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miércoles, 14 de abril de 2021

FRAGMENTO: La esposa inesperada

 


Prólogo

 

 

 

Rosebud, Montana, 1887

John Norris trató de contener las lágrimas. Los hombres duros como él no lloraban, o por lo menos no en público, aunque acabara de enterrar a su mujer y a su hijo.

Por ello permaneció simplemente ahí parado, dejando que los dolientes le ofrecieran en voz baja palabras de consuelo y apoyo. Sabía que nada de eso podría confortarle, pero se mantuvo firme mientras oía una tras otra las condolencias y soportaba las palmaditas en la espalda de los más osados.

Por suerte, Rosebud era un pueblo pequeño y no tardaría mucho en recibir el pésame de todos. Por eso, aunque lo que más deseaba era quedarse a solas, tuvo que afrontar erguido que todo ese ritual sin sentido acabara.

Pero lo peor no era tener que escuchar las respetuosas fórmulas de despedida, sino la insistencia de cada uno de los presentes en que sus muertes se debían a un accidente, cosa que él sabía que no era verdad.

Habían muerto por su culpa, pues si no los hubiera dejado solos, nunca se habría producido el desastre. Él estaba convencido de ello, y por mucho que insistieran, jamás podrían persuadirle de lo contrario.

Cuando por fin se quedó solo ante la tumba de las únicas personas que había amado en su vida, se dio cuenta de que la soledad iba a ser mucho más angustiosa de lo que había imaginado.

Había amado a Eliza desde el momento en que la conoció, y no sabía cómo podría seguir adelante sin ella.

Eliza había llegado a Rosebud para visitar a una prima de su madre y no tardó en ganarse el corazón de todos. Tenía los cabellos del color del trigo, unos ojos tan azules como las más cristalinas aguas y una cara en forma de corazón que endulzaba su apariencia.

Pero lo que más le cautivaba de ella era su sonrisa constante y su espíritu extrovertido.

A pesar de los cinco maravillosos años desde su casamiento, John aún no conseguía entender por qué una muchacha como ella se había fijado en él.

Un vaquero rudo e introvertido, que quedó prendado de ella con la misma rapidez con que un rayo cae sobre la tierra.

Eliza le había dado luz y sentido a su vida, y un hijo maravilloso al que adoraba. Will.

Su hijo… Simplemente no podía pensar en que nunca más volvería a ver a su pequeño Will.

¿Qué mal habría hecho un niño de cuatro años para merecer la muerte? Por mucho que se lo preguntaba, no encontraba respuesta, como tampoco encontraba consuelo cada vez que le decían que estaba en un lugar mejor.

Will era la viva imagen de su madre. Rubio, de ojos azules y tan alegre y risueño como Eliza.

Los dos habían constituido su mundo durante los cinco años que permanecieron juntos, y ahora tendría que aprender a vivir sin ellos.

Algo que se le antojaba insoportable.

Miró a sus tumbas por última vez, mientras las nubes negras cubrían el cielo. Si los hubiera acompañado a ir de compras al pueblo, en lugar de negarse por tener mucho trabajo, tal vez…

Sabía que el recuerdo de aquel día permanecería con él el resto de su vida, como también la culpa por no haber estado con ellos.

Quizá habría podido controlar el carro cuando el caballo se asustó y corrió desbocado. Tal vez podría haberlo calmado o podría haber cogido a su hijo entre sus brazos y así haberlo salvado.

Pero eso nunca lo sabría, y tampoco qué fue exactamente lo que asustó al caballo. Un animal dócil, que se conocía el camino y que nunca había dado muestras de ser asustadizo.

Pero ya nada de eso importaba. Los había descubierto cuando, extrañado por su tardanza, fue a su encuentro.

Jamás olvidaría la visión de sus cuerpos ensangrentados tirados en el suelo, inertes y silenciosos. Por mucho que en un principio se resistió a creerlo, estaban muertos y solo pudo recoger sus cadáveres del camino y recordarles cada día venidero, mientras se preguntaba cómo habría sido todo de diferente si aún siguieran a su lado.

Se colocó el sombrero despacio sobre su cabeza y se giró para marcharse. Ya no podía hacer nada por ellos, como nadie podría hacer nada por él.

Se marcharía a su rancho a seguir con su vida, aunque le faltase un buen pedazo de su corazón. Este se quedaría enterrado junto a su esposa y su hijo, y con el recuerdo de unos días felices que nunca más volverían.

 



Capítulo 1

 

Colorado, 1889

Bajo el tibio sol de primavera, Molly cerró los ojos por unos segundos.

Solo quería descansar unos minutos bajo las ramas del gran árbol que había tras su casa. Era su lugar favorito del jardín, pues no solo le ofrecía la comodidad de la sombra, sino una privacidad que ella adoraba.

Suspiró somnolienta y se dijo que solo permanecería ahí un instante más, pero la pesadez de su cuerpo negaba su voluntad.

