Prólogo
La reina del vudú estaba
de cara al río mientras permanecía de pie junto a la plaza del Congo. El clima
era el típico del Big Easy[1] en
febrero. Hacía un frío húmedo y cortante. La Alta Sacerdotisa se cubrió con su
cálido y oscuro manto para protegerse de la pesada niebla que la envolvía y cegaba
sus ojos.
Pero a veces era imposible ocultarse. Los
espíritus malignos aún podían verla. No conseguiría esconderse de ellos. Los
escuchaba susurrar en el viento, igual que el crujido de las hojas y el espeluznante
sonido de los gemidos y el suave golpeteo de unos tambores staccato. De vez en cuando, escuchaba la respuesta de los espíritus
benévolos. Su cadencia era como el de un delicado violín y el hormigueo de un
triángulo. La reina se volvió hacia su culto. Había reunido a su gente para
adorar y convocar a los buenos espíritus. Los devotos del vudú estaban
comprometidos, concentrados y plenos de voluntad. Esta reunión tenía un
propósito. No era una actuación para entretener a los miles de turistas
curiosos que abarrotaban el Barrio Francés la semana antes del Mardi Gras. Estaban
allí para atraer a cada Hougan y Mambo que pudieran. Ella necesitaba a todos
los espíritus benefactores disponibles. La Reina Miriam necesitaba ayuda. Requería
de la presencia de los mejores sacerdotes y sacerdotisas para apelar a los Iwa
en su nombre. Los Iwa eran espíritus que hacían que las cosas sucedieran, tanto
las buenas como las malas.
La Reina miraba a los bailarines mientras estos giraban
y se balanceaban a la luz del fuego. Las mujeres estaban descalzas y los
hombres sin camisa, con sus pechos desnudos reflejando el brillo de la hoguera.
Sus voces eran fuertes, acompañadas de cánticos, palmadas y pisoteos. Esta
noche había permitido que los tamborileros asistieran a la reunión. Los necesitaba
para llamar la atención de los Iwa. Los percusionistas tocaban sus largos
instrumentos tan con rapidez que las baquetas se desdibujaban ante sus ojos,
como lo hacían las mujeres vestidas de blanco con tocados de colores brillantes.
La Reina Miriam Charbonnet, la Alta Sacerdotisa,
necesitaba ayuda. Requería todo el poder, control e influencia que pudiera
acumular, cada atributo, cada recurso y cada espíritu que fuera capaz de
invocar. El trabajo que tenía por delante era demasiado para ella sola. Necesitaba
a los Mambos, a los Laos, y a cada Doctor Brujo y buen espíritu que pudiera
reunir. Se avecinaban malos tiempos, muy malos. Días de destrucción los acechaban
en sus casas de Nueva Orleans.
Los sonidos de los adoradores reverberaron en sus
oídos y la ensordecieron. Perdió la concentración cuando los tambores y el
baile se volvieron frenéticos. Por un momento fue transportada a otro lugar
donde solo veía el mal. Los Iwa me hacen
saber que mi trabajo será largo y duro y que mis enemigos son grandes. Miriam
levantó los ojos en agradecimiento. Sabía que le esperaba un momento difícil.
El frío penetrante la acompañó mientras regresaba
a la Plaza del Congo. Un gran fuego ardía detrás de los bailarines,
iluminándolos. El cuerpo le quemaba y tenía la piel caliente. Permaneció quieta
hasta que los danzantes se desvanecieron de su visión y cesó el ruido de los
tambores. Ella se quedó sola ante el fuego. La Alta Sacerdotisa y la reina del
vudú, Miriam Charbonnet, se prepararon para la batalla. Ella era la reina, una
descendiente de generaciones de reinas vudú haitianas y del Nuevo Mundo. «Puedo hacerlo».
Segundos después, una nube perdida cubrió la luna.
Era muy negra. El fuego se había apagado y los adoradores habían desaparecido.
Una amarga quietud se estableció en el aire helado. Miriam escuchó susurros a
su alrededor. Los espíritus luchaban entre sí.
Se dejó caer y se sentó con las piernas cruzadas
en el frío suelo y miró sus armas de guerra, los numerosos gris-gris[2] que
había acumulado. La reina los había confeccionado con hierbas, polvos, plumas,
telas y elementos de la naturaleza. Trozos de vidrio y de tierra completaban su
colección. Sus amuletos eran mágicos. Los gris-gris y las pociones garantizaban
la curación, la protección y la fuerza o, por el contrario, causaban dolor,
muerte y enfermedad. Su magia era enérgica y poderosa. Un poder que podía
infligir daño y destruir a los enemigos con una simple orden. Un poder que
podía disolver el engaño, lanzar maldiciones, hechizos y arruinar vidas. Ella necesitaría
este poder pronto. Necesitaría un poder tremendo.
Se avecinaban problemas. Problemas graves. Las predicciones
eran tan siniestras y malévolas, tan fuertes, que no estaba segura de que ella
o sus compañeros pudieran rechazarlas. El peligro y el engaño podría destruir
las vidas de mucha gente buena de Nueva Orleans. Personas que eran sus amigos. Personas
que habían ayudado a los que eran como ella en el pasado. Gente a la que amaba
y que le importaba.
La Reina Miriam Charbonnet nunca olvidaba a los
suyos. Miró a la distancia a los Mambos y Hougans. Rezó para que vinieran.
Necesitaba los espíritus. Se detuvo e intentó captar sus susurros. La reina era
sabia y ordenó el respeto del vudú, el buen vudú. Miriam era la única que podía
detener las maldiciones y hechizos de los espíritus oscuros y malvados.
No podía hacerlo sola. Una vez más, se giró hacia
el viento para escuchar a los Iwa, pero no había ningún sonido.
