PÁGINAS

viernes, 10 de junio de 2016

EL PERRO: 2º PARTE

Relato Ampliado


EL PERRO, Una historia de amor
De
Sonia López Souto






Hace un maravilloso día de verano. Con el sol en pleno apogeo, apetece salir fuera a pasear. Cojo mi gorra favorita y la coloco como puedo para cubrir mi cabello mal peinado. Tengo unos rizos demasiado rebeldes, incapaces de ajustarse a una coleta.
Antes de salir me miro en el espejo de la entrada. Pasable es la palabra que se pasa por mi mente al ver mi reflejo. Nunca he sido coqueta, no me preocupa estar guapa sino cómoda. Llevo ropa deportiva, lo mejor para caminar. Si mis amigas me viesen dirían algo como que así jamás encontraré novio, pero eso es algo que tampoco me preocupa en este momento. Estoy conforme con mi vida.
Mis pasos me llevan al parque que hay junto a mi casa. Es grande y tiene muchos senderos por los que pasear, sin llegar a resultar monótono. Cada día puedes elegir uno y aún así tardar en repetirlos. Además, hay zonas para merendar, zonas de juegos para los más pequeños y muchos bancos a lo largo de los senderos principales para descansar. Por eso me gusta tanto el sitio y por eso acudo a él cada vez que tengo oportunidad.
En esta ocasión elijo uno de los senderos más apartados. No me apetece encontrarme con nadie, quiero estar sola con mis pensamientos. Ha sido una semana dura en el trabajo y lo menos que necesito ahora es tener que sonreír más y saludar a la gente a mi paso. Ya he tenido suficiente de eso para todo el fin de semana.
A lo lejos quedan ya los gritos de los niños y me encuentro sumergida en plena naturaleza. Es como haber salido de la ciudad, sin haberlo hecho realmente. Otra de las razones por las que me gusta el parque. Ajusto la gorra a mi cabeza cuando el sol me da en los ojos, sin dejar de caminar. Para que el paseo haga su trabajo, el ritmo ha de ser constante.
Tuerzo a la derecha junto al gran roble, alejándome todavía más de las zonas más ruidosas del lugar. Aumento un poco el paso para intentar gastar más calorías, aunque lo que busco realmente es liberar tensiones. Ni siquiera noto que delante de mí hay alguien hasta que escucho su voz advirtiéndome.
-Cuidado.
Levanto la vista para buscar el peligro pero es demasiado tarde. El peligro me encuentra. Una gran mole peluda planta sus patas sobre mí y me hacer perder el equilibrio, al no esperármelo. Me caigo al suelo sin poder evitarlo, pero me siento afortunada de que sea mi trasero y no mi cabeza quien se lleve la peor parte. Cuando noto una lengua pegajosa raspando mi rostro, empiezo a reír descontroladamente. Esta situación me parece surrealista.
-Lo siento –la voz que me había advertido antes suena ahora muy cerca– Jamás había hecho algo así. No sé qué le pasa.
Elevo mi vista hacia el hombre en cuanto me saca al perro de encima y me quedo paralizada. He dejado de reír también. Jamás en mi vida he visto a nadie tan guapo. No es el típico hombre de revista, con un cuerpo de infarto, de esos que se trabajan en gimnasio; o un rostro perfecto con sus ojos de exótico color, su masculina mandíbula y unos tentadores labios. Para nada. Pero no puedo dejar de mirar para él.
Me encantan sus expresivos ojos marrones, que reflejan pena por lo que su perro ha hecho; su descuidada barba de dos días que no llega a cubrir el bonito hoyuelo en su barbilla; sus labios tensos por el disgusto. Me sorprendo deseando besarlos para hacerle olvidarse de lo ocurrido.
Y es ahí cuando comprendo que lo he estado mirando fijamente por demasiado tiempo. Por suerte para mí, está ocupado reprendiendo a su perro y no lo nota. Me levanto como puedo, me duelen las posaderas, y siento la mirada de él sobre mí por primera vez desde que se acercó a mí. Ahora sí que estoy nerviosa.
-¿Estás bien? –me pregunta- ¿Max te ha hecho daño?
-Estoy bien. Tardaré en volver a sentarme, pero se me pasará –las bromas son mi mecanismo de defensa y ahora mismo ha saltado. No quiero que sepa cuanto me afecta su presencia.
-Lo siento mucho.
