantado conocerte –me dice en el portal de mi edificio. Ha insistido en acompañarme– y espero que volvamos a vernos pronto. Espero mi pañuelo limpio.
Busca en su billetera y saca una tarjeta. Ni siquiera la miro cuando me la entrega, prefiero grabar a fuego en mi mente su rostro para recordarlo hasta la próxima vez que nos veamos. Me besa una última vez en apenas un roce y se va.
No sé cuánto tiempo me quedo parada en el mismo sitio. Hace tiempo que lo he perdido de vista, pero no me animo a regresar a casa todavía. Si no fuese por el pañuelo y la tarjeta que tengo en mi bolsillo y que no dejo de tocar, creería que se trata de un sueño. Demasiado perfecto, tan típico de una película romántica, que no puede ser real. Desde luego, nunca creí que me pasaría a mí.
Subo a mi piso y me voy directa a la ducha. He quedado con mis amigas para ir de copas y no me queda mucho tiempo para prepararme. A pesar de ello, dejo que el agua relaje mis músculos un buen rato, ni siquiera sabía que estaba tan tensa. Entonces, mientras me seco, caigo en la cuenta de que Adrián ha dejado en mis manos el volver a vernos. Porque no ha pedido mi número. Me visto y tomo la tarjeta para anotar el suyo, pero me quedo petrificada al leerla. Es el cirujano jefe en una conocida clínica estética llamada Belleza Eterna.
He oído hablar de ella. Es una de las clínicas más importantes de la ciudad, una de las más prestigiosas. Allí es donde todas las famosas y las modelos más cotizadas acuden para permanecer jóvenes por más tiempo. Me imagino a Adrián rodeado de bellezas todo el tiempo y de repente me siento menos que nada. Yo no soy más que una mujer del montón, ni alta, ni esbelta, ni elegante, ni sofisticada. ¿Cómo competir con ellas? Todos mis complejos e inseguridades me asaltan de golpe haciéndome olvidar las veces en que me dijo que le gustaba, las miradas que me hacían sentir la más hermosa del mundo, los besos compartidos que me dejaban con ganas de más. Nada de eso puede contra la vergüenza de verme tan poca cosa frente a todas esas mujeres que él suele ver en su consulta. Sencillamente no puedo con esto.
Ni siquiera sé cómo pudo fijarse en mí. Antes de que mi mente empiece a buscar motivos ocultos que me hagan sentir peor, decido no llamarlo. Decido olvidarme de él y quedarme tan sólo con el bonito recuerdo de una tarde increíble, casi perfecta. Sé que en las noches en que mi jefe me agobie o que me supere el trabajo, podré pasar por todo eso pensando en los momentos vividos con Adrián. Esos que al final sí se quedarán como en un sueño, porque no se repetirán más.
Me siento mal cuando meto su pañuelo en la lavadora junto a mi ropa porque sé que nunca se lo devolveré. Será, junto a la tarjeta que al final sé que no tiraré, un recordatorio de la mejor tarde que he tenido en mucho tiempo. La única que tendré con Adrián, aunque me duela pensar en ello. Porque por un momento, creí que podríamos llegar lejos. Pero ahora, mirándome al espejo mientras me peino, reconozco que no será así. Imposible que prefiera a una mujer como yo antes que a una modelo de medidas perfectas.
Cuando mis amigas llegan, mi ánimo para salir de casa está por los suelos, pero no me permiten echarme atrás. Hace demasiado tiempo que no voy con ellas, siempre con excusas tontas que ya las tienen hartas. Esta noche han decidido sacarme aunque sea a rastras, así que no tengo más opción que ir.
-¿Habéis oído lo de la presentación de la nueva colección de Luca Mangini? –dice Ana durante la cena- Me han dicho que se llevarán a todos los modelos esta noche al Nocturnia.
-Poco importa –dice Irene– No nos dejarán entrar.
-Que sí –insiste Ana– Que me he informado y dejan pasar a todos. Al parecer forma parte de la campaña de publicidad. Irán vestidos con la ropa del desfile.
-¡Oh, Dios! –Irene parece ahora muy animada– Eso tenemos que verlo.
