Ava
Cuando salgo del
baño, las guitarras suenan aún más fuertes. Mojada, agarrando mi toalla
desgastada a mi alrededor, camino pisando fuerte hacia su habitación. Tal como
pensaba, mi querida hija está tendida como una estrella de mar en nuestra cama,
mirando la misma mancha mohosa del techo y con sus pies golpeando al ritmo de
lo que ella llama música.
—¿Estás bromeando? —Me acerco a la base del iPod y
apago la música con solo pulsar un botón.
Esto llama su atención. Se levanta sobre los codos
y frunce el ceño al verme goteando sobre la alfombra de nuestro dormitorio.
—¿Qué? —pregunta Julianna, aparentemente sin darse
cuenta de nada. Como siempre—. ¿Géiser se ha quejado de nuevo?
El fuerte golpeteo en la puerta de entrada de
nuestro apartamento se repite. Esta vez, sin la música, ambas podemos oírlo
claramente. Hago un gesto exasperado por el sonido.
—Si mantienes la música tan alta, ¿cómo se supone
que vas a escuchar algo más?
Pone los
ojos en blanco y se baja lentamente de la cama.
—Supongo que lo haría —dice.
—¿Entonces por qué no has ido a abrir la puesta?
¿O acaso prefieres que vaya a abrir la puerta con nada más que una toalla...
—Tranquila, mamá, —dice, mientras se acerca a mí—.
Ya voy a abrirla.
La mayoría de las veces estoy infinitamente
orgullosa de mi única hija. Una brillante y hermosa veinteañera de 22 años con
el mundo a sus pies. Incluso esa racha de lucha de ella me recuerda a cuando
era más joven. Mucho más joven, y con muchos menos problemas. Pero en momentos
como este, esa actitud sólo me pone de los nervios.
Porque sé quién está en la puerta. Solo puede ser
una persona. Y también sé cuál es la razón por la que prácticamente la está
rompiendo.
—¡Mamá! —La
voz de Julianna se filtra desde la sala de estar.
No tiene que levantar mucho la voz para hablar,
dada la caja de zapatos en la que vivimos. Una cama, medio baño, una cocina pequeña y una sala de estar lo
suficientemente grande como para albergar nuestro preciado sofá doble que recogimos
en Goodwill. Es humilde, pero es un hogar. Aunque, ahora mismo, es un hogar
humilde que estoy luchando por pagar.
—¡Un segundo! —Grito, dejando caer mi toalla
mojada al suelo, y rápidamente me pongo una camiseta negra y los pantalones
cortos del pijama que salen de la cesta de la ropa.
Al menos, nuestra calefacción sigue encendida,
porque con este invierno en Milwaukee en pleno apogeo andaríamos por ahí con
todas las capas de ropa que tenemos.
Me quedo sin aliento cuando llego a la puerta,
mientras me envuelvo el pelo con la toalla para evitar que la camisa que llevo
puesta se moje. Sam Silverberg está ahí de pie, con las manos en sus amplias
caderas y con una actitud que dice que prefiere hacer cualquier otra cosa que
visitarme a primera hora de la mañana de un viernes.
—Señor Silverberg, hola.
—¿Se le ha vuelto a estropear el teléfono?
—pregunta, con esa voz ronca de fumador que tiene.
Puedo sentir los ojos de Julianna sobre nosotros,
moviéndose de uno a otro, como si estuviera viendo un partido de tenis.
—Uh, sí, lo siento. Quise ir a verte la semana
pasada, pero...
—Pero ¿qué? ¿El trabajo ha sido una locura y no tuviste tiempo?
Aprieto los labios con fuerza. Él sabe muy bien lo
que el trabajo significa para mí. No estaríamos teniendo esta conversación si
estuviera hasta arriba de trabajo.
—Mira, Ava, sabes que tengo debilidad por las dos,
pero no puedo hacer negocios así.
—Señor Silverberg, por favor. —Odio suplicar, y lo odio aún más cuando
sucede delante de mi hija—. Solo necesito una o dos semanas más y liquidaré
todo el saldo pendiente. Prometido.
—Eso es lo que dijiste hace dos semanas —dice—.
También lo prometiste esa vez, si no me equivoco."
—Sí, pero ¿cómo se supone que iba a saber que el
cliente no iba a liquidar el pago de la boda?
—Julianna se entromete. Ella lo mira fijamente, con los brazos cruzados
sobre su pecho.
Sé que no es el momento apropiado, pero mi corazón
se hincha de orgullo. Hace un segundo, estaba listo para estrangularla. Ahora,
quiero asfixiarla con un abrazo de oso. Lo que resume nuestra relación.
—No te metas en esto, jovencita —le ladra Sam.
—¿Perdón?
—Julianna, instantáneamente, vuelve a levantar la voz.
—Jules, cariño, todo está bien —le digo,
levantando las dos manos para evitar que ella se lance sobre él. Eso, desde luego,
no me ayudará a conseguir otro aplazamiento en el alquiler.
Está que echa humo, pero hace lo que se le dice y
se retira.
—Tienes que entender, Ava, —dice—, que no quiero
ser el malo aquí". Pero este negocio es lo que me da de comer y o pagas
los gastos que tengo que cubrir, o seré yo quien se quede sin nada. Y no estoy
dispuesto a que eso pase ¿entiendes lo que quiero decir?
—Por supuesto, y lo siento. —Asiento con la
cabeza—. Pero te conseguiré el dinero, aunque tenga que robar un banco —digo,
con una risa nerviosa.
No le hace gracia.
—Puedo darte el fin de semana.
Me da un vuelco el corazón. No puede estar
hablando en serio. ¿Cómo se supone que voy a conseguir esa cantidad de dinero
en dos días? ¡Ni siquiera pude conseguirla en dos meses! El asqueroso nudo
estresante que está permanentemente en mi estómago me aprieta y retuerce
provocándome nauseas. No puedo perder nuestra casa.
—Para ser honesta, señor Silverberg, solo puedo
obtener parte del pago para el lunes. Pero podré conseguir el resto en un par
de semanas, como le dije.
—En dos semanas tendré nuevos inquilinos —dice,
como si nada, mientras se va—. Con suerte, esta vez serán de los que
pagan.
Da un portazo detrás de él, dejándonos a Julianna
y a mí aturdidas tras su paso.
—¿Mamá?
Siento el brazo de mi hija alrededor de mi hombro,
frotando suavemente. Todavía no puedo apartar los ojos de la puerta principal.
—Mamá, sé que esto no te gusta, pero voy a
preguntarle a la señora Sing si puedo hacer algunos turnos de noche.
Sus palabras rompen el hechizo en el que estoy y
me giro para mirarla, negando con la cabeza.
—No. Esto no es tu responsabilidad —digo—. Tienes
que concentrarte en la universidad o perderás tu beca.
—Tengo la universidad bajo control —insiste—. Y
quiero ayudar, así que déjame.
—¿Quién dice que tiene un lugar para ti? Ese
restaurante de comida china para llevar es tan pequeño que no necesitan más de
un camarero.
Se encoge de hombros.
