Prólogo
«Mantén la calma,
Juliet. Esto no está pasando de verdad».
Dos fuertes explosiones, que parecían muy reales,
resonaron en sus oídos. Las llantas del Oldsmobile serpentearon sobre el
lluvioso asfalto. Juliet Rhodes aferró el reposabrazos de su asiento detrás del
conductor, y gritó mientras el coche se deslizaba por la cuneta.
—¡Oh, Dios! —gritó su padre cuando rebasaron la
zanja, solo para chocar contra los troncos de los árboles que la rodeaban. En
el momento del impacto, el capó se elevó como una ola oscura. Su madre se
estrelló contra el salpicadero y el parabrisas se resquebrajó con estrépito. Los
fragmentos de vidrio saltaron al interior del habitáculo, golpeando el cuerpo
caído de su madre. El automóvil se inclinó hacia su lado izquierdo tan pronto
como su parte trasera se asentó en la hondonada. El metal se plegó hacia adentro
y atrapó la mano de Juliet entre el asiento de su padre y la puerta.
«Esto no está pasando realmente».
La adolescente, con el brazo aprisionado, no creyó
las palabras que oyó en su cabeza. Podía sentirlo de verdad. Parecía de verdad.
—¡Mamá! —gritó al fin.
Anne Rhodes yacía tendida sobre su marido, Gerald,
cuyo aliento arañaba el aire como unas uñas en una pizarra. Juliet debía
quitarle a su madre de encima, pero a pesar de sus esfuerzos, no consiguió
liberarse.
—¡Mamá! ¡Papá! —La cabeza de Anne se desplomó en
un ángulo imposible. Gerald Rhodes estaba sentado frente al volante, y el motor
se había incrustado en la carrocería. Dada su laboriosa respiración, era
probable que sus costillas estuviesen rotas y que hubiesen perforado los pulmones.
«Es solo un sueño, Juliet. Despierta».
Pero no podía despertar ni moverse. La lluvia caía
a través de las ventanas destrozadas, cada gota fría salpicaba su mejilla y la mantenía
cautiva en esa pesadilla.
Los gemidos agonizantes de su padre hacían de
cuarteto con los estertores rítmicos del humeante vehículo, el golpeteo de la
lluvia y el croar de las ranas arbóreas.
—¡Ayuda! —Juliet era consciente de que nadie
escucharía sus débiles llantos. De alguna manera, sabía que su madre ya estaba
muerta.
«Despierta».
Parpadeó con furia para ahuyentar aquel sueño,
pero todo lo que vio fue un rostro que se asomaba por la ventanilla de su
madre. La silueta apenas iluminada revelaba la cabeza grande de un hombre, de
pómulos anchos y ojos claros.
El gesto frío e inalterado del recién llegado le
advirtió a Juliet que debía guardar silencio. El hombre estudió con calma a los
ocupantes del asiento delantero, sin notar la presencia de la chica atrapada tras
ellos en la oscuridad. Un estruendo escapó de la garganta de su padre, al que
siguió una última exhalación.
El observador silencioso se marchó con la misma
rapidez con que había aparecido.
«¿Quién diablos era ese hombre?».
El recuerdo, enterrado durante mucho tiempo y que
burbujeaba en algún pozo profundo de su mente, la despertó. Se incorporó en la
cama, con el corazón desbocado y la boca seca. El accidente estaba tan fresco
en su memoria como lo había estado hacía once años, cuando ocurrió.
La piel de gallina se onduló sobre su cuerpo y se le
erizó el cabello de la nuca, asegurándole que aquel nuevo detalle dentro de su
sueño recurrente, no era producto de su imaginación. En todo caso, ella había
reprimido el recuerdo hasta ahora, y este era tan nítido y claro que aún podía evocar
la cara del hombre. Y eso lo cambiaba todo.
Juliet tenía ahora veintisiete años. Una
investigadora privada que vive sola en un apartamento en un rascacielos de
Fairfax, Virginia. Y la Juliet adulta ostentaba el poder de hacer algo con esta
información.
Saltó de la cama y cogió su teléfono móvil. De
camino al baño, miró la hora y se estremeció. Aún no eran las cuatro de la
mañana, pero no podía guardarse aquello para sí misma. Necesitaba hacer un
dibujo de la cara del desconocido y fijar cada nuevo detalle de lo que acababa
de recordar.
El hombre de su pesadilla había mirado dentro del vehículo,
había visto a sus padres muertos y luego desapareció sin llamar a emergencias. Para
Juliet, eso lo convertía en el principal sospechoso de una tragedia que las
autoridades habían considerado un accidente.
Al encender la luz del baño, apartó la mirada del
espejo. Con los dedos temblorosos, marcó con rapidez el número de su secretaria.
No había necesidad de molestar a Emma, su hermana, hasta que Juliet no hubiese
confirmado sus sospechas, o al menos las descartase de alguna manera.
El impulso de llamar a Tristán, el SEAL de la
Marina que había sido su amante, la cogió desprevenida. ¿Desde cuándo dependía
de un hombre para tranquilizarse? ¿Y qué importaba que la hubiese ayudado a no
derrumbarse la última vez que su mundo estalló? Eso había ocurrido hacía seis
meses en un país diferente. Esta situación era única. No involucraba a uno de
los amigos de Tristán. Ella podía manejarlo sola.
«Olvídate de él».
Hilary Alcorn, su asistente, respondió al tercer
tono.
—¿Sí?
—Necesito que te reúnas conmigo en la oficina dentro
de treinta minutos. Por favor —añadió Juliet para suavizar lo que debió de sonar
como una dosis de locura matutina.
Hilary permaneció un instante en silencio.
—¿Estás bien? —preguntó al fin, cambiando su descontento
por una sincera preocupación.
—No lo sé. Acabo de recordar algo sobre el
accidente de mis padres: un hombre estuvo allí mucho antes de que llegase la
ayuda. No quiero olvidar los detalles.
—OK. —Hilary parecía intrigada—. Llegaré tan
pronto como pueda.
—Gracias. Adiós. —Al colgar con el pulgar, Juliet dejó
escapar un gemido y luego levantó poco a poco la mirada hacia su reflejo.
Pelo dorado, despeinado por el sueño, que colgaba
en largas capas alrededor de sus pechos. En contraste con su rostro blanco como
la tiza, sus grandes ojos grises la miraron de nuevo. Su nariz era recta, y los
labios, exuberantes y llenos, traicionaban la dura imagen que intentaba
proyectar. Parecía que hubiese visto un fantasma.
—¿Quién eres tú? —preguntó, imaginando los rasgos
distintivos del hombre. Un escalofrío se deslizó por su columna vertebral.
Quienquiera que fuese, el Hombre Misterioso no
había ayudado a las víctimas del accidente ni había pedido ayuda. El accidente no
fue descubierto hasta que el conductor de un vehículo de dieciocho ruedas descubrió
su Oldsmobile en la cuneta. Juliet había pasado cuatro horas atrapada en la
oscuridad junto a los cuerpos de sus padres. No le extrañaba que en la
actualidad fuese claustrofóbica.
El hecho de que el Hombre Misterioso no hubiese
tratado de ayudarles, solo podía significar una cosa: Él había causado el
accidente.
Ella lo sabía. Todos estos años, había repasado la
serie de eventos con escepticismo: primero, la explosión de dos neumáticos que
hizo que derrapase el vehículo. Segundo, el cinturón de seguridad de su madre, que
había cedido y, tercero, el fallo de los airbags al no desplegarse. Unas profundas
zanjas y árboles se alineaban a ambos lados de la carretera justo donde había ocurrido
el accidente.
La gran cantidad de circunstancias desafortunadas
era sospechosa por sí sola. Juliet solo tenía dieciséis años en aquel momento,
pero, respaldada por su hermana mayor, había exigido a las autoridades que
investigaran la posibilidad de un homicidio. Estaba segura de que alguien había
saboteado el coche de su padre.
Pero una larga investigación descartó sus
suposiciones. Las llantas eran viejas y debían haber sido reemplazadas. Por algún
motivo desconocido, su padre había apagado la función de airbag, y el cinturón
de seguridad de su madre simplemente no había funcionado del modo correcto. La
policía concluyó que los preofesores Gerald y Anne Rhodes no habían mantenido su
vehículo en buen estado por falta de fondos. Los oficiales achacaron el
accidente a la fatalidad.
Todo mentiras. La columna vertebral de Juliet se
agitó con la fuerza de su temblor.