Se sentía cansada al apenas haber dormido esa noche, y el calor de la mañana hacía que se sintiera más decaída de lo normal. Su falta de sueño no se debía al insomnio o a una pesadilla que la hubiera mantenido despierta, como en otras muchas ocasiones, sino a que se había levantado antes del amanecer para tenerlo todo listo.

No importaba que hoy fuera domingo y por lo tanto se considerara un día de descanso. Para Molly, todos los días de la semana eran iguales, pues cada uno de ellos estaba repleto de tareas que debía realizar.

Hoy por ejemplo, su madrastra se había empeñado en que hiciera un asado, seguido de una tarta de merengue. La favorita de su hija Fanny. Una muchacha egocéntrica que se pasaba el día bordando y tumbada al fresco junto a su madre, mientras Molly se ocupaba de todas las labores.

Molly sabía que tras la muerte de su padre, hacía ya cinco años, se había quedado sin nadie en el mundo que la cuidara. No tenía familia que quisieran hacerse cargo de ella, ni un lugar al que ir que no fuera la casa donde había nacido y que siempre creyó que sería suya.

Pero todo eso cambió cuando su padre se casó con la viuda Harrys y la trajo a la casa.

Desde el primer instante, Maybelle nunca fue una madre para Molly, como tampoco fue una hermana para ella su hija Fanny. Siempre la consideraron como una intrusa en su propia casa, cuando habían sido ellas las que habían llegado sin nada más que sus maletas.

Por supuesto, su padre nunca se enteró del desagrado de Maybelle por su nueva hija, pues aquella tomaba buena precaución de que él no lo notara. Fue sobre todo tras la muerte del hombre, cuando Maybelle dejó de andarse con tapujos y convirtió a Molly en la criada.

Según Maybelle, Molly tenía que ganarse su sustento con su trabajo si no quería verse en la calle, y por eso debía ocuparse de la limpieza de la casa, el mantenimiento de la ropa, la cocina y hacer la compra para abastecer la despensa. Así como atender a los caprichos de las dos mujeres.

Si bien el trabajo era duro, peor eran las humillaciones. Algo que cada vez se le hacía más difícil.

Elevando su vista al cielo, Molly deseó que su padre aún siguiera con ella, pues desde su muerte cada día había sido un verdadero infierno.

Solo los domingos mientras ellas iban a la iglesia, Molly tenía unos minutos para sentarse bajo el árbol, pero temía que cuando su orondo y maleducado vecino la descubriera, solo le quedaría permanecer encerrada en su cuarto.

Un vecino mucho mayor que ella, y que no había dejado de atosigarla desde la muerte de su padre. Sin lugar a dudas, él sabía que ahora no tenía a nadie que la protegiera, y no perdía la oportunidad de arrinconarla siempre que tenía ocasión.

A su madrastra y a Fanny esta actitud las hacía reír, alegando que una mujer como Molly no se merecía nada mejor que ser la puta del apestoso vecino. Y así, mientras pasaban los días, Molly trató de mantenerse apartada de la vista de ese hombre y salir no menos posible a la calle.

Si por lo menos alguien del pueblo se preocupara por ella y le diera trabajo… Pero lo había intentado todo y nadie quería enemistarse con Maybelle. Sola y sin dinero, no tenía más remedio que asentir a todas sus demandas, aunque por dentro ardiera de rabia.

De pronto, escuchó el sonido de la calesa acercándose y supo que Maybelle y Fanny regresaban de la iglesia. Su tiempo de descanso había terminado.

Antes de que la vieran, se levantó de un salto y fue a su encuentro.

—¿Tienes todo preparado? En cuanto nos refresquemos queremos comer —le dijo en tono seco Maybelle nada más verla aparecer por la esquina de la casa.

—Sí, señora —le respondió Molly, como Maybelle había insistido que la llamara, y sin que esta pareciera escucharla.

Como era costumbre, Molly caminó tras ellas con la cabeza gacha, pues a su madrastra no le gustaba que la alzara en su presencia. Decía que era una muestra de orgullo, y que este se quitaba a base de palos.

La espalda de Molly era testigo de ello.

 Cuando llegaron a la casa, ambas mujeres le dieron sus sombreros y chales para que Molly los guardara.

Estaba tan cansada de esa vida…

La mente de Molly voló hacia dos semanas atrás, cuando encontró una copia de la revista The Marriage Times en la tienda general.

Por suerte, había conseguido esconderla antes de que nadie se diera cuenta y, desde entonces, la releía cada noche antes de acostarse.

Había encontrado el anuncio de un ranchero de Montana que buscaba una esposa joven, honrada y trabajadora. En el anuncio no había nada que lo diferenciara de otros muchos, y sin embargo, algo la impulsó a leerlo y a desear tener el coraje suficiente como para contestarlo.

Se miró en el espejo de la entrada y comprobó que a sus veintitrés años no estaba tan mal. No tenía la belleza de su hermanastra Fanny, pero su pelo castaño claro y ondulado, así como sus grandes ojos verdes, era algo que la hacía sobresalir entre las demás muchachas. Incluso había visto cómo Fanny la observaba mientras se peinaba su larga melena, y en su mirada era evidente la envidia.