El miedo golpeó su cuerpo y luego pasó a través de
su corazón.
No sabía si lo lograría.
El olor acre de las
especias cajún impregnaba el aire de Nueva Orleans en febrero. A solo una
semana antes del Carnaval, el Barrio Francés estaba lleno de actividad. Los
ornamentados balcones de hierro se inclinaban bajo el peso de docenas de
personas apretadas para ver mejor la calle. Estar «arriba», en un balcón
durante el Mardi Gras, era prestigioso y le daba a uno una inmensa sensación de
poder y control sobre la multitud de abajo. Se podía conseguir que la gente en
las calles hiciera casi cualquier cosa para que se les lanzase desde lo alto un
obsequio de Mardi Gras, como un cordón de cuentas de plástico o un doblón de
aluminio.
Raoul Dupree, un camarero del restaurante Tujague’s,
fumaba en la puerta del establecimiento de estilo europeo. Sus ojos estaban
clavados en un atractivo hombre semidesnudo, que asomaba por un balcón unas
cuantas puertas más abajo. El hombre se burlaba de una encantadora, pero
borracha joven que estaba en la calle. El individuo balanceaba ante ella un
cordón de cuentas de oro barato sin dejar de repetir «muestra tus tetas». La
multitud lo imitaba como un eco, hasta que su cántico se volvió ruidoso y
ensordecedor.
La joven intentaba alcanzar las cuentas de oro, pero
el hombre se las arrebataba cada vez. Ella miró a su alrededor y sonrió ebria a
la marea humana que la rodeaba y que la observaba desde los balcones. Otros
cuerpos femeninos la presionaban y se agarraban a las cuentas, pero el hombre
de arriba solo tenía ojos para la joven.
Él le devolvió la sonrisa, se burló de ella y la
atrajo hacia las cuentas. La multitud en la calle se excitaba salvajemente.
Gritaban, aplaudían y saltaban.
Al fin, la joven se levantó la camiseta blanca y
expuso sus pechos jóvenes y perfectos. La gente enloqueció, aplaudiendo y
gritando con aprobación. La mujer agarró sus cuentas, las sostuvo de cara a la
multitud, y con rapidez desapareció en un callejón.
Raoul sonrió y agitó la cabeza. Mardi Gras no
dejaba de sorprenderle. Después de toda una vida presenciando el carnaval, aún
no estaba acostumbrado a la pesada fiesta, la embriaguez y el comportamiento
lascivo tan común durante la temporada. La gente hacía cualquier cosa por una
baratija de Mardi Gras. Encogió sus frágiles hombros al mirar por última vez al
hombre guapo, y sintió de pronto una mano que le tiraba del rubio cabello.
Raoul se giró como un resorte y se topó con el ceño fruncido del maître de Tujague’s.
—Tus chicos del reservado se están poniendo
ansiosos, Raoul. Será mejor que lleves tu flaco trasero allí y los mantengas
contentos. No queremos a ninguno de esos matones en nuestra contra —dijo el
fornido maître, señalando hacia la
puerta.
Raoul apagó su cigarrillo, hizo una mueca y subió
dos tramos de escaleras hasta un comedor privado al fondo, donde había tres
hombres sentados y fumando después de un largo almuerzo. Tujague’s, el
restaurante más antiguo del Barrio Francés, tenía reputación de íntimo y
discreto. Era un lugar de encuentro para prominentes neoyorquinos involucrados
en todo tipo de negocios legales e ilegales. La privacidad, la buena comida y
el excelente servicio hacían del restaurante uno de los más apreciados de la
ciudad.
Los hombres hablaban en voz baja mientras Raoul
esperaba fuera del comedor. Una mirada al grupo lo convenció de no interrumpir.
Reconoció a uno de los presentes, pero nunca había visto a los otros y se
preguntó qué tenían en común. Por lo que había observado, no creía que fuesen
amigos, y dudaba que se hubieran conocido mucho antes. Después de los cócteles
y de varias botellas de vino, Raoul notó que su conversación había pasado de
una tensa cortesía a una amenazante ira que se filtraba por la puerta antes de
cesar de repente cuando él entró en la habitación.
El hombre al que Raoul reconoció era el mafioso
Frederico Petrelli, de Chicago, que se había mudado recientemente a Nueva
Orleans para supervisar las actividades de la mafia del Dixie en las
operaciones en el río y de los juegos de azar en tierra. Raoul conocía a Rico
porque este a menudo cenaba en Tujague’s y tenía su camarero especial, Matthew.
Por desgracia, Matthew estaba de baja hoy por enfermedad.
Raoul mantuvo su distancia mientras miraba al grupo.
Frederico lo aterrorizaba. El calvo mafioso tenía unos cincuenta años y cuarenta
libras de sobrepeso. Presentaba una larga cicatriz irregular en su antebrazo
derecho, y unos ojos oscuros y brillantes. Miraba a los demás con desconfianza
e impaciencia. Sus gruesos labios se movían de un lado a otro sobre un humeante
puro. Frederico era la clásica imagen de un jefe mafioso vicioso sin respeto
por la vida humana. Raoul también notó sus grandes y carnosos brazos, y las
poderosas manos que mantenía cerradas durante la mayor parte de la conversación.
El segundo hombre era distintivo, pero diferente
al gánster. Era alto, de tez morena y pelo oscuro y aceitoso recogido en una
cola de caballo. Su cara era alargada y estrecha, con una nariz aguileña. Los
delgados labios se enroscaban en una sonrisa permanente. Sus ojos, de un
extraño color amarillo negruzco, parecían muertos y vacíos. El hombre tenía una
apariencia siniestra. Era imposible saber su edad. Podía tener entre treinta y
sesenta años. Era grande y bien proporcionado. Un sentimiento de maldad exhalaba
de él.