—Entonces trabajaré en la parte de atrás. Haré
tareas de cocina, lo que sea. —Tiene una mirada decidida, no puedo evitar verme
reflejada en ella. El mismo pelo oscuro, enormes ojos marrones, pero con la
barbilla de su padre. Supongo que tuvo que dejar su marca en algún lugar.
Dios, la amo.
—Cariño, este no era el plan. Se suponía que
íbamos a venir aquí para que pudieras tener una vida mejor. Un futuro.
—Nos fuimos para que pudiéramos tener una vida
mejor, mamá. Somos un equipo, ¿recuerdas? En esto estamos juntas. Cabalga o
muere.
Me abraza y yo me agarro con fuerza. Lágrimas
calientes hacen que me piquen los ojos. No me puedo creer que haya fracasado de
una forma tan miserable. Hace cinco años, cuando ella tenía sólo 16 años,
abandoné a su padre, mi abusivo y borracho, con la promesa de que lo haría
mejor. Una nueva ciudad, nuevas oportunidades... Una vida completamente nueva.
Qué ingenua era en ese momento.
—Todo va a ir bien, mamá —dice—. De hecho, voy a
dar un paseo hasta Cocina del Este y veré qué me dicen—. Se sienta en el sofá y
se pone las zapatillas que están en el suelo.
—¿Qué? ¿Ahora mismo?
—Bueno, la señora. Sing dijo que puedo ir en
cualquier momento —Se levanta y estira su descolorida camiseta de Def Leppard—.
Supongo que ahora es tan buen momento como cualquier otro.
Me da un gran beso en la mejilla y otro apretón en
el hombro antes de ir hasta la puerta. Se pone el abrigo, otro especial de
Goodwill, y abre la puerta de par en par, dejando entrar el aire fresco del
invierno.
—Oh —dice, volviéndose para mirarme—, bien hecho
antes, con la mentira esa de que tu teléfono está desconectado. —Me guiña el ojo
y se va.
De repente, noto la casa vacía sin ella. Gigante y
fría. Sintiéndome pesada, vuelvo al dormitorio que compartimos para terminar de
vestirme. Tengo que empezar a trabajar en ese pago pendiente y tratar de
conseguir algún tipo de trabajo remunerado este fin de semana, aunque me mate.
Antes parecía que bromeaba, pero juro por Dios que, si tuviera un coche,
estaría considerando qué banco atacar.
¿Cómo se han podido torcer las cosas tanto y tan
rápido? Tenía un plan. Me entusiasmé demasiado ante la idea de huir de esa vida
a la que no pensaba volver. Pero, cada vez con más frecuencia, empiezo a pensar
en si no fue una decisión muy precipitada. Si me hubiese quedado y hubiera
aguantado, Julianna no estaría en esta situación en la que tiene que ayudarme a
mantenernos. Tal vez, la felicidad está sobrevalorada. La sacrificaría en un
abrir y cerrar de ojos para mejorar la vida de mi hija.
Tenía un solo contacto en Milwaukee, que fue quien
me ayudó a crear una agencia de planificación de bodas con mi nombre. Pero la
lista de contactos a la que tengo acceso está formada por gente con ingresos
medios y bajos como los míos. Esto significa que las bodas son siempre muy
económicas. Sin mencionar que trabajo con el tipo de clientes que se niegan
rotundamente a pagar después del evento. Cinco años después, y no estamos ni
cerca de llegar a fin de mes.
Gracias a Dios por Li Ming Sing, nuestro vecina.
Una anciana rechoncha, con su propio restaurante de comida para llevar al final
de la calle. Me acogió bajo su ala cuando nos mudamos aquí y aparece
regularmente en nuestra puerta con bolsas de comida del trabajo. A cambio,
Julianna y yo nos turnamos cada dos fines de semana para darle un masaje en los
pies o ayudarla a ordenar su casa. Cualquier cosa con la que podamos hacerle
saber que le estamos muy agradecidas. Supongo que, aunque mi vida sea un caos,
hay algunas cosas que me hacen más afortunada que a otros.
Vestida de forma apropiada con mi par favorito de
pantalones vaqueros desteñidos y un suéter gris, vuelvo al cuarto de baño a
secarme el pelo. Justo cuando enciendo el secador, escucho mi teléfono sonando
en la cocina. Al principio, decido ignorarlo, pero luego se me ocurre que
podría ser Julianna con noticias sobre el trabajo. Vuelvo a dejar el secador y
me voy a la cocina con los pies descalzos.
Para mi sorpresa, es un correo electrónico, no un
mensaje de texto, y eso sólo puede significar una cosa; mi página web es
bastante básica, ya que es todo lo que pude conseguir como un favor de un
amigo, pero tiene un apartado en el que
se le permite a los clientes contactar conmigo a través del correo electrónico.
Mis dedos se apresuran a abrirlo y mis ojos no son capaces de leer lo
suficientemente rápido.
Solicitud de boda
Un (1) Paquete Premier Platino - Abrir cotización
Comentario: Habla con Jules xoxo
Esto no tiene sentido. Alguien acaba de entrar en
la web y ha solicitado el paquete más alto que ofrecemos Y, ¿conocen a Jules?
Desde luego, no nos movemos en el tipo de círculo social para que eso suceda.
Reviso los detalles de la oferta y veo que es de Madeline Shaughnessy.
Shaughnessy.
El pecho me oprime y las manos comienzan a temblarme tanto que tengo que volver a poner mi teléfono en la encimera de la cocina. Puede que no esté al tanto de quién es quién en el mundo de los más ricos, pero puedo reconocer ese apellido al instante; porque pertenece a la familia más rica de Wisconsin.
Estoy mirando mi teléfono como si estuviera a
punto de cobrar vida y morderme la cara. ¿Qué demonios quiere una familia como
esa de alguien como yo? ¿Y cómo conocen a mi hija?
Como si fuera una señal, Julianna entra en el
apartamento con los dientes castañeteando. Debe de notar que algo me pasa,
porque se apresura y dice:
—¿Mamá? ¿Algo va mal? ¿Qué ha pasado?
Como no encuentro las palabras, señalo mi
teléfono, que descansa sobre la encimera.
Ella lo coge, y después de unos segundos, toda su
cara se ilumina con la más amplia de las sonrisas.
—¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío! ¡Oh Diós mío! —Sale como una
palabra larga y su grito me perfora los oídos.
—¿Qué? Jules, ¿qué pasa? —Su reacción me tiene aún
más alarmada que antes.
Pero, en vez de contestarme, con el teléfono en la
mano, salta al sofá y, de ahí, comienza a brincar por el resto de nuestro
pequeño apartamento. Todo sin dejar de
chillar y de reír.
—¡Ya está bien, oye! —Aplaudo muy fuerte,
consiguiendo que se calme— Puedes, por favor, decirme qué...
—¡Mamá! ¡Mamá, esto es increíble! —Regresa a donde
estoy—. ¡Es Maddie!
—¿Qué? —Los engranajes de mi cerebro se sacuden y
gruñen con la nueva información.