¿Pero sería lo suficientemente atractiva para gustarle a ese ranchero?

El sonido de pasos en lo alto de la escalera la hizo regresar a la realidad y se dirigió a la cocina antes de que la pillaran sin hacer nada.

Una vez allí, sacó el asado del horno y comenzó a poner la mesa en el salón para su madrastra y Fanny. Sobra decir que nunca podía compartir la mesa con ellas, y estaba agradecida por ello. Es más, estaba convencida que le sería imposible tragar un bocado en su compañía.

En cambio, las servía como si fuera un lacayo y, solo después de haber recogido todo, Molly podía comer su pequeña ración.

Pero ahora no quería pensar en cómo la hacía sentir eso, y se limitó a preparar la mesa de la forma más elegante.

—¿No dijiste que tenías todo listo? —La voz autoritaria de su madrastra la sobresaltó, ya que no esperaba que esta entrase en la cocina. Un lugar que Maybelle detestaba y que, por ello, era una de las estancias favoritas de Molly.

—Y lo está.

—No me respondas, jovencita. Recuerda el sitio que ocupas en esta casa.

A Molly le habría gustado decirle que su lugar era el mismo que ocupaba su hija, pues ella también era de la familia, pero prefirió callarse, pues sabía que solo conseguiría una paliza.

La experiencia así lo aseguraba, y la inteligencia que por suerte tenía, la hizo callar a tiempo y salir del salón con la mirada hacia el suelo, justo como a Maybelle le gustaba.

Sin más, esta salió de la cocina, y cuando Molly llevó el asado al comedor, su madrastra ya ocupaba la cabecera de la mesa, al lado de Fanny.

—Mamá, ¿te has dado cuenta de lo sucia que está Molly? —comentó Fanny con la misma naturalidad como si hablara del tiempo—. ¿No creerá que podremos comer con ese olor?

—Tienes razón, hija. Es muy desagradable —le respondió la mujer con una expresión fría en su cara—. Molly, acaba de servirnos y márchate.

—Regresa a la pocilga donde te has estado revolcando —añadió Fanny.

Molly se irguió ante el insulto y deseó poder meter la cabeza de la muchacha en el plato del puré de patatas. En su lugar, terminó de servir y se retiró como se lo habían ordenado, sobre todo, para no caer en la tentación de hacer algo de lo que luego se arrepentiría.

Se husmeó por encima y, si bien era cierto que estaba sudorosa, algo lógico después de haber estado cerca del horno, su olor no podría considerarse desagradable. Su ropa estaba limpia, al igual que sus cabellos y su cuerpo, y nada indicaba que la afirmación de Fanny estuviese justificada. Aunque, conociéndola, seguro que solo lo había dicho para humillarla.

Comenzó a sentir cómo se humedecían sus ojos, pero se negó a que pudieran verla llorar. Hacía tiempo que se había prometido que no derramaría una lágrima delante de ellas y estaba dispuesta a conseguirlo. En vez de eso, atravesó el pasillo y subió a su pequeña habitación.

Una vez a solas, dejó escapar todo el dolor y las lágrimas, que pronto comenzaron a bañar su rostro.

Mientras pensaba en lo que acababa de suceder, Molly supo que no podía quedarse en aquel lugar por más tiempo. Tenía que salir de allí. ¿Cómo se suponía que iba a vivir el resto de su vida de esta manera?

Trepó con torpeza a su cama y buscó la revista bajo el colchón de paja.

Las páginas se abrieron para revelar un par de anuncios que le llamaron la atención.

Uno de ellos pertenecía a un acomodado granjero que vivía en Texas. Tenía dos hijos pequeños que habían quedado huérfanos al nacer. Los pequeños necesitaban una madre y el granjero una esposa.

El anuncio del tejano era corto y directo. Si bien a Molly le gustaba la idea de ser su esposa, había algo en ese mensaje que no le atraía. Al menos, no tanto como el segundo.

Se trataba de un ranchero de Montana llamado John Norris. Vivía en Rosebud y se había quedado viudo hacía cuatro años.

Buscaba una mujer trabajadora que compartiera su vida. Le daría un techo, la cuidaría y solo el cielo sabría hasta dónde podrían llegar juntos.

No es que esa oferta tuviera algo especial que la diferenciase de las demás, pero, sin saber por qué, le interesó de una forma especial.

Quizá fuese porque el señor Norris era un viudo que sabía lo que era el sufrimiento y, cansado de ello, buscaba una esposa que le sacara de su pesar.

De todos modos, su vida en Montana junto a ese ranchero no podía ser peor que la que tenía ahora en Colorado.

No sabía si le gustaría su aspecto, pero por mucho que Fanny y su madrastra se empeñaran en decirle lo fea y desastrosa que era, ella sabía que podría conseguir con el tiempo el cariño de un hombre.

Rápidamente, secó sus lágrimas y sofocó su sollozo. Si no podía quedarse allí para siempre, al menos podría intentar empezar de nuevo y seguir adelante en un lugar distinto.

Sin duda, cualquier cambio sería para mejor.