Mi comentario le ha hecho sentirse peor y ahora me arrepiento de haberlo dicho. Sin pensarlo, apoyo mi mano en su brazo para disculparme. El latigazo que siento en ella, me obliga a soltarlo. Ha sido raro, pero ahora nos estamos mirando a los ojos sin pestañear siquiera. Ambos muy sorprendidos, al parecer él también lo ha notado.
Max aprovecha el momento para escapar del agarre de su dueño, con tan mala suerte que me empuja contra él en la huída y acabo en sus brazos. Bien visto, se podría decir que es buena suerte. Una suerte excelente, porque ahora puedo admirar mejor sus hermosos ojos. Y el cosquilleo que siento en la piel es muy agradable.
-Lo siento –repite, con menos convicción.
-Yo no –le digo, envalentonándome. Si no aprovecho el momento, sé que me arrepentiré el resto de mis días.
Me mira sorprendido y yo le sonrío. Nunca antes he sido tan atrevida con un chico pero él bien merece la pena el riesgo. Cuanto más lo miro, más me gusta.
-Tú también me gustas –su contestación me dice que he pensado en alto lo de que me gusta.
Me acomodo mejor en sus brazos antes de devolverle la sonrisa. Carpe diem, me digo esta vez sólo en mi mente, antes de besarlo. Siento su cuerpo apretarse contra el mío y sus labios me corresponden.
¿Quién dijo que no quería cruzarme a nadie en mi camino? Max, pienso mientras sigo besándolo, te debo una. Y bien grande, desde luego, porque sus labios me están haciendo perder el norte. Es algo celestial.
-Vaya –dice al separarnos.
-Vaya –repito sonriendo– Me llamo Carlota.
-Un placer, Carlota –extiende su mano hacia mí y me río al aceptarla– Yo soy Adrián.
-Encantada.
Nos miramos durante interminables segundos, con nuestras manos enlazadas, sin decirnos nada. No resulta incómodo a pesar de que nunca me ha gustado que me observen tan fijamente. En el trabajo lo hacen continuamente y no me agrada. Pero con Adrián se nota diferente. Él me ve a mí.
-Sabes que Max se ha escapado, ¿verdad? –digo al fin, sin romper el contacto.
-Maldita sea –me suelta la mano y busca a su perro con la mirada– Lo había olvidado.
-Te ayudo –le digo riendo.
-Te lo agradezco –parece azorado– No sé que ha podido pasarle. Nunca antes había hecho algo así.
-No es bonito que se haya escapado –le digo mientras caminamos en la dirección en que lo vimos desaparecer– pero yo no voy a protestar porque me haya tirado.
Su sonrisa es contagiosa y encantadora. Me tienta a besarlo de nuevo, pero Max está primero. Me preocupa que le haya pasado algo malo. O que se haya metido en algún lío. Sé que hay gente que odia a los animales y no dejarán pasar la oportunidad de lastimarlo si se les presenta.
-Max –lo llama.
Todavía no hay rastro de él y veo cómo la ansiedad empieza a apoderarse de Adrián. Siento el impulso de tranquilizarlo de algún modo, pero no sé cómo hacerlo. No lo conozco, no sé si agradecerá cualquier gesto de mi parte. Cierto que nos hemos besado y que nos gustó a ambos, pero de ahí a pretender ser su apoyo en un momento como éste, hay un gran trecho.
Me debato entre seguir mi instinto o reprimirlo. No sería la primera vez que me equivoco. Y ya he pasado suficiente vergüenza por los rechazos para lo que me queda de vida. Pero cuando se pasa la mano por el pelo, en señal de desesperación, me doy por vencida y tomo su mano.
-Lo encontraremos –le digo. Me sonríe y aprieta mi mano. Esa es una buena señal.
Continuamos caminando y buscando a Max. En ningún momento suelta mi mano y aunque sé que la situación no es la idónea para ello, no puedo evitar mantener una tonta sonrisa en mis labios.
De repente, Max aparece de la nada y salta sobre nosotros. Si Adrián no fuese tan ágil, nos habría tirado a ambos. Me separo de ellos y observo como el perro lame a su dueño mientras su cola no deja de danzar de un lado a otro. Adrián lo acaricia en la cabeza, soportando todo su peso contra el pecho. Está claro que hay mucho amor entre ellos.
-Max –le dice- ¿dónde diablos te habías metido? Menudo susto me has dado, granuja. No vuelvas a hacer algo así.
El perro ladra un par de veces como si le estuviese contestando y yo sonrío. La imagen de ellos dos abrazados, pues eso parece que están haciendo, es tan tierna. Me encantaría poder unirme a ellos, pero no sé si seré bienvenida.