—¡Maddie y Scott! ¡Al final se lo pidió! Estaba
segura de que lo haría el día de San Valentín, pero supongo que se equivocó.
Dios mío, debe de haberse sorprendido mucho. Me pregunto cómo se lo propuso.
Tengo que llamarla, —dice, mientras las palabras salen disparadas de su boca a
mil por hora.
Luego, intenta escapar en dirección a nuestro
dormitorio para coger su teléfono móvil, pero la agarro del abrigo cuando está
a punto de pasar.
—Espera, jovencita. —Se tambalea hacia atrás—.
Ella tropieza de nuevo. ¿Esta es Maddie? ¿Tu Maddie?
Julianna asiente con la cabeza, con la sonrisa
todavía pegada a sus labios.
—Pero... pero... —Sacudo la cabeza como si tratara
de aflojar los pensamientos confusos que tengo ahora mismo.
—Pero ¿qué, mamá? Sabes que ella y Scott llevan
juntos toda la vida. Debiste suponer que el matrimonio era una opción más que
probable.
Conozco a Maddie. Ella y Jules llevan siendo las
mejores amigas desde hace cuatro años, y Scott ha salido con nosotras algunas
veces. Los conozco bien.
—No es la boda lo que me ha impresionado, Jules.
Es esto —digo, señalando el apellido.
Mi desconcierto le hace mucha gracia.
—¿No lo sabías?
—Uh, no. No, no lo sabía. ¿Por qué no me lo
dijiste? —Se encoge de hombros.—No lo sé. No parecía importante.
—Esta gente es multimillonaria. Ella es
prácticamente de la realeza. ¿No te parece una información importante para
compartir?
—¿Realeza? Mamá, estamos hablando de Maddie. Sabes
que ella no es así —dice, metiendo las manos en los bolsillos de sus vaqueros.
—Oh, Dios mío. —Mis palabras salen en un gemido
lastimero.
Me doy la vuelta, contemplando nuestro
desvencijado y destartalado apartamento. Pienso en todas las veces en las que
esa chica ha estado aquí, visitando a Jules. En cuántas veces se ha quedado a
dormir o se ha quedado hasta tarde para terminar sus deberes. También pienso en
cuántas veces hemos compartido un Sing Special en esta misma cocina. Me
avergüenzo por dentro.
—Vale, mamá, tienes que relajarte —dice Julianna,
poniendo su mejor voz de adulta. Choca mucho con la joven chillona de hace unos
segundos. Luego añade—: Tengo que ir a llamar a mi mejor amiga y reñirla por
haber esperado tanto tiempo en darme la noticia.
Se marcha, dejando que me ahogue en mi vergüenza
yo sola. Así que esto explica el email. No podía entender cómo alguien de su
posición social podía saber de mí. Bueno, ahora lo sé. Y, probablemente, lo
hace como un favor hacia mí porque sabe la situación en la que estamos. No
todos los detalles, por supuesto, pero tendría que estar ciega para no darse
cuenta de que estamos con el agua al cuello.
La voz excitada de Julianna me llega desde nuestro
dormitorio. Está hablando con Maddie. Ahora es cuando los nervios se activan,
reemplazando a mi vergüenza. Porque solo he planeado bodas para gente más
humilde. Pequeños eventos con un presupuesto ajustado. No sé nada sobre atender
a los ricos, y mucho menos a los que son asquerosamente ricos.
Vuelvo a mirar el teléfono. Este paquete
seleccionado, por sí solo, es suficiente para pagar el alquiler de los próximos
meses, incluyendo todos los pagos atrasados, sin contar con los gastos extras.
Si no fuera por todo lo que tengo que pagar, podría comprarme una isla pequeña.
—Oh Dios —repito. Apoyo la espalda en la puerta de
la nevera y dejo que mi cuerpo se deslice hasta quedar sentada en el suelo., Mi
fracaso es inevitable.
Deacon
—Prefiero los
inviernos en el club —digo, agitando el bourbon que hay en el vaso.
La luz del fuego de leña junto a nuestra mesa le
da un cálido brillo color ámbar. Esta es una de las razones por las que me
encantan los inviernos aquí. Los días de golf se convierten en un recuerdo
lejano del verano y disfrutamos del acogedor salón de puros para reuniones de
negocios, sin el habitual bullicio del centro.
—¿En qué piensas, George?
George, mi abogado y confidente de toda la vida,
asiente distraídamente. Sé que no me está escuchando. Tiene la nariz enterrada
en los documentos que hay frente a él. Se trata de una queja formal presentada
por el consejo de administración de mi empresa. Una queja contra mí, nada más y
nada menos.
Suspiro y lo dejo estar. Hablará cuando esté
listo. Escudriño la sala y veo al viejo Chatsworth pasar al comedor privado
reservado a los miembros del club. Hay una rubia preciosa agarrada a su brazo que,
desde luego, no es la rubia con la que vino la semana pasada. Es lo bastante
joven como para ser mi hija, lo que la hace lo suficientemente joven como para
ser su nieta. Me río interiormente. Qué locura.
El comedor es un salón exclusivo y discreto para
gente como Chatsworth. Y para gente como yo, en ocasiones. Es donde acudes
cuando prefieres que no se sepa tu paradero. Para la mayoría de los miembros,
ser perseguido por el trabajo o los medios de comunicación te hace envejecer
demasiado rápido. Así que este es el escondite perfecto, ya que no se permite el
acceso a la prensa. En el caso de Chatsworth, sin embargo, necesita que su
paradero se mantenga en secreto de su tercera esposa.
—Bien, así es como estamos —dice George,
quitándose las gafas de lectura—. De los veintisiete miembros de la junta,
quince han firmado esta queja. Tres de ellos accionistas mayoritarios. —Doy un
trago al bourbon, haciendo una mueca cuando el líquido pasa por mi garganta.
—¿Está Segel en esa lista? —Pregunto, curioso, por
si el mejor amigo de mi difunto padre también se ha vuelto contra mí. Mis
sospechas se confirman cuando George asiente solemnemente.
Y esto es todo, entonces. Si las cosas van como la
junta quiere, seré destituido como jefe de la empresa. Despedido de mi legítimo
lugar como heredero de un imperio que mi bisabuelo fundó con sus propias manos,
y lo hizo en un pequeño cobertizo de su jardín trasero. Una bola de ira, al
rojo vivo, comienza a agitarse en la boca de mi estómago.
—Entonces, ¿cuáles son mis opciones? Un mal
trimestre puede tenerlo cualquiera. No creo que eso pueda ser suficiente para
mandarme a hacer las maletas.
—Bueno, la forma en la que tu padre dirigía las
cosas...
—Mi padre ha muerto —digo. Las palabras salen un
poco más duras de lo que pretendía en un principio—. Ahora soy yo el que dirige
las cosas, y me ha ido bien durante casi una década.
Asiente con la cabeza mientras levanta una mano
vieja y huesuda con la que intenta calmarme. La compañía no es todo lo que
heredé de mi padre. George era su asesor de más confianza y cuando mi padre
murió, esa lealtad pasó a mí.