Decidida, Molly sacó una pluma estilográfica y comenzó a escribir.


Capítulo 2

 

 

John miró el ganado que pastaba tranquilo por la llanura y se movió inquieto en su caballo.

Una vez más, habían faltado reses en el recuento y, tras buscarlas, las encontraron muertas sin motivo aparente.

Tanto el veterinario como él sospechaban que habían sido envenenadas, pero no había plantas venenosas en sus tierras y no había manera que estas se hubiesen intoxicado de forma accidental, ¿pero qué otra explicación cabía?

Aunque a veces se producían accidentes, algo normal en un rancho ganadero, nada indicaba que fuesen provocados.

Por no mencionar que John no tenía ningún enemigo. O por lo menos, ninguno que él supiera.

Recordó que hacía años, cuando Eliza y su hijo aún vivían, también comenzaron a suceder pequeños incidentes sin sentido, pero estos solo duraron unos meses.

De pronto, la melancolía se volvió a apoderar de él, como le ocurría cada vez que recordaba a su esposa y a Will. Habían transcurrido cuatro años desde sus muertes, pero él seguía sintiendo el mismo dolor que cuando los había encontrado muertos.

Desde ese día ya nada era igual. Antes le encantaba trabajar en el rancho. Para él, no había nada mejor que sentarse encima de su caballo mirando sus tierras y su ganado.

Y entonces, todo cambió.

Ahora ni siquiera estaba seguro que el rancho valía la pena. Su vida había dado un vuelco hacía solo dos años. Toda la esperanza que había tenido para el futuro, desapareció de repente. La risa, el amor y la luz se habían ido.

Había tratado de seguir adelante, aunque no lograba encontrar un motivo.

Un profundo suspiro escapó de sus labios antes de que se pasara la mano por el pelo, que le llegaba hasta los hombros. Había tenido la intención de cortárselo meses atrás, pero no lo había hecho.

Cansado de su apatía, espoleó su caballo y cabalgó de vuelta al rancho. De nada servía permanecer ahí parado observando pastar al ganado. No encontraba consuelo en ello, sin embargo, después de recordar a su esposa y a Will, lo que de verdad le apetecía era tomar un trago. Con ese deseo en mente, azuzó su montura y regresó a la casa.

Una vez allí, se dirigió a los peones y les dio el resto del día libre. Después fue a ver a su capataz. Un buen hombre que llevaba más de nueve años trabajando con él.

—Frank —le llamó John cuando lo vio junto a los caballos—. Les he dicho a los hombres que pueden dejarlo por hoy.

Frank simplemente asintió, algo normal en él, pues era conocido por no usar más de tres palabras seguidas.

—Si todo está bien por aquí… —dijo John—, voy a ir un rato a Rosebud a tomar algo.

Ante el silencio del capataz, John se tensó. Sabía que tanto a este como a su buen amigo Scott Sanders no les gustaba que él bebiera, pero ya era mayor para que se lo impidieran.

De hecho, lo único que habían conseguido con sus caras largas era que dejara de beber por las noches a solas, y ahora lo hacía únicamente en el pueblo y cuando lo necesitaba.

—¿Quieres acompañarme a tomar un whisky? —le preguntó con la esperanza de que dejara de mirarle como si acabara de cometer un asesinato.

—Estoy agotado —respondió Frank.

Fue lo único que dijo antes de volverse y dar por terminada la conversación.

Si bien era cierto que John daría su vida por él, también era cierto que a veces le exasperaba tanto que deseaba golpearlo hasta dejarlo inconsciente. Como lo deseaba ahora.

Frank era el típico vaquero solitario y callado, pero con un corazón tan grande, que cuidaba de todos los que estaban bajo su mando. Eso incluía a John, aunque este fuera el jefe.

Y aunque a John le gustaba esa forma de ser de Frank, y le agradecía su preocupación cuando lo veía decaído, en otras ocasiones deseaba que le diera más libertad para poder regodearse en su pena.

Algo que por supuesto no le permitía.

—Está bien. Entonces te veré mañana. Y no te preocupes, solo serán unos tragos. —Esto último se lo dijo para dejarle claro que no pensaba volver a esos días negros en los que el alcohol era su única compañía.

Como respuesta, solo consiguió un gruñido que Frank le dedicó por encima de su hombro.

—Maldito entrometido —soltó John entre dientes, pues sabía que ahora más de un trago le haría sentirse culpable.

Pero estaba decidido a ir al pueblo, por lo que se despidió de los pocos peones con los que se encontró a su paso y se dirigió al granero para enganchar un caballo a un carro.

Otra de las tonterías de Frank y su buen amigo Scott, pues no le dejaron en paz hasta que les prometió que nunca iría al pueblo a caballo para beber.

Y todo por un pequeño accidente al regresar borracho al rancho una noche. Algo asustó al caballo, tiró a John al suelo y este estuvo a punto de romperse la cabeza.

—Como si en el carro estuviera a salvo —masculló, pues era más que evidente que también podría matarse en el carro.