-Ahora pídele perdón a la señorita –le oigo decir a Adrián, después– La has tirado y ni siquiera te has dignado a disculparte con ella.
Como si Max lo hubiese entendido, aunque probablemente sí lo ha hecho, se acerca a mí y me lame la mano. Me agacho para estar más cerca de él y lo acaricio del mismo modo en que lo hacía antes Adrián. La cola de Max empieza a moverse y su lengua moja de nuevo mi cara.
-Le gustas –me dice Adrián, que se ha acercado a nosotros.
-A mí también me gustas, Max –le digo al perro y éste ladra otra vez.
-No es al único –susurra.
Miro hacia Adrián en cuanto dice eso. Me está observando fijamente. Hago lo mismo hasta que Max reclama mi atención de nuevo, empujándome. Termino en el suelo una vez más, pero en esta ocasión el golpe es mínimo al estar ya agachada. Me río cuando Max lame mi rostro por tercera vez. Parece que es cierto que le gusto.
-Ya vale, Max –lo reprende Adrián, sujetándolo del collar– Deja a Carlota en paz.
-No me molesta –le digo mientras sacudo las hojas y la tierra de mi ropa.
Con tantas risas y cariños por parte de Max, se me ha olvidado el malestar que tenía cuando salí de casa. Realmente me ha venido bien cruzarme con ellos y sorprendetemente, estoy deseando alargar el momento.
-Estaba pensando en comprar un helado –me dice- ¿Te apetece? Yo invito. Como disculpa por las molestias que Max te ha causado.
-No ha sido ninguna molestia –le sonrío– Pero aceptaré encantada.
Caminamos a la par, mientras Max corretea delante de nosotros. Adrián lo vigila todo el tiempo, pero parece más tranquilo ahora y no se aleja demasiado. O si lo hace, regresa en seguida. Cuando salimos del parque, lo sujeta con la correa.
-¿Vives por aquí cerca? –me pregunta mientras nos sentamos en una de las mesas de la heladería.
-Justo en ese edificio de ahí – le señalo con la cabeza.
-Que privilegio poder vivir tan cerca del corazón de la cuidad –dice– Yo vengo pocas veces porque tengo que desplazarme en coche hasta aquí.
-El corazón de la ciudad –repito sonriendo– Nunca lo habría llamado así.
-Serían más bien los pulmones –ríe– pero no suena tan bonito.
-Cierto.
Nos quedamos mirándonos a los ojos por un tiempo, hasta que mi helado empieza a manchar mi mano, se está derritiendo con el calor. Me lo llevo a la boca, pero está tan líquido, que me mancho todavía más. No puedo evitar reírme.
-Esto me pasa por no elegir un helado en copa –digo, intentando limpiarme con varias servilletas. Estos endemoniados papeles no sirven para nada.
-Espera –me dice sacándose un pañuelo de tela del bolsillo– Con esto será más fácil.
-Te lo mancharé –niego, tomando más servilletas.
-Se puede lavar –sonríe para restarle importancia.
Se acerca a mí y me limpia el rostro con su pañuelo sin apartar sus ojos de los míos. No entiendo cómo un acto tan sencillo puede resultar tan estimulante a los sentidos. Tal vez sea la cercanía de Adrián, tal vez el cuidado que pone en sus movimientos, o simplemente su intensa mirada, pero estoy totalmente embelesada por él.
Dejo escapar un suspiro mientras se acerca más a mí y posa sus labios sobre los míos. Lo único que hago a continuación es cerrar los ojos y disfrutar del beso. Es lento y suave. Dulce y persuasivo. Su mano se apoya entonces en mi mejilla y ahonda el beso, llevándolo un poco más lejos. Va directo a mis terminaciones nerviosas y mi mano libre se adelanta hacia su cuello por iniciativa propia. No quiero que deje de besarme.
-Creo que ya no tienes helado –me dice una vez nos separamos. Me toco la cara desconcertada y ríe– No me refiero a ese.
Entonces veo cómo mi helado es un mar de líquido marrón sobre la mesa, en el cucurucho y en mi mano. Me rio de la situación y finalmente Adrián me pasa su pañuelo para que termine de limpiarme. Menudo desastre se ha armado, pero al menos he conseguido olvidar por un tiempo mis preocupaciones. Y he ganado otro beso suyo. Mucho mejor que el primero.