—Sí, lo eres —afirma—. Pero hay pactos
establecidos desde mucho antes de que nacieras que hacen que cosas como esta
sean realmente difíciles de manejar.
—Cambiemos los procesos.
No voy a caer sin luchar. Aquí hay muchas cosas en
juego, además de mi orgullo; es el legado de mi familia.
—Nos llevará meses poder superar la burocracia, y
lo sabes. La votación ha sido programada para la próxima semana.
—¿La semana que viene? —Me enderezo en la silla,
pero cuando siento varias miradas de otros miembros del club puestas en mí, me
vuelvo a sentar. Lo último que necesito es que se sepa todo esto. Tendría a la
prensa encima enseguida. Esta vez tengo cuidado de no levantar la voz cuando
digo—. George, no podemos dejar que esto suceda. Tiene que haber algo que
puedas hacer.
La desesperación y el fracaso son dos
características con las que preferiría no ser relacionado, pero es así cómo me
siento ahora mismo. Lo cuál es algo completamente nuevo para alguien como yo;
alguien que nunca ha tenido que luchar por nada en su vida.
—Lo siento, Deacon, pero lo mejor que puedes hacer
ahora mismo es apelar a la junta.
Me burlo.
—Sí, claro. La misma junta que me quiere fuera. A
la que he intentado apelar desde hace meses.
—Me refiero a una apelación formal, no a una
conversación en el dispensador de agua. Confía en mí. En el mejor de los casos,
se puede hacer un cambio en los votos clave que se necesitan. No se les permite
revisar el caso hasta dentro de doce meses y eso te daría tiempo suficiente
para controlar los daños.
Tomo un trago de mi bebida, sintiendo la quemadura
del alcohol mientras este se desliza por mi garganta.
—¿Y en el peor de los casos?
Se encoge de hombros y sacude la cabeza. Sabe que
no tiene que decirlo porque sé muy bien de qué se trata.
—Prepáralo —le ordeno, mientras me termino lo que
queda en el vaso. Golpeo la mesa fuerte con él—. Haré la apelación. Haré lo que
sea necesario, pero no voy a renunciar a algo que es mío por derecho. Crecí
entre esas paredes, por el amor de Dios.
—Es desafortunado, lo sé.
—No, George, disminuir como lo hicimos en el
último trimestre fue desafortunado. ¿Esto? Esto es... ni siquiera sé ponerle
nombre.
—Traición —apunta con naturalidad.
—¡Sí! Eso es lo que estaba pensando, pero no
quería sonar demasiado dramático.
Ríe, pero esta pasa rápidamente a convertirse en
tos. George ya tiene ochenta años y ha estado fumando un paquete al día durante
setenta de esos años. Se levanta de la mesa y me mira.
—Supongo que para eso me tienes a mí. ¿No tienes
una cita para almorzar entre padre e hija?
—Mierda —Reviso mi teléfono por primera vez desde
que George llegó y veo cuatro llamadas perdidas y tres mensajes nuevos. Todos
de Madeline—. Hoy me llegan golpes por todos lados, viejo amigo.
—Un día de estos me marcharé lejos —dice—. Menos
dolor de cabeza. —Suspira, de forma abatida y se va.
No me molesto en leer los mensajes o en escuchar
los audios de voz. En lugar de eso, mantengo pulsado mi número uno de marcación
rápida. Apenas suena una vez antes de que Madeline responda.
—¿Por qué no contestas al teléfono? ¿Sigues en el
club?
—Buenas tardes a ti también, —le respondo—. Estoy
bien, gracias por preguntar.
Conozco a mi hija tan bien, que juro que puedo
sentir la forma con la que me mira a través del teléfono. No puedo evitar
sonreír.
Maddie es el amor de mi vida. Después de su madre,
por supuesto. Ha sido así desde el día en que nació. A veces, es difícil pensar
que ya está en su último año de universidad. Pero, cada vez que soy consciente
de las finas canas que aparecen en mi pelo negro como el carbón cuando paso por
un espejo, es un poco más fácil. Pronto estaré del lado de George, viéndola a
ella ocupar mi puesto.
—Quédate donde estás, ¿de acuerdo? —dice ella, con
ese brillo tan característico en sus ojos que se refleja en el tono de su voz.
—¿Qué hay del almuerzo? —Trato de no sonar muy
aliviado ante el hecho de que nuestra cita pueda ser cancelada. No estoy de
humor ahora mismo, con toda la mierda que se está formando alrededor de mi
trabajo.
—Enseguida llegamos —dice.
Escucho cómo la puerta del coche se abre y se
cierra, voces familiares y mucha actividad.
—¿Llegamos? ¿Quién engloba a ese «llegamos»?
¿Quiénes viene con ella?
Pero la llamada muere de repente. Mientras compruebo
mi cobertura, la oigo gritar.
—¡Papá!
Alzó la mirada, y Maddie ya está rebotando en mi
mesa. Su novio, Scott, la sigue de cerca. Supongo que es el «vamos» al que se
refería.
Un fuerte sentimiento de nostalgia me envuelve
mientras la observo. Ya está muy mayor y aun así puedo verla claramente con sus
dos coletas rubias moviéndose junto a su cara de luna. Así como a su madre
sosteniendo sus pequeñas manos regordetas mientras la ayuda a poner un pie
inestable delante del otro. Sienta como si una mano me estrujara el corazón. La
perdimos demasiado pronto. Y ahora mi pequeña niña está cogida de la mano de
otra persona.
—Señor Shaughnessy. —Scott levanta la mano para
poder estrechármela.
Pero, antes de poder devolver el saludo, Maddie me
envuelve en un abrazo de oso. Me murmura algo en el cuello que no puedo
entender.
—Me alegro de verte, Scott —Mis palabras salen
ahogadas al intentar hablar a través del inmenso abrazo de mi hija.
Maddie finalmente me libera y mis pulmones se
llenan de aire de nuevo.
—Pareces cansado —dice, estudiándome de cerca—.
¿Estás durmiendo bien? Hablé con Dan y dice que te saltas las comidas casi
todos los días.
Sacudo la cabeza mientras todos nos sentamos
alrededor de la mesa. Mi hija haciendo de padre, como siempre. Se adjudicó el
papel de ser una especie de cuidadora para mí pero, desde que se fue a la
universidad, ha alcanzado un nivel completamente nuevo.
—¿Cuándo vas a dejar de actuar como si fueras mi
madre? —Pregunto—. Deberías estar ahí fuera disfrutando de tu juventud, no preocupándote
por tu viejo padre. —Le hago una señal al camarero para que tome nota de
nuestros pedidos.
—Oh, papá. Por favor… —replica Maddie, poniendo
los ojos en blanco. Un viejo no sería votado como el segundo soltero mejor
cotizado en los negocios tres años seguidos, ¿verdad?
Hago a un lado su comentario con un gesto de la
mano, esperando no entrar en ese tema. Nunca me he acostumbrado a la obsesión
de los medios de comunicación por mí y mi dinero, a pesar de haber crecido en
el ojo del huracán y que todos y cada uno de mis movimientos hayan sido
estudiados al milímetro.