Raoul sabía que aquel hombre estaba en perfecta
forma, pues se pasaba la mayor parte del tiempo desnudando a los hombres con la
mirada, y podía imaginar sus abdominales con facilidad. Sus ropas eran caras,
así como el medallón de oro que colgaba de su cuello. Llevaba pantalones
oscuros y una camisa a tono diseñada a medida y abierta en el cuello.
Acariciaba una correa de cuero en su regazo como si fuera un amante a la vez
que golpeaba sus uñas bien cuidadas contra la brillante mesa de nogal. Sus
oscuros ojos se movían de un lado a otro mientras seguía la conversación entre
los otros hombres. Sus extraños ojos eran ilegibles y contribuían a su
amenazante y malvada apariencia.
La correa de cuero, que solo medía un metro de
largo, capturó la atención de Raoul. El extraño con cola de caballo no hablaba
apenas, pero a él lo aterrorizaba. Raoul se frotó los brazos para contrarrestar
los escalofríos. Se estremeció, pensando que el hombre se asemejaba al diablo,
aunque nadie pudiera decirlo a simple vista.
Raoul no lo habría notado si sus compañeros no
fueran tan macabros. El tercer hombre parecía tener unos cuarenta años. Hablaba
con acento del medio oeste, tenía el pelo castaño, una cara honesta y una
apariencia normal. Estaba hablando cuando Frederico lo interrumpió al llamar a Raoul
al comedor.
—Danos sambuca y una cafetera y lárgate —le ladró
Frederico a Raoul.
Este obedeció, pero escuchó algo que le hizo
congelarse.
—Quiero a Robert Bonnet arruinado y muerto —dijo
el hombre ordinario—. No sé cuáles son tus intereses en los Bonnet y el centro
médico, pero quiero a Bonnet muerto. Acabó con la vida de mi esposa y de mi
bebé hace tres años. Mátalo. —Los ojos del hombre estaban enloquecidos por el
odio.
Raoul dio un respingo al oír mencionar a Robert
Bonnet. Conocía al doctor Bonnet del centro médico donde trabajaba como
voluntario en la planta de SIDA. El doctor Bonnet había operado a su amante el
año pasado, cuando otros cirujanos se habían negado. Al doctor Bonnet no le
importaba que Josh tuviera VIH y que fuese a morir de todos modos. Quería que
Josh y Raoul tuvieran todo el tiempo posible para estar juntos. El doctor
Bonnet fue amable. Había movido los hilos para conseguirle a Josh un nuevo
hígado y una oportunidad de vivir. Al final, Josh murió. Las amenazas contra el
doctor Bonnet preocuparon a Raoul, así que se detuvo un momento más y escuchó a
escondidas fuera de la habitación.
Frederico miró al tercer hombre con una expresión
aburrida.
—Cállate, Mercier. No hay tiempo para emociones.
Las emociones causan errores. Y no quiero errores, ¿me oyes? —La voz del gánster
se había vuelto baja y amenazadora mientras miraba al hombre común—. Si cometes
un fallo, lo pagarás.
El hombre ordinario lo miró fijamente.
El malvado de la cola de caballo asintió con la cabeza.
—Salud —dijo, y levantó su copa en un brindis.
Frederico miró fijamente al tal Mercier.
—Atiende, niño del coro, sin errores. Ya sabes qué
hacer.
Mercier asintió con la cabeza.
Raoul volvió al área de servicio con el corazón golpeando
su pecho.
—Tienes que arreglar
esta situación, Alex. Tratas a Robert Bonnet de forma diferente a los otros
médicos del personal. Esta es la tercera queja que hemos tenido contra él en
menos de seis meses. Haz algo —se quejó Don Montgomery—. Como abogada de este
centro médico, es tu responsabilidad. Se te paga para mantener a los médicos a
raya.
Alexandra Lee Destephano se sentaba al borde del
sofá mientras escuchaba a su jefe despotricar y enfurecerse. Don Montgomery era
el director ejecutivo del Centro Médico de Crescent City. Estaba acostumbrada a
sus diatribas y había aprendido a ignorarlo. Echó un vistazo a la oficina. Era
un despacho rígido, formal e incómodo y reflejaba la naturaleza pretenciosa de
su altivo dueño. Don Montgomery era alto y estirado, con su traje de Versace y
su reloj Louis Vuitton. Su cabello castaño y delgado enmarcaba su fría cara,
donde siempre faltaba una sonrisa.
«Se parece a un pez», pensó Alex, pero volvió a la
realidad cuando su jefe acortó la distancia entre ellos y entró en su espacio
personal. Alex se levantó del sofá, se alejó de él y se puso de pie detrás de
una silla de la Reina Ana. Pasó por alto el sarcasmo de su voz y rezó para no
perder la paciencia.
—Revisemos estas afirmaciones y veamos si son
procesables, aunque dudo que lo sean —dijo Alex, intentando controlarse.
El director general frunció el ceño con enfado.
Luego, se levantó, caminó hasta la puerta de su oficina y la abrió.
—No tengo tiempo, y no es mi trabajo. Estoy hasta
el cuello de regulaciones de salud que nos van a costar millones de dólares, y
no puedo perder un solo minuto en discutir la incapacidad de su exmarido para
practicar una medicina segura. Averígualo por tu cuenta. Para eso te pago.
Alex sintió que la ira se filtraba por sus sienes
y luchó por no poner los ojos en blanco mientras Don continuaba su perorata
narcisista.
—No olvides que yo dirijo este hospital. El éxito
financiero de este lugar es mi responsabilidad. Estudio a nuestra competencia y
mantengo nuestra ventaja en el mercado. Mi liderazgo nos ha salvado una y otra
vez. Si no fuera por mí, el consejo de administración habría votado por la
fusión de HealthTrust hace seis meses.