 

 

John se enderezó en su asiento mientras sujetaba las riendas. Podía ver la ciudad delante de él y eso le animaba un poco.

Recordó que debía comprar suministros en Rosebud, pero no tenía ganas de pasar la próxima hora en la tienda de Carson. Por el contrario, deseaba llegar cuanto antes al pueblo para poder tomar un trago.

Lo necesitaba con desesperación, de la misma forma que necesitaba respirar.

Por suerte, no tardó mucho en llegar a su destino y, deseoso de sentir el calor del whisky por su garganta, dejó bien amarrado tanto al carro como al caballo.

—Miren a quién ha traído el viento.

Al echar un vistazo a sus espaldas, John vio cómo se acercaba sonriente su buen amigo Scott Sanders. Con la poca energía que le quedaba, le ofreció un amago de sonrisa.

Le gustaba hablar con Scott, pero hoy no estaba siendo un buen día y lo que menos quería era otra regañina por desear beber.

—¿Cómo estás, Scott?

—Mejor que tú, desde luego.

Se conocían desde que eran niños e iban juntos a la escuela de la señorita Perkins. Parecía que había pasado toda una vida desde entonces.

John recordó cómo solían ir juntos a todas partes y que siempre se metían en líos. Juntos se emborracharon por primera vez y juntos se enamoraron de la misma chica, cuando aún eran unos críos.

Scott consiguió a la chica, una morena encantadora y muy guapa a la que todos llamaban Sally y que acabó convirtiéndose en su esposa.

Ambos eran tan parecidos físicamente en aquellos años, que quien no los conociese los habría tomado por hermanos.

Sin embargo, la vida los había cambiado, y ahora era mucho más fácil distinguirlos.

Scott era un poco más corpulento que John, pero unos centímetros más bajo. Su cabello era también negro, aunque el de este era liso, no rizado como el de John.

Otra diferencia era que Scott era el dueño del banco, por lo que siempre iba vestido con ropa limpia y bien afeitado. Por el contrario, al ser John un ranchero, rara vez no iba cubierto de polvo. Por no mencionar que su tez era más oscura y sus manos más ásperas.

Que Scott fuera el banquero de Rosebud nunca marcó una diferencia entre ellos. De hecho, Scott fue una de las pocas personas que permaneció a su lado tras el trágico accidente, dándole su apoyo y soportando su mal genio y sus arrebatos de pena y desesperación.

John sabía que Scott era un excelente amigo y que le debía mucho.

—¿Un mal día? —le preguntó este. Lo conocía demasiado bien y sabía que algo le preocupaba.

—Han aparecido otras vacas muertas.

—¿Otras? Esto empieza a no gustarme.

—Lo sé —respondió John—. Las primeras podrían ser un accidente, pero estas…

Ambos permanecieron en silencio mientras asimilaban lo que podía significar este nuevo descubrimiento.

—¿Cuántas van ya?

—La primera vez fueron cuatro vacas, y ahora tres. No son muchas para el tamaño del rancho, pero…

—Ya. —No hizo falta que le contara más. A nadie se le morían siete vacas en pocas semanas sin una causa aparente—. Deberías ir a ver al sheriff.

—Lo haré. Por el momento he dado orden a los muchachos de que estén atentos.

Dando la charla por terminada, John comenzó a caminar hacia la taberna. Para su consternación, Scott lo acompañó en silencio, lo que puso nervioso a John, pues esperaba que en cualquier momento le echara la bronca por tomar un trago.

Cuando vio que entraba con él a la taberna, quiso maldecir, pero Scott ya estaba entrando por la puerta. Se vio obligado a seguirlo y a colocarse a su lado en la barra.

John respiró hondo mientras miraba a su alrededor. La taberna comenzaba a tener gente, pero por el momento el ambiente estaba tranquilo.

—Bueno. Ahora cuéntame qué tal te va —le pidió Scott cuando ambos tuvieron un vaso de whisky en sus manos.

—Ya te lo he contado todo.

Tomando un sorbo, su amigo se encogió de hombros antes de contestar.

—No me refiero al rancho, sino a ti.

Por un instante, John se quedó en silencio, pues no le gustaba hablar de él con nadie. Ni siquiera con su mejor amigo.

—Qué quieres que te cuente. ¿Qué cada día procuro levantarme y seguir adelante, pero que cada vez me cuesta más?

La sinceridad en las palabras de John no solo sorprendió a Scott, sino al propio John.

—Tal vez deberías considerar un cambio en tu vida —le comentó en voz baja Scott.

—La verdad es que en más de una ocasión he pensado en dejarlo todo y marcharme de aquí.

Los ojos de asombro de su amigo dejaron muy claro a John que aquel no se esperaba esa respuesta.

De pronto, John se sintió vulnerable al haberle contado algo tan secreto e íntimo. Sabía que a Scott, a Frank y a mucha gente del pueblo no le gustaría esa idea, pues le tenían afecto y su partida la considerarían una huida sin sentido. Pero era él el que tenía que permanecer cada día en la misma casa donde había visto nacer a su hijo y donde había pasado los mejores momentos de su vida junto a Eliza.