—¿Segundo? —pregunta Scott—. ¿Contra quién sigue
perdiendo el primer puesto?
Maddie abre la boca para responder, pero yo
intervengo antes
—No estropeemos este almuerzo diciendo su nombre.
Esto hace reír mucho a Maddie.
—Lo siento, cariño —le dice a su novio—. Pero
hablar de él es casi lo mismo que adorar a un demonio, según mi padre.
—Es bueno saberlo —señala Scott—. Sigamos adelante
entonces, ¿sí?
—Buena idea. Maddie asiente con la cabeza y le da
un cariñoso beso en la mejilla.
Todavía es un poco extraño para mí verlos así. Es
mi pequeña, después de todo. Pero el hecho de que Scott sea un buen tipo lo
hace más fácil. Me alivia que haya encontrado a una de las pocas personas que
la tratan bien y que no se ve afectada por su dinero.
Si todos nosotros pudiéramos tener la misma
suerte, entonces no seguirían haciendo esa estúpida lista de solteros más
cotizados.
—¿Puedo tomar nota de sus bebidas?
—Sí, por favor, Cara —le digo a la camarera que
acaba de aparecer en nuestra mesa—. Yo tomaré otra, gracias. —Miro a Maddie y a
Scott para que puedan hacer sus pedidos.
—Uh, no traigas ese Bourbon, Cara —dice Maddie con
una sonrisa furtiva dibujándose en su cara—, y que sea una botella de champán.
¿Sigue siendo el 2001 un buen año, papá?
Estoy demasiado confundido para hablar. Hay algo
en la cara de Maddie que no puedo entender.
—Es un año excelente —interviene Cara—. ¿Qué
estamos celebrando?
La camarera formula la pregunta que me moría por
hacer, pero no encontraba las palabras adecuadas, aunque no puedo evitar
replicar un poco incómodo:
—Sí, me encantaría saber qué está pasando aquí.
Scott, tímidamente baja la cabeza y esa sonrisa
que Maddie ha estado usando, prácticamente dobla su tamaño mientras me mira.
Solo por sus reacciones soy capaz de sumar dos más dos. Así que, para cuando
levanta la mano para mostrarme el anillo, ya lo sé.
—¡Ah! Felicidades a los dos —exclama Cara.
—¡Gracias! —Maddie casi grita de alegría.
—Esta es, sin lugar a duda, la noticia más
emocionante del día. Iré a buscar esa botella. —Cara se escabulle.
Soy consciente de que no he hecho nada más que
parpadear y, una vez más, me he quedado sin palabras. De hecho, lo único que
tengo en la cabeza ahora mismo es una imagen clara de mi niña con cara de luna
y sus coletas rubias rebotando al jugar.
—¿Papá? ¿Has tenido un derrame cerebral? —apunta,
riéndose.
Pestañeo unas cuantas veces.
—Señor Shaughnessy. —Se apresura a intervenir
Scott, ante mi mutismo—. Sabe que quiero a su hija más que a nada y que su
bendición lo significaría todo para nosotros.
Vuelvo a parpadear.
—Oh Dios mío, creo que de verdad está sufriendo un
derrame cerebral. ¿Papá? —Maddie se mueve hasta poder cogerme de la mano—.
Papá, ¿puedes oírme? —habla lentamente, pronunciando con cuidado cada palabra.
Pero sonríe y se ríe, disfrutando de este pequeño juego que ha puesto en
marcha.
—Creo que me voy a desmayar —anuncia el pobre
Scott, cuya cara de repente se vuelve de un color gris pálido.
—Relájate, está bien. Vamos, papá, di algo. —Me da
un apretón de manos. Ya no se ríe—. Quiero que te alegres por nosotros. ¿Te
hace feliz la noticia?
Respiro profundamente, aclaro mi garganta y digo:
—No.
Se endereza, soltándome la mano mientras me mira
en estado de shock.
—¿Qué? —Ya no hay ni rastro de la enorme sonrisa
que había en su cara hace un momento.
—Eres demasiado joven, Madeline. —No la he llamado
por su nombre completo desde hace diez años. Tiene el impacto que yo pretendía,
y puedo ver cómo sus labios se convierten en una fina línea y cómo tiemblan por
las lágrimas contenidas—. No habrá boda. Ni siquiera te has graduado todavía.
¿En qué estabas pensando?
—¿Me disculpa, por favor? —pregunta Scott, con la
voz temblándole por los nervios.
—No —decimos Maddie y yo a la vez, como si fuera una orden estricta por parte de
los dos.
Scott se queda en su sitio.
Ahora el almuerzo padre-hija se ha convertido en
un enfrentamiento padre-hija, mientras nos retamos con la mirada el uno al otro
a través de la mesa. Ninguno de los dos está listo para someterse primero y
romper el contacto visual. Porque eso significaría que has perdido.
Pero esto es algo en lo que tengo mucha
experiencia. Ya pasó cuando vino con
catorce años a decirme que quería perforarse el ombligo, o a los dieciséis, cuando
quería ese horrible tatuaje. La única vez que recuerdo haber perdido contra
Maddie fue cuando tenía siete años y quería un pony. Por aquel entonces todavía
estaba trabajando en mi defensa contra esos enormes ojos de cachorro que casi
me rompen el corazón.
—No puedo creerlo
—dice—. Se suponía que esto iba a ser una celebración. ¿De verdad vas a
arruinarlo con cualquier razón que te prepares para darme cuando ambos sabemos
que no son razones reales? Todo esto se trata de que eres egoísta.
Supongo que nunca terminé de perfeccionar esa
defensa, porque ahora la está usando, y me hace vacilar.
—No necesito darte razones —replico, y odio no
sonar tan seguro de mí mismo como me gustaría—. Soy tu padre y he dicho que no.
Se acaba la conversación.
—Mi padre, no mi guardián —dice desafiante,
levantando la barbilla.
—¿Por qué no esperáis? —Intento un enfoque
diferente—. Vuestras vidas seguirán ahí después de que os graduéis el año que
viene.
Inhala lentamente, murmurando algo para sí misma
en voz baja, como si estuviera absorbiendo algún tipo de mantra meditativo para
calmarse. Espero. Cuando me mira de nuevo, sé que se acabó. Ella también lo
sabe.
—Papá, sé que me quieres y quieres que sea feliz,
¿verdad?
Aprieto la mandíbula tan fuerte que me da un tirón
en el cuello.
—Y sé que tienes miedo de perder a tu niña
pequeña.
Dios mío. Es buena.
—Pero siempre seré tu niña, papá.
Aquí vienen otra vez los ojos de cachorro. Quiero
mirar hacia otro lado. Debería mirar hacia otro lado.
Pero no puedo.
—No importa adónde me lleve la vida o con quién
—sigue diciendo. Toma la mano de Scott entre la suya—. He sido feliz toda mi
vida porque te he tenido a ti ahí, conmigo. Por favor, no elijas ahora
alejarte.
Sé el momento exacto en el que es capaz de ver
cómo flaqueo, convirtiéndome en un completo pusilánime ante sus ojos, porque su
rostro se ilumina y una suave sonrisa comienza a perfilar sus labios.