Alex estaba harta del autoproclamado
comportamiento salvador de Don. Él no daba el crédito merecido a los esfuerzos
de los médicos, el personal y los voluntarios que formaban parte del éxito del Centro
Médico de Crescent City, de prestigio mundial. Don se apropiaba del mérito de
todos los logros del CMCC y culpaba a los demás cuando las cosas salían mal. Alex
suspiró mientras el director general continuaba alabándose a sí mismo.
—Si no tuviera un pulso de las cosas, seríamos
historia. Solo los mejores hospitales con un fuerte liderazgo sobrevivirán a estos
tiempos, pero no puedo hacerlo yo todo.
Don se detuvo un momento y luego le apuntó a Alex
con el dedo en la cara.
—Ahora, ocúpate de este problema de inmediato. No
quiero volver a oír hablar de ello.
Alex sacudió la cabeza ante la superioridad
irrespetuosa y condescendiente del director general, pero se mordió la lengua.
—Me reuniré con el doctor Bonnet esta semana.
Alex dejó la oficina, con su autoestima intacta.
Se preguntó a cuántos ejecutivos más tendría que entrenar. Don ya era el
segundo en sus dos años como asesora legal interna del Centro Médico de
Crescent City. Y eso era mucho tiempo. Sus pensamientos volvieron a Robert.
¿Estaba predispuesta hacia él? Se preguntó si en realidad trataba a su exmarido
de forma diferente a otros médicos del CMCC. A veces, los sentimientos de
incertidumbre y culpa nublaban su mente. Ella esperaba que no afectaran también
a su juicio profesional. Pensó en Robert cuando regresó a su oficina.
Robert Henri Bonnet, doctor en medicina, era el
jefe de cirugía del CMCC y un hijo predilecto de Nueva Orleans. Era un médico
hábil. Se conocieron hacía más de diez años en la Universidad de Virginia en
Charlottesville, cuando Robert era residente de cirugía general, y ella una
estudiante de doctorado en enfermería clínica. La pareja había salido durante menos
de un año antes de casarse en una pequeña ceremonia en la capilla de la UVA. Su
enlace unió a dos de las familias más poderosas del Sur: los aristocráticos
Bonnets de Louisiana, y la poderosa familia Lee de Virginia.
Sus reflexiones continuaron mientras atravesaba el
lujoso atrio del universalmente famoso hospital en dirección a la cafetería, donde
pidió un café con leche. Se permitió pensar en su relación fallida. El
matrimonio con Robert había sido perfecto en los primeros años, pero acabó por
terminar muy mal. No estaba muy segura de cuándo comenzó todo. Alex se quedó
devastada cuando él le pidió el divorcio. Ahora, rara vez veía a Robert en el CMCC,
y sabía poco de su vida personal. Tenía curiosidad por la animosidad de Don
hacia él. Su intuición le sugería que algo o alguien estaba involucrado, pero
no estaba segura de lo que era.
Reflexionó sobre su encuentro con Don mientras
tomaba su café. Otros médicos del CMCC presentaban mayores riesgos legales. El
famoso cirujano vascular del hospital permitió al asistente de su médico
realizar una cirugía cardíaca, y Alex sospechaba que el médico de cáncer
conocido a nivel nacional practicaba la eutanasia activa. Consideraba a estos
médicos mucho más peligrosos que unas pocas quejas sobre Robert.
Alex había considerado su divorcio con Robert
antes de aceptar el empleo en el CMCC. Su matrimonio se había acabado hacía
cuatro años, y su separación fue amistosa, si no contaba con su corazón roto.
Gran parte de sus dificultades se centraron en la decisión de Alex de ir a la
escuela de leyes y posponer el tener hijos hasta que ella estableciera una
práctica legal. A Robert, educado en una familia tradicional, no le gustó la
idea de una esposa profesional que trabajara fuera de casa. Durante la duración
de su matrimonio, sus vidas individuales tomaron caminos separados: Robert en
medicina y Alex en derecho. Alex creía que dos abortos espontáneos, durante su
tercer año en la escuela de leyes, fueron la razón principal por la que Robert
se divorció de ella. Él quería que dejara la escuela al comienzo del segundo
embarazo, pero Alex se había negado, señalando que estaba sana y cerca de la
graduación. Robert se deprimió cuando ella volvió a abortar. Después de varios
meses, le anunció que quería dejarla. Se mudó de su casa poco después y pidió
el divorcio. Más tarde, ese mismo año, él volvió a practicar la medicina en
Nueva Orleans.
Ella estaba hundida tras el divorcio, pero sabía
que habría sido difícil construir una vida con Robert y alcanzar sus metas
profesionales. Después de su separación y de graduarse en la escuela de leyes
de la UVA, aceptó una oferta de una cadena de hospitales católicos en Houston.
La permanencia de Alex en el grupo de hospitales
católicos le había proporcionado una amplia experiencia y una sólida práctica
legal. Su formación en enfermería añadió profundidad a su capacidad para
analizar casos de mala praxis.
Alex reflexionó sobre la curiosa pregunta de Don
mientras miraba alrededor del atrio de cristal. ¿Por qué Montgomery estaba
preocupado por Robert? Su instinto le sugería que había algo más, quizá alguna
controversia política interna. Hizo una nota mental para hablar con Robert
pronto.
Alex entró en la suite de su oficina y notó que su
secretaria llegaba tarde. Había terminado de revisar el correo electrónico,
cuando su llamativa secretaria rubia, Bridgett, que medía casi seis pies de
altura con sus tacones rojos, llamó a su puerta y entró.
—Feliz lunes, Alex —canturreó Bridget—. Tenemos
una nueva queja para el libro. Te va a encantar.