Anne y Gerald habían sido asesinados, y el Hombre
Misterioso era el responsable. Por desgracia para él, ella había estado allí y
lo había visto. Y todavía peor para él, Juliet se había convertido en una
investigadora privada. Ella había trabajado durante dos años para una reconocida
empresa y luego tomó el control de esta cuando su mentor se jubiló. En tres
cortos años, se había ganado la reputación de saber encontrar respuestas.
Su vida personal no era una excepción. Ella
encontraría al monstruo que mató a sus padres y le haría pagar por ello.
Capítulo
1
Para un hombre que
una vez se había lanzado por un cañón de quince metros en un vehículo patrulla
del desierto, una simple salida a un restaurante no debería causar estragos en
su flujo de adrenalina.
Tristán Halliday se sentó frente a sus compañeros
en una mesa de un restaurante popular en Fairfax, Virginia, con el corazón acelerado.
No había tenido la boca tan seca desde que impidió que un niño afgano de
catorce años volara una mezquita en Alepo. Y solo estaba esperando a que la
única mujer en el mundo que lo había rechazado se reuniera con él y sus amigos
para almorzar.
Pero ella no lo había rechazado del todo. Le había
propuesto un desafío: no tener citas durante seis meses y, a cambio, él conseguiría
una con la deliciosa Juliet Rhodes. Bueno, Tristán había aceptado el reto. Se
las había arreglado para resistir, y no había sido una hazaña fácil, teniendo
en cuenta que las mujeres se le lanzaban encima, literalmente. El premio, en su
opinión, valía cualquier periodo de abstinencia. Después de privarse durante
seis meses, hoy estaba aquí para reclamar su recompensa.
La última vez que Tristán la vio, aún le quedaban
ocho semanas para alcanzar la meta. Había sido en agosto, en la boda de su
compañero de equipo, Jeremiah, con Emma, la hermana mayor de Juliet. Ella había
bailado y coqueteado con él. Él estuvo seguro, en un momento dado, de que iba a
acompañarlo a su habitación del hotel para poner fin a su miserable etapa de
celibato y retomar así el camino del que se habían apartado en México. Se había
equivocado. Ella se soltó de sus brazos, le recordó que aún le quedaban dos
meses, y lo desterró a su habitación.
Tristán ni siquiera la había llamado desde
entonces, y dejó que pensase que la había olvidado. Diablos, si él iba a estar
solo, entonces que ella también lo estuviese.
Hoy, sin embargo, iba a concluir su purgatorio. Él
había hecho lo que Juliet le había pedido, así que mejor que ella cumpliera con
su parte del acuerdo.
En previsión de que Juliet intentara escabullirse,
él había traído refuerzos. En realidad, los refuerzos lo habían traído a él.
Ella no sabía que él estaba allí. Emma, que se había mudado de Fairfax a
Virginia Beach después de su boda, regresó junto a Jeremiah, su nuevo esposo, para
visitar a su hermano, y Tristán se les había unido.
No tenía ni idea de cómo reaccionaría Juliet ante
su inesperada presencia, pero las imágenes en su cabeza no eran del todo
agradables, por lo que tenía el estómago revuelto y sudores fríos.
—¿Qué van a tomar? —preguntó la camarera mientras
Tristán estiraba las piernas bajo la mesa y se sacaba la camisa de los
pantalones en un intento de ponerse cómodo.
—Tomaré una cerveza Foster's —decidió él. Una
cerveza para calmar sus nervios, pero solo una.
—Y una Dr. Pepper par mi hermana —añadió Emma—. Llegará
en cualquier momento.
Tristán tomó nota mentalmente de la preferencia de
Juliet por los refrescos, a la vez que imaginaba que conocía a Juliet tan bien
como Emma.
—Acaba de llegar —dijo Jeremiah, con la vista
clavada en la carta del menú.
Tristán no le preguntó a su compañero de equipo cómo
lo había sabido sin levantar la cabeza ni un milímetro. Bullfrog, como todos lo
llamaban, tenía un sexto sentido infalible. El corazón de Tristán dio un salto
cuando dirigió su mirada expectante hacia las puertas dobles del restaurante.
Tres segundos después, una de las puertas se abrió
y apareció Juliet. Con su sola visión, el estómago de Tristán entró en caída
libre.
«¿Ha habido alguna vez una mujer más llamativa?»,
pensó.
Llevaba unos pantalones de color gris pálido,
combinados con una blusa de color caqui, adecuada para la estación. El largo
cabello de color rubio miel se deslizó sobre sus hombros cuando ella se inclinó
para hablar con la camarera de menor estatura. La mujer se volvió y señaló su
mesa. Las pupilas de Juliet siguieron el dedo de la mujer, y la sorpresa las
iluminó un instante. De inmediato, recuperó su acostumbrada expresión inescrutable.
Mientras caminaba hacia ellos, todos los hombres del restaurante se giraron
para mirarla.
Sacudido por las hormonas y la adrenalina, Tristán
se puso de pie, lo que llevó a Jeremiah a hacer lo mismo.
«Hola, preciosa».
Seis meses atrás, Tristán habría saludado a Juliet
con esas palabras. Pero su confianza se había visto afectada desde la boda de
Jeremiah. El temor de que ella no cumpliera su promesa, la convirtió en la
oponente más aterradora a la que nunca se había enfrentado. Si trataba de
ignorarlo esta vez, él podría hacer algo de lo que se arrepintiera.
Sus labios se curvaron ante la muestra de
galantería de los hombres.
—Descansen, caballeros. —Parecía divertida—. Hola,
hermanita —añadió más calurosamente—. Hola, Bullfrog.
Juliet ignoró la silla que Tristán retiró para
ella, y se inclinó sobre la cabeza castaña de Emma para besar la mejilla de su
hermana.
—¿Cómo ha ido el viaje? —le preguntó Juliet—. ¿Había
mucho tráfico? —Se deslizó en la silla que Tristán le ofrecía, sin apenas
mirarlo, y este la empujó hacia delante con rapidez.
—El tráfico no era malo —respondió Emma—, aparte
de un tramo en obras.
—¿Dónde está Sammy? Pensé que iba a venir contigo.
—Emma rara vez iba a ninguna parte sin su hija preadolescente.
—Se ha quedado en casa de su amiga Gracie.
—Oh, qué lástima... —Con un notorio suspiro, al
fin se dignó a dirigirse a Tristán, con una mirada tan amigable como un
cuchillo apretado contra su yugular—. Nadie me dijo que vendrías.
—Lo siento —le espetó él, encendido—. ¿Necesitaba
tu permiso?
Juliet alzó una ceja al oír su tono sarcástico,
pero esa fue su única reacción. Ella volvió a ignorarlo, le hizo su pedido a la
camarera y se puso a charlar con su hermana y su nuevo cuñado.
Cada vez más frustrado, Tristán los escuchó hablar
del nuevo puesto de profesora de Emma en Virginia Beach y del estado de las
reformas de la casa que la pareja había comprado. Emma le dio a su hermana la
noticia del comienzo de Sammy en séptimo grado. Mientras tanto, Tristán reflexionaba
sobre cómo conseguir y mantener la atención de Juliet.
Se habían conocido en abril en un crucero con
destino al Caribe Occidental. Recién abandonado por la chica con la que
planeaba casarse, Tristán había estado alimentando un ego herido. El comportamiento
espinoso de Juliet y su inteligencia combativa le habían intrigado. Era la
primera mujer con la que se había topado que lo había mirado con aparente
indiferencia. Excepto que esta resultó ser una treta. Cuando se produjo la
tragedia, y ella estuvo abrumada por el secuestro de su hermana y sobrina,
pareció que le gustaba mucho.
Es más, ella no había sido tan impermeable a su
química como pretendió simular. Pese a que usó la palabra «distracción» para
describir el sexo apasionado que habían tenido, ella había disfrutado cada minuto.
En los días siguientes, Tristán vislumbró un aspecto de Juliet que le hizo
desear ser su superhéroe.
En el fondo, Juliet Rhodes lo necesitaba, solo que
ella veía las cosas desde otro punto de vista. Si le daba la oportunidad, él le
demostraría que era indispensable para su felicidad. Cualesquiera que fueran
los obstáculos que ella encontrara en la vida, él quería enfrentarlos a su lado,
igual que lo hicieron en México.
Durante la comida, la conversación se centró en la
política y la postura del nuevo presidente sobre la política exterior. Tristán
ofreció su opinión, pero Jeremiah fue el único en cuestionarla. Juliet mantuvo
la boca cerrada, lo cual no era propio de ella. La Juliet que él conocía habría
expresado su perspectiva de un modo reflexivo, pero opuesto.