—Me refería a que si habías pensado en socializar más y no estar tan solo —dijo Scott.

Podía oír los susurros a través de la habitación, el chapoteo de las bebidas y el tintineo de los vasos mientras pensaba.

¿Socializar más? No. De hecho, lo que quería era todo lo contrario.

—En realidad, prefiero pasar el resto de mis días solo —le respondió y después apuró el vaso de un trago.

Scott parecía cada vez más nervioso y eso intranquilizó a John. ¿A que venía esta conversación?

De repente, sintió el deseo de volver a su rancho. Ya no quería tomar más tragos, solo refugiarse en su casa y esconderse de la gente y lo que Scott estaba tramando.

—El caso es que… bueno, no creo que sea bueno para ti que estés tan solo. Quizá si conocieras a alguien…

John miró el rostro de su amigo y frunció el ceño.

—¿A quién? —gruñó.

—Pues… a una mujer.

Al oírlo, John no supo si reírse a carcajadas o sacudirle un buen puñetazo. ¿Pero en qué estaba pensando? ¿Conocer a una mujer? ¿Se había vuelto loco o el loco era él por escucharle?

—Has estado demasiado tiempo solo y no creo que eso sea bueno, —soltó Scott antes de suspirar—. Por eso creo que tal vez... bueno, tal vez podrías conocer a alguien más en tu vida y quizá…

John se cruzó de brazos y apretó los labios. 

—¿Crees que es así de fácil? ¿Que metiendo a otra mujer en mi vida todo el dolor y el pasado quedarán olvidados?

—Bueno, por lo menos sería un comienzo.

John se irguió al darse cuenta de que su amigo hablaba completamente en serio.

—¡Estás loco si piensas que voy a hacer algo semejante!

John se disponía a marcharse malhumorado cuando Scott le puso la mano en el brazo para detenerlo. No quería que se fuera en esas condiciones, y menos sin que hubiese escuchado todo lo que tenía que decirle.

—Vamos, John, no pretendo que te enamores de otra mujer y que te olvides de Eliza y de Will. —Solo la mención de sus nombres, hizo que John se estremeciera—. Lo que te digo es que tal vez la compañía de otra mujer haga tu vida más llevadera. Al fin y al cabo, todavía eres joven y puedes tener unos buenos años de felicidad.

Ante el silencio de John, Scott continuó hablando.

—Soy tu amigo, y no puedo ver cómo echas a perder tu vida. Y por experiencia propia sé lo beneficioso que puede resultar la compañía de una mujer para mitigar la soledad.

—¿Esto es cosa de Sally o tuya?

—En realidad, es cosa de los dos.

John notó que las lágrimas le picaban en los ojos, pues desde la muerte de Eliza y Will, nunca había reflexionado sobre lo que los demás pudieran pensar o sentir.

Se había encerrado en sí mismo para centrarse en su dolor, apartando con ello a buenos amigos como Scott y Sally, la esposa de este.

—Sé que quieres lo mejor para mí, pero hasta que no me sienta preparado…

—Bueno, el caso es que he hecho algo que tal vez te enfade.

John se quedó rígido y le miró fijamente temiéndose lo peor. ¿No le habría buscado una cita con alguna mujer?

—¿Qué has hecho? —le preguntó, aunque no estaba muy seguro de querer saber la respuesta.

Scott decidió que era mejor no andarse con tapujos y contarle todo de golpe.

—Puse un anuncio en The Marriage Times pidiendo una esposa en tu nombre.

—¿Hiciste qué? —La voz de John sonó sin dificultad por toda la taberna, consiguiendo que todos se giraran para mirarlos—. ¿Es que te has vuelto loco?

—La muchacha…

—¿La muchacha? ¿Alguien te ha contestado?

La furia era cada vez más evidente, por lo que los hombres más cercanos a ellos se apartaron por si los amigos acababan a puñetazos. Algo que John no descartaba.

—He estado escribiendo a una mujer en tu nombre. Ella parece buena persona, y bueno… he hecho arreglos para que venga aquí a conocerte y…

Aturdido y furioso, John apenas podía comprender la absurda idea de su amigo.

No sabía qué pensar ni qué decir.

—No puedo creer lo que has hecho.

Scott se le acercó y lo miró fijamente. Quería hacerle entender que había obrado así por su bien, pues no le gustaba cómo se estaba autodestruyendo. Era su amigo, casi un hermano, y no iba a quedarse de brazos cruzados mientras John se apartaba de la gente y de la vida.

—No lo hubiera hecho si no pensara que es lo mejor para ti. Has sufrido demasiado, John, no mereces arruinar tu vida.

John quería protestar y decirle que su vida era tal y como quería, pero ambos sabían que no era cierto. Su vida era un caos destructivo que estaba punto de acabar con él.

De pronto, pensó cómo habría actuado él si las tornas fueran diferentes y hubiera sido su amigo el que estaba muriendo en vida.

Estaba seguro de que habría hecho todo lo posible para ayudarlo, y posiblemente, habría pensado que la compañía de otra mujer podría darle consuelo.