Alex levantó la vista y sonrió mientras esperaba
paciente a que Bridgett continuara su historia.
Bridgett peinó con los dedos su largo pelo rubio y
sonrió.
—Bueno, puede que el paciente sea un conejo loco,
pero ¿no es así siempre? —Bridgett estaba bailando de emoción. No podía esperar
a contarle a Alex la nueva queja del paciente. Sus ojos azules brillaban con la
excitación de una nueva aventura. Bridgett amaba su trabajo, y era buena en
ello. Podía vender hielo a los esquimales en enero y había evitado muchos
pleitos en el CMCC, solo con escuchar y apoyar a las familias en crisis.
Alex se rio.
—Vale, Bridge, escúpelo. Quiero escuchar la queja.
Bridgett, aún riéndose, hojeó el libro mientras
enmarcaba su respuesta. El libro del Centro Médico de Crescent City, Los pacientes más locos de la historia,
era una recopilación de las quejas de los pacientes más coloridas, inusuales y
creativas conocidas por el centro médico. Una nueva entrada en la codiciada
crónica era un evento conocido y disfrutado solo por unos pocos y muy selectos
individuos. Las surrealistas historias incluían la queja de un tipo que había
olvidado que había aceptado que le amputaran el pie y que luego protestó cuando
este desapareció, y la de una mujer que había internado a su marido en el
Pabellón, el centro psiquiátrico del CMCC, y que demandó al hospital por
negligencia después de que ella lo ingresara en contra del consejo médico.
Además, por supuesto, estaba la reina del vudú de Nueva Orleans, que juró que
el hospital le había «quitado» sus poderes mágicos después de una cirugía. La
demanda seguía activa en el tribunal de la ciudad.
Bridgett continuó pinchando a Alex sin revelarle
la nueva historia, hasta que esta entró en un ataque de impaciencia.
—Cuéntame ya. No me hagas esperar.
Bridgett dudó unos segundos más y luego comenzó a
hablar.
—Esta viene directamente de la unidad de
emergencias...
—¡Suéltalo! Nunca se sabe cuándo alguien va entrar
a interrumpirnos —apuntó Alex mientras miraba hacia fuera.
—Bueno —continuó Bridgett—. Este hombre vino a la
sala de urgencias y le dijo al encargado de admisiones que tenía que ver a un
médico de inmediato porque no podía hablar...
—¿Quién hablaba por él?
—Nadie. Hablaba por sí mismo.
Alex miró fijamente a Bridgett sin comprender.
—No lo entiendo. ¿Qué me estoy perdiendo? ¿Cómo
podría no hablar si estaba hablando? —Alex parecía confundida.
Bridgett sonrió.
—Esa es una buena pregunta. Bueno, supongo que el celador
ni siquiera se dio cuenta de que podía hablar y lo envió a ver a un médico.
Luego llamaron a un especialista en garganta.
—Estupendo —dijo Alex con sarcasmo—. Tenemos un
montón de empleados dignos de la NASA por allí, ¿no?
—Sí —respondió Bridgett—. Pero eso no es nuevo.
Alex asintió con la cabeza.
—¿Y luego qué?
—Vio a un médico, un tipo nuevo en el departamento
de urgencias del CMCC, que insistió al paciente en que podía hablar hasta que este
se volvió loco. Gritó, gritó y empezó a correr.
Alex puso los ojos en blanco.
—¿Y luego?
—El doctor lo dejó solo y se enfureció con los
empleados de admisión de la sala de urgencias. Luego escribió una orden para
una consulta psiquiátrica sobre la hora en que el cirujano de garganta vino a
ver al paciente. Un minuto después, las enfermeras oyeron un montón de gritos y
el sonido de cosas rompiéndose que venían de la habitación del paciente. Cuando
fueron a verlo, había destrozado la habitación, se había subido al televisor de
pared y se balanceaba colgado de él.
Alex miró a
Bridgett, atónita.
—¿Qué hicieron las enfermeras?
Bridgett se encogió de hombros.
—Llamaron a seguridad, pero el hombre saltó desde
el columpio de la televisión, corrió hacia el vestíbulo y volcó las plantas de
las macetas sobre la alfombra oriental de Don. Todo estaba lleno de tierra. Por
si fuera poco, puso la máquina de la fuente de agua del revés sobre la alfombra
y creó un enorme montón de lodo.
Alex se cubrió la boca con la mano.
—Don va a tener un ataque. Acababa de poner esas
alfombras...
—Aún no has oído el final, Alex.
Esta miró fijamente a su secretaria, con los ojos
como platos.
—¿Hay más?
Bridgett estaba excitada, con sus largas uñas
rojas sobre el escritorio.
—Arrancó los cuadros de la pared y cubrió con los
cristales rotos todo el suelo de mármol —dijo Bridgett a carcajadas—. Me
dijeron que a Don casi le dio un ataque al corazón cuando lo llamaron.
—Vaya. Apuesto a que casi se muere —dijo Alex,
pensando que esto debió de haber ocurrido justo después de que ella se reuniera
con él.
—Es probable. De todos modos, el tipo actuaba como
un loco y la gente estaba asustada. Al fin, salió corriendo y giró detrás del
puesto ambulante de café. El vestíbulo de mármol era un desastre negro y
arenoso.
—Y la colección de arte se hizo añicos. Dios mío,
¿cuánto tiempo le llevó a la seguridad del CMCC llegar allí?
—Todo esto sucedió con rapidez, unos cinco minutos
como máximo.
Alex sonrió mientras Bridgett continuaba.