Tristán la miró por el rabillo del ojo y se dio
cuenta de que ella revolvía su ensalada casi intacta. Mientras Jeremiah describía
con cauteloso entusiasmo la política antiterrorista del presidente, Tristán estudió
a Juliet con más detenimiento.
Llevaba más maquillaje de lo habitual, tal vez para
disfrazar las ojeras que rodeaban sus ojos. Unas finas líneas de tensión se marcaban
en sus hermosos labios. Algo la preocupaba.
De repente, Juliet soltó el tenedor y rebuscó en
su bolso. Sacó un cuadrado de papel doblado y se lo dio a su hermana.
—¿Reconoces a este hombre? —le preguntó, cambiando
el tema de conversación como si nada.
Tristán observó con curiosidad cómo Emma cogía el
papel y lo estudiaba con sus suaves ojos azules.
—No. Nunca lo he visto, que yo sepa —dijo ella con
el ceño fruncido—. ¿Quién es?
Tristán vio que el dibujo era una composición informatizada
de la cara de un hombre maduro: pómulos prominentes, frente alta y ojos claros.
Juliet apretó los labios con decepción y recuperó el papel. Tristán se sintió
aliviado cuando ella lo volvió a doblar. Juliet necesitaba su ayuda para
encontrar a su sospechoso. Solo necesitaba que le recordaran lo bien que
trabajaban juntos.
«¿Por dónde puedo
empezar?», se preguntó Juliet. Su percepción del semidiós que se sentaba a su
lado —y que olía tan bien que deseaba poder embotellarlo—, le impedía pensar
con claridad. De todos los días que Tristán podía haber elegido para aparecer
de nuevo, ¿por qué este? Por supuesto, ella sabía la respuesta.
Debería haber adivinado que él se materializaría
precisamente seis meses después de que ella le hubiera lanzado ese ridículo
desafío. Después de todo, él la había avisado hacía dos meses, en la boda de su
hermana, que ya llevaba cuatro sin salir con nadie, cumpliendo así los deseos
de Juliet. Y ya se había cumplido el plazo. Dada su reputación de estar siempre
acompañado, esta debió de ser la primera vez que había estado tanto tiempo sin
pareja.
Ahora, de alguna manera, ella tenía que evitar
cumplir su parte del trato. No solo aborrecía convertirse en un eslabón de la
cadena de novias de Tristán, por mucho que él la hubiese roto, sino que, además,
Juliet persistía en su rechazo al compromiso. Había decidido hacía años estar
sola. De esa manera, aparte de su hermana y su sobrina, nunca tendría que
llorar la pérdida de alguien cercano. Tristán, con su sonrisa cariñosa y su
actitud enérgica, la había tentado a cambiar de opinión. Dada la peligrosa
cualidad de su trabajo, ¿no sería una estupidez hacerlo?
Sin embargo, las circunstancias afectaban su determinación.
Ella podría usar su ayuda de la forma en que lo hizo en México.
«No estás en México», se recordó a sí misma. Ella
estaba en su propio terreno en el norte de Virginia, y ya tenía una asistente muy
eficaz como Hilary Alcorn trabajando en su oficina.
Juliet ignoró a Tristán y se inclinó sobre la mesa
para contarle a Emma su sueño.
—Desde lo que os pasó a ti y a Sammy en Yucatán,
he estado soñando con el accidente de mamá y papá. Algo me vino a la mente la
otra noche, algo que debí de haber reprimido.
Los ojos de Emma se abrieron de par en par.
—¿A qué te refieres?
—Había un hombre allí después del accidente. —Juliet
agitó el retrato robot doblado—. Este tipo. Recuerdo que abrí los ojos y lo vi
junto a la ventanilla de mamá. Papá también lo vio. Lo supe porque su
respiración cambió. Algo me dijo que no me moviera porque el hombre no me había
visto. Solo miró hasta que papá dejó de respirar, y luego se fue. Y no, no
pidió ayuda —agregó al ver la boca de su hermana abierta—. Nadie vino hasta
mucho después.
Un pesado silencio inundó el aire. Jeremiah
deslizó una mano protectora sobre Emma, despertando la gratitud de Juliet por
haber encontrado un hombre digno de ella.
—¿Estás segura de que no fue un sueño? —preguntó
Emma.
—Lo estoy. Sabes que siempre hemos sospechado de un
juego sucio —le recordó Juliet a su hermana—. Necesito averiguar quién era ese
hombre. Entonces quizá descubra por qué mató a nuestros padres.
Emma asintió con la cabeza y apartó su plato.
Juliet miró el sándwich a medio comer de su
hermana.
—Lamento arruinar tu almuerzo.
—Está bien —respondió Emma.
La sensación de la mano de Tristán en su antebrazo
le incitó una mezcla de resentimiento y autocompasión. No era frágil como su
hermana. Ella no quería ni necesitaba un recordatorio de lo reconfortante que le
resultaba apoyarse en su poderoso cuerpo y dejar que él la sostuviera.
—Por favor, no me toques —le dijo Juliet a Tristán
en voz baja.
A través de su visión periférica, ella lo vio
enderezarse. Luego, él apartó su mano, llevándose el calor con ella.
La vergüenza la impulsó a hablar.
—Lo siento. Yo solo… necesito concentrarme. —Palabras
equivocadas. Maldita sea. En el momento en que salieron de la boca de Juliet,
ella quiso retractarse. Porque le había dado a entender que, si ella no podía
concentrarse, no era inmune a él.
—¿Qué podemos hacer para ayudar? —La oferta firme
de Jeremiah la llevó de vuelta a la conversación.
Juliet suspiró.
—Sinceramente, no lo sé. El coche de papá fue al
desguace de chatarra hace años. He solicitado los informes policiales
originales que están en la microficha de los archivos de Burlington Township,
pero ya sé que no había ninguna mención de un extraño. No comprendo por qué no
lo recordé antes.
Jeremiah se inclinó hacia delante. Sus ojos color
avellana transmitían inteligencia y simpatía.
—Tenías dieciséis años —le recordó—. Has
sobrevivido a la peor experiencia que un niño puede tener. Asumiendo que viste
a este hombre tal y como ahora recuerdas, podrías haberte dado cuenta de que
estabas viendo al asesino de tus padres, y tu mente consciente se negó a
aceptarlo.
Sus palabras trajeron lágrimas inesperadas a sus
ojos. Giró la cabeza y fingió que miraba a los otros clientes del restaurante
hasta que consiguió controlarse.
Tristán, a pesar de la advertencia anterior de
Juliet, puso un brazo en el respaldo de su silla como para levantar una pared invisible
a su alrededor. Para su malestar, ella se sintió protegida de inmediato.
Juliet miró a Jeremiah.
—Seguiré con esa teoría, pero ¿por qué ahora? ¿Por
qué iba a recordarlo de repente después de once años?
—Porque ahora eres más fuerte de lo que eras a los
dieciséis —sugirió Emma.
—Así es. —Jeremiah asintió con aprobación a su
esposa—. Porque venciste las probabilidades en México. Tal vez tu mente
subconsciente piense que ya eres capaz de afrontar la verdad.
Juliet se sintió más fuerte por su victoria sobre
los despiadados capos la primavera pasada. Pero ¿no eran once años demasiado tiempo
para reprimir un recuerdo tan importante como este? El rastro que conducía al
asesino de sus padres se había enfriado, sobre todo, porque Emma no reconocía
al hombre del retrato robot. Y esa era la única pista de Juliet.
Emma extendió su mano.
—Déjame ver la foto otra vez. —Juliet se la
entregó y Emma estudió los rasgos sombreados del hombre. Mientras las cejas
leonadas de su hermana se unían a causa de la concentración, la inquietud de Juliet
iba en aumento. Estaba claro que Emma no tenía ni idea de quién podía ser.
—Es inútil —confirmó—. Pero tengo una idea —agregó.
—¿Cuál?
—¿Por qué no revisamos juntas los álbumes de
nuestra infancia? Dejé la mitad en tu casa cuando me mudé. Tú revisa esos, y yo
comprobaré los que tengo. Si este hombre mató a mamá y papá, podría haberlos
conocido. Tal vez lo consideraban un amigo. ¿Quién sabe? Podríamos reconocerlo
en una foto.
Juliet se imaginó a las dos escudriñando viejos
álbumes en busca de un hombre que se asemejaba a la figura sombría de sus
sueños. Pero sería como encontrar una aguja en un pajar.
—Lo intentaré esta noche —acordó.
Emma tomó una foto del dibujo antes de devolvérselo
a Juliet, y luego esta lo guardó en su enorme bolso.