El problema era que no estaba seguro de soportar la presencia de otra mujer en la casa de Eliza.

—Comprendo que quisieras ayudarme, pero no quiero a nadie en mi vida. Y menos a otra mujer.

Sin más por decir salió furioso del salón. Necesitaba aire fresco. Sentía su cuerpo temblar de furia y le habría gustado golpear algo con todas sus fuerzas, pero él nunca había sido un hombre violento y sabía que dar golpes no solucionaría nada.

Decidido a regresar al rancho y no salir en semanas, se dirigió hacia su carro, cuando tras él escuchó la voz de Scott.

—Ya es tarde para que salgas huyendo. Ella ha aceptado y estará aquí en dos días.

—No me importa.

—Se llama Molly Baker y es de Colorado. Necesitará un hogar cuando llegue —dijo Scott.

—Pues llévala a tu casa junto a tu esposa —le respondió John por encima de su hombro, sin preocuparse si Sally había ayudado a Scott o todo era idea de su amigo. Aunque, conociéndolo, estaba convencido que todo había sido orquestado por él.

—No lo entiendes. No tendrá a nadie. ¿Qué va a ser de ella si la rechazas?

John gruñó, decidido a no sentirse culpable. Dedicándole una dura mirada a su amigo, le dijo muy serio:

—No pienso casarme de nuevo.

Scott jadeó al escucharle mientras John se subía al carro, dispuesto a marcharse. Después, este sacudió las riendas y comenzó a alejarse mientras Scott continuaba pidiéndole que lo pensara.

Pero no había nada que pensar. No necesitaba una esposa ni una criada ni una cocinera, ni a nadie. Y mucho menos a una desconocida entrometida que le hiciera la vida más complicada.

Decidió que no volvería a Rosebud en meses, hasta que su amigo volviera a tener sentido común y el problema de la mujer estuviera solucionado.

Además, no era culpa suya si esa tal Molly Baker se quedaba tirada en medio de Montana. Al fin y al cabo, él no la había invitado a venir.

 


Capítulo 3

 


Por fin había llegado el momento de dejar atrás su actual vida.

Un par de días antes había recibido la carta del señor Norris, donde la aceptaba y le pedía que fuera su esposa.

Si bien era cierto que todo le pareció muy precipitado, también era verdad que cada vez soportaba menos su permanencia junto a su madrastra y Fanny.

Cada día que pasaba se volvían más crueles, y mucho se temía que si no se marchaba pronto, acabaría en la cárcel o en un manicomio.

Queriendo dejar atrás todo eso, volvió a leer la carta del señor Norris, que tanto la había impresionado por su sinceridad y por su petición de matrimonio tan súbita.

 

«Rosebud, Montana.

Querida señorita Baker, es mi deseo que se encuentre bien al recibo de esta carta.

Me ha encantado recibir su carta de presentación respondiendo a mi anuncio en The Marriage Times.

Mi anuncio decía todo lo que hay que decir. Estoy buscando una esposa, cuanto antes mejor, y me gustó la carta que me envió.

Es mi deseo saber si querrá venir a Rosebud para contraer matrimonio conmigo a su llegada.

Si, por alguna razón, piensa que no consideraría ser mi esposa, por favor, tenga la amabilidad de escribirme y hacérmelo saber para no malgastar mi tiempo y energía.

Con todo, hay un exitoso rancho esperando sus toques femeninos en la casa y el jardín. Tendrá toda la ayuda que necesite, pues es mi intención velar por usted.

Espero que esta carta no sea en vano y que pronto reciba una respuesta favorable de su parte.

 

 Sinceramente,

John Norris».

 

No había tardado mucho en contestarle asegurándole que estaría encantada de ser su esposa, y ahora, sentada en su cuarto con sus pertenencias ya empacadas en secreto, se preguntaba si había sido demasiado impulsiva.

Era extraño que el señor Norris tuviera tanta prisa por casarse con una desconocida, pero si lo pensaba seriamente, eso era lo que más le había ayudado a decidirse a contestar su anuncio.

Al fin y al cabo, ella necesitaba alejarse de allí cuanto antes, y ese hombre le ofrecía un hogar y su protección. ¿Qué podría salir mal?

Era posible que el señor Norris tuviera una razón para casarse tan rápido, pero eso ya lo averiguaría cuando llegara.

Decidida, comprobó que tenía todo preparado y miró dentro de su bolso, donde guardaba sus pocos ahorros y el billete de tren que venía adjunto a la carta.

Su corazón se aceleró cuando cogió sus enseres y bajó a la sala. Podía escuchar las voces de Maybelle y Fanny cotilleando sobre cualquier rumor que hubieran escuchado y cómo se reían al ridiculizarlo.

Algún día, ambas mujeres tendrían su merecido por ser tan mezquinas, pero ella ya no estaría ahí para verlo.

Suspirando, se irguió todo lo que pudo para darse ánimos, y se paró frente a ellas en la entrada de la sala. No estaba segura de cómo recibirían la noticia, por lo que había decidido decírselo lo más cerca posible de la puerta de salida.