—¡El tipo era rápido! El personal lo llama el
Hombre Mono, por su habilidad al balancearse de la televisión de la sala de
emergencias. También es bueno en lanzar café y obras de arte. —Bridgett se reía
tanto que sus grandes rizos rubios bailaban y le salían lágrimas llenas de
rímel—. Tenemos algunas fotos geniales hechas con los teléfonos móviles. A Don
le va a dar un ataque.
—Tienes razón, si es que no le ha dado ya —dijo Alex,
divertida—. Es increíble. Gastó millones en redecorar.
Bridgett miró a Alex de reojo.
—Bueno, se lo merece. Tal vez debería haber
gastado ese dinero en su personal y en sus pacientes.
Alex asintió con la cabeza.
—¿Tiene el Hombre Mono un médico de cabecera? —preguntó.
Bridgett miró a Alex con timidez.
—Sí, el doctor Bonnet.
Alex alzó las cejas.
—Oh, genial. Robert es un cirujano. Es inusual que
un cirujano tenga pacientes propios.
Bridgett se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. Conociendo al doctor Bonnet,
seguramente ve a ese individuo en su clínica gratuita.
—Bueno, necesito verlo de todas formas —añadió
Alex, recordando su conversación con Don. Este se pondría furioso cuando supiera
que el Hombre Mono era paciente de Robert.
—Hay muchos rumores sobre el doctor Bonnet. Sé que
la gente no se siente cómoda hablando de él, ya que es tu ex…
—¿Qué rumores? —La voz de Alex era aguda, y su
buen humor se había esfumado. Sabía que Bridgett tenía muchos contactos. Su hermana
gemela, Angela, era enfermera en la sala de urgencias.
—Solo que ha estado irritable e impredecible
últimamente, lo cual no es propio de él. Siempre se ha cargado a unos cuantos
empleados sin motivo alguno. —Bridgett miró a Alex y lamentó haber repetido el
rumor.
La cara de esta se oscureció.
—Eso es nuevo para mí. Mantenme informada. —Alex
miró los papeles de su escritorio—. Supongo que será mejor que me ponga a
trabajar en este montón de papeles. —Trató de sonar evasiva, pero Bridgett se
dio cuenta de que estaba preocupada por sus problemas con Don y el doctor
Bonnet.
Bridgett caminó hacia el departamento de cirugía
ambulatoria y pensó en la constante batalla entre Alex y Don Montgomery. No
podía entender cómo alguien no podía llevarse bien con Alex. Alex era genial,
una persona normal. Era paciente, amable y muy divertida. Parte de la belleza
de Alex era que no sabía que era hermosa. Además de eso, era una persona muy
realista. No era tan arrogante como la abogada que la precedió. ¡Gracias a Dios!
Bridgett esperaba no haber molestado a Alex.
Sentía una punzada de culpa por hablarle del doctor Bonnet. Alex era una
persona muy trabajadora y humilde. Nunca se daba cuenta de cómo la gente la
miraba cuando entraba en una habitación. Era preciosa. En todo caso, Bridgett
pensó que su jefa parecía un poco tímida e insegura de sí misma, y supuso que costaba
una eternidad superar un mal matrimonio.
Bridgett siguió reflexionando. Un divorcio con el doctor
Bonnet sería difícil. Su prima le dijo que había abierto una nueva clínica de
cirugía gratuita en el pantano y que había salvado el brazo de un niño que
había sido mordido por un caimán. El doctor Bonnet nunca cobraba por sus
servicios. Era bueno con la comunidad Cajun. Bridgett decidió que no creía los
rumores sobre el guapo cirujano.
Alex reflexionó sobre
los comentarios de Bridgett sobre Robert. Sabía que las enfermeras siempre
sabían cómo eran las cosas con el personal médico. Echaba de menos tener ese conocimiento
de primera mano. Valoraba su comunicación con el personal de enfermería y
estaba contenta de que la percibieran como uno de ellos.
Varias horas después, Alex había revisado un caso
de resbalón y caída cuando Bridgett la llamó para decirle que el doctor Bonnet
quería verla.
Un momento después, Robert estaba en su oficina.
—Alex, qué bueno verte. ¿Cómo estás?
Alex sintió que un rubor le subía por el cuello. A
los cuarenta y dos años, Robert era un hombre sorprendentemente atractivo. Era
alto, con pelo rubio arenoso y la complexión ligera de la población francesa de
Nueva Orleans. Su voz era profunda y suave, con un sutil acento criollo. Sus
ojos eran marrones y expresivos. Alex se puso de pie de inmediato y le extendió
la mano.
—Robert, qué alegría. Ha pasado mucho tiempo —dijo
Alex formalmente.
Robert valoró a Alex.
—Es cierto. Este hospital es tan grande que pasan
meses antes de que vea a muchos de mis amigos y colegas. Alex, ¡estás preciosa!
Nueva Orleans te sienta bien. Háblame de tu familia. ¿Cómo está la abuela y el congresista?
Leí en el periódico de la mañana que está aquí en Nueva Orleans. ¿Por negocios?
Alex sintió que un rubor la embargaba de nuevo y pudo
sentir el calor que se apoderaba de todo su cuerpo. No podía creer que todavía le
hiciera sentir así. Estaba sin aliento y nerviosa.
—Sí, el abuelo está aquí. Un gran evento político,
una coalición con el gobernador Raccine. Y la abuela está bien. Se rompió la
cadera en septiembre pasado montando su caballo. Por suerte, eso no la ha frenado
mucho. Todavía monta a diario. Ella se encarga de la familia, la casa de
Washington y la granja de caballos.
En realidad, la abuela de Alex, Kathryn Lee, era
la fuerza más grande de su vida. A diferencia de su tímida y solitaria hija, la
madre de Alex, Kathryn tenía una energía infinita, pero era amable y práctica.