—Yo también miraré en cuanto llegue a casa —prometió
Emma.
Un sentimiento sofocante emboscó a Juliet. Ansiosa,
empujó su silla hacia atrás, haciendo que Tristán dejara caer su brazo.
—Si me disculpáis, necesito ir al baño.
Emma la miró con preocupación.
Juliet les dirigió a todos una sonrisa apretada,
cogió su bolso y, consciente de la mirada melancólica de Tristán, se alejó con
rapidez.
Dada la persistencia de Tristán en el pasado, ella
supuso de inmediato que él la seguiría y trataría de acosarla en el instante en
que saliera del baño de mujeres.
Ahora podía llamarse cobarde a sí misma, pero se
sentía demasiado vulnerable en ese momento como para tener el tipo de discusión
que sin duda él tenía en mente. Al ver a la camarera preparando su factura,
Juliet se desvió en su camino al baño. Tristán no podía verla desde su posición
actual.
—Hola, necesito salir temprano —dijo, ganándose la
atención de la empleada mientras sacaba su billetera de su bolso—. ¿Puedo pagar
la cuenta?
La camarera la miró y parpadeó.
—Oh, claro. Acabo de hacerla —dijo, dándole la
carpeta negra del bolsillo de su delantal.
Juliet metió varios billetes dentro.
—Quédese con el cambio.
—Gracias.
Con una sonrisa y una inclinación de cabeza,
Juliet fingió que se dirigía hacia los baños. Emma la perdonaría por haberse
ido. Tristán, no tanto.
El arrepentimiento se agarró a sus tobillos, dificultando
su retirada. La verdad es que ella deseaba tener una aventura más con Tristán
antes de abandonarlo, pero, teniendo en cuenta lo mucho que lo había presionado
estos últimos seis meses, sería muy cruel usarlo de esa manera. Irse ahora era
lo mejor y más honesto que podía hacer.
Juliet esquivó una oleada de gente que entraba al
restaurante, bordeó el baño y salió por la puerta principal, segura de que
nadie en su mesa la había visto marcharse.
Fue directa hacia su SUV plateado, agradecida
porque Tristán no pudiera ver el aparcamiento desde la mesa, aunque él no
tardaría en descubrir su huida. Se indignaría, y con razón. Por eso Juliet
había pensado en una forma de compensarlo. Tan pronto como su paquete de
consuelo estuviera listo, ella se lo enviaría y con suerte aliviaría el dolor
de su rechazo. O eso esperaba.
Una brizna de duda se deslizó por su mente
mientras se sentaba frente al volante y encendía el motor.
Nunca había visto a Tristán enfadado, excepto
cuando ella se había internado en una selva de Belice en busca de un atajo para
poder ganarle en una carrera y él la regañó por romper el pacto de amistad.
Aparte de eso, el SEAL tendía a tomarse bien las cosas más irritantes. Él no se
preocupaba por nimiedades, aunque ella dudaba de que considerase su fuga una
nimiedad.
Se colocó el cinturón de seguridad y salió a toda
prisa del aparcamiento.
Tristán no tenía ni idea de dónde vivía, pero él podría
sacarle esa información a su hermana. Juliet debería advertirle a Emma que no
se la diera.
¡Ding!
La campanilla le recordó que el depósito de gasolina estaba vacío, ya que no lo
había llenado esa mañana porque se le había hecho tarde. Mierda. Esperaba que
le alcanzase para llegar a casa. Pero lo primero, era lo primero. Llamar a
Emma.
Juliet pisó el acelerador mientras accedía a su Bluetooth con un comando de voz. Después
de varios tonos, su hermana no respondió.
—Oh, vamos. —Sabía que Emma tenía su teléfono a
mano porque había cogido una foto del sospechoso, por lo que era probable que
lo tuviese silenciado.
«Fin de la llamada», dijo Juliet, mirando la
pantalla en el salpicadero.
Se quedaría muy pronto sin gasolina, y su
apartamento estaba a casi cuatro millas de distancia.
«Llama a Bullfrog», se dijo a sí misma. Su cuñado
se había ganado su apodo por ser el hombre rana más rápido en el agua.
Este contestó al instante.
—¿Estás bien? —le preguntó él.
—Umm,
sí. Traté de llamar a Emma, pero no contestó.
—Te está buscando en el baño, pero no estás aquí,
¿verdad?
—No. Lo siento mucho. Necesitaba irme. Sin
embargo, pagué la cuenta —agregó, con la esperanza de que el gesto compensara en
algo su grosería.
—Eso no era necesario. —La respuesta de Jeremiah
fue inusualmente breve.
—¿Está enfadado Tristán? —adivinó Juliet.
—Esa no es la palabra que yo usaría.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. —Su tono era demasiado neutral—. Me ha
gustado verte de nuevo. Tennos al corriente de la situación. Adiós. —La llamada
terminó forma abrupta.
Juliet frunció el ceño y agarró con más fuerza el
volante. ¿Por qué el comentario de Bullfrog había sonado como una advertencia?
La repentina sospecha la hizo mirar su espejo
retrovisor. ¿Tristán iba tras ella? ¿Cómo era posible? Él se había ido con
Jeremiah y su hermana.
Además, Tristán no sabía dónde vivía Juliet, a
menos que Emma ya se lo hubiera dicho.
Se lamió los labios secos. Había llegado a su gasolinera
favorita. Al ver que el semáforo se ponía rojo, se desvió hacia la estación,
pensando que podría repostar antes de que la luz volviera a ponerse verde.
Salió del vehículo y observó los coches que
circulaban mientras ponía la gasolina. Su corazón latía irregularmente.
Se necesitaba una tarjeta para entrar en su
edificio, y Tristán no tenía ninguna.
Con el tanque medio lleno, Juliet saltó de nuevo a
su SUV y salió disparada de la estación justo cuando la luz verde se volvió
amarilla.
«He visto por última vez a Tristán Halliday», se
aseguró.
Era extraño cómo la idea de no volver a verlo
nunca más no la animó en absoluto.
En el momento en que su edificio de apartamentos apareció
en la distancia, su corazón latió con normalidad. No había visto nada en los
retrovisores que sugiriera que alguien la seguía.
Condujo por el aparcamiento subterráneo, casi
vacío a esas horas de la tarde de un día laborable. Sus pisadas resonaron en el
recinto de hormigón al dirigirse al ascensor, en el que introdujo la llave de
su tarjeta para llamarlo.
Cualquier otro día, habría subido por las
escaleras. Hoy, sus rodillas se tambaleaban demasiado como para soportar el
ascenso de cinco pisos. Mientras el ascensor subía a una velocidad constante,
Juliet respiró hondo y soltó el aire. El olor del jabón deportivo de Tristán
todavía llenaba sus fosas nasales.
Juliet llegó a su planta y se dirigió hacia su
puerta, asegurada con una cerradura que requería una combinación de cuatro
números. Al ingresar su código, pensó en cuánto tiempo había pasado desde que
lo había cambiado. La luz parpadeó en verde. Ella presionó el pestillo y abrió
la puerta.
La silueta de un hombre de pie en su oscura sala
de estar la asustó y Juliet soltó un grito ahogado. La puerta se cerró de un
golpe tras ella. Con las persianas cerradas y las luces apagadas, la sombría
figura le recordó al asesino de sus padres.
La mano de Juliet fue directa al interior de su
bolso, donde guardaba su pistola de nueve milímetros cuando no estaba
trabajando. Pero entonces el intruso subió las persianas y la habitación se
inundó de una brillante luz que reveló su identidad.
—¡Tristán! —El asombro la dejó clavada en el sitio—.
¿Cómo diablos has entrado aquí?
Él agitó la cabeza con desaprobación mientras
caminaba hacia ella. Sus oscuros ojos azules emitían un destello depredador.
Todos los pelos de su cuerpo se le pusieron de punta cuando él acortó la
distancia entre ellos.
—Tú no puedes hacer las preguntas, cariño.
Juliet se ordenó a sí misma sacar su arma, pero estaba
paralizada. El comentario anterior de Jeremiah tuvo sentido de repente. «Esa no
es la palabra que yo usaría». Sabía que Tristán estaba más que enfadado.
Estaba, de hecho, tan molesto que se había ido del restaurante para
perseguirla. Jeremiah y Emma no habían logrado detenerlo. En todo caso, le
habían ayudado a encontrar la forma de entrar.
Maldita sea, no podría escapar de él con una
simple disculpa. Si estaba resuelta a permanecer soltera, él la persuadiría con
su asedio. Quizá ella no lo aguantase, y sufriría por ello en el futuro. «Que
Dios me ayude», se dijo Juliet, porque no estaba segura de tener la fuerza para
resistir lo que Tristán le ofrecía.