—¿Qué harás el próximo miércoles? —pregunto—,
porque necesito que negocies un trato por mí en la oficina. Eres muy buena.
Tanto ella como Scott ríen aliviados y la tensión
que había se disuelve inmediatamente. Justo en este momento llega el champán y,
de repente, todos en el club lo están celebrando con nosotros y todo son
felicitaciones, abrazos y apretones de manos por todas partes.
Cuando las cosas vuelven a la normalidad y estamos
solos en la mesa otra vez, digo:
—Voy a asegurarme de que tengas la boda de tus
sueños. No se reparará en gastos, ¿me oyes? Todo lo que quieras, lo tendrás.
Contrataré a los mejores organizadores de eventos para...
—En realidad —me interrumpe—, ya he encontrado a
la mejor organizadora de bodas. Te va a encantar, papá. Es increíble.
Ava
—¿Crees que se darán
cuenta de que son dos zapatillas diferentes? —Julianna pone los ojos en blanco.
—Mamá, estabas perfecta hace una hora. ¿Podemos
irnos ya, por favor? Y usa zapatos que hagan juego, por el amor de Dios—. Se
hunde de nuevo en el sofá con su libro.
—Me encantaría —le digo, cogiendo el libro que
lleva en las manos y tirándolo por encima de mi hombro—. Pero no puedo
encontrarlos. He buscado por todas partes, pero han desaparecido por arte de
magia.
Me dejo caer a su lado, aterrizando en sus pies,
abatida.
Se endereza y me abraza por los hombros.
—Necesitas controlarte. No puedes llegar tarde. Es,
con todo, el mayor contrato de tu carrera.
—¡Exactamente! —Doy un suspiro exasperado—. Por
eso todo tiene que ser perfecto.
—El trabajo tiene que serlo —apunta—, no tú. A
esta gente no le importa qué zapatos llevas, o si tus pendientes son de
tachuelas o no.
Mis manos suben para inspeccionar la hoja de plata
que cuelga de una oreja y el pendiente rosa de la otra.
—Sin embargo, les va a importar si te presentas
allí sin pantalones —dice, con una risa sincera.
Su sonido me ayuda a aliviar un poco los nervios,
y acabo sucumbiendo y río con ella, mientras estiro mi blusa para cubrir la
mayor parte posible de mis piernas desnudas. Sé que estoy actuando como una
loca. Es que nos jugamos tanto, que no quiero que me miren y piensen que han
cometido un error.
—Bien —digo cuando ya me he calmado—. Finalmente tienes
razón.
—Siempre la tengo.
Me levanto del sofá y empiezo a andar hacia
nuestro dormitorio.
—¿Te vas a poner eso? —pregunto señalando sus
vaqueros rotos y su camiseta de los Rolling Stones.
—Oye, yo soy la que está completamente vestida, lo
que me hace ir con ventaja. ¡Ahora, vete! —Me echa con un gesto de las manos.
Corro de vuelta al dormitorio y empiezo a rebuscar
entre la ropa esparcida por la cama. Mis opciones son pocas y, desde luego, no
hay nada que valga la pena ponerse si vas a visitar una mansión en Red Oak
Heights.
—¿O crees que debería ir con ese vestido gris? —la
llamo.
—Lo juro por Dios, mamá —gime en voz alta.
—Está bien, está bien. Madre mía, solo preguntaba.
Pero, está nevando afuera, así que, ¿en qué estaba
pensando, mirando ropa de verano? Bueno, los tres únicos conjuntos que tengo. Y
mi vestuario de invierno es igual de sencillo. Ahora es cuando me hundo al
darme cuenta de que esto se me escapa de las manos, porque está fuera de mi
alcance. No tengo por qué aceptar los negocios de una familia multimillonaria.
—Mamá.
La voz de Julianna, de repente, tan cerca me hace
saltar. Me doy la vuelta para verla apoyada en el marco de la puerta.
—Jesús, Jules, mi corazón.
—El coche está aquí —señala, sin ningún signo de
pánico en su voz.
Yo soy todo lo contrario.
—¿Qué? No puede ser. ¿No dijo Maddie a las nueve?
Dijo que enviarían el coche a las nueve. —Soy consciente de que estoy
divagando, pero no puedo detenerlo.
—Son las nueve y cuarto.
—¿Qué? No puede ser.
—Está bien, está claro que te has vuelto loca —dice,
entrando en la habitación. Empieza a rebuscar entre mi ropa hasta que encuentra
algo. Me la tira antes de salir—. Ahí. Ahora, vístete. Y olvídate de los
zapatos desparejados, por el amor de Dios. Estaré esperando en el coche.
Me quedé quieta un momento o dos, escuchando la
puerta principal abrirse y cerrarse y los pasos de Julianna desvaneciéndose
mientras se aleja de nuestro apartamento. Respiro hondo y observo la ropa que
llevo en los brazos.
—Allá vamos —murmuro, y me apresuro a ponérmela.
Nunca había estado
dentro de una mansión, así que, cuando un mayordomo de verdad nos deja entrar,
mis sentidos se sobrecargan por todo lo que ven: las molduras de madera de
cerezo oscuro, los azulejos blancos inmaculados, el candelabro gigante dorado,
y el cálido aroma a canela del invierno en Wisconsin. Todo esto es posible
cuando tienes un saldo bancario positivo.
Y esto es solo el vestíbulo.
Todavía no puedo creerme que esta sea la vida de
Maddie. Nuestra Maddie. Nada en ella delata el hecho de que sea una de «ellas».
Que, supongo, gracias a eso se las arregló para convertirse en la mejor amiga
de mi hija, pues el medidor de Julianna está incluso más afinado que el mío. Mientras
el mayordomo toma nuestros abrigos, rezo para que Maddie no sea una excepción y
que su padre, el hombre al que he venido a conocer, sea igual de realista.
—Por aquí, por favor. —Nos pide el mayordomo,
señalando con el brazo a un conjunto de pesadas puertas de pino que hay a la
derecha y que están ligeramente entreabiertas.
Julianna no duda y se dirige decidida hacia ellas.
Yo, por el contrario, tengo serios problemas para mover los pies.
—Por favor —insiste el mayordomo, acompañado de un
pequeño guiño de ánimo—. El señor Shaughnessy la está esperando.
La sonrisa que llevo puesta en la cara al entrar
en la habitación la siento artificial. No sé qué esperaba encontrar, pero no se
parece en nada a ninguna de las imágenes que tenía en mi cabeza. El lugar es acogedor,
con un juego de sillones de cuero en una esquina y una pequeña mesa con una
jarra de lo que parece alcohol del mismo color marrón miel que la madera. Un chaise
longue de terciopelo rojo intenso está en la otra esquina, a mi derecha.
Ese debe de ser el rincón de lectura porque hay dos estanterías gigantescas,
una en cada pared, que van del techo al suelo. Incluso tienen una de esas
escaleras de la biblioteca apoyada en una de las estanterías. Me siento como si
hubiera atravesado un agujero de gusano hacia otro universo.