Tenía la paciencia de un santo y el alma de un ángel. Había sido un modelo para
Alex desde siempre. Esta heredó gran parte de su firmeza de carácter e
integridad. Su abuela solía llamarla su «mini yo», e insistía en que ella
también había recibido sus rasgos negativos. El congresista Lee afirmaba que
ambas mujeres eran las más tercas y obstinadas del mundo.
Robert sonrió.
—La echo de menos. Es toda una dama. ¿Cómo está el
congresista?
—Igual. Ya lo conoces, sigue sirviendo al pueblo
de Virginia. Está redactando sin parar leyes contra el crimen, drogas e
inmigración. Se opone al proyecto de reforma del sistema de salud. Está
convencido de que va a arruinar el sistema sanitario tal y como lo conocemos en
este país. Por supuesto, tiene sus propias ideas sobre cómo hacer todo, y ninguna
de ellas está en sintonía con la Casa Blanca.
—Me lo imagino —respondió Robert con ironía—. No
creo que nuestros puntos de vista coincidan, pero servirían para una
conversación animada. Los añoro a los dos. ¿Ya has visto a tu abuelo?
—No. Está ocupado esta noche. Planeamos reunirnos
mañana por la tarde. Luego tomará un vuelo nocturno a Virginia.
—Dale mis saludos. ¿Vas mucho a la granja?
Alex asintió con la cabeza mientras sus ojos
azules miraban a lo lejos, recordando la granja de sus abuelos, Wyndley,
situada a mitad de camino entre Richmond y Washington, D.C. en el condado de
Hanover, Virginia. Después de que sus padres se divorciaran cuando ella tenía
tres años, Alex había pasado su infancia en Wyndley con sus abuelos y su solitaria
madre.
—No, espero pasar un fin de semana largo en abril
o mayo. Virginia está preciosa en primavera y la abuela acaba de comprar una
nueva yegua de cría árabe. Wyndley se ha convertido en una conocida granja de
pura sangre. Necesito ir más a menudo. Me ayuda a ordenar las cosas y a
ponerlas en perspectiva.
Robert asintió con la cabeza.
—Sí, lo entiendo. Por eso voy a menudo a mi casa
de verano en Gulf Shores. Estuve allí el fin de semana pasado, y repetiré esta
semana por esa misma razón... para escapar del Mardi Gras. El océano, el sol y
unas cuantas noches en el nuevo Floribama me permitirán relajarme.
Alex amaba el Floribama, el legendario hogar de
Jimmy Buffet. Pasaron muchas noches «consumiéndose» allí, en Gulf Shores,
Alabama. Por supuesto, el viejo Floribama ya no estaba, arrasado por el huracán
Katrina.
—Diviértete y ten cuidado.
—Lo haré —acordó Robert—. Por cierto, Don dijo que
querías verme. ¿Qué pasa?
Alex lo miró fijamente, y su paranoia se hizo
notar.
—¿Por eso te has pasado por aquí? ¿Cuándo viste a
Don?
Robert se encogió de hombros.
—Lo vi la semana pasada en una reunión del
personal médico. Mencionó que querías verme. No me llamaste, y me cancelaron mi
horario matutino de quirófano, así que pasé por aquí por si acaso estabas.
Alex tenía sospechas. Se sintió emboscada.
—¿Dijo Don por qué necesitábamos reunirnos? —preguntó
con desconfianza.
Robert se dio cuenta de que la voz de Alex estaba
al límite.
—No. ¿Por qué? ¿Qué está pasando? —dijo, notando
el rubor en sus mejillas—. Alex, nada de juegos. No vamos a volver a jugar el
uno con el otro —advirtió con preocupación.
Ella eligió sus palabras con cuidado.
—Don está preocupado porque hemos recibido tres
quejas sobre ti en menos de seis meses. Una de ellas puede ser por mala praxis.
Piensa que tres reclamaciones son demasiadas en tan poco tiempo.
Robert se quedó parado y no dijo nada. Levantó las
cejas.
—¿Y?
—A Don le gusta la microgestión —añadió ella en un
tono de disculpa.
Robert ignoró la mención de Don Montgomery. Le
frunció el ceño a Alex.
—Quiero ser claro. Supongo que la mala praxis es
el caso Schmitz, el de un anciano con cáncer que desarrolló una infección
postoperatoria y murió tras una cirugía de colon.
Alex asintió. Robert sacudió la cabeza y continuó.
—Advertí al paciente, a la familia y al oncólogo
de este riesgo. Era un mal candidato debido a su maltrecho sistema
inmunológico. Era un blanco fácil para una infección masiva. —Robert se detuvo
un momento y reflexionó. Sacudió la cabeza con tristeza, pensando en la
prolongada y dolorosa muerte del hombre—. No soy el único médico nombrado.
Debería ser capaz de defender esa afirmación. ¡Eres una abogada de la UVA! ¿Qué
más?
Alex se estremeció ante el sarcasmo de Robert. Su
propio estrés aumentó cuando sintió que su corazón se aceleraba.
—Déjame sacar los archivos. No puedo recordar los
otros casos de memoria. —Alex salió de su oficina con el estómago encogido, y
las náuseas comenzaron a aumentar. Tenía una sensación de malestar. «Algo está
pasando», pensó. Robert parece asustado. Este no es el cirujano de confianza,
brillante y seguro de sí mismo que yo conocía. Alex se tomó varios minutos para
componerse y revisar los archivos antes de volver a su despacho.
Robert se paseó por la oficina de Alex. Su
ansiedad aumentó. No podía entender el comportamiento burlón e irrespetuoso de
Montgomery hacia él. Además, lo sacaban constantemente del horario del
quirófano sin ninguna razón. Era el jefe de cirugía, ¡por el amor de Dios! La
gente con la que había trabajado durante años actuaba de forma extraña y varios
lo evitaban. Justo esta mañana había sido recibido con frialdad por otro
cirujano. Algo se estaba cociendo. ¿Pero qué? Robert apretó los labios,
pensando mientras sentía que una oscuridad descendía sobre él.