Capítulo
2
—Eh, eh, eh… —Tristán vio la mano de Juliet
deslizándose en su bolso y le hizo una seña de advertencia con un dedo—. No, no
lo harás. Dame tu bolso. —La indignación que lo había impulsado a conducir su moto
como un demonio a través de un barrio suburbano seguía fluyendo a través de él
como la lava. El inexorable calor de la ira acalló la voz insegura en su cabeza
que insistía en afirmar que Juliet no lo quería. Como su madre biológica, ella
prefería alejarse de él antes que conocerlo.
—Dámelo. —Tristán extendió la mano.
Juliet apretó el labio superior con una mueca de
desprecio. Tristán tuvo que reconocer que ella no tenía miedo. Sin embargo, el
aleteo en la base de su delgado cuello reveló que había logrado asustarla.
Bien. Ya era hora de que llamara su atención.
—¿O qué? —se burló ella.
Tristán le arrebató el bolso tan rápido que Juliet
solo tuvo tiempo de parpadear. Hurgó en su interior, encontró su Ruger y tiró
el bolso al suelo. Comprobó el cargador y sacudió la cabeza al encontrarlo
lleno de balas.
—Si va a haber un crimen pasional aquí —dijo en su
mejor imitación de Harry el Sucio—, no va a involucrar balas. —Cerró el
cargador con una palmada, dejó la pistola vacía sobre la mesita de la entrada y
le dirigió una mirada de «¿y ahora qué?».
Juliet se abalanzó sobre el bolso, lo más probable
es que fuera a por su móvil. Tristán la agarró, la cogió entre sus brazos y le
provocó un gruñido mientras la llevaba, luchando vigorosamente, hacia el sofá. Él
recibió algunos buenos golpes, pero su ferocidad no le sorprendió. Descubrió en
México que se desenvolvía como una luchadora enjaulada. Eso era algo que le
gustaba de ella, en realidad. Sin embargo, su resistencia no fue una verdadera pelea,
sino un preludio para hacer el amor.
Sus zapatos de tacón le golpearon las rodillas
antes de que él las doblase. La arrojó al sofá, pero Juliet lo agarró del
cabello, así que lo arrastró con ella. Mientras descendían, le dio una patada
en la parte superior de su muslo, a cinco centímetros de la zona sensible a
donde iba dirigida.
Tristán tuvo que admitir que su entrenamiento era
completo, pero el suyo era más extenso. Además, él era el doble de grande que
ella.
Ejerciendo presión sobre sus muñecas, Tristán
liberó su cabello de la mano de Juliet. La incorporó y la giró bocabajo sobre
los cojines, sentándose después encima de su trasero para inmovilizarla.
—Suéltame, hijo de puta.
—Sin insultos —advirtió Tristán, a la vez que le
sujetaba los brazos detrás de la espalda—. No vayas por ahí. Yo no soy el que
reniega de una promesa o huye de una sincera conversación. Si empezamos a
insultar, te llamaré perra manipuladora o cobarde. ¿Ves lo que quiero decir? Eso
no nos llevará a ninguna parte.
Ella se retorció debajo de él, luchando para
liberarse.
—Deberías quedarte quieta —dijo Tristán, poniendo
sobre ella una fracción de su peso—. No he estado con una mujer en seis meses.
Cada vez que levantas el culo, pienso en lo mucho que te gusta que te lo hagan
por detrás.
Juliet se detuvo en el acto, aunque su pecho aún
latía agitado. Él sabía que ella hacía ejercicio a diario. Esa pesada
respiración no se debía solo al esfuerzo.
—Tal vez necesitas que te recuerde cuánto te gusta
—sugirió.
—¡No te atrevas!
—Todavía puedo imaginármelo, esa bonita habitación
de motel en Playa del Carmen. Prácticamente, me obligaste a tener sexo contigo.
—¿Qué? Bastardo, yo no te obligué.
—Recuerdo que te me tiraste encima. Recuerdo que
te deslizaste de mis brazos y te arrodillaste para bajarme la cremallera.
—Basta.
Tristán sostuvo las dos muñecas de Juliet con una
sola mano, y liberó la otra para acariciar la parte posterior de sus piernas a
través de sus ligeros pantalones. Le echó un vistazo a la curva de su trasero y
notó cómo temblaba.
—Dios, estabas muy caliente aquella noche —recordó—.
Nunca he conocido a una mujer tan buena como tú. Podría tocarte así… —Él
dirigió sus caricias hacia la cálida ranura entre los muslos de Juliet—. Una,
dos, tres veces —continuó—, y hacer que te corras.
Juliet emitió un gemido mezclado con un grito.
—¡No!
—¿De qué tienes miedo? —Tristán estaba feliz al
comprobar que una justa ira ya no lo dominaba. Las emociones fuertes tendían a
meter a un SEAL en problemas. Se estaba divirtiendo entrenando con ella. Y esperaba
que ella también. Repitió sus caricias y se alegró de sentir la carne femenina
hinchada y firme bajo la yema de su dedo—. Eres una mujer de sangre caliente.
Soy un hombre de sangre caliente. ¿Por qué no deberíamos disfrutar el uno del
otro?
—No puedes obligarme —insistió Juliet, aún sin
aliento.
Ese comentario le hizo apartarse de ella de
inmediato, lo bastante lejos de sus largas piernas por si ella pensaba en tomar
represalias. Jamás había forzado a una mujer, nunca haría algo así, y no iba a
empezar ahora.
—Nadie te obliga a hacer nada —insistió mientras
ella se ponía de costado, con un brazo en la parte de atrás del sofá y lo
miraba suspicaz.
Él cruzó los brazos sobre su pecho, le sostuvo la
mirada y esperó.
—¿Qué es lo que quieres? —La voz ronca de Juliet
revelaba tanta furia como excitación. Sus pupilas se posaron un instante en el
bulto de la parte delantera de los vaqueros de Tristán.
—Creo que lo he dejado muy claro. Pasé seis meses
sin sexo para poder estar contigo.
Ella abrió los ojos de par en par con sorpresa.
—Nunca te lo pedí. Solo te pedí que no salieras
con nadie. Tu necesidad patológica de compañía femenina me preocupaba, eso es
todo.
Su psicoanálisis lo molestó mucho. Ella era la que
tenía problemas con las relaciones, no él.
—Bueno, está claro que he superado tus
expectativas. Si has terminado de jugar conmigo, estoy aquí para mi cita.
Juliet se mantuvo en silencio.
—¿O estás planeando renegar de tu promesa? —le
preguntó Tristán.
—Nunca te prometí nada —insistió ella—. Dije que
podría salir contigo en seis meses.
—Con las apuestas tan altas que hiciste, cariño,
con «poder» no basta. Me debes una cita. —Tristán contuvo la respiración
preguntándose qué haría si aun así Juliet lo rechazaba. Ella era lo único en lo
que había pensado durante seis meses seguidos.
Juliet se mordió el labio inferior. Al fin, ella habló
con un hilo de voz.
—¿Qué tal si volvemos a tener sexo y lo llamamos
tregua?
La frustración explotó dentro de Tristán.
—Cállate —advirtió él.
Su vehemencia debió de asustarla. Juliet se puso
en pie y se abalanzó sobre él, agarrándole las manos.
—Escúchame —le imploró ella—. Lo siento. De
verdad. Tú me gustas.
Tristán se aplacó, en parte.
—Pero yo no salgo con nadie —continuó Juliet—. No
puedo salir con nadie. —Sus ojos grises suplicaban su comprensión—. Tengo un
negocio que atender que requiere todo mi tiempo. No puedo estar ahí para nadie.
Tristán se encogió de hombros.
—Mi trabajo no es diferente.
—Cierto, pero también estoy de mal humor. Y tengo
hábitos espantosos.
Él se moría por conocerlos todos.
—¿Como cuáles?
—Me alimento de comida basura, tomo demasiado café
y me olvido de llenar el depósito de gasolina de mi vehículo.
—Ah. Por eso tardabas tanto…
Ella apartó sus manos de él y las apoyó en las
caderas.
—Emma y Bullfrog están metidos en esto, ¿no? —le
preguntó—. ¿Cómo llegaste aquí? Pensé
que te habías ido con ellos.
—Te seguí en mi moto. Pensé que podrías darme esquinazo,
así que tomé un atajo a tu casa por si acaso.
Los ojos de Juliet brillaron con interés.
—¿Tienes una moto? —Un punto para él.