Por un instante, ninguna de las dos la vio, y Molly permaneció quieta con su maleta y su pequeña bolsa de viaje. Cada una de ellas en una mano.

Aún no podía creerse lo que estaba haciendo, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás, sobre todo, cuando Maybelle giró la cabeza y la vio.

—¿Qué haces ahí parada? Haz algo útil y tráenos algo de comer.

—Lo siento, señora, pero no pienso obedecer sus órdenes nunca más.

—¿Qué has dicho? —La voz de su madrastra sonó tan ronca por el enfado y la sorpresa que Molly se asustó. Pero no iba a echarse atrás, tenía veintitrés años y ya era hora de que se enfrentara a ellas.

—Me marcho. Voy a empezar una nueva vida en Montana.

—¿Que te marchas? —Maybelle se levantó de su asiento y se acercó a ella unos pasos—. No puedes irte sin mi permiso, y por supuesto que no lo tienes.

—Usted no es nadie para impedirme que me marche. Y no me importa si tengo su permiso o no. —Al decirlo, Molly sintió que algo dentro de ella se liberaba. Se estaba enfrentando por fin a su madrastra y, en vez de sentirse cada vez más asustada, se encontraba más resuelta.

—¿Cómo te atreves a hablarme así? Te he cuidado durante años, ¿y así es como me lo pagas?

Molly apretó con más fuerza las asas de sus maletas y avanzó en su dirección. No iba a permitir que esa mujer dijera esas mentiras.

—Usted jamás me ha cuidado. En su lugar, me ha humillado y se ha aprovechado de mí como si fuera una sirvienta.

—¿Acaso no lo eres? ¿O crees que puedes estar a nuestra altura? —Se burló Fanny, mirándola con desaprobación.

—Lo que no soy es una niña mimada que no sabe hacer otra cosa que criticar a todo el mundo.

—¡Mamá! —repuso Fanny indignada, pero su madre la hizo callar alzando una mano.

—Si te vas de aquí, acabarás tirada en la calle en menos de tres días. Me aseguraré de que nadie te dé trabajo y de que tu reputación quede por los suelos —afirmó orgullosa, creyendo que eso la asustaría y la detendría.

Pero Molly estaba muy lejos de sentirse asustada, sino todo lo contrario, pues ahora se daba cuenta de que había soportado demasiado y debería haberse ido tras la muerte de su padre.

Ya no había nada en esa casa y en esa ciudad que la atara, pues el recuerdo de sus padres no estaba ahí, sino que lo llevaría por siempre en su corazón.

—Me marcho a un lugar donde sus garras no podrán alcanzarme. Y puedo prometerle que no acabaré en la calle ni regresaré jamás. —Lo dijo tan segura que Maybelle retrocedió un paso al reconocer que no podría retenerla.

—No puedes hacer eso —gritó Fanny, advirtiendo que si Molly se machaba, le tocaría a ella hacerlo todo—. Tienes que impedírselo, mamá. Nos quedaremos sin criada.

Pero Molly ya había terminado y, sin más, se giró y comenzó a caminar hacia la salida.

A sus espaldas podía escuchar a Fanny gritándole que se detuviera y cómo Maybelle le aseguraba que su vida sería un infierno. Pero Molly sentía que finalmente era libre.

Abrió la puerta, cruzó el umbral y, tras dar unos pasos, se giró para ver por última vez la casa que había sido su hogar desde niña, cuando sus padres aún vivían.

No sintió pesar por dejarla, como había supuesto, sino alegría por el nuevo futuro que le esperaba.

Esa casa hacía tiempo que había dejado de ser su hogar y no sentía pesar por dejarla atrás. Ya no había nada allí que la uniera a ella ni a esas mujeres que la observaban orgullosas en el quicio de la puerta.

—Volverás llorando y suplicando —le aseguró Maybelle—. Eres fea, torpe y estúpida. Nadie te querrá en esas condiciones. Solo sirves como criada y ni para eso.

Sus ojos ardieron cuando las lágrimas comenzaron a aflorar a sus ojos. Evidentemente, nadie la quería en ese lugar y solo le quedaba marcharse.

Maybelle nunca la quiso y Fanny nunca se comportó como una hermanastra.

Se tragó el nudo que tenía en la garganta y luego negó con la cabeza. Tal vez debería haberse marchado sin decirles nada. Quizá así se hubiera ahorrado el dolor de saber que no había nadie en el mundo que la quisiera.

Pero ya no importaba. No iba a quedarse por más tiempo. No cuando le esperaba una vida nueva en Montana. Y quién sabe, quizá el amor.

—Adiós —logró decir con el tono más rígido que pudo pronunciar.

Molly comenzó a caminar por la calle, alejándose de ese lugar con la cabeza en alto y la esperanza en su pecho.

Se dirigió a la estación de tren en busca de un futuro y ya nadie ni nada le impedirían seguir hacia delante.

Pronto estaría sentada en su asiento camino de Montana y, aunque estaba nerviosa, sabía que lo peor ya había pasado.

Al fin era libre.

 


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