Aún permanecía pensativo cuando Alex regresó. La
miró expectante, y se dirigió a ella con voz reservada.
—Bueno, ¿qué es?
Alex le entregó los papeles del expediente.
—En noviembre le hiciste una abdominoplastia y un
aumento de pecho a Elaine Morial Logan. Ahora se queja de que su nuevo ombligo
está desfigurado y que sus senos son demasiado grandes. También se ha quejado
de que estabas de mal humor y te enfadaste con ella en su última visita. Hace
varias semanas su abogado llamó y amenazó con una demanda por mala praxis
porque Elaine sostiene que nunca supo que sus «nuevos» pechos eran de silicona
y que podrían causar cáncer.
La cara de Robert se puso roja de rabia.
—Eso es una mierda. Es una tontería. Discutimos la
controversia de la silicona al detalle. Elaine Logan nunca estará satisfecha
con ella misma o con su cuerpo. Yo no quería operarla porque sabía que habría
problemas, y su psiquiatra, la doctora Desmonde, estaba de acuerdo conmigo.
Todo eso está anotado en el registro médico. —Robert hizo un gesto de enfado
hacia el archivo del escritorio de Alex.
—¿Por qué hiciste la cirugía, Robert? —Alex le
echó una mirada curiosa. Vio otro destello de impaciencia mientras él respondía
con una voz asqueada.
—Fue algo político. Recibí mucha presión del
comité de diversidad del hospital. Ella se quejó a los médicos negros de que me
negaba a operarla por ser negra. Por supuesto, eso también es una mierda. En
consecuencia, el comité y Don insistieron, y me presionaron para llevar a cabo
la cirugía. Querían evitar cualquier publicidad negativa de la familia Morial
Logan.
Alex puso los ojos en blanco, pero creyó la
historia de Robert.
—Según Don —continuó Alex—, Elaine Morial Logan
nos está causando una notable publicidad negativa en la comunidad.
Robert se encogió de hombros.
—No lo dudo.
Alex hizo una mueca de dolor por su respuesta.
—Robert, ten cuidado con lo que dices. Esta mujer
y su familia son un peligro potencial para nosotros. Se dedican a la política.
Su marido representa a la parroquia de San Bernardo en la legislatura. Estamos
tratando de conseguir la aprobación para construir una nueva instalación allí.
Si su hermano tiene éxito en su candidatura a alcalde, el CMCC lo necesitará
como amigo. No queremos a esta gente como enemigos.
Robert asintió.
—Bien, Alex. Lo siento. Pero no olvides que yo
también vengo de una familia de políticos. Mi familia está muy por encima de
los Morial Logans. Sigo pensando que deberías ser capaz de defender esta
tontería.
—Bueno, el caso se expondrá ante el Comité de
Riesgos y Mala Praxis Médica del hospital en dos semanas. Si Logan presenta una
demanda, miraremos las pruebas y puede que lleguemos a un acuerdo fuera de los
tribunales.
Robert se puso rojo.
—¡Eso no es cierto! No puede ser en serio. No he
hecho nada malo. —Robert, claramente enfadado, se detuvo un momento—. En todo
caso, he ejercido una extrema prudencia. No quería operar a esa mujer. Sabía
que era un problema. En lo que a mí respecta, la administración me metió en
esto. Y ahora deben sacarme. Es una trampa, y estoy furioso por ello. Es la
última vez que seré su chivo expiatorio. ¿Algo más? —Robert golpeó la mesa con
el puño.
—Solo una queja de varios operarios que se
quejaron de que tu comportamiento en el quirófano es errático, inseguro y de
mal genio.
—¡No es cierto! Tengo una gran relación con el
personal del quirófano. ¿Quién presentó esto? No me lo creo.
—No puedo decírtelo —dijo Alex en voz baja.
—Dime lo que puedas, por favor. —Él le dedicó una
mirada lastimosa como las que ella recordaba del pasado.
—Bueno, sobre todo, se quejaban de arrebatos
emocionales cuando no podías programar tus cirugías para cumplir con tus
limitaciones de tiempo. Mostraron algunos, y cito, comportamientos de actuación.
También informaron que les gritabas cuando un campo estéril estaba mal colocado.
Robert suspiró y asintió con la cabeza.
—Sí, estaba enojado. Estaba furioso cuando
pusieron el campo estéril incorrectamente la tercera vez. Bette Farve contrata
a estos incompetentes técnicos de quirófano en lugar de enfermeras. La
configuración incorrecta del campo estéril retrasó la cirugía cuarenta y cinco
minutos. Eso le costó al hospital mucho tiempo y dinero. Además, el paciente
tuvo cuarenta y cinco minutos adicionales de anestesia que no necesitaba, lo
que podría haberle causado problemas a él y a nosotros. —Robert sacudió la
cabeza con asco—. Alex. No pasó solo una vez. Sucede una vez a la semana.
Ella asintió con la cabeza.
—Bien, hablaré con Betty Farve. Eso es inaceptable.
—Gracias. —Robert caminó alrededor de la oficina
de Alex—. Esto es una caza de brujas. Debe de serlo. No lo entiendo. Tengo que
irme, Alex, y pensar en ello. Hablaré contigo más tarde.
—Bien, Robert. —Alex le sonrió.
Robert
salió de su oficina con su atención centrada en el aluvión de quejas en su
contra. No vio al hombre alto de pelo oscuro y tez morena que estaba en la
puerta.
Alex decidió recoger y marcharse. Había sido un
largo día.
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