—Claro que sí.
—Pues tendrás que mostrarme ese atajo más tarde —exigió
ella—. Escucha. —Juliet se alejó de él y comenzó a caminar alrededor del sofá
mientras se retorcía las manos, nerviosa—. No voy a cambiar lo que soy solo
para complacer a un hombre. Se supone que las novias son flexibles. Moldean sus
vidas para adaptarse a sus amantes. Mira a Emma. —Gesticuló—. Ella dejó su
trabajo para poder estar con su marido. Esa no soy yo. Me gusta lo que tengo
aquí. Me gusta lo que hago. Y no necesito un hombre en mi vida. —Juliet se
acercó al sofá y miró a Tristán con una expresión casi desesperada.
Este se preguntó si intentaba convencerse a sí
misma o a él. La miró de arriba abajo, desde su cara encendida hacia su
chaqueta arrugada y luego a sus pies.
—¿Estás segura de eso? Pensé que acababas de pedir
sexo.
Juliet retrocedió de nuevo.
—Bueno, sí, pero…
—Pero puedes conseguirlo en cualquier parte —la
interrumpió Tristán. La idea de que ella tuviera sexo con alguien le daba náuseas—.
¿Con cuántos hombres te has acostado desde lo de México?
Una risa nerviosa escapó de los labios de Juliet.
—Responde a la pregunta, porque yo me he ido a
dormir todas las noches con una erección estos últimos seis meses.
—Eso no es asunto tuyo. —Juliet se sonrojó—. No
estamos juntos. No te debo fidelidad.
—¿Con cuántos? —repitió él.
—¡Con ninguno! —Ella agitó sus manos en el aire—. Ya
está, ¿te sientes mejor?
Juliet tenía que estar mintiendo. Una mujer como
ella podía conseguir un hombre en cinco segundos.
—Espera —añadió—. Tal vez debería decirte que me
he acostado con la mitad de los chicos de este edificio. Tal vez entonces te
darías cuenta de que no doy el perfil de una novia y me dejarías en paz.
Por la expresión de ella, Tristán supo que no era
verdad.
—¿Es eso realmente lo que quieres? ¿Quieres que te
deje en paz? —insistió él.
Juliet se esforzó en decir «sí», pero al fin la
honestidad superó su enfado y no dijo nada.
Tristán reconoció su derrota, reprimió una sonrisa
y sugirió un acuerdo.
—¿Qué tal si pasamos un tiempo juntos y vemos cómo
va? —La cautela se fundió en escepticismo y este en un impulso sexual, mientras
él deslizaba su mirada sobre los pechos y muslos de Juliet.
—Quieres decir, ¿disfrutar el momento? —interpretó
ella.
Ya la tenía.
—Más o menos —dijo Tristán. Había un punto que a
ella no iba a gustarle, pero él no se lo iba a decir.
Juliet alzó las cejas.
—¿Qué significa «más o menos»?
—Significa que haremos cosas juntos —explicó
Tristán—. Como encontrar al tipo que pudo haber matado a tus padres. Hacemos un
buen equipo, ¿recuerdas?
Ella se llevó una mano a la frente y se frotó los
ojos, cerrándolos mientras se los frotaba.
—Pero yo trabajo sola —protestó.
—Me necesitas —insistió él—. Tengo habilidades
relevantes.
Juliet suspiró.
—No voy detrás de nadie en concreto, aún. Primero
tengo que revisar los álbumes de familia, como Emma sugirió. Con suerte,
encontraré algo.
—Genial, hagámoslo.
Ella estudió su expresión.
—¿Hablas en serio? ¿Quieres ayudarme a mirar fotos
viejas?
—Claro. Mientras trabajemos en equipo, seré feliz.
—Tristán sonrió para mostrarle que era cierto y sorprendió a Juliet mirando su
boca, como si hubiera olvidado la forma y el tacto de la misma. Podía imaginar
lo que tenía en mente.
Ella todavía lo deseaba aunque se resistía a esa
idea. Sin embargo, en los últimos diez minutos, se le había ocurrido que tendría
más posibilidades si no le daba lo que ella quería. Mientras él la mantuviera
hambrienta, no se alejaría de su lado. Y cuanto más tiempo se quedara, más probabilidades
tendría de que su relación fuera permanente.
Tristán la cogió por los hombros, sacándola del
trance.
—Entonces, ¿a qué estamos esperando? —exigió. Le
dio un apretón—. Hagámoslo. —Tristán le dio una palmada en el trasero y se
alejó antes de que se sintiera tentado a besarla.
Juliet movió la cabeza, aturdida, se volvió hacia
una de las dos puertas de su sala de estar y la abrió.
—Este es mi dormitorio libre —explicó ella, después
de encender la luz.
La biblioteca, el escritorio, el archivador y el
futón, hacían de la habitación un lugar perfecto para los huéspedes, aunque estaba
repleta de cajas y un gran baúl de metal.
—Cuando Emma se mudó, dejó un montón de cosas que
no quería llevarse consigo —dijo Juliet para explicar el desorden.
Tristán contó el número de cajas frente a ellos.
—¿Todas están llenas de álbumes de fotos?
—Oh, no. Los álbumes están en el baúl. Estas cajas
son cosas de las que Emma no podía deshacerse, como los bocetos de mi madre.
—¿Tu madre era artista?
—Profesora de arte. Trató de ayudarme a encontrar
mi lado creativo. Pero no me parezco a mamá, sino a Emma.
—¿Quién hizo el retrato robot del tipo que estás
buscando?
—Hilary, mi asistente, con un programa informático
especializado.
Juliet deslizó los
cerrojos y levantó la tapa del baúl. Enseguida se liberó un aroma a lavanda que
siempre le recordaba a su madre. Una oleada de anhelos sin sentido se apoderó
de su corazón. Escondió a Tristán su reacción, y se inclinó para coger uno de
los seis álbumes que había dentro. Luego, lo llevó al futón, que hacía las
veces de sofá, se dejó caer en él y encendió la lámpara cercana.
Tristán cruzó la habitación para unirse a ella.
Mientras se acomodaba a su lado, sus muslos se rozaron. Su cuerpo tomó conciencia
de su plenitud y se le aceleró el pulso.
¿Cuánto tiempo iban a quedarse sentados mirando
viejos álbumes? Por mucho que ella apreciara su ayuda, ahora que él estaba
aquí, junto a ella, su cuerpo lo deseaba tanto como cuando se conocieron.
Distraída, abrió la tapa y se obligó a examinar las fotos. Tristán miró por
encima de su hombro.
—Aww,
¿eres tú? —Él tocó con su índice largo y bronceado la foto de un bebé con sus
casi tres kilos de peso, de piel sonrosada y nariz chata.
—Me temo que sí. —Ninguna de las fotos mostraba a
nadie aparte de ella y sus padres, así que Juliet pasó la página con rapidez.
—Espera, espera, espera. Déjame ver —protestó
Tristán.
—Esto no es un viaje por el camino de los
recuerdos. Busco al hombre que mató a mis padres —le recordó ella.
—Sí, pero mira a tu madre. Guau. Ahora veo de
dónde has sacado tu belleza.
—Deja de coquetear. Estamos trabajando.
—Ella también era rubia. Y tu padre, pelirrojo
como Emma. Interesante.
Juliet puso los ojos en blanco. ¿Ahora iba él a
fingir fascinación por la genética de su familia? Seguro que no podría
importarle menos. Sin duda, Tristán estaba esperando el momento perfecto para
arrebatarle el álbum y besarla. Su cuerpo tembló ante la expectativa.
«¡Concéntrate! Concéntrate en la tarea», pensó
Juliet.
Había gente en esta página que no reconocía.
Estudió cada rostro con atención, en busca de un hombre grande con una extraña
cabeza de forma rectangular.
—Oh, Dios, mira a Emma —exclamó Tristán,
golpeándose el hombro para poder ver más de cerca a la niña de cuatro años con
trenzas color castaño y dos dedos en la boca—. Jeremiah tiene que ver esto. Es
adorable.
—Estoy segura de que ya se la ha enseñado. Por
cierto —dijo ella—. ¿Se les permite a los SEAL decir esa palabra?
—¿Qué palabra? ¿adorable? Por supuesto. ¿Por qué
no iban a poder decirla?
—No importa. Me estás distrayendo. —Juliet le dio
un codazo en las costillas—. Deja de parlotear.
Él se alejó para que ella pudiera estudiar las
fotos sin interferencias. Pero ya no estaba tan atenta. Juliet ojeó varias
páginas, consciente del repentino silencio de Tristán. Y eso la golpeó. Ella había
vuelto a usar la odiosa excusa de la distracción.