No me dejan opinar, simplemente me arrastran con ellas hasta la discoteca al salir del restaurante. Tampoco es intente detenerlas. A estas alturas de la noche, con el par de copas que nos hemos tomado durante la comida, me siento un poco más animada. Supongo que ver cuerpos musculados tampoco es tan mala idea. Al menos alegraré la vista con los hombres.
En cuanto entramos en Nocturnia, nos sorprende ver la poca gente que hay. O hemos venido muy temprano o somos las únicas que nos hemos enterado de lo que ocurrirá esta noche aquí. Mis amigas están entusiasmadas con la idea de ser las únicas ajenas al mundo de la moda.
-¿Segura que dejan entrar a cualquiera, Ana? –le pregunto levantando la voz para hacerme oír sobre la música.
-Nos han dejado pasar –dice ella- ¿Tenemos pinta de modelos?
En eso tiene razón, no puedo discutírselo. Decidimos acercarnos a la barra y pedir un trago. Por el momento tampoco hay rastro de los modelos tampoco. Definitivamente nos hemos adelantado.
-¿Y si ha sido una mentira con la que atraer a la gente al Nocturnia? –sugiere Irene desilusionada.
No ha terminado de preguntar cuando vemos con gran asombro, cómo empiezan a llegar hombres y mujeres a cada cual más guapo. Puedo reconocer a alguno de ellos y no debo ser la única porque Irene me aprieta el brazo con tanta fuerza que creo que me lo romperá en cualquier momento.
-¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! –no deja de repetir mientras da pequeños saltos de emoción.
Tengo que admitir que los hombres son dignos de admirar, pero al ver a las mujeres, no puedo evitar pensar en que son la clase de pacientes que tendría Adrián en la clínica y mi ánimo se desinfla de nuevo. Cuando mis amigas sugieren acercarse a ellos, me invento que necesito ir al baño para no acompañarlas.
Pido otra copa y me quedo en la barra observando a mis amigas intentando hablar de manera controlada con algunos de ellos. No les sale bien, desde luego, pero ellos parecen amables y les contestan con una sonrisa en los labios todo el tiempo. Evito mirar a las mujeres para no sentirme peor todavía. Maldita falta de autoestima.
Al final sí que tendré que ir al baño como les dije a mis amigas. Dejo el vaso en la barra y me pongo en camino. Ahora ya hay mucha más gente en la discoteca así que es difícil avanzar. Me choco varias personas, pero me limito a disculparme y seguir mi camino sin mirar a nadie. Lo último que necesito es ver a una de esas imponentes modelos tan cerca de mí.
El baño está lleno de mujeres retocándose el maquillaje. Son tan guapas que no necesitarían nada de eso para verse impecables. Están hablando del desfile y ríen de alguna anécdota divertida que sucedió durante el mismo. Incluso yo río sin poder evitarlo. Me sonríen cuando me acerco a los lavabos y las saludo con una sonrisa de vuelta. Así de cerca, no parecen tan diferentes de cualquiera de nosotras. Salvo porque son más guapas que muchas de nosotras.
Al salir del baño, me encuentro con que el local está todavía más lleno. Ahora me resultará imposible encontrar a mis amigas. Mientras las busco con la mirada, alguien pasa por mi lado y me golpea, obligándome a moverme. Ni siquiera se ha disculpado y lo sigo con la mirada, aunque sólo veo su espalda. Y es ahí cuando mis ojos se paran en una pareja que está hablando. Ellas es una de las modelos más famosas del momento, él es Adrián. Mi corazón late como loco en cuanto lo veo. Está claro que yo sí siento algo por él. Algo muy fuerte.
Está muy guapo con su pantalón negro y esa camisa blanca que lleva por fuera. La chaqueta a juego con el pantalón le da un toque informal pero elegante. No desentona entre todos ellos a pesar de que no tenga el cuerpo tan cuidado como el suyo. Adrián tiene otro tipo de belleza, más natural, más real.
Cuando lo veo reír de algo que ella dice, mis inseguridades renacen y siento que necesito huir de aquí. No quiero que me vea. Mejor encontrar a mis amigas y decirles que me voy a casa. Con tanto chico guapo alrededor, estoy segura de que no les importará.
Una vez fuera, respiro con más tranquilidad. Es hora de volver a casa y olvidarme de lo que no puede ser.
-Desde luego, la vida es un pañuelo –escucho decir detrás de mí– Y eso me recuerda que alguien me debe uno.


                Continuará

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