-Gracias –le digo, tendiéndole el pañuelo– Me sabe mal devolvértelo tan sucio.
-Tal vez podrías dármelo otro día –me mira de nuevo con esa mirada suya tan intensa– ya limpio.
-Podría –sonrío un tanto nerviosa– Si no te importa esperar por él.
-Tengo más –se encoge de hombros.
-De acuerdo –lo guardo en el bolsillo de mi sudadera y es ahí donde soy consciente de la ropa que llevo. Si con ella quiere verme de nuevo, está claro que le gusto de verdad. No tengo mi mejor aspecto.
Y es ahí donde descubro que también a mí me gusta él, porque hasta el momento nunca me ha preocupado si vestía de una forma u otra delante de nadie. No me interesa impresionar a nadie. Hasta ahora. Recolocó varios mechones de pelo detrás de mis orejas y caigo en la cuenta de que mi gorra ha desaparecido.
-Mierda –me tapo la boca en cuanto digo esa palabra– Perdón. Se me escapó.
-A mí también se me escapa de vez en cuando –sonríe– Incluso alguna que otra palabra más fuerte que esa.
-Es que he perdido la gorra –digo nerviosa– Tengo que volver, por si todavía está en el parque. Necesito recuperarla.
-Te acompaño –se levanta y me tiende la mano para ayudarme.
-Puedo ir sola –nuestras manos siguen unidas así como nuestras miradas– No hace falta que te molestes. Tendrás cosas que hacer.
-Pueden esperar –sonríe mientras acaricia mi mejilla– Te ayudaré a buscarla.
Hacemos el camino de regreso justo por donde pasamos al venir, revisando cada rincón por si la encontramos. Aunque es una simple gorra, no querría perderla. No es que no pueda vivir sin ella o algo por el estilo, pero sí tiene un alto valor sentimental para mí.
-¿Es importante para ti? –me pregunta cuando estamos cerca del lugar donde nos conocimos.
Supongo que ha visto mi desesperación al ver que todavía está desaparecida y queda poco donde revisar. Estoy temiendo que no podré recuperarla. Toma mi mano como hice yo cuando buscábamos a Max y me detiene para enfrentar nuestras miradas.
-Mi padre solía traerme una gorra de cada lugar al que viajaba por trabajo –le digo sorprendida por ello. No es una historia que cuente a cualquiera– Tengo docenas de ellas. Algunas ya ni me sirven, pero las guardo como recuerdo. La que perdí es la última que me regaló antes de que él…
No puedo seguir hablando. Todavía duele demasiado hablar de mi padre. Aunque hayan pasado tres años ya, se siente como si hubiese sido ayer. Intento ocultar mi rostro para que Adrián no vea las lágrimas que amenazan con escapárseme, pero me atrae hacia él y nos fundimos en un consolador abrazo.
Finalmente no lloro, nunca lo he hecho después del entierro, pero me siento mejor cuando nos separamos. Adrián me ha entendido sin necesidad de más palabras y es algo que no me había pasado nunca. Desde el mismo momento en que nuestras miradas se cruzaron, creí ver en él algo especial. Ahora estoy comprobando que no me equivocaba.
Oímos ladrar a Max a lo lejos y ambos miramos hacia él al mismo tiempo. Viene corriendo hacia nosotros y trae algo en la boca. Adrián se agacha para que Max le lleve lo que sea que ha encontrado. Parece que es algo que le gusta, pues viene moviendo la cola sin descanso.
-¿Qué traes ahí, grandullón? –le pregunta mientras Max se lo entrega.
-Mi gorra –digo agachándome a su lado– Max, has encontrado mi gorra.
Está sucia y llena de sus babas, pero me alegro tanto de que la haya encontrado que no me importa nada más. Lo abrazo y lo acaricio para agradecérselo y él lame mi cara una vez más. Ladra varias veces eufórico, poniendo sus patas delanteras sobre mis hombros. Al final, acabo en el suelo de nuevo.
-Eres el mejor perro del mundo, Max –le digo rascándolo tras la orejas– Te has ganado mi cariño a partir de ahora y para siempre.
Adrián me ayuda a levantarme y cuando estamos cara a cara me sonríe. No puedo evitar imitarlo, es tan franca que invita a ello.
-Afortunado Max –me dice sorprendiéndome.



                Continuará

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