Una mirada de reojo al gesto de Tristán confirmó
su sospecha. Lo había molestado al pronunciar esa palabra, la misma que había utilizado
en México para explicarle por qué había tenido sexo con él, para distraerla del
secuestro de su hermana y sobrina.
—Lo siento. —Genial, se había disculpado tres
veces en media hora—. Tengo que hacer esto. Tengo que encontrar a esta persona
si quiero dormir bien.
La mirada dura de Tristán se suavizó.
—No te preocupes —dijo él—. Tienes toda la razón.
Estamos trabajando. —Se levantó y salió de la habitación.
Juliet se quedó boquiabierta. ¿Adónde iba? ¿Lo
había ahuyentado?
Lo oyó cruzar su sala de estar y dirigirse hacia
la puerta. La necesidad de llamarlo se le atascó en la garganta como un hueso
de pollo. Ni siquiera habían tenido relaciones sexuales todavía, y era muy
probable que ella explotara si él salía de su vida en ese momento. Pero sus
pisadas se hicieron más fuertes, y volvió a entrar en la habitación llevando su
bolso.
—¿Sigue aquí el dibujo? —dijo con el brazo
extendido.
—Oh. —Ella asintió con ironía—. Parece que de
pronto respetas mi propiedad privada—. Ella le hizo señas con la mano—. Adelante,
sírvete como la última vez.
—Para evitar que me dispares. —Una leve sonrisa curvó
sus labios—. Esto es diferente.
—Bien. —Ella le arrebató el bolso y sacó el papel
doblado. Tristán, mientras tanto, sacó un segundo álbum del baúl. Se sentó a su
lado, tomó el retrato robot y lo abrió.
Durante los siguientes veinte minutos, trabajaron
en relativo silencio, con Tristán haciendo ruidos de vez en cuando que iban
desde un chasquido con la lengua hasta una risa abierta.
Juliet echó un vistazo, distraída por su
comentario, pero no se dignó a preguntar qué era lo que le divertía.
—¿Qué hay de este tipo? —preguntó Tristán al fin.
Ella se inclinó hacia él y le rozó el antebrazo
con su pecho.
—Nada de particular. —Su pezón hormigueaba y se perlaba
por el contacto—. Ese es el tío Joe.
—¿El hermano de tu padre o el de tu madre? —preguntó
él.
—Ninguno de los dos. Mis padres no tenían
parientes.
—¿En serio?
—Papá era huérfano y mamá era hija única —explicó—.
Su padre murió en la guerra de Vietnam, y su madre bebió hasta morir.
—Encantador. —Tristán se quedó pensativo—. Así que
ninguna familia en absoluto.
—Claro, por las razones que te acabo de explicar.
—¿Qué hay de los primos segundos o tías abuelas y
tíos?
Juliet se encogió de hombros.
—Nunca oí hablar de ninguno.
—Vaya… —Tristán se rascó la mejilla y miró las
fotos—. Entonces, ¿quiénes son todas estas personas, si no son miembros de la
familia?
—Colegas, en su mayoría. Mis padres eran
profesores de escuela, con muchos amigos. Todo el mundo los quería. —Al
escuchar la melancolía de su propia voz, Juliet fingió mirar de nuevo el álbum
que tenía en su regazo.
Pasaron varios segundos.
—Apuesto a que los echas de menos, ¿no? —La
pregunta áspera de Tristán hizo que a ella le ardieran los ojos. Ella miró
fijamente una foto suya con cinco meses de edad. Un bebé feliz y regordete con
rizos de lino. La pobre no tenía ni idea de que solo tendría dieciséis años
para disfrutar del amor de sus padres.
—Por supuesto —dijo ella.
La gran mano que le alisaba el pelo en la parte
posterior de su cabeza atrajo su mirada hacia Tristán. Ella había visto cómo la
miraba con humor, frustración, deseo y, por último, con rabia, pero nunca había
visto sus ojos sin fondo. Su tierna expresión la inquietó.
—Puedes llorar delante de mí —le dijo él suavemente.
—Sé que estas fotos te traen muchas emociones. Demonios, quiero llorar y ni
siquiera conocía a tus padres.
Las lágrimas saltaron a los ojos de Tristán, sin
que nadie se lo pidiera.
—Basta —ordenó Juliet, parpadeando. —Lo estás
haciendo de nuevo. Tengo trabajo aquí. Por favor, para.
—De ser una distracción… —añadió él.
—Yo no lo dije esta vez, fuiste tú.
—Cierto—. Tristán apartó la mano del pelo de Juliet,
se aclaró la garganta para concentrarse en el dibujo y luego se volvió hacia
las fotos que tenía delante.
Ella se ocupó de los dos últimos álbumes mientras
que Tristán revisaba otro.
Cuando terminaron, Juliet sintió que su espíritu
se hundía. No esperaba encontrar nada cuando siguió la sugerencia de Emma. Pero
sin otras pistas, puede que nunca identificase al monstruo que regresó de forma
tan inesperada a su memoria.
Al caer al suelo, se arrodilló ante el baúl y dejó
los libros en su sitio. El sonido hueco que hicieron al golpear la madera
contrachapada forrada de papel hizo que ella los sacara de nuevo. Al hacer un
balance más detallado de la construcción del cofre, le pareció que debería tener
más profundidad de lo que se veía de inmediato. ¿Podría ser el contrachapado un
falso fondo? Deslizando sus dedos a lo largo de su borde, tiró de él, y un
centímetro de almacenamiento quedó expuesto.
—¡Mira esto! —Ella retiró el falso fondo.
Tristán dejó el álbum en su regazo y se arrodilló
a su lado. Juntos observaron el sobre que yacía en el escondite.
El corazón de Juliet latía de emoción. Compartió
una mirada con Tristán, quien la instó a abrirlo.
Juliet cogió el sobre y lo giró con cautela.
Estaba completamente en blanco. Lo abrió, sacó unas hojas de papel y las desplegó.
—¿Qué pasa? —preguntó Tristán, apoyándose en ella
para examinar la primera página.
—Un certificado de matrimonio—. Juliet lo
escudriñó con creciente desconcierto. Envejecido y con un color crema intenso,
las marcas de la vieja máquina de escribir en el papel informaban de la fecha
del documento—. Tres de septiembre de 1983 —leyó. —Se casaron en Berlín Oeste,
República Federal de Alemania.
—¿Quiénes? —preguntó Tristán—. ¿Tus padres?
—No —dijo ella, con la vista fija en el papel—. Gerard Brause y Anya Ausfeld. Nunca
he oído hablar de ellos.
—¿Por qué alguien escondería un certificado de
matrimonio? —dijo Tristán.
Juliet pasó a la página siguiente.
—Hay una carta —dijo mientras se dirigía hacia el sofá.
Cuando Tristán volvió a sentarse a su lado, ella soltó el certificado y ojeó la
carta—. Es de mi madre —explicó, con el pulso acelerado.
Con creciente excitación, Juliet leyó en voz alta,
con Tristán inclinado sobre su hombro, siguiéndola.
«Mis queridas hijas, un día, cuando seáis lo bastante
mayores para comprender, espero enseñaros esta carta junto con este certificado
de matrimonio, y sabréis la verdad sobre mí. Quiero creer que vuestro cariño prevalecerá
sobre vuestro juicio de los eventos sobre los que estáis a punto de leer. Mi
verdadero nombre es Anya Ausfeld. —Juliet
se detuvo cuando la realidad que había conocido se fragmentó, y el nombre de la
novia en el certificado de matrimonio se convirtió en el de su madre—. Nací en
Berlín Oeste, hija única de padres acomodados, que me enviaron a la Universidad
de Freie para estudiar idiomas y literatura. Criada con privilegios
inmerecidos, me sentí culpable por mis ventajas sobre los nacidos con menos.
Además, me avergonzaba la historia de mi país y su aceptación ciega de un
dictador que había asesinado a millones de personas mientras mis padres y
abuelos hacían la vista gorda».
A medida que leía las palabras de su madre, Juliet
imaginó la voz de Anya en capas sobre la suya propia.
«En la universidad, me intrigaron los ideales del
hermano mayor de una de mis amigas. Hablaba de las visiones de armonía social y
económica de Marx y Lenin y compartía mi rechazo por el fascismo. Un día, me reveló
que era un agente de Alemania Oriental y nos convenció a su hermana y a mí de
que visitáramos ese país. Nos llevó al otro lado del Muro para conocer a su
líder, Dieter Goebel, un hombre elegante y elocuente que amaba el arte tanto
como yo. Mi amiga creyó que se había enamorado de él. Goebel nos fascinó. Nos hacía
sentir que éramos parte de algo realmente significativo. Al final de nuestra
visita, ambas habíamos sido reclutadas para ser sus ojos y oídos.