La chimenea llama mi atención cuando entro en la
habitación, así como la alfombra gruesa y cara que amortigua mis botas mojadas
a cada paso. Es como si estuviera caminando sobre una nube. Jules y Maddie
hablan con entusiasmo frente al fuego, sin ser conscientes del terror que se ha
apoderado de mí. Parece que ni siquiera se fijan en que estoy aquí.
De repente, me siento aliviada de que Jules me
haya ayudado con la ropa. Mirando el jersey azul de cuello alto y los vaqueros
de Maddie, sé que habría hecho el ridículo apareciendo con un traje formal.
Parece que los vaqueros negros y los jerséis grises combinan muy bien para la
ocasión. Aun así, nunca me he sentido más fuera de lugar en mi vida. La humedad
de la nieve derretida que se filtra a través de la grieta de mi bota izquierda
hace que esa sensación sea aún peor.
—Tú debes de ser Ava.
Me vuelvo hacia el sonido de mi nombre y veo a un
hombre a pocos metros de donde está mi hija. Siento sus ojos fijos en mí, y yo no
puedo apartar los ojos del impresionante espécimen que sale de las sombras
hacia donde yo estoy con la mano extendida.
Tiene el pelo negro, salpicado de gris, y una
sonrisa que llega a sus penetrantes ojos azules. Es alto. La forma en la que su
traje chaqueta le abraza sus anchos hombros y los botones de la camisa se tensan
contra su torso, apuntan a que tiene un físico digno del estatus de un Dios.
Trago, solo para asegurarme de que tengo la boca
cerrada y no abierta de par en par sobre la alfombra.
—Hola. —La voz me sale estrangulada, así que toso,
aclarando la garganta, y lo intento de nuevo—. Lo siento. Hola. Estás encantado
de conocerme.
—Ciertamente lo estoy —dice, acompañado con una
suave risa y toma mi mano para estrecharla. Su piel es suave y muy cálida, lo
que hace que unos escalofríos me atraviesen entera.
Las chicas se ríen divertidas y yo no puedo evitar
sentirme avergonzada por mi épica humillación. Por supuesto, mi cerebro ha
escogido este momento para bloquearse. Lo miro de nuevo y me quedo atónita por la
forma en que me mira y por cómo se lame los labios mientras lo hace. ¿Qué es lo
que está pasando? ¿Y cómo es que sigo aquí de pie cuando siento que me quiero
morir?
—Soy Deacon el padre de la futura novia.
Lo llamaré «papá» cualquier día, seguro.
Sonrío, apretando al máximo los labios para que
mis pensamientos no se desplomen. Ya ha quedado claro que no se puede confiar
en mi boca. Espero que sea la clase de persona que no puede leer la mente.
—¿Puedo ofrecerte algo de beber antes de que
empecemos? —pregunta, acercándose a la mesa que hay junto a los sillones de
cuero.
Maddie se acerca y me da un abrazo.
—Estoy tan feliz de que hayas dicho que sí.
—Ni lo menciones —susurro. Después me dirijo a Deacon—.
No gracias, estoy bien.
Asiente, se sirve un trago, y vuelve para unirse a
nosotras frente al fuego. Inhalo el aroma a whisky de su vaso y, junto
con el delicioso calor que desprenden las llamas, mi cuerpo comienza a
descongelarse poco a poco. Siento que mis mejillas se calientan y que mis dedos
de las manos y de los pies comienzan a cosquillear cuando la sensibilidad regresa
a ellos. Las bodas en invierno pueden quedar preciosas en las fotos, pero, en
realidad, no son más que un enorme dolor de cabeza.
—Antes de que nos metamos en materia —dice Deacon,
y luego le tiende una mano a Maddie, que está a punto de protestar—. Tendréis
vuestro turno, señoritas, solo escuchadme un momento. —Luego, me mira
directamente, y siento sus ojos como dos lanzas azules que pueden ver a través
de mí—. No quiero que parezca que... —Agita una mano en el aire de forma distraída,
sin molestarse en terminar lo que iba a decir—. Pero quiero que entiendas, Ava,
que el dinero no es un problema cuando se trata de Maddie y de lo que quiere
para su día especial.
Asiento con la cabeza. En realidad, no necesitaba
que aclarase eso, pero lo dejo estar. No me pasa desapercibido el sonido de mi
nombre saliendo de esa boca tan perfecta, ni el profundo tono de barítono que
le da al hacerlo. Algo que no escucho desde hace mucho tiempo. Trato de no
pensar en cómo sonaría si lo susurrara.
—Quiero que le des todo lo que quiere —continúa
diciendo, y lo agradezco, porque así puedo sacar de mi cabeza cualquier idea
que me rondase—, y, si piensa en pequeño, por favor, anímala a pensar a lo grande.
—Dame un respiro —señala Maddie—. Más grande no
siempre es mejor, papá. Solo quiero que el día nos refleje a Scott, a mí y a nuestro
amor.
—Por favor, ignórala —dice, tomando un trago de su
bebida—. Sabes tan bien como yo que las bodas no van sobre el amor.
—¿No? —pregunto, incapaz de darle el apoyo que,
obviamente, está buscando.
Puede que no tenga el mejor historial, pero estoy
muy lejos de ser una cínica cuando se trata de amor. Lo cual, ahora que lo
pienso, puede que esa sea la razón por la que tengo un historial tan malo. Demasiada
purpurina y poco sentido común.
—Bueno, así es como se entienden las bodas en
nuestro círculo social.
Y es así como su estado de hombre perfecto desciende
unos cuantos escalones. Maldición. Si tan sólo hubiera mantenido la boca
cerrada... Es la millonésima vez que tengo que soportar un recordatorio poco sutil
de la interminable cantidad de dinero que tendré a mi disposición.
Pensaba que, tal vez, él sería diferente.
—Vale —apunta Maddie, haciendo a un lado a su
padre. Después, viene para sentarse a mi lado—. Es a él a quien debemos ignorar,
claro está.
Un estridente timbre comienza a sonar y Deacon
levanta un dedo mientras saca el teléfono de su bolsillo.
—Gracias a Dios —dice Maddie, mientras vemos cómo
su padre se mueve por la habitación para contestar la llamada—. Lo siento.
Me encojo de hombros.
—Solo quiere lo mejor para su
hija. Puedo entenderlo. —Intento parecer comprensiva.
De repente, este contrato comienza a parecerme una
pesadilla en vez de un sueño hecho realidad. No tengo una pistola apuntándome a
la cabeza. Podría salir ahora mismo y alegar diferencias irreconciliables o lo
que sea.
Solo que sí que hay una pistola; está cargada de
vagabundos y de hambre, entre otras cosas.
—Sinceramente, pensé que se quedaría para las
presentaciones y que luego se aburriría y se marcharía —dice Maddie.
—¿Por qué está aquí? —pregunta Julianna, dándole
voz a mis pensamientos.
Todavía no ha desarrollado el sentido común de no
husmear en las cosas que no le conciernen. O tal vez sí que lo ha desarrollado,
pero no le importa. A veces, desearía que no me importaran tanto las cosas como
lo hacen.