»Al graduarme, conseguí un trabajo en Westend,
Berlín. Fue allí donde conocí a tu padre en un partido de fútbol; ninguno de
nosotros estaba interesado en el juego. Gerard era ciudadano estadounidense,
empleado de la Agencia de Seguridad Nacional y trabajaba en la instalación de
vigilancia electrónica de los Estados Unidos en Teufelsberg. Cuando le revelé
el trabajo de tu padre a Goebel, él me animó a conocer mejor al estadounidense.
Se esperaba que yo transmitiera toda la información que Gerard pudiera revelar
con respecto a los mensajes de radio y teléfono interceptados. El Este deseaba
saber qué información se estaba transmitiendo a la OTAN. Cuando tu padre me
propuso matrimonio, yo estaba devastada, porque a los agentes de Alemania
Oriental se les prohibía casarse. Sin embargo, con la expectativa de que
tendría conocimiento de más secretos si me casaba con tu padre, Goebel me
permitió hacerlo.
»Como podéis ver en el certificado adjunto a esta
carta, tu padre y yo nos casamos en Berlín Oeste, no lejos del estadio donde
nos conocimos. Nuestros padres asistieron, y para el mundo, nuestro matrimonio
fue una unión común y corriente. Durante el primer año, me esforcé por pasar
secretos a mis superiores. Pero tu padre no hablaba de su trabajo ni traía
ningún documento que yo pudiera examinar. Goebel me ordenó que asegurara un puesto
de secretaria en la oficina de mi esposo o que me divorciara de él. Para
entonces, ya había empezado a aborrecer las mentiras que le contaba a Gerard y
temía los engaños que me veía obligada a realizar para reunirme con mis
contactos en el Este. Le rogué a Goebel que me liberara de mi obligación. Me
informó en términos inequívocos que me despedirían si me retiraba. Sabía que
tenía que tomar una decisión, pero no podía divorciarme de tu padre. Por lo
tanto, le confesé la verdad y me sometí a su misericordia. Bendito sea su buen
corazón, me perdonó y prometió protegerme. Sin embargo, debido a la naturaleza
de su trabajo, no podía guardarse para sí aquella información.
»La única manera de permanecer juntos era
confesando la situación a sus mandos. Gerard y yo estuvimos confinados por su
gobierno durante tres meses mientras los agentes federales nos interrogaban una
y otra vez. Cuando al fin se dieron cuenta de que yo había cortado todos mis
lazos con Alemania Oriental, me dieron permiso para acompañar a tu padre de
regreso a los Estados Unidos. La NSA le quitó a Gerard su autorización de
seguridad y su trabajo. El servicio de los U.S. Marshals nos puso en Protección
de Testigos. Recibimos nuevas identidades como Anne y Gerald Rhodes. Emma nació
poco después de que nos estableciéramos en Nueva Jersey, donde llevábamos una
vida pacífica y normal.
Con un aliento entrecortado, Juliet se detuvo para
calmarse antes de continuar.
«Queridas, he vivido con la culpa de haberle
costado la carrera a vuestro padre. Siendo el hombre que es, os diría que lo
volvería a hacer. Pero he visto su inquietud y remordimiento, y sé que es por mi
culpa. También acepto la responsabilidad de abrazar la ideología de Marx y
Lenin sin considerar la realidad de la naturaleza humana.
»Si estáis leyendo esto, tenéis la edad suficiente
para entender que debemos mantener en secreto la verdad sobre mi historia y la
de tu padre. Los agentes a los que traicioné, incluyendo a mi mejor amiga y a
su hermano, fueron devueltos a Alemania Oriental y apenas lograron escapar de
la cárcel, aunque yo les advertí. Pero Dieter Goebel, jefe de la Dirección, con
mucho gusto me asesinaría por revelar secretos de mis asociados y el
funcionamiento interno de la Stasi. Por lo tanto, debéis mantener a salvo el
secreto de nuestra familia mientras encontráis en vuestros corazones el perdón
por mi ingenuidad. Vuestra querida madre, Anya».
Juliet tragó con fuerza.
—Anya —repitió el nombre, pensando que este le iba
mejor a su madre de habla alemana que el nombre de Anne.
—Santo cielo.
En su visión periférica, Juliet podía ver a
Tristán mirándola fijamente.
—¿No tenías ni idea de esto?
—En absoluto—. Ella agitó la cabeza. Juliet creía
que era el producto de una familia normal con una pequeña casa a las afueras de
Moorestown, Nueva Jersey—. Sin embargo, tiene mucho sentido —agregó—. Siempre
me pregunté por qué mis padres, que eran brillantes, no habían hecho algo más
con sus vidas aparte de enseñar en la escuela. No es que eso tenga nada de
malo, pero tenían una energía que hacía que pareciera que deberían hacer mucho más.
—Tu madre era una espía —alegó Tristán,
impregnando la palabra de todo el misterio y el romance que ello implicaba—. No
es de extrañar que te hayas convertido en detective privado. ¡Está en tu
sangre!
Juliet creía que ella había salido a su padre.
Pero como este había trabajado para la NSA, también había sido espía. Y sus
padres habían estado trabajando para bandos opuestos hasta que se enamoraron y
pusieron su unión en primer lugar. La verdad borró todas las suposiciones que
había tenido sobre sus padres, excepto una. Siempre se habían adorado, y más de
lo que ella había imaginado.
—Tengo que decírselo a Emma —declaró, cogiendo el
certificado y poniéndose de pie—. Esta información lo cambia todo. Ahora sé por
qué alguien quiso matarlos. Tengo un móvil. Incluso tengo sospechosos.
—¿Quién? —preguntó Tristán—. ¿Ese Goebel? ¿Crees
que la localizó, todos esos años después? ¿Para qué? Alemania Oriental se derrumbó.
¿Por qué iba a buscar venganza contra ella?
La pregunta de Tristán la dejó perpleja. Tanto
Goebel como el hombre que reclutó a su madre tenían buenas razones para querer
matarla, pero ¿realmente albergarían rencor durante veinte años?
—No lo sé —admitió ella—. Necesito más datos.
Necesito a Hilary—. Juliet sacó el teléfono de su bolso y marcó el número de su
asistente—. No salgas de la oficina —le pidió cuando Hilary respondió—. Voy
para allá. —Juliet ignoró el gemido de Hilary, colgó y volvió a colocar la
carta y el certificado en el sobre, deslizándolo en su bolso.
—Voy contigo —dijo Tristán.
Su vehemencia la sorprendió.
—Tengo mucho trabajo que hacer. Te aburrirás —dijo
Juliet, aunque sabía que era ella quien no sería capaz de concentrarse.
—No. Iremos en mi moto. De esa manera, me puedo
dar una vuelta por allí, luego te recojo cuando termines tu trabajo y te traigo
de vuelta.
La implicación de que pasarían tiempo a solas hizo
que su cuerpo la traicionara y respondiera por ella.
—Bien. —Se oyó a sí misma decir—. ¿Cuánto vas a
quedarte?
Tristán se encogió de hombros.
—Un par de semanas. Estoy de permiso. —La
respuesta desconcertó a Juliet. ¿Dos semanas? ¿Estaba planeando estar con ella
todo ese tiempo? ¿Y si ocurría algo entre ellos? Sería mucho más difícil
alejarlo. Sin hacer comentarios, ella pasó por delante de él para devolver los
álbumes al baúl. Mientras Tristán se movía para ayudarla, ella deliberó si preguntarle
cuáles eran sus intenciones. ¿Qué estaba buscando, una pequeña aventura? ¿Una
relación a largo plazo? ¿Matrimonio?
Tenía miedo de preguntar. De ninguna manera iba a
dejar que alguien que pudiera morir en el cumplimiento del deber se le
acercara.
El sexo era una cosa, pero si Tristán quería más,
no podía dárselo, de ahí el paquete de consuelo que había pensado entregarle
semanas antes. Le había pedido a su asistente que trabajara en ello, y Hilary
estaba esperando la confirmación de que su investigación era exacta. Lo sabría
con seguridad en cualquier momento, ojalá que fuese pronto. Porque una cosa era
cierta, lo que fuera que había entre ella y Tristán, no iba a durar mucho
tiempo.
—¿Estás listo? —le preguntó ella, cerrando el baúl—.
Llamaré a mi hermana a la salida.
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