Maddie pone los ojos en blanco.
—Insiste en estar cerca de todo.
Tengo que hacer un verdadero esfuerzo para que no
se me note la decepción que siento al escucharla.
—¿Qué quieres decir? —pregunta mi hija.
—Mi padre se está poniendo sentimental por haber
perdido a su niña y ahora quiere pasar todo el tiempo posible conmigo.
—Qué bonito —le digo, sonriendo de una forma un
poco falsa.
—Para él, tal vez —apunta Julianna—. Pero va a ser
un coñazo tenerlo cerca si va a vetar cada decisión que tome Maddie.
Una vez más, mi hija da voz a mis pensamientos.
—Bueno, para eso estás aquí —me dice Maddie, y
toma mis dos manos entre las suyas—. No tengo valor para decirle que se
mantenga al margen. Sé que lo hace porque se siente responsable ya que mi madre
no está cerca y es la que debería jugar ese papel.
No estoy segura de a dónde quiere llegar. ¿Quiere
que haga de madre o de árbitro entre ella y Deacon? Ninguno de los dos
escenarios me parece muy divertido, ni siquiera por el alto precio del paquete
de boda que pidieron.
—Era Sabrina. —Deacon regresa con nosotras frente
al fuego. Guarda el teléfono en el bolsillo interior de su chaqueta—. Tienes
que llamar a Scott y decirle que venga dentro de una hora para reunirse con la
gente del Sentinel.
—No lo hiciste —le reprocha Maddie, con un tono de
advertencia en su voz.
En vez de discutir, Deacon se vuelve hacia mí.
—Tratar con la prensa es uno de los muchos costes que
tiene formar parte de esta vida. A mí tampoco me gusta, pero aprendí de la
forma más dura lo que pasa cuando tratas de apartarlos.
—¿Era el periódico? —pregunto, sintiéndome un poco
tonta cuando escucho la pregunta en voz alta.
Por supuesto que era el periódico. Una boda de
este tamaño, con la participación de la realeza de Wisconsin, tiene que ser todo
un acontecimiento. Aprieto fuertemente la mandíbula ante lo que considero que
es una injusticia. Estoy de pie, parada en el centro de una gran mansión,
hablando de una boda cuyo coste podría, fácilmente, alimentar a toda una
familia, por lo menos durante un año, mientras siento cómo la nieve derretida
se filtra a través de mis botas. Sin contar con que lo hago sobre una alfombra
que, si la vendiera, también podría alimentar a toda mi familia. Me parece
gracioso.
Por suerte, Maddie y Deacon no son conscientes de
la confusión interna por la que estoy pasando mientras ellos siguen hablando.
—Si quisiera relaciones públicas, lo habría
manejado yo misma —dice Maddie.
—Sí, bueno, me dijiste que no te interesaba —responde
Deacon—. Entonces, ¿qué otra opción tenía que encargarme yo mismo?
—¿Por qué siento que estás secuestrando mi boda?
—¿Por qué siempre tienes que ser tan dramática?
¡Secuestrar!
—Creo que es hora de marcharnos —dice Julianna,
enganchando su brazo en el mío.
—No, no quiero que te vayas todavía —indica Maddie,
consiguiendo con sus palabras que nos paremos en seco. Se vuelve hacia su padre—.
Te quiero, papá, pero no puedes seguir decidiendo por mí en todo.
Deacon hace una pausa, lo que me sorprende, por no
decir otra cosa. Basándome en su comportamiento de hace un momento, no me parece
el tipo de persona que se retira. Ahora, estoy aún más desconcertada con la impresión
que tengo de él.
Porque, a primera vista, no parece el típico
idiota multimillonario y egoísta. Si fuera completamente honesta, una parte de
mí desearía que sí lo fuera. Al menos, eso me facilitaría las cosas para poder deshacerme
de este enjambre de sentimientos que su persona me provoca. Después de todo,
mantenerme alejada de los gilipollas es algo con lo que tengo experiencia.
—Está bien, está bien —claudica, al fin—. ¿Qué tal
un anuncio?
—¿De mi boda? ¿Qué pasó con eso de darme todo lo
que quiero?
—¿Por qué no escuchas a tu padre? —intervengo yo.
Por un momento, ambos parecen sorprendidos de verme todavía allí de pie—. Solo quiero
decir que este podría ser un gran momento para ambos y que no hay necesidad de estar
discutiendo durante todo el proceso.
A Maddie parece que mis palabras la calman, y
asiente ligeramente con la cabeza.
—Entonces, ¿cuál es el plan? —le pregunta a
Deacon.
Me mira con aprecio y dice:
—Cada vez que tengáis que hacer algo que no os
guste mucho, como tratar con la prensa, por ejemplo, yo también haré algo que
no me guste mucho.
—¿Como qué? —pregunto, muerta de curiosidad.
Se encoge de hombros y mira a Maddie.
—Elígelo tú. Scott y tú hacéis la entrevista y
yo...
—Vienes conmigo a ver las opciones del lugar donde
se celebrará la boda —exclama con una sonrisa irónica en su cara.
Debo haberme perdido algo. Pensé que no lo quería
cerca, pero ahora insiste en que pase más tiempo con ella. Por la forma con la
que Deacon la mira, me da a entender que sabe perfectamente lo que está
haciendo.
Asiente despacio.
—Sabes que, después de todo el tiempo que he
reservado para lo de hoy, tendría que hacer malabares para poder ir. Tengo una
semana de trabajo muy importante por delante.
—Lo sé —dice Maddie—. Como también sé que tienes
los domingos reservados para el póquer.
Ahí está el as bajo la manga.
Observo cómo la cara de Deacon cambia cuando se da
cuenta de las astucias de su hija. Casi parece orgulloso de ella. Ella, por su
parte, está más que satisfecha consigo misma.
—Entonces, ¿qué eliges, papá? ¿Tu apreciada rutina
de tiempo libre con tus compañeros de póker que no te has perdido en casi ocho
años o a mí?
Oh, esta chica es buena. Miro a Julianna, que
también parece bastante impresionada por la forma en la que su mejor amiga se
las ha ingeniado para cambiar las cosas a su favor.
Los hombros de Deacon caen en un claro signo de
derrota.
—Está bien, tú ganas —claudica, al tiempo que su teléfono
móvil comienza a sonar de nuevo—. Arréglalo y allí estaré.
Camina hacia las estanterías de nuevo para poder
contestar la llamada. Por lo que puedo oír, parece otro periodista. ¿En dónde me
he metido?
—Espero que estés libre para lo que seguro será
una entretenida búsqueda del lugar perfecto —comenta Maddie, con los ojos
brillando de alegría—. Pasaremos el día conduciendo por los mejores lugares de
la ciudad mientras torturamos a mi padre al mismo tiempo.
—Chica, aunque no me pagases, no me lo perdería
—apunta Julianna, y le choca los cinco.
Miro hacia donde está Deacon, que sigue hablando por teléfono. Los últimos minutos han sido como una montaña rusa. ¿Cómo voy a pasar un día entero con él al